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Extracto del estudio preliminar a la antología Casa Natal de Antonio López Ortega publicado por ABediciones, Caracas, 2023.
En el rico panorama del cuento venezolano de entre milenios las aportaciones de Antonio López Ortega resultan insustituibles. Su quehacer como narrador, de hecho, no es de ninguna manera secundario a sus contribuciones a la cultura venezolana como crítico y editor, abarcando su escritura todo el espectro de la ficción: la novela, la novela breve, el cuento propiamente dicho, el microrrelato y obras experimentales difíciles de clasificar.
Su itinerario se inicia con piezas en libros que recogen creaciones grupales: «Larvarios» figura en Cuerpo plural (1978) y «Armar los cuerpos» en Voces nuevas (1982). Con el seudónimo de José María Acomedido, fue, asimismo, uno de los autores de Ritos cívicos (1980), ejercicio de escritura colectiva. Los títulos de la siguiente fase de su carrera han sido individuales y objeto de atención detenida de la crítica: como novelista, Ajena (2001), Preámbulo (2021) y Los oyentes (2023); como cuentista, Cartas de relación (1982), Calendario (1989), Naturalezas menores (1991), Lunar (1997), Fractura y otros relatos (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2013) y Kingwood (2019). A su labor de narrador no falta el complemento de la reflexión sobre temas diversos, entre ellos, las letras, el pensamiento y los avatares sociales venezolanos, con trabajos recogidos en colecciones de ensayo y volúmenes autobiográficos. En la presente antología el lector tendrá la oportunidad de apreciar específicamente su evolución como cuentista durante casi tres decenios, desde Voces nuevas hasta Indio desnudo.
Al principio, como ocurre con la de otros coetáneos, influyen en su narrativa las inquietudes compartidas en los talleres que proliferaron en Caracas y otras ciudades venezolanas durante los años setenta y ochenta. Esa corriente, luego de la tensa atmósfera cultural de los sesenta —cuando apenas se disimulaba una violencia política latente—, intentó ampliar el repertorio expresivo de los escritores nacionales con perseverantes incursiones en el virtuosismo formal y una propensión a materias entonces infrecuentes, entre ellas la vida interior. López Ortega se ha mantenido leal a lo segundo, destacándose por la minuciosa exploración psicológica de sus personajes en circunstancias cotidianas, especialmente las características de la clase media urbana, relegada por la literatura previa. Ello quizá se deba a su lucha contra los cánones prevalecientes en su juventud y, después, al fortalecimiento en los albores del siglo XXI de discursos oficiales empecinados en imponer visiones totalitarias donde la única individualidad que cabe es la del héroe encarnador de la masa. La intimidad se recategoriza en López Ortega como contradiscurso, equiparable al que se avizora, durante el período chavista, en el auge de los diarios literarios[1].
A la par de los rígidos compromisos y sus fórmulas maniqueístas, la mayoría de los narradores formados en los talleres rechazaron los grandes modelos del criollismo o el mundonovismo residuales. Una muestra como la que tiene en sus manos el lector basta para percatarse de que la producción de López Ortega difiere enormemente de la estética de Julián Padrón, la de Rómulo Gallegos o la de Ramón Díaz Sánchez, inseparables de lo didáctico y lo telúrico. Estamos por entero instalados en otra era mental de las letras venezolanas. Una captación minuciosa de los avances de la vida moderna se manifiesta sin que el autor abandone en rigor los espacios no urbanos —he allí cuentos como «Carretera negra», «Río de sangre» o «El curso del Aponwao»—; en otras palabras, desaparece la polarización de las dos caras del país, acaso porque la experiencia adolescente de López Ortega en los campos petroleros le ha enseñado la fluidez de las fronteras no solo entre el entorno provinciano y la actividad industrial, sino entre lo muy local y lo muy global. Lo venezolano, jamás abordado como asunto prioritario, se percibe cada vez más descentrado, multiforme, exento de la demonización de lo urbano como puerto de llegada de lo foráneo. La identidad deviene una noción sometida a arraigos no tan coyunturales como subjetivos: los afectos los gobiernan, teniendo como su ámbito inicial, en particular, la familia, pero expandiéndose con el eros y la amistad a zonas donde los límites de nuestro ser persisten en negociar con la otredad. Ese horizonte ofrece también sombras donde el ansia de encuentro se aplaza o su posibilidad queda aniquilada por motivos éticos. En su conjunto, por su acopio de datos tanto factuales como imaginarios, intuidos o sentidos, la visión de lo humano de esta narrativa obedece a un realismo introspectivo.
