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El último mitin
Los cuarenta años de la muerte de Rómulo Betancourt, que se cumplieron el pasado 28 de septiembre, hicieron recordar (y descubrir, para toda una generación que ya nació y creció después de 1981) el verdadero acto de masas de su entierro. La prensa de la época da cuenta del funeral de Estado en el Salón Elíptico, de la llegada de Julio César Turbay Ayala y de Antonio Guzmán, presidentes de Colombia y República Dominicana respectivamente, y del vicepresidente de Estados Unidos George H. Bush; de las sonoras condolencias de Ronald Reagan (“Si bien fue ante todo un patriota venezolano, Rómulo Betancourt fue un amigo especialmente cercano de los Estados Unidos”[1]), los honores tributados a sus restos en el aeropuerto John F. Kennedy y, sobre todo, del multitudinario entierro, esa especie de último mitin, el final, el que lo despidió.
El baño popular, calculado en unas cincuenta mil personas, la institucionalidad de Puntofijo en pleno (los partidos, las Fuerzas Armadas, los sindicatos, Fedecámaras), el sonoro pésame de Reagan, a quien había sido un aliado clave en la Guerra Fría, la presencia otros dos aliados, estos de la izquierda democrática del Caribe (un presidente del Partido Liberal colombiano y otro del Partido Revolucionario Dominicano, con el que siempre estuvo tan vinculado), la atención de la prensa internacional, demuestran muchas de las cosas que definieron al líder, literalmente hasta su tumba. Pero también, vistas desde hoy, la dimensión de los cambios vividos por Venezuela en cuatro décadas. En momentos en los que la relación con los Estados Unidos es de enfrentamiento, los partidos son apenas una sombra de lo que fueron y el sistema de Puntofijo desapareció, el paisaje político de 1981 tiene pocos rostros comunes con el actual. Sorprendentemente, el difunto de aquel funeral es de los que logró mantenerse con más vigencia, comoquiera que aún concita emociones: al mismo ritmo que ha crecido su figura como héroe, sus enemigos históricos, a la izquierda y a la derecha, siguen denostándolo. Unos, que están en el poder, por considerarlo en su historia oficial un “vendido a los Estados Unidos” (¿qué otra cosa puede indicar el pésame de Reagan y el viaje de Bush para despedirlo?); otros, a la derecha, por considerar que siempre fue un comunista embozado (significativamente desmintiendo el parecer del exdirector de la CIA y de la administración que volvió a calentar la Guerra Fría).
Pero los cambios en el paisaje político generalmente expresan otros más amplios en la sociedad. Como esperamos delinear en las siguientes líneas, la Venezuela que llevaba en hombros el féretro de Betancourt estaba dejando de existir. Por supuesto, no en todo, pero sí en algunas de las características fundamentales de su “excepcionalismo” dentro de la región, como la bonanza que había vivido desde la década de 1930, pero que con el boom petrolero de los años setenta había llegado a niveles de verdadera suntuosidad; la democracia, que ya parecía plenamente consolidada después de cinco elecciones consideradas limpias y competitivas por prácticamente todos los actores nacionales e internacionales, y por una aparente falta de conflictos, sobre todo después de la rápida derrota de la insurrección guerrillera comunista. Todo aquello, que al momento de morir Betancourt en 1981 parecía irreversible, muy pronto mostró sus grietas con la devaluación del bolívar en 1983 y el Caracazo en 1989.
De algún modo, la muerte de quien era llamado por sus seguidores (y cada vez más por el resto de la sociedad) el “Padre de la democracia”, es decir, más o menos de aquel orden de cosas, fue una metáfora de todo lo que estaba por fenecer, o en todo caso por mutar de manera sustancial. Las circunstancias que rodearon su muerte y funeral nos pueden dar claves para entender cómo era aún el país que pronto dejaría de ser. Pero eso es sólo una parte del asunto: quien acababa de morir se estaba dando cuenta de lo que pasaba, y por eso moría con enorme preocupación. Si bien el cortejo multitudinario que lo llevó en hombros a la tumba podía considerarse un veredicto contundente de sus ejecutorias, lo que podía pasar en los siguientes años no estaba tan claro y a Betancourt le causó desvelos. Echemos primero un vistazo a los días de su muerte, y después a lo que ellos anunciaban del porvenir.
We willl come back
El No. 414 de la revista Resumen, aparecido el 11 de octubre de 1981, está dedicado a Rómulo Betancourt. A nueve días de su muerte, era natural que una de las principales revistas políticas del país presentara una amplia cobertura del funeral, de la vida del personaje y de las discusiones sobre el futuro de AD. En medio de aquello, para el lector de hoy llama especialmente la atención la publicidad intercalada en sus páginas: en la número cinco, una de cheques de viajero de Citicorp; en la siete, una de fincas en Florida; en la nueve, una de apartamentos en la misma península norteamericana; en la trece, una de joyeros en Curazao; y en la diecisiete, una de la aerolínea Braniff, que ofrecía conexiones desde Caracas a cincuenta ciudades de EEUU, con vuelos directos a New Orleans. La segunda parte de la revista tenía publicidades venezolanas: Lagoven, la venta del planta física de lo que había sido Goodyear en Caracas, probablemente antes de mudarse a Valencia, y otra de una empresa de informática, Erimar, que ofrecía sus servicios a “su empresa [que] ha crecido considerablemente”.
