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La ciencia ficción es la auténtica literatura del siglo XX (…) Como escritor de ciencia ficción, no estoy interesado en viajes interplanetarios ni viajes en el tiempo ni en el espacio exterior, quiero escribir sobre el hoy y para ello el futuro es una mejor llave para acceder al presente.
(J. G. Ballard)
Probablemente James Graham Ballard sea el más atípico de los autores de ciencia ficción. ¿Es esto ciencia ficción?, incluso podría llegar a preguntarse el lector mientras deambula por esos espacios extraños habitados por gente rarísima. Pues sí, al menos así lo consideraba él. J. G. Ballard era el tipo incómodo que se asumió como autor de ciencia ficción pero no para hablar de robots y naves espaciales, no quería escribir sobre el futuro distante ni sobre rayos láser ni extraterrestres porque la ciencia ficción que le interesaba era la que podía ocurrir en los próximos cinco minutos y, más que un viaje al espacio exterior, la que revela los profundos laberintos del universo interior.
Pasa algo muy curioso con Ballard: uno se adentra en sus novelas o cuentos y se imagina que aquel hombre no vio nunca luz, que su existencia fue una concatenación ininterrumpida de tormentos, perversiones, un interminable tránsito por los infiernos en este planeta –el más extraño de todos– llamado Tierra. Porque a Ballard se le lee con angustia, extrañeza, perturbación; como quien se interna en un cuadro pintado por un paciente recluido en un psiquiátrico o como quien es arrastrado hasta los bordes de un abismo tenebroso cavado con la uñas por alguien que perdió la razón y está atrapado en una madeja de asuntos muy turbios. Sí, eso es, a juzgar por la obra seguro que ese hombre no salió jamás de un foso, que se pasó más de una temporada enfundado dentro de una camisa de fuerza y dentro una habitación acolchada; y es que con toda seguridad también tuvo una vida más frenética que la de Rimbaud antes de retirarse a los diecinueve años –justo después de pelearse con Verlaine y que éste le rozara con un disparo la muñeca– porque ya había dicho todo lo que había venido a decir y mejor abandonaba la poesía hasta nunca más. Pues, bienvenidos al mundo real: resulta que Ballard tuvo una vida bastante normal. Tan normal que se pasó casi cincuenta años viviendo en su misma casa en la villa de Shepperton, a treinta kilómetros de Londres, rodeado de sus hijos y nietos, escribiendo todos los días en el mismo estudio y el mismo escritorio de madera junto al ventanal que daba a un pequeño y muy despeinado jardín que no conoció jamás la poda del jardinero. Salía por las tardes a caminar junto al río, regresaba a casa para ver la tele mientras se tomaba un whisky con soda.
Sí, obviamente le pasaron cosas –como a todos– pero no es que encontraremos un paralelismo mimético o simétrico entre la locura rebosante de su obra y una vida signada por la tragedia o el delirio. Estamos demasiado acostumbrados a la fórmula del escritor maldito, ese que para poder construir una obra profunda y perturbadora tiene necesariamente que padecer también de una vida asfixiada por el tormento. Hay una frase legañosa que ojalá ya esté en desuso o al menos en franca vía de extinción: “le falta burdel”. Sí, a Ballard le faltó burdel sobre todo porque nunca le interesó ni le hizo falta. La vida le dio exactamente la dosis justa de reactivo para que se pusiera en marcha una maquinaria de perpetuo movimiento que actuaba más hacia el interior que hacia fuera.
Hay tres eventos reactivos que marcaron la vida de Ballard, a partir de ellos se construye a grandes rasgos el gran mapa de sus obsesiones y el itinerario de su creación. El primero es que James nació en Shanghái en 1930, en el seno de una acomodada familia inglesa (su padre era un empresario dedicado al negocio de las telas). Shanghái era una ciudad donde, en aquellos años, convivían los chinos más pobres con la más ostentosa burguesía europea. El rico barrio donde vivían los Ballard estaba lleno de piscinas, hoteles, clubes nocturnos y el pequeño James pedaleaba en bicicleta en medio de todo aquello en pantalones cortos. Pero entonces vino la invasión japonesa a China y los Ballard quedaron atrapados en ese extraño campo de concentración poblado de piscinas vacías, hoteles derruidos, locales nocturnos desiertos; con un trato especial hacia los extranjeros y un maltrato espantoso contra los chinos. Todos esos escenarios serán constantes en la obra que décadas más tarde J. G. ofrecerá al mundo.
