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El extraño fenómeno de Belo Horizonte

17/11/2022

Muchos se acuerdan de mítico «maracanazo», aquella final del Mundial Brasil 1950 donde la mesa estaba servida para que los anfitriones ganaran la copa sin sospechar con que al final Uruguay terminaría dando la campanada para vencer a los locales 2-1. Es probable que muchos también recuerden, en otro Mundial con sede también en Brasil, pero esta vez en 2014 y en Belo Horizonte, aquella semifinal en la que Brasil iba a dar cuenta con cierta holgura de Alemania (vestida ese día con un uniforme rarísimo a rayas horizontales rojas y negras) y resultó que los teutones acabaron goleando 7-1 a la canarinha en casa. Una derrota histórica y dolorosa. Les aseguro que hay gente que hoy lo recuerda y llora. Sin embargo, prácticamente nadie se acuerda del llamado «milagro de Belo Horizonte», aquel día en que se enfrentaron en 1950, durante la primera ronda del Mundial de Brasil, un equipo compuesto por aficionados representando a Estados Unidos frente a los amplios favoritos (creadores y dueños del deporte): las estrellas rutilantes de la selección de Inglaterra.

Antes de meternos en lo que ocurrió ese día, el 29 de junio de 1950, tenemos que echar la película atrás para dar un poco de contexto a esta desigual batalla. Seamos sinceros y sin darle mayores vueltas: Estados Unidos no tenía equipo. No es una forma de decir, es literal: no tenían. Faltaban pocas semanas para debutar en el mundial y los locos no tenían ni siquiera la selección completa. Había algunos jugadores, eso sí, pero un puñado solamente, algunos de ellos jugaban en otras latitudes y a esos se les podría convocar, y luego estaban unos jóvenes, hijos todos de inmigrantes, que jugaban en su humilde barrio de The Hill, en Missouri. Los muchachos futbolistas (qué gente tan rara que jugaba aquel deporte con los pies cuando existían el fútbol americano, el baloncesto y sobre todo el béisbol) se reunían una o dos veces por semana, siempre después del trabajo, para jugar una partida bastante informal (una cosa que más que un torneo amateur parecía tratarse más bien de una popular caimanera) y al finalizar pasaban apenadamente el sombrero para que algunos patrocinadores, amigos y familiares dejaran caer allí algunas monedas.

Ojo, el portero, apellidado Borghi, no era malo: el tipo se dedicaba realmente a conducir carrozas fúnebres pero cuando le tocaba arquear lo hacía con cierta decencia. Y estaba un defensa un poco torpe pero aguerrido que hasta el sol de hoy nadie se explica por qué jugaba con guantes, pero así se quedó: Charly “Guantes” Colombo. Había también un maestro de primaria, Walter Bahr, que defendía, recuperaba balones, armaba las jugadas en el medio campo y metía los pases filtrados a ver si alguien allá adelante lograba tirar a puerta. El problema estaba en quién disparaba a puerta porque ese perfil de jugador sí que no lo tenían en el equipo, había que buscarlo donde fuera. Y rápido.

Faltando apenas días para el Mundial dieron con él. Era un haitiano, becario para estudiar contabilidad en la Universidad de Columbia, lavaba platos para ganarse la vida en un restaurante de Brooklyn. Joe Gaetjens, hijo de alemán con haitiana, así se llamaba el recién descubierto. Ah, es cierto, no estaba nacionalizado estadounidense, pero eso poco importaba: “Do you want to play with the USA team in the Worl Cup?”. “Ehhh… Yes…”. “Ok, stop washing dishes and let’s go to Brazil”.

Gaetjens había jugado fútbol en su natal Haití. Era un jugador con talento y proyección, pero pronto se dio cuenta de que no iba a ningún lado siendo futbolista en ese país constantemente acontecido. De manera que aplicó a una beca para irse a Nueva York, colgó temprano los botines, decidió que se haría contador y, una vez graduado e instalado, vería la manera de ayudar a su gente desde Estados Unidos.

En los partidos preparatorios de la recién conformada selección de las barras y las estrellas los resultados fueron de escándalo: goleados 5–0 por el club turco Besiktas; luego jugaron contra un equipo aficionado de la tercera división inglesa y también perdieron 1–0.

