Perspectivas

El poder de violentar a las mujeres: inclusión ficticia, exclusión real

Fotografía de Cristian Hernández | AFP

16/08/2021

Números, historias y desigualdad.

El 18 de abril de 2010 ocurrió uno de los femicidios que más ha conmovido a Venezuela. El boxeador Edwin “Inca” Valero mató a su esposa Jennifer Carolina Viera Finol.[1] Posteriormente, en su celda de detención, el célebre atleta se suicidó. Once años después, el 19 de abril de este 2021, una voz emergió en las redes sociales venezolanas. Con la etiqueta #Yositecreo[2], mujeres venezolanas, desde distintas partes del mundo, empezaron a denunciar el acoso, abuso sexual y situaciones de violencia que habían sufrido por parte de figuras públicas. Uno de los señalados, el escritor caraqueño Willy McKey falleció al lanzarse de un piso 9 en un edificio en Buenos Aires. Con ello se repitió un ciclo. Las víctimas y el debate quedan en segundo plano, porque el agresor, lamentablemente, se quita la vida.

En este artículo partimos de una de las expresiones extremas de las violencias contra la mujer para llegar específicamente a la política porque “entendemos que todos los tipos de violencia dirigidos hacia las mujeres son en sí mismos un ejercicio de poder y representan siempre una expresión de escarmiento con el fin de disciplinarlas y que por cierto, también procura someter a los hombres que se resisten a la masculinidad normativa. No sorprende por ello que la violencia política figure como un escollo determinante para las mujeres en su intento por alcanzar sus demandas y que, en opinión de María Rojas Valverde (2012), presente una composición de índole tan disímil como perversa que se expresa cotidianamente con acciones que van desde el acoso u hostigamiento hasta derivar en femicidio”. Flores, 2020.

¿Ha habido un avance en la sociedad venezolana entre aquel 2010 y este 2021?

Tomamos dos ejemplos drásticos, por cierto, vinculados de una u otra manera con los polos políticos del país, porque las violencias contra la mujer -de las cuales el femicidio es una de sus expresiones extremas- hay que verlas desde una perspectiva integral. Porque en el fondo parten de lo mismo: son un asunto de poder y la manera cómo éste es concebido.

Las disparidades preexistentes, además, se ampliaron durante la pandemia de COVID-19, según el Índice Global de Brecha de Género de 2020[3]. El índice analiza indicadores en áreas como participación económica y oportunidades, participación política, educación y salud y supervivencia. En su edición publicada en marzo de 2021 se afirma lo siguiente:

Los datos preliminares sugieren que la emergencia sanitaria y la correspondiente recesión económica han afectado más a las mujeres que a los hombres, reabriendo parcialmente brechas que ya se habían cerrado.

Entre los hallazgos se indica que

– A nivel mundial, la distancia media completada hasta la paridad se sitúa en el 68%, lo que supone un retroceso respecto al informe anterior (-0,6 puntos porcentuales). Estas cifras están principalmente impulsadas por un descenso en los resultados de países grandes. En su trayectoria actual, se tardará 135,6 años para cerrar la brecha de género en todo el mundo.

– La brecha de género en el empoderamiento político sigue siendo la mayor de las cuatro brechas analizadas, con sólo un 22% cerrado hasta la fecha, habiendo aumentado desde la edición del informe anterior en 2,4 puntos porcentuales.

Venezuela, con 0,699 (mientras más cerca de 0 hay una mayor brecha) se ubica en la posición 91 de un total de 156 países analizados. Por debajo de 21 países de la región incluyendo Nicaragua, Bolivia, Perú, Colombia, muy lejos de naciones africanas como Namibia, y por debajo de Zimbabue y Mozambique. Islandia, Finlandia y Noruega ocupan las tres primeras posiciones. Y sin embargo, ninguna de estas naciones logra un puntaje de 1.

Una brecha de género es la distancia entre hombres y mujeres para acceder a la participación política, recursos, educación y otros factores que garanticen el goce pleno de sus derechos.

En el caso venezolano, 0,69 significa que las mujeres tienen aproximadamente 29% menos oportunidades que los hombres.

Desagregado por áreas, la brecha de género hallada en el empoderamiento político es de casi 80 por ciento. Venezuela alcanza un puntaje de 0,199, mientras que el mejor desempeño lo tiene en Salud con 0,980, que lo ubica entre los primeros en el grupo de países analizados.