El segundo evento es el momento en que a los diecinueve años, ya viviendo en Inglaterra, el joven Ballard desea estudiar psicología pero un tío (para regocijo de sus padres) lo convence de que mejor estudie medicina. Entonces se enfrenta durante dos años a la mesa de disecciones donde reposan los cuerpos que él debía abrir con bisturí. Cuando se asomó a ese interior (ahora volcado al exterior) se le instaló una imagen en la cabeza que jamás lo abandonaría: el cuerpo humano, más allá del envase de piel y traspasando los límites de la carne, no es otra cosa que una exhibición de atrocidades. Se hartó de la medicina, trabajó como reportero para una revista y luego simplemente de portero; acabó enrolándose en la fuerza aérea británica y se hizo piloto en Canadá (lo de los aviones en llamas o estrellándose también es una constante en su obra), se dedicó parcialmente a la escritura y se casó con el amor de su vida: Helen Mary Matthews con quien tuvo tres hijos. Y entonces, estando en unas vacaciones en Alicante, ocurriría el tercer gran evento que le dejaría cicatriz: su esposa sufrió una repentina infección, le preguntó a James: “¿Me estoy muriendo?”, él le respondió que claro que no. Pero esas serían las últimas palabras que escucharía de su boca J. G., pues casi de inmediato se quedó viudo y se encargó de sacar adelante a sus tres hijos: Bea, Fay y James. Más adelante se encontraría con Claire Walsh, quien sería su pareja por más de cuarenta años (sin que contrajeran nunca matrimonio) hasta que la muerte del autor los separó.
La obra de Ballard transita entre la herida y la cicatriz. El traumatismo que deja abierta la carne y que debe ser superado por medio de la cicatrización es un símil del proceso mental-emocional donde el trauma debe ser olvidado, superado, para luego poder recordarlo y finalmente contarlo (ya exento de dolor).
Ballard recordaba el momento en que los japoneses se rindieron y los instantes en que se enteraron en el campo de concentración chino que habían sido lanzadas las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Entonces había gente que celebraba el fin de la guerra y que salía muy feliz a las calles con sus letreros y consignas a favor de la paz. Ballard, lejos de la euforia colectiva, pensó que aquello no era realmente el fin de la Segunda Guerra Mundial sino que era el inicio de la tercera. Una nueva, igual que siempre pero distinta, porque la guerra era algo inherente a la naturaleza humana, no sabemos vivir sino en guerra. El hongo atómico era el símbolo con el que se daba inicio a la nueva guerra y a la nueva falsa paz.
Cuando en 1946 la familia Ballard se muda a Inglaterra al joven James le pareció todo aquello tan gris, tan acartonado, tan solemne, tan viejo e impostado. Se halló de pronto en una nación –así lo confesó– que no hacía otra cosa que mirar al pasado con nostalgia y grandilocuencia. Se hartó de leer cosas que no le interesaban, él quería escribir pero nunca así. Él quería escribir sobre el futuro, o ni siquiera del futuro sino del presente que se hallaba al doblar la esquina. Veinticinco años más tarde estaría prohibida en Inglaterra La exhibición de atrocidades (1970), lo mismo que un tiempo después Crash (1973). Asunto que solo logró dos cosas: confirmar en Ballard su teoría de lo tiesa que era la sociedad británica y un despertar en la curiosidad del mundo: había que leer a ese loco para saber por qué estaba tan prohibido. Ballard se convertiría progresivamente en el autor favorito de muchos artistas que desde campos no literarios se apoderaron de sus ideas y títulos para construir la propia obra.
Valga mencionar que la influencia de los pintores surrealistas (Magritte, Dalí, de Chirico y muy especialmente Paul Delvaux) fue para Ballard mucho mayor que la de cualquier escritor. En su formación como autor le debía más a la pintura, al cine y al psicoanálisis que a la propia literatura. Eso que hacían los artistas del surrealismo con el psicoanálisis, con el énfasis en las perspectivas y la óptica, esa procura por establecer vínculos profundos entre las ciencias y la imaginación fue lo que alimentó esencialmente la muy particular ciencia ficción de Ballard.
J. G. aseguraba que en el mundo actual se había desdibujado la frontera entre realidad y ficción. Incluso eran conceptos que se habían invertido pues la realidad está intervenida más que nunca por la ficción. El mundo exterior está plagado de fantasías. El paisaje está forrado de publicidad, todo es un anuncio que vende algo, lo cual es un panorama creado por el hombre absolutamente artificial. Es la promesa constante de la fantasía al alcance de la mano, mientras vas por la autopista, caminas o viajas en el vagón de tren eres bombardeado por sueños de realización, la ficción diseñada para una sociedad infantil e insaciable de una vida mejor por una módica suma que siempre será inalcanzable (tanto la vida de fantasía como la módica suma). De manera que lo único que nos queda de realidad, decía James Graham, está dentro de nuestras cabezas: «al final nuestras obsesiones son el último resquicio de realidad que nos queda».
Para Ballard el gran motor que movió al mundo durante los ‘50 y ‘60 fue el sexo, pero a partir de los años setenta ese motor fue desplazándose a otros aspectos: la velocidad, la electricidad, las drogas, los accidentes automovilísticos y aéreos, los asesinatos, los secuestros; en resumidas cuentas: la energía que movía al mundo ahora era la violencia. Y precisamente de esa mezcla de sexo y violencia, de pasión y accidentes, de obsesiones mentales vinculadas con la máquina y las maneras violentas en las que la máquina se fundía con el organismo surge Crash, el libro que luego se convertiría en un cortometraje, Towards Crash (1971), protagonizado por el propio Ballard (pésimo actor, pero cómo se le nota que estaba gozando un montón su incursión cinematográfica) y más tarde en la película del canadiense David Cronenberg protagonizada por James Spader interpretando al personaje llamado James Ballard.