Por aquellos días el periódico inglés Daily Express publicó una nota que rezaba: «Lo más justo sería darle tres goles de ventaja a los americanos». Seguro estallaron carcajadas en la redacción. Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, en un periódico local de Missouri, el Sant Louis Post-Dispatch, un reportero llamado Dent McSmmining intentaba convencer a sus jefes para que lo autorizaran ir a Brasil a cubrir las aventuras y desventuras de la selección estadounidense. Los jefes le dijeron que estaba loco, que no había dinero para eso, que a nadie en Estados Unidos le interesaba ese deporte ni ese mundial ni mucho menos las palizas que se iban a llevar los suyos contra selecciones como Inglaterra o España (con quienes compartían grupo). Dent se fue cabizbajo y meditabundo a su casa. Hasta que decidió que pediría vacaciones y se pagaría el viaje a Brasil con su propio dinero.

Llegó entonces el día de la masacre, el temible 29 de junio de 1950 (diecisiete días antes de que Uruguay y Brasil se midieran en la final). Por un lado estaba la poderosa Inglaterra con su equipo repleto de estrellas vestidas con un curioso uniforme de camiseta azul. Por el otro, aquel equipo conformado con empleados de funerarias, maestros, migrantes y lavaplatos. Inglaterra había ganado su primer compromiso y con ganarle a los norteamericanos ya aseguraban su clasificación a la próxima ronda. Como era de esperarse, Estados Unidos había perdido su primer compromiso y la derrota que se avecinaba los mandaba derecho a casa. Inglaterra reservó para que descansaran a sus principales figuras, era mejor guardarlas para el próximo juego con la temible España. Las casas de apuestas ni siquiera aceptaron pujas para este encuentro. La última vez que calcularon daban la ridícula suma de 500 dólares por cada dólar apostado a EEUU. Nadie iba a apostar por los gringos, mejor cerrar las apuestas y esperar un choque más equilibrado. Dato importante, la única selección que superaba en las apuestas a la local Brasil era Inglaterra. Porque Inglaterra tenía la liga profesional más importante del mundo, eran los creadores y máximos representantes del deporte, que nunca antes habían aceptado jugar una copa del mundo, primero porque no estaban de acuerdo y luego porque se atravesó la Segunda Guerra Mundial. Finalmente ahí estaban, se habían dignado a participar, aquello (para establecer un símil con el béisbol) era como si las estrellas de los Yankees y los Medias Rojas se dignaran a conformar un equipo para enfrentar a unos muchachos de barrio provenientes de un remoto pueblo británico.

Pitazo inicial. Inglaterra se lanza con todo. En apenas unos minutos pegan dos pelotas al palo y otra al travesaño. Los demás tiros a puerta no entran porque el conductor de carros funerarios tiene un día inspirado y las está tapando todas en la misma línea de meta. Inglaterra insiste, pero se estrella en vano con los guantes de Borghi (el portero) y contra los del otro sujeto enguantado (¿pero por qué este señor juega con guantes?). Charly “Guantes” Colombo. En una se esas el profesor de matemáticas de la escuela de The Hill, Walter Bahr, toma un rechazo de la defensa, corre por pegado a la raya y deja atrás a varios volantes y defensores ingleses, lanza un centro desde la banda derecha y, mientras mira la pelota venir por los aires en su dirección, el flamante portero inglés salta con los guantes al aire para atenazar el balón… sin contar con que el haitiano que se gana la vida lavando platos en Brooklyn, un tal Joe Gaetjens, se lanza de plancha, peina la pelota con su cabeza, la desvía sin que el arquero pueda hacer nada para detenerla y la aloja al fondo de las redes. Gol de Estados Unidos. Minuto 38 del primer tiempo.

