El extraño caso de Salcedo y Moya, la carrera más rara del mundo

30/10/2021

Patagonia, 23 de septiembre de 1978. Aproximadamente a las dos de la madrugada, en algún punto de la carretera próximo a la población argentina de Viedma y en dirección a la de Pedro Luro. Etapa final de la Vuelta a América del Sur, el rally más largo del mundo, un recorrido de treinta y nueve días y veintinueve mil kilómetros, partiendo de Buenos Aires, atravesando la Amazonia brasileña hasta llegar al punto más norte del trayecto en Caracas, y de ahí encaminarse hacia Cúcuta para luego bajar por la costa este de Suramérica hasta llegar a la Patagonia para entonces subir de nuevo hacia Buenos Aires. En el Citroen GS 1220 color rojo, identificado con el número 102, viajan a ciento cuarenta kilómetros por hora los chilenos Carlos Salcedo (al volante) y Miguel Ángel Moya (copiloto). De pronto, una luz amarilla con tintes violáceos se asoma por los retrovisores, se va acercando a gran velocidad. Los tripulantes del 102 creen que debe tratarse de uno de los potentes Mercedes Benz, los dominadores de todos los trechos de la carrera, pero por la manera en que avanza debe venir a más de trescientos kilómetros por hora. Salcedo baja la velocidad y se orilla hacia la derecha para ceder el paso, lo tiene literalmente sobre la nuca; pero no es un Mercedes Benz aquello que ilumina rabiosamente el habitáculo donde viajan Salcedo y Moya. No se trata ni siquiera de una máquina hecha por el hombre (o al menos no hasta el sol de hoy). En la cabina del Citroen rojo ambos gritan, se insultan, hacen preguntas absurdas, esas cosas que pasan cuando uno está aterrorizado, pero la verdad es que no se escuchan entre ellos. Ni siquiera se pueden ver. La luz amarilla y violeta lo domina todo, lo único que existe es la luz, ya ni siquiera se pueden mirar las propias manos. El último recuerdo que tienen los chilenos es el de asomarse por la ventanilla y estar flotando con las llantas al aire a unos cinco metros sobre el asfalto. La luz lo es todo. Y de pronto se precipita la total oscuridad.

Sí, claro, este tipo de textos debería venir prevenido y poblado con adverbios que lo pongan todo en duda, en su debida perspectiva y con cautelosa distancia crítica. Plagado de “aparentemente”, “supuestamente”, “presumiblemente”. Siéntase en libertad de ponerlos donde los crea convenientes. O tómese la licencia de creerse la historia tal y como la relatan sus protagonistas.

Dejemos por un momento flotando en el vacío al Citroen de Salcedo y Moya, ya retomaremos la escena. Viajamos en este instante a toda velocidad unos treinta años al pasado y nos encontramos con este acontecimiento narrado por el escritor Alejo Carpentier:

Bueno: ahora que muchos los han visto, ahora que la fotografía de uno de ellos apareció en primera plana de nuestro periódico, ahora que los científicos testarudos no podrán decirle a uno que son espejismos, puedo decir que yo también he visto platillos voladores. Y junto a mí los vieron varias personas dignas de crédito. Y no fue ayer. Fue hace cuatro años, sobre el Orinoco. Muy exactamente a las 10.20 de la noche del 23 de agosto de 1948 (…) De pronto, la noche dejó de ser noche. Una luz blanca, cruda, intensísima, se hizo sobre nosotros. Escuchamos un ruido como papel celofán que estrujaran. Y pasaron a gran velocidad tres discos de color blanco verdoso, uno tras otro (la estela del primero alcanzaba el segundo, y la del segundo al tercero, como una línea continua) que pudimos contemplar durante unos cuatro segundos. (El Nacional, Caracas, sección «Letra y solfa», 17 de agosto de 1952).

Ahora podemos detenernos brevemente en otra carretera, también de noche y en septiembre. Esta vez en la Ruta 3 de Estados Unidos, el 19 de septiembre de 1961, en algún punto de Nuevo Hampshire. Los esposos Betty y Barney Hill, de camino a su casa en Portsmouth, han divisado una curiosa luz blanca flotando cerca de la luna creciente. Betty le pide a Barney que se orille al borde de la carretera. Debe tratarse de un satélite, pero si lo miran con los binoculares y además aprovechan para que Delsey (la perrita de los Hill que viaja en el asiento trasero) haga sus necesidades, pues viajarán más ligeros. Los Hill se bajan del auto y de pronto ven cómo la luz flotante en el cielo se les aproxima a gran velocidad. Todo es enceguecedor, son succionados por un rayo de luz. Los Hill no recuerdan nada, solamente saben que son devueltos junto a su auto dos horas más tarde con las ropas desgarradas. Deciden no contar nada a nadie. Es lo mejor. Son una pareja conformada por un hombre de piel oscura y una mujer de piel blanca. Ya son suficientemente notorios y tildados de locos como para echarle más leña al fuego ahora con un cuento de extraterrestres. Pero los Hill no logran dormir, comienzan a sufrir de ansiedad, no paran de recrear una y otra vez en sus pesadillas la escena donde son secuestrados por seres extraños. Deciden ir a un prestigioso psiquiatra que les hace una regresión hipnótica y entonces logran articular, cada uno por su cuenta, el mismo relato de lo que se considera es el primer caso registrado oficialmente de abducción extraterrestre. Barney morirá a la vuelta de unos años. Los problemas gastrointestinales que ya traía antes del encuentro con el ovni, por las razones más lamentablemente humanas y mundanas (le gritaban en la calle que era un violador por el simple hecho de ser pareja de una mujer blanca), se complicaron con este encuentro con los alienígenas. Murió en 1969. Betty, en cambio, siguió viva y contando su historia hasta 2004.