Ahora bien, de la misma forma en que la cicatriz evidencia la experiencia de una herida, a Ballard le obsesionaban también los impactos que viajaban en sentido inverso: del afuera hacia dentro, desde el paisaje circundante hasta la psique. Es decir, no solo modificamos la realidad por medio de la propia imaginación, sino que tampoco somos inmunes a las repercusiones del paisaje exterior en nuestro mundo interior. El entorno acaba modificando la imaginación y por lo tanto modifica el comportamiento humano. Si el panorama es homogéneo, absolutamente organizado, aséptico, punta roma, seremos exactamente eso en todo lo que imaginemos y creemos; y entonces no es que nos vamos a morir de aburrimiento sino que –lo que es aún más peligroso– nos vamos a acostumbrar a vivir aburridos.
Creo que lo que más me preocupa no es que el futuro sea trágico sino que no pase nada en el futuro, que nuestros niños estén condenados a vivir en un mundo signado por el aburrimiento. Un mundo sin eventos, en el que nada ocurre.
De igual manera: un paisaje arrasado, un territorio yermo o con una naturaleza desbordada que nos haga sentir pequeños, vulnerables, amenazados, incapaces de controlar absolutamente nada nos arrastrará a un estado de supervivencia primitivo. En ese contexto no seremos otra cosa que animales aterrorizados que harán lo que sea para sobrevivir y donde la ética será suplantada por la paranoia. Porque –tema central en la obra del Ballard– ¿qué pasa cuando el ser humano es llevado a ese extremo en el que la realidad es arrasada, el paisaje está destruido o secuestrado por lo salvaje?; pues que la imaginación y la capacidad creativa son sustituidas por las psicopatologías.
Irónico que después de treinta años de escritura en los que Ballard se erigió como el gran representante de la nueva ola de la ciencia ficción acabara encontrando la fama por medio de un libro autobiográfico: El imperio del sol (1984), llevado al cine por Steven Spielberg. Un libro en el que nunca consideró se hallaba su auténtica propuesta autoral; pero así son las cosas, no las decides tú sino tu receptor.
Sin embargo, a Ballard no le preocupaba tanto que su éxito viniera por ese libro tan atípico dentro de su corpus dedicado a la ciencia ficción, lo que le preocupaba es que el éxito no había cambiado en absoluto su vida. Ahora era famoso y aquello no había alterado la existencia en lo más mínimo. Siguió teniendo una vida extraordinariamente tranquila, en su suburbio londinense, escribiendo durante largas jornadas en su mismo escritorio de madera, en el mismo estudio donde escribió toda su obra, con vista a un jardincito absolutamente despeinado que no conoció jardinero jamás. Su vida siguió consistiendo en escribir desde temprano, hacer una larga caminata junto al río al caer la tarde, ver televisión y tomarse un whisky con soda.
Para Ballard su imaginación dependía de que el entorno fuera lo más invisible posible. Y eso lo encontraba en la vida en los suburbios, una realidad que prácticamente pasaba desapercibida y que lo impulsaba a refugiarse en sí mismo, a construir un paisaje interior mucho más movido, delirante, apasionante. Contaba que en una oportunidad pasó unas largas vacaciones en las islas griegas y de pronto se dio cuenta de que se le había olvidado su casa, sabía que vivía en Inglaterra pero era incapaz de recordar su casa, su estudio, el lugar donde escribía durante los últimos veinte años. Le dio enorme vértigo sentirse que se estaba desdibujando, que fuera de ese lugar en Shepperton no tenía identidad y se acabaría transformando en otra persona que imaginaba otras cosas. Era hora de volver a casa: la física y la que le servía también de hogar a sus ideas.
Eso era J. G., un hombre que necesitaba una vida apacible. Ciertamente cuando murió su esposa se dedicó durante un tiempo al alcohol y las drogas, una experiencia que recogió décadas más tarde en Noches de cocaína (1996); pero todo ese tránsito por el vértigo exterior solo sirvió para hacerle descubrir que su verdadera droga y su adicción más provechosa estaba en la mente. De resto todos los aliños eran contaminación boba que en nada le permitían profundizar en lo que deseaba sumergirse. Para Ballard la vida afuera tenía que estar en calma para que pudiera aflorar por dentro la imaginación con todo su esplendor, su genuina extrañeza y su furia.
Hay una imagen que Ballard tenía sobre sí mismo: se sentía un poco como un agente secreto, vestido con un traje modesto, como si se tratara de un empleado bancario que vivía en su anodina casa de los suburbios; pero cuando llegaba a su hogar y cerraba la puerta, detrás de la fachada de normalidad y aburrimiento estaba esta suerte de espía que redactaba inauditos informes y era también, sin que nadie lo supiera (ni siquiera sus jefes), un pintor surrealista.
José Urriola
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