Creo que la mejor manera de describir la poética a la que me refiero es examinar su puesta en práctica. Y el relato que da título a esta antología tal vez constituya su primera cristalización cabal. Tomado de Armar los cuerpos, «Casa natal» ya incorpora, en efecto, muchos de sus elementos. Es una historia de familia que se remonta a la niñez del narrador, aunque el uso del presente o del antepresente, que denota un pasado ligado al momento de enunciación, da una sensación de inmediatez. En esos roces entre el ayer y el hoy se problematizan nuestros vínculos con el origen; el protagonista claramente rememora luego de muchos años: no de otra manera se explicaría la trascendencia que se le otorga a cada acto, a cada detalle. El artificio de los extremos que se tocan está preparándonos, es obvio, para un discernimiento que desborda las rutinas de lo testimonial. Un padre contagia a sus hijos y a su mujer el entusiasmo, el ansia disimulada, por su reencuentro con su casa natal y viajan todos allá, sin que esta surja, como si nunca hubiese existido. Han de ponderarse dos factores para no ceñir el cuento a una anécdota en apariencia anodina: el primero, las consecuencias que tiene en los personajes el hallazgo que no se produce; el segundo, que la ciudad donde el origen se extravía o se afantasma es Caracas. Repárese en el abatimiento del padre:
«[E]stoy allí, detenido, pensando si tocar o no, si empujar la puerta […], cuando oigo un gemido de papá, agudo, algo así como un sonido exterior a su cuerpo, como el ejercicio de una lanza gutural inclinándose sobre su cuello. He empujado […] la puerta para encontrarlo con su bata púrpura acostado boca abajo a lo largo de la cama. Creo haber visto a mamá acariciándole el revés de la cabeza antes de levantarse ágilmente para venir a mi encuentro y taparme los ojos».
Simétrico es el peso cósmico que parece alcanzar y herir al hijo:
«[Salgo, no comprendiendo nada] al tratar de caminar, de atravesar los tres metros de losa del baño para sentir lo que ahora siento, es decir, una aguja clavada sobre mi nuca, lo suficientemente penetrante como para que me lleve al suelo, como para gatear hasta la salida del baño, como para caer de boca en la entrada de mi cuarto».
Tales comportamientos no parecen concordar con el hecho usual de no hallar una dirección en un lugar tan caótico, de crecimiento abrupto, errático, carente de planificación, como la capital venezolana durante su época de mayor prosperidad y exuberancia «saudita» —la avenida Boyacá, mencionada en el relato, se inauguró en 1973 y el libro donde se recoge el texto es de 1982—. Aquí la lógica nos obliga a plantearnos como central el funcionamiento de la psique del narrador: su angustia podría atribuirse, por una parte, a las distorsiones de la mirada infantil que el hablante trata de reconstruir con toda su misteriosa intensidad. Tal energía, por otra parte, transparenta referentes erosionados, cuestionados por los reclamos del alma, que elevan a atisbo ontológico lo que para una lectura superficial se restringe a alienación acarreada por el progreso de la ciudad nueva rica y expansiva. No en vano, un pasaje resulta crucial en la historia:
«Tengo la cabeza apoyada en la puerta del carro: mi barbilla reposa […] donde termina lo metálico y comienza el vidrio, a la misma altura del seguro. Mi hermana y yo estamos contentos desde esta mañana porque papá ha prometido llevarnos a su casa por la avenida Boyacá. Claro que no es la vía directa[;] con eso vemos la ciudad desde lo alto y paseamos otro poco. [M]eterse por la Libertador en un día como este es desperdiciar la memoria del sol. Y es eso lo que hago ahora: ver la ciudad desde esta avenida sintiendo cómo la amortiguación del carro se transmite al paisaje siempre y cuando yo mantenga mi cabeza sobre la puerta. De esta manera la ciudad parece rebotar sobre ella misma, con un movimiento de brusca coincidencia que se escenifica bajo una inmensa cúpula de cristal».
El contraste de fuera y dentro, los movimientos que van del panorama de la ciudad a la conciencia del muchacho merman nuestra confianza en las interpretaciones literales. Más aún porque el número de la casa que el padre no consigue encontrar es el 69, con sus sugerencias cíclicas, ourobóricas y, por tanto, sintetizadoras de contrarios. La casa extraviada se vuelve, así, no solo un punto de partida sino un punto de llegada que no se localiza, enfrentando al ser humano a la nada e insuflándole una nostalgia que nutre tanto la búsqueda emprendida por el padre, demanda de un Grial esquivo, y la del hijo, más exitoso en su cometido, ya que su reacción no es entregarse a un viaje físico, sino a uno que transcurre en el espacio inmaterial del lenguaje: contar lo sucedido, contrarrestar con signos lo que, de otra manera, sería vacío. Los cimientos de la narrativa de López Ortega son nostálgicos, pero ha de reconocerse en ellos una sutil réplica, creadora, a la aceptación impasible de las carencias.