Fin del paréntesis, ahora sí volvamos a nuestros amigos chilenos que se quedaron flotando sobre el asfalto de la Patagonia en la madrugada del 23 de septiembre del 78. Carlos Acevedo está agarrado al volante como quien se aferra al único trozo de Tierra que le queda. Y el copiloto no se puede creer su mala suerte; porque Miguel Moya es víctima y evidencia de ese dicho popular que reza: “Cuando te toca ni que te quites, y cuando no te toca ni que te pongas”. Resulta que a él no le tocaba estar ahí. Algo pasó con quien había sido el copiloto de Salcedo a lo largo de toda la carrera por Suramérica, un tal Hugo Prambs. Se dice que Prambs tuvo problemas de salud, pero también que tuvo que retirarse del último trecho por asuntos personales, algunos no dudan en señalar que surgió un problema entre ambos compañeros y Prambs literalmente se bajó del carro. Entonces Salcedo, que había visto el talento de Moya como mecánico especializado en autos franceses (era capaz de solucionar en quince minutos algo que nadie más había logrado reparar en días) le pidió que se subiera a su Citroen GLS rojo identificado con el número 102 para terminar esa última etapa del trayecto. Y Moya, que tenía veinte años y soñaba con ser parte de la carrera más larga y retadora del mundo, decidió aprovechar lo que en ese instante consideró la oportunidad de su vida. No acabaría la carrera con la misma sensación.

A partir de este momento nos acogeremos a lo declarado por protagonistas y testigos. Salcedo y Moya coinciden que lo primero que pensaron era que habían salido disparados por los aires por culpa del repentino impacto contra un reductor de velocidad (eso que en Latinoamérica llamamos policía acostado, lomo de burro –o de toro–, durmiente, tope, túmulo o muerto). Que luego de ver que se alejaban del suelo para nunca caer, fueron invadidos no solo por el pánico sino por la luz omnipresente que ni siquiera los dejaba mirar sus propios cuerpos ni tampoco escucharse. Que era como si de repente pudieran entenderse solo por vía telepática. Salcedo escuchaba y sentía lo que emitía Moya, y viceversa. Que pasaron unos segundos, tal vez un par de minutos, y de pronto todo se hizo oscuro y aparecieron atontados y confundidos al borde de la carretera. Del lado del carril opuesto. No sobre el asfalto sino sobre la tierra. El motor del vehículo estaba apagado. Lo encendieron y subieron al pavimento. Moya se dio cuenta de que estaban escasos de combustible así que encendió el sistema auxiliar para alimentar el motor con el tanque alterno. A los pocos minutos se dieron cuenta de que estaban por llegar a la meta. Sí, habían recorrido setenta y cinco kilómetros (parte importante de los ciento cincuenta y nueva que separan a Viedma de Pedro Luro) en algo así como diez minutos. Se supone que deberían llegar a destino cerca de las 4.30 a.m. pero eran apenas las 2:10 a.m. cuando arribaron a la meta. Pararon en una estación de servicio, fueron atendidos por el bombero de turno, Eduardo Forchetazzo, quien les comunicó que ambos tanques de gasolina –tanto el principal de cincuenta litros como el auxiliar de cuarenta– estaban vacíos. Los chilenos no se lo podían creer. Además del evento que aún no sabían ni cómo contar, habían perdido unos ochenta litros de gasolina y también el cuentakilómetros se había tragado setenta y cinco kilómetros que deberían estar reflejados allí pero brillaban por su ausencia. Acordaron entre susurros no decir nada a nadie. Nunca. Los iban a considerar locos, además los iban a descalificar de la carrera.

Los pilotos chilenos buscaron unas mantas, reclinaron los asientos y se quedaron dormidos en la gasolinera. Al rato los despertaron, eran las autoridades del rally. Carlos y Miguel habían llegado a destino tan temprano que hasta se habían adelantado al equipo de control de la carrera. Desconcertados, los organizadores llamaron a los puntos de control entre Viedma y Pedro Luro por donde obligatoriamente tenían que haber pasado todos los autos. Y sí, todos los autos habían pasado por allí, así constaba en los registros, excepto el Citroen 102 de Salcedo y Moya. En los puntos de control por los que nunca pasaron sospechaban que se hubieran quedado accidentados, aunque también les parecía sumamente extraño que ninguno de los otros autos en competencia se hubiera dado cuenta ni se hubiera detenido para auxiliarlos, lo que es un principio básico de solidaridad deportiva entre los competidores de este tipo de eventos.