“Las brechas de género preexistentes han amplificado la crisis asimétricamente entre hombres y mujeres, así como las mujeres han estado en el frente de la gestión de la crisis como trabajadores esenciales. Los sectores más afectados por los confinamientos y la digitalización rápida son aquellos en los que las mujeres se emplean con más frecuencia. Combinado con presiones adicionales de brindar atención en el hogar, la crisis ha detenido el progreso hacia la paridad de género en varias economías e industrias”, se afirma en el informe.

Este escenario es propicio para que se generen situaciones de violencia y microviolencias. Especialmente cuando hay una exclusión tan marcada en el área política.

“Las violencias contra la mujer son la expresión de un sistema patriarcal de poder. Por eso ocurre no solo en el ámbito de la familia, sino también en la política, en las empresas, porque son los espacios de toma de decisiones. Si se conciben como espacios de suma cero entonces se deriva en violencia, que puede ir desde el acoso hasta los micromachismos: me río de ti, te saco memes, no te oigo, te interrumpo…” resume Susana Reina.[4]

Vistas las conversaciones públicas, las reacciones que han generado el #Yositecreo, las resistencias y sobre todo la revictimización de las denunciantes, así como el uso político de estos cuestionamientos, nos lleva a pensar que no ha habido un avance en cuanto a estereotipos o prejuicios en la sociedad y que esto reclama una discusión pública, con apoyo de las organizaciones que tienen experiencia trabajando estos temas.

En este debate público nos hemos quedado atrás porque, asumo, las dirigencias y actores capaces de generar incidencia han debido enfocarse en otros aspectos, sus voces y alertas no son escuchadas masivamente y porque una de las trampas de la polarización es tergiversar y atribuir a asuntos fundamentales, cuya base es la defensa de derechos humanos, un favorecimiento a una u otra tendencia. Por ejemplo: matrimonio igualitario y aborto, entre otros.

Una expresión básica de estas manipulaciones ocurre con los inclusivos aceptados por la Real Academia Española de la Lengua, pero cuyo uso de burla por parte de actores del chavismo ha generado aprehensiones en otros sectores. Mientras en Latinoamérica se discute con polémica sobre los usos del “todes”; y la conversación va en cómo referirse a definiciones no binarias, en nuestro país aún nos enfrascamos en debates bizantinos sobre usar los femeninos y masculinos asociados con una visibilización de todas y todos.

Este poder y su ejercicio no tiene una dimensión ideológica -izquierda o derecha-. Si en algo se igualan organizaciones de distintas tendencias es que el trato a las mujeres está influido por una visión de falta de equidad. En algunos casos raya en un paternalismo “compasivo”. En otros hay negacionismo.

Descalificar a priori una concepción de poder que valora la vida de una mujer de manera distinta, o desconocer que esa lógica incide en el ejercicio de los derechos, por más que hubiere un cuadro legislativo favorable, retrasa una discusión que es necesaria en Venezuela.

La inclusión ficticia

Un aspecto del ejercicio de violencia contra las mujeres es la instrumentalización de la figura femenina para hacer creer que hay un proceso de inclusión, porque hay un número determinado de ellas en posiciones de toma de decisiones.

Es lo que Evangelina García Prince llama la inclusión subordinada[5], que en la práctica es una exclusión real.

“La exclusión que sufren las venezolanas en el espacio público se convierte, miméticamente, en una inclusión subordinada, que en la práctica es una inclusión ficticia, equivalente a una exclusión real, no del sistema en sí, porque está dentro del sistema político, sino de las posiciones y procesos decisivos que definen la vida pública y política democrática. Son variadas las estrategias que las estructuras del mundo público y político emplean para darle a la inclusión subordinada de las mujeres la apariencia de verdadera inclusión. Estrategias que tienen un carácter eminentemente simbólico que se orienta a crear para las mujeres soluciones de inclusión que aparecen políticamente correctas y que preservan la supremacía, los valores, criterios y prácticas del orden de género androcéntrico dominante. Son prácticas de inclusión que podrían ser catalogadas como de inspiración posmoderna por su carácter aparente y el énfasis que se pone en lo políticamente correcto: cambios en el lenguaje que se torna medianamente género inclusivo como el de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV), creación de espacios de mujeres, pero con nula capacidad de incidencia en las decisiones políticas, empleo de mujeres simbólicas o tokenwoman para mostrar que están incluidas, abultar la presencia femenina en posiciones y espacios insignificantes o prescindibles en un momento de crisis o cuya desaparición no afecta la estabilidad real de las organizaciones”.