Dado que reflexionamos sobre una poética, no ha de ignorarse que el escritor la ha expuesto con franqueza en sus ensayos de El camino de la alteridad y Discurso del subsuelo. La correspondencia entre literatura y experiencia social o individual no deja, ciertamente, de abordarse. En el primer libro declara su desconfianza de las totalizaciones, trátense de «las tentativas enciclopédicas de la novela» que intentan «inventariar» el mundo de maneras simplemente testimoniales o coincidentes con las iniciativas salvacionistas de numerosos escritores latinoamericanos que han querido fungir de maestros del pueblo, médicos de la nación o adalides intelectuales. Contesta a eso el ensayista:
«[Veo compromiso] en la forma misma de la escritura, en la sintonía del autor con su tiempo, en los mecanismos inconscientes que llevan a un escritor no a convertirse en portavoz de una sociedad, como se nos ha querido hacer ver, sino a ser la sociedad misma, el punto en que esta se da vuelta sobre sí para reconocerse mejor y construirse una imagen que pueda sobrevivir la dura realidad de un tiempo que se evapora y de un espacio que se pierde. Compromiso no es otra cosa que ansias de trascendencia a través de un ejercicio que, como la escritura, debe sostenerse sin tregua y en la más estricta soledad»[2].
Y la fuerza de ese compromiso, se concluye, la constatarán los que el día de mañana se pregunten «si fuimos capaces de elevar[nos]» por encima de lo «político» o lo «económico».
Discurso del subsuelo ahonda en los postulados anteriores cuando, al reflexionar sobre la distinción de dos campos en las letras venezolanas, el del país moderno, futurista, desmemoriado y el conservador, provinciano, ensimismado, asevera que en ambos hay quienes se esfuerzan en construir «la subjetividad» que nuestra narrativa requiere[3]. Tal sujeto tiene mucho que ver con lo que El camino de la alteridad había denominado «literatura menor», variando la noción de Deleuze y Guattari mediante su inserción en la tradición hispanoamericana. Para esta nuestro autor deseaba, adversando la «gran literatura» y su solemnidad o enciclopedismo etnográfico —vicios en los que reincidió el boom aunque los criticase en novelistas precedentes—, una escritura «más humilde, menos sonor y vociferante» que finalmente bajase de la tarima o del púlpito para admitir «las nimiedades de los ritos cotidianos»[4].
La minoridad la ha obtenido López Ortega a lo largo de su carrera por diferentes vías. En su juventud, podía distinguirse en el repertorio formal gracias al entrecruzamiento del cuento con géneros de la intimidad —la epístola o el diario—, tal como en Cartas de relación o Calendario, donde por añadidura no escaseaba el ingrediente lírico. En algunos libros iniciales se notaba, igualmente, la atracción por la microficción, ostensible en numerosas piezas de Naturalezas menores y Lunar, cuyo tono de meditación y confidencia tiene su correlato en la compresión narrativa. No obstante, a partir de Fractura y otros relatos —salvo excepciones de libros previos— veremos también que el cuento sin modulaciones a otros géneros gana terreno, hasta imponerse con un perfil casi «clásico», por lo que entiendo una recuperación del aliento de los realistas del siglo XIX, no extinto en muchos de los mejores cuentistas angloamericanos e hispanoamericanos del XX. En ese autor que desde los años noventa hasta hoy desarrolla anécdotas minuciosamente, con gran cuidado por el detalle circunstancial e interés por el asentamiento de las motivaciones de sus personajes, indagando en sus estados anímicos y sus pugnas por expresarse, hallamos, además, la modalidad de lo minoritario que aflora en lo que él llama «nimiedades», los componentes de lo real ignorados por la épica exteriorista o la lógica del inventario.
Cabe apuntar que rehuir lo monumental no equivale a desdeñar los asuntos más acuciantes y perennes de la literatura. Estos son centrales en la labor de López Ortega y, por supuesto, en los cuentos reunidos en Casa natal, donde encontraremos los lazos de familia, la amistad, el amor, la frágil frontera entre una identidad propia y una compartida, el sentido del deber y el de la justicia, el papel del lenguaje en nuestra interacción con el mundo. Desaparece el tono aleccionador de generaciones anteriores, eso sí, y el escritor nos acompaña en nuestras humanas dudas, evitando imponer sus respuestas para ofrecernos únicamente el don de su interrogar constante, que hemos de hacer nuestro. ¿A qué más puede aspirar sin demagogias letradas, con honradez, un artista genuino?
***
[1] No han de soslayarse los de Victoria de Stefano, Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata, Ana Teresa Torres, Ricardo Ramírez Requena y López Ortega mismo.
[2] López Ortega, El camino de la alteridad, Caracas: Fundarte, 1995, p. 33.
[3] López Ortega, Discurso del subsuelo, Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2002, p. 108.
[4] El camino de la alteridad, p. 29.
Miguel Gomes
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