Es verdad que la publicidad aparecida en Resumen reflejaba el altísimo target de la revista, pero no por eso deja de dar una idea bastante clara de la situación general del país: era una economía en la que las clases medias y altas viajaban cotidianamente a EEUU, compraban inmuebles en Florida y paseaban por las joyerías en Curazao con la suficiente frecuencia como para que los promotores inmobiliarios y joyeros invirtieran en anuncios en Caracas. La Venezuela de 1981 es la del documental Mayami nuestro, de Carlos Oteyza, que se estrena aquel año (y hoy está al alcance de todos en YouTube); el país en el que más de la mitad de la población podía considerarse, en un sentido muy amplio (tal vez demasiado amplio), de clase media; y en el que el “ta barato” llegaba a su clímax, así como lo hacían los precios del petróleo: 31 dólares el barril, es decir, más de un 500% del registrado en 1973, cuando había comenzado el boom. No obstante, como suele suceder con todos los jolgorios, debajo de las luces y la algazara, las cosas estaban comenzando a salir mal.
No es de extrañar que aquella época fuera también la de los “profetas del desastre”. La expresión, según señalan todos (pero quien escribe no ha hallado la cita precisa de cuándo y dónde) fue acuñada por Luis Herrera Campíns, presidente desde 1979, para referirse a la lista de intelectuales y analistas que sistemáticamente anunciaban que el país iba rumbo a un precipicio (en 1976 la larga entrevista que Pedro Duno le hizo a Domingo Alberto Rangel y a Juan Pablo Pérez Alfonzo, titulada El desastre, había sido un verdadero best seller). Algunas de estas voces eran de enemigos históricos del sistema nacido en 1958, que aprovechaban sus fisuras para atacarlo; pero otras venían de personas muy comprometidas con aquella democracia, que sinceramente temían por su derrumbe más o menos cercano. Para 1981 las cuentas retrataban una sociedad y un Estado que se tragaban el chorro de petrodólares como una Pantagruel insaciable, el gasto público parecía indetenible (al menos para lo que se había visto hasta entonces: hoy ya tendríamos otros referentes peores) y la inflación había llegado a un escandaloso 20%, iniciando un ciclo que ya lleva cuarenta años, lo que debe ser algún tipo de récord mundial. Herrera Campíns, que había ganado las elecciones prometiendo enmendar lo que muchos consideraban el derroche de la administración del Carlos Andrés Pérez, abandonó (o en todo caso refrenó) sus muy impopulares políticas de “enfriar la economía” y racionalizar los precios desmontando algunos controles, tan pronto la Guerra Irán-Irak impulsó una vez más el petróleo y permitió dejar el ahorro (y lo que significaba en las encuestas) para después.
Betancourt no podía unirse al coro de los profetas del desastre, que eran tendencialmente antiadecos. Tanto ellos, como Betancourt, sabían que era difícil, para lo bueno y para lo malo, separar el sistema de Puntofijo de la obra de Acción Democrática, de modo que el líder fundador y aún figura importante del partido tenía que andar con cuidado a la hora de hacer sus críticas. La conclusión de muchos de los otros “profetas” (de acuerdo a su bando: que si el 18 de octubre no hubiera ocurrido, o si el comunismo hubiera triunfado en los sesenta, las cosas no irían tan mal) no podía ser la suya, pero eso no significaba que eludiría la responsabilidad histórica de señalar las alarmas necesarias. Es más, tal vez su última gran batalla política estuvo en esa dirección.
Así las cosas, para 1981 Acción Democrática vivía, como tantas otras veces en su historia, grandes enfrentamientos internos. Sin llegar a las pugnas ideológicos de la década de 1960, cuando el ala más izquierdista (en un caso radicalizada hasta el comunismo) se separó en tres grandes divisiones muy sonoras, para todos los observadores estaba claro que había al menos dos grupos: los seguidores de Betancourt, el llamado betancurismo; y los que gravitaban en torno al expresidente Pérez, el perecismo. Los primeros asumían encarnar la ortodoxia y la crítica ante los excesos y la corrupción que identificaban en los nuevos tiempos. Los perecistas se presentaban como una fuerza renovadora, más pragmática, menos alineada con las grandes luchas políticas e ideológicas iniciales (en tanto Pérez se convertía en un líder mundial de la Internacional Socialista). A diferencia de rivales anteriores como Inocente Palacios, Raúl Ramos Giménez, Américo Martín o Luis Beltrán Prieto Figueroa, todos derrotados, a veces aplastados, por Betancourt en el forcejeo partidista (y también después en la más amplia política nacional), Pérez tenía la ventaja de haber alcanzado la presidencia, de no sólo no planear irse del partido, sino de controlarlo en gran medida, y de además ser una figura internacional. Por si fuera poco, el esfuerzo del betancurismo por retomar las riendas con la candidatura de Luis Piñerúa Ordaz había terminado en una derrota. Fue entonces cuando Betancourt dijo ante las cámaras su famoso “We will come back”, pero la dimensión de ese “nosotros” no estaba tan clara dentro de AD.