La desigualdad en la participación política de las mujeres venezolanas lleva a que para enero de 2021 nuestro país ocupe el lugar 90 en el ranking mundial de participación política de las mujeres en los parlamentos, con un 22% de mujeres en la Asamblea Nacional.

“Al interior de los partidos políticos como en las creencias de la sociedad, se mantienen imaginarios patriarcales que obstaculizan la visibilización y efectiva participación de las mujeres en todos los espacios. Ello favorece la emergencia de hombres para las candidaturas a lo que hay que sumar la menor capacidad económica de las mujeres para financiar sus postulaciones; todo lo cual resulta en una marcada exclusión de las mujeres” asegura Mitzy Flores, investigadora.[6]

La baja representación en las esferas de las organizaciones políticas se da en un país en el que además las mujeres que ejercen una función pública pueden ser medidas y descalificadas no por su desempeño, sino por su género. Así hemos visto un patrón de difamación e injurias y agresiones verbales a mujeres de distintas tendencias que se refieren a sus características físicas.

En los distintos niveles de violencia se han producido detenciones arbitrarias y violación de derechos humanos a presas políticas.

“En términos porcentuales, pese a que en el caso de las mujeres siguen siendo definitivamente minoría en cuanto a los hombres que están presos por motivos políticos, la represión se ha duplicado, el día de hoy tenemos casi el doble de las mujeres que estaban presas a principios del 2020 y es una situación reveladora”, explicaba el abogado Gonzalo Himiob, de Foro Penal en un informe de abril de 2021.

De 19 presas políticas, 84 por ciento[7] han sido torturadas y han sufrido malos tratos. 17 de ellas tienen entre los delitos que se les imputa traición a la patria. Una de ellas, Emirlendris Carolina Benítez, estaba embarazada al momento de su detención. Sufrió un aborto. La detuvieron al vincularla, por su esposo, al atentado con drones sufrido por Nicolás Maduro en agosto de 2018.

La Ley orgánica[8] sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, contempla 21 tipos de violencia, pero ninguno se refiere a la violencia política. En contraste, en Bolivia[9], la ley 243, promulgada en 2012 define el acoso y la violencia política.

Acoso político: acto o conjunto de actos de presión, persecución, hostigamiento o amenazas, cometidos por una persona o grupo de personas, directamente o a través de terceros, en contra de mujeres candidatas, electas, designadas o en ejercicio de la función político – pública o en contra de sus familias, con el propósito de acortar, suspender, impedir o restringir las funciones inherentes a su cargo, para inducirla u obligarla a que realice, en contra de su voluntad, una acción o incurra en una omisión, en el cumplimiento de sus funciones o en el ejercicio de sus derechos.

Violencia política: Se entiende por violencia política a las acciones, conductas y/o agresiones físicas, psicológicas, sexuales cometidas por una persona o grupo de personas, directamente o a través de terceros, en contra de las mujeres candidatas, electas, designadas o en ejercicio de la función político –pública, o en contra de su familia, para acortar, suspender, impedir o restringir el ejercicio de su cargo o para inducirla u obligarla a que realice, en contra de su voluntad, una acción o incurra en una omisión, en el cumplimiento de sus funciones o en el ejercicio de sus derechos.

Estoy segura de que al leer estas definiciones pueden venir a la memoria casos emblemáticos de mujeres violentadas en su ejercicio de funciones político-públicas. En lo particular, emergen los nombres de la jueza Afiuni y de la dirigente María Corina Machado.

Delimitar estos conceptos no es sencillo. Aún hay debates internacionales sobre precisiones: De acuerdo con parámetros más generales la violencia política puede constituir una violación de los derechos humanos.

Hay dos definiciones que creo pueden aportar a la discusión:

Krook[10] plantea que cualquier acto de violencia contra una mujer política es un acto de violencia política por razón de género. Sostenía que era cualquier «agresión física y/o psicológica, ejercida por responsables partidarios y otros actores políticos, para resistir la presencia de las mujeres en la vida pública». Aunque está dirigida a una mujer en particular, «estas acciones, están dirigidas contra todas las mujeres, en un intento por preservar la política bajo el dominio masculino” .