Lo que se viene de Inglaterra, hoy vestida con una insólita camiseta azul, es un auténtico vendaval. Lo intentan por todos los medios hasta que se acaba el primer tiempo; luego el segundo período y, ya con desespero, el descuento. Pero nada. Alf Ramsey (quien a la vuelta de unos años se convertiría en el seleccionador de Inglaterra para el Mundial 1966 que acabarían ganando en casa) pide un penalti causado por “Guantes” Colombo, quien lo ha tacleado como si se tratara de un jugador de fútbol americano. El árbitro italiano, Genneroso Datillo, no cree que haya habido semejante falta y pita el final del partido. Se ha consumado el milagro. Inglaterra 0-EEUU 1. El propio colegiado confesaría a la prensa al terminar el encuentro: «Si no lo hubiera arbitrado yo mismo, jamás lo hubiera creído».

Nadie se lo cree. Nadie. Con la excepción del joven periodista de Missouri que se ha pagado el viaje por sus propios medios, quien busca la manera de comunicarse con sus jefes en el Sant Louis Post-Dispatch. Las comunicaciones fallan, no se entiende bien. El hombre eufórico grita que han ganado, le ganaron a Inglaterra, que le digan a las familias de esos jóvenes. Los jefes piensan que está borracho, pobrecito, qué se habrá metido en Brasil que está delirando.

En Inglaterra es muy tarde, rozando la madrugada llegan las noticias a las redacciones con los resultados de la jornada en Brasil. Tiene que tratarse de un error, esto es imposible. Algunos periódicos optan por esperar, primero hay que confirmar esa noticia tan sospechosa. Otros asumen que se trata de un error, tan comunes en esa época, alguien se equivocó al transcribir los números, ya está, esas cosas pasan, así que proceden a enmendar las rotativas con una noticia mucho más lógica: Inglaterra 10-Estados Unidos 0. Y así se imprime.

A la postre, ni Inglaterra ni Estados Unidos podrían avanzar a la próxima ronda de ese Mundial que acabaría con otro milagro: el llamado «maracanazo» propinado por la celeste uruguaya a la anfitriona Brasil (Brasil es el gran campeón de los mundiales, el siempre favorito; pero lo de hacerlos en casa definitivamente no se les da). Dato curioso: Inglaterra jamás volvió a vestir una camiseta azul en un Mundial. Porque no creemos en esas cosas pero de que vuelan, vuelan.

A finales de los 50’s, aún sin ser ciudadano estadounidense, Gaetjens decide volver a su país natal. En Haití es recibido como héroe, pero pronto su gesta futbolística se ve desplazada por el activismo de su familia en contra del temible François Duvalier (conocido popularmente como «Papa Doc»), quien se hace de la presidencia de Haití y luego impondría una de las dictadura más despiadadas que se haya conocido en este lado del mundo.

El 8 de julio de 1964 un grupo de Tonton Macoute, organismo paramilitar que hacía las veces cuerpo policial y milicia personal de Papa Doc Duvalier, entró por la fuerza a la residencia de los Gaetjens, golpearon a Joe y se lo llevaron detenido. Se calcula que murió unas cuarenta y horas más tarde después de ser torturado. Su cuerpo no aparecería nunca.

En este polémico Mundial de Qatar 2022 coinciden de nuevo Inglaterra y Estados Unidos en fase de grupos. Y aunque los británicos siguen siendo favoritos, es indudable que ya el equipo de fútbol de las barras y estrellas (aunque ellos le llamen soccer) no es un rival menor. Sus estadios hoy se llenan de aficionados a lo ancho de Estados Unidos cada fin de semana. Tienen jugadores importantísimos que se desempeñan no solo en su liga nacional sino en la Juventus de Turín y en el Milán italianos, así como en el Chelsea y el Arsenal de la liga inglesa, o en el Celta y en el Valencia de España; también en el Borussia alemán o el Lille de Francia. Y eso se debe, en importante medida, a los olvidados que forjaron el extraño fenómeno de Belo Horizonte, a aquellos amateurs que pasaban el sombrero después de unos partidos que a nadie más interesaban fuera de los límites de aquel barrio de Missouri. Se debe al conductor de una carroza fúnebre que en las noches porteaba, al otro que no porteaba pero también jugaba con guantes, al profesor de primaria de una escuela de Filadelfia y a un haitiano que soñaba con graduarse de contabilidad mientras lavaba platos en Brooklyn, el mismo que jamás pensó que, siendo héroe en su país, acabaría asesinado por no estar de acuerdo con el dictador de turno.


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