Cuando por fin llegaron a la meta los otros autos, sus pilotos abismados les preguntaron a los chilenos cómo habían hecho para llegar antes. Ninguno de ellos había sido rebasado por el coche de Salcedo y Moya, así que comenzaron a bromear con que habían tomado un atajo. Cosa imposible, pues tal atajo no existe. Es tan absurdo como pensar que atravesando rutas rurales de tierra, campos, sembradíos y riachuelos se llega antes que por una carretera asfaltada que va en línea recta. Además, no solamente habían ganado el trecho por unos pocos minutos sino por varias y largas horas.

Cerca de las seis de la mañana apareció otro competidor –relata Moya–: un argentino alto y flaco que conducía un auto azul. El flaco se quejaba que durante el camino tuvo fallos con la batería y se le había agotado casi por completo el combustible. Aseguraba que había un extraño fenómeno atmosférico, unas luces sobrevolando sobre su coche, asunto que enloquecía el sistema eléctrico. Entonces los demás competidores empezaron a atar cabos y a mirar con extrema curiosidad a Salcedo y Moya. Pero fue poco lo que pudieron sacarle a los chilenos. Por lo visto ellos mismos tenían tan poca idea de lo ocurrido como los demás participantes.

Antes de morir en un accidente de tránsito en 1987, Carlos Salcedo confesó en una entrevista que durante el extraño evento ocurrido esa noche en la Vuelta a Suramérica gozó de una visión periférica, como si estuviera dotado de un ojo cuyo campo visual abarcaba los 360 grados. Y que de ahí, de esa experiencia, regresó cambiado en el buen sentido, más espiritual, transformado en una mejor persona. Su hija asegura lo mismo: quien regresó del rally era otro. Un hombre mucho más sensible y cariñoso, mucho más enamorado de la vida.

Miguel Ángel Moya, quien se pasó veinte años alejado de los medios y negado a recordar (ya fuera pública o privadamente) el acontecimiento sufrido a bordo del Citroen GS Club 1220, decidió romper el silencio para confesar que sí recordaba haber estado dentro de una nave esa noche de septiembre del 78. Se deslizaban por su interior sin necesidad de caminar, era un pasillo flanqueado por puertas luminosas. A pesar de no sentir nada, en ese momento era capaz de escuchar en su mente, como si tuviera propiedades telepáticas, la voz de su compañero: “¿Qué está pasando?, ¿qué es esto?”. Frente a ellos se cruzaban, de puerta a puerta, unos seres luminosos aún más brillantes que todo lo demás. Ambos fueron deslizados hasta un salón amplio. Ahí, desde el techo, bajaron dos espirales similares a las del ADN, una hacia cada cuerpo. Luego de eso todo se apagó y aparecieron al borde del camino, dentro del auto, con el motor apagado, en sentido contrario, no sobre el asfalto sino sobre la tierra.

También Moya relató, en esa entrevista veinte años después, que una vez llegados a Buenos Aires Salcedo y él fueron visitados por tres militares, representantes de la Fuerza Aérea Argentina. Les recomendaron (y en medio de una dictadura militar como la argentina, cualquier recomendación tenía el claro tinte de una orden y una amenaza) que no contaran nada, que no convenía, que no se les fuera ocurrir poner a la gente nerviosa. Luego fueron visitados cordialmente por otros funcionarios del gobierno que les pidieron sus pertenencias, todo lo que llevaban encima ese día, se llevaron el auto por dos días y prácticamente los convencieron: “Ustedes no saben nada, no vieron nada, no tienen idea de nada”.

Unos días más tarde, en Mendoza, algo ocurrió de nuevo con Moya. Estaba dormido, lo despertaron unas voces de alarma y una fuerte presión en el pecho, cuando abrió los ojos se dio cuenta de que estaba levitando sobre su cama y Carlos Salcedo lo empujaba por el pecho intentando devolverlo al colchón. Luego de eso se aisló, guardó silencio, le dio vergüenza ser considerado un loco o un mentiroso, juró nunca más hablar del tema. Acabó en la pequeña ciudad de Coyhaique, al sur de Chile, una de las vías de acceso a la Patagonia profunda. Y ahí montó su propio negocio: un taller mecánico.

Miguel Moya tardó casi dos años en ser convencido por un grupo de periodistas para dar una entrevista sobre el tema de la abducción. Fue en ese momento, antes de conceder la entrevista, cuando tuvo que contar a su esposa y sus hijos lo que le había ocurrido veinte años atrás, pues ni ellos sabían lo que pasó aquella noche. Fue su familia la que lo impulsó a contarlo todo. Moya lo hizo como una manera de exorcizarlo, de liberarse, a ver si los fantasmas del pasado y de otro espacio se dignaban de una vez a dejarlo en paz.

Además de la descalificación y de la enorme interrogante de si los pilotos chilenos dicen la verdad o se lo inventaron todo, quedó una frase registrada para la posteridad: la dijo el empleado de la gasolinera, Eduardo Forchetazzo, primer humano con el que entraron en contacto luego de la experiencia extraterrestre: “Y qué sé yo, debe ser que los marcianos se alimentan de nafta”.


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