¿ Qué hacer?

Las definiciones sobre las que estamos comentando generan discrepancias. Sin embargo, estos desacuerdos suelen ser esbozados para evitar el debate de fondo que nos lleve a buscar estrategias y promover políticas públicas que garanticen la protección real de los derechos las mujeres, que se entienda que un acercamiento a este tema es un asunto de derechos humanos y que comprendamos que no solo vivimos en una sociedad machista, sino que el género no es garantía de tener un enfoque que detalle las desigualdades, asimetrías y las interseccionalidades de un fenómeno que no sólo afecta a Venezuela, sino que es un problema general.

En la región ha habido avances que aún no terminan de llegar al país. La ley 243 boliviana es considerada un precedente fundamental. En los últimos meses hemos visto cómo Argentina aprobó una ley que legaliza el derecho a suspender el embarazo y en México se discute e investiga ampliamente sobre violencias contra las mujeres. Venezuela ha contado con un movimiento feminista que en las décadas de los 80 logró victorias para el abordaje no partidistas de estos asuntos. En la actualidad, las voces de las y los feministas parecen ser menos escuchadas, no porque no estén hablando, sino que como sociedad no estamos realmente prestándoles la atención que merecen.

Uno de los pasos necesarios es ampliar el debate argumentado sobre cuál es la situación actual. Cómo nuestros sesgos inciden en nuestra percepción sobre las violencias contra la mujer, verificar si los instrumentos legales realmente han cumplido sus objetivos o cuál es el estatus de las disposiciones que contemplan tales normas.

También es importante propiciar que en el momento electoral se incentive la participación de mujeres para los cargos de elección popular. Esto en razón de la deuda histórica que hay con la equidad y la alternancia que implique 50 por ciento de candidaturas para mujeres. Una propuesta que fue excluida de la enmienda constitucional.

Uno de los factores que considero vital es la capacitación de periodistas en los emergentes medios digitales y otros tradicionales para no solo sensibilizar sobre las violencias contras las mujeres sino que las organizaciones que trabajan en el área puedan tener espacios de amplificación de sus mensajes y acciones en los medios de comunicación.

Si la vida de Jennifer y de otras 256[11] mujeres más, asesinadas en 2020, no valen nada, la de muchas otras mujeres en distintas condiciones tampoco, por más que creamos que estamos protegidas por algunos derechos, por nuestras condiciones de vida o porque en la normalización que vivimos con las microviolencias, creamos que no son tan importantes o que no son extendidas.

***

Notas:

[1]https://www.europapress.es/internacional/noticia-examen-psiquiatrico-revela-boxeador-inca-tenia-personalidad-inestable-impulsiva-20100422081046.html

[2]https://www.washingtonpost.com/es/post-opinion/2021/05/12/venezuela-yo-te-creo-violencia-genero-feminismo-me-too/

[3] El Índice Global de Brecha de Género del Foro Económico Mundial, se presentó por primera vez en 2006 para medir la magnitud de la brecha entre mujeres y hombres en términos de salud, educación, economía e indicadores políticos. Analiza las siguientes áreas:

– Participación económica y oportunidad: salarios, participación y empleo altamente capacitado

– Educación: acceso a niveles de educación básicos y más elevados

– Participación política: representación en las estructuras de toma de decisiones

– Salud y supervivencia: expectativa de vida y proporción hombres-mujeres

 http://www3.weforum.org/docs/WEF_GGGR_2021.pdf

[4] Consulté a Susana Reina para este artículo. Me ayudó a definir el enfoque desde la perspectiva de Teoria de Género. Reina es creadora de Feminismo Inc.

[5] La participación política de las mujeres en Venezuela: Situación actual y estrategias para su ampliación

[6] LA VIOLENCIA POLÍTICA CONTRA LAS MUJERES EN VENEZUELA. UN FENÓMENO CRECIENTE

[7] Mujeres presas políticas en Venezuela

[8] LEY ORGÁNICA SOBRE EL DERECHO DE LAS MUJERES A UNA VIDA LIBRE DE VIOLENCIA

[9] LEY CONTRA EL ACOSO Y VIOLENCIA POLÍTICA HACIA LAS MUJERES

[10] Género y violencia política en América latina Conceptos, debates y soluciones

 

[11] Monitoreos de femicidios

***

Este trabajo fue publicado en la décimo cuarta edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.


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