Así, encontramos a un Betancourt cada vez más retirado a su vida privada y a la escritura de sus memorias, para las que había conseguido un contrato con una editorial (como toda su vida, al final sus ingresos terminaban dependiendo de lo que podía publicar). En gran medida para eso viajó a Nueva York el 7 de septiembre de 1981.
Un otoño en Nueva York
Samuel Robinson, a quien no se debe confundir con el célebre educador y pensador del siglo XIX, era un periodista venezolano que sonaba bastante en la década 1980. Como corresponsal en Washington le tocó cubrir todo el proceso de la gravedad y muerte de Betancourt. Con el material, publicó poco después la documentadísima crónica Los últimos días de Rómulo Betancourt (Caracas, Ediciones de la Revista Zeta, 1982). Es de esos libros políticos de actualidad, que suelen venderse muy bien, que por lo general se olvidan con la misma rapidez con las que las noticias lo hacen, pero que a los años resultan utilísimos para los historiadores. Por ejemplo, al leerlo hoy, descubrimos los nombres (y los rostros, porque es un libro con muchas fotos) del mundo político, diplomático y en general de la colonia venezolana en Nueva York para septiembre de 1981. Un trabajo detenido sobre ellos arrojaría muchísimas luces sobre aquella Venezuela que fue y que entonces estaba dejando de serlo, que tratamos de delinear en este texto.
De momento, detengámonos en la crónica de los últimos días de Betancourt. El 7 de septiembre voló a Nueva York acompañado de su segunda esposa Renée Hartmann y de la mascota de la pareja, la perrita Tutu. Luis José Oropeza le había prestado un apartamento en el que iban fundamentalmente a cumplir con el encargo editorial. Los siguientes veintiún días se parecen bastante a los de aquellos consagrados que consiguen becas para estancias dedicadas a crear, que no suelen pedir más nada que dedicarse a pensar, a escribir y a pasarla bien. O a las vacaciones de un intelectual o de un profesor retirado. Su agenda estaba constituida por paseos todas las mañanas en el Central Park, con la perrita; trabajo de escritura algunos días (con la fecha de entrega a la editorial amenazadoramente cerca), visitas a las librerías, en las noches alguna ida al cine o al teatro, o un rato de televisión. Y almuerzos, muchos almuerzos, con distintos venezolanos radicados en la ciudad.
Porque el punto es que si bien se trataba de un consagrado y de un intelectual más o menos en retiro, seguía siendo una figura política con peso, y era algo de lo que no podía sustraerse. Veamos lo que nos detalla el periodista: el 9 de septiembre cena con Cristina Di Masse, el 11 la vuelve a ver para almorzar; el 15 lo visita el embajador Alberto Martini Urdaneta, quien le extiende una invitación del presidente Luis Herrera Campíns a que lo acompañe al discurso que pronunciará en la ONU; el 18 almuerza con Juan Larralde y el 19 el cónsul de Venezuela en la ciudad, Guillermo Espinosa, le ofrece un sancocho, que el buen diente de Betancourt seguramente agradeció; el 20 almuerza con Josefina Salvatierra y en la tarde se tomó una cerveza con Marcos Falcón Briceño en un bar; el 21 es finalmente el discurso de Herrera Campíns, después del cual almueza otra vez con el cónsul; el 22 almuerza con Falcón Briceño, después tiene una reunión con Tomás Enrique Carrillo Batalla y con Armando Sánchez Bueno, y en la noche acompaña al presidente Herrera a ver un juego en el Yankee Stadium entre los Yankees de Nueva York y los Indios de Cleveland. La pizarra del estadio saludó la presencia del presidente y del expresidente venezolanos, en tanto que Baudilio Díaz conectó un hit y se lo dedicó a Herrera Campíns (al final ganaron los Indios, cosa que no sabemos si alegró Betancourt: siempre fue un fanático caraquista, pero de sus preferencias en la Gran Carpa hay menos noticias). El 23 de septiembre almorzó con los esposos Pérez Chiriboga.
El 24 es el momento del plot twist: sufre una caída en el apartamento donde se aloja. En el accidente sufre una embolia. Poco después entra en coma. Tras cuatro días inconsciente en el Doctor’s Hospital, muere el 28 de septiembre de 1981 a las 4:30 p. m.
***
[1] https://www.reaganlibrary.gov/archives/speech/statement-death-former-president-romulo-betancourt-venezuela
Tomás Straka
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