Artes

El espejo de “Solimán el magnífico”

14/03/2021

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

 


A Elías Pérez Borjas, Grishka Holguin y Aurelia Scorza

Veintinueve días antes del estreno, el miércoles 11 de septiembre, fui inesperadamente invitado a subirme a la carreta. La minuta tiene cuarenta páginas manuscritas en marcador negro punta fina con letra neuróticamente minúscula, que en su trayecto atraviesa el estreno del jueves 10 de octubre, llega a la función de cierre el domingo 3 de noviembre de 1991 y nos reúne por última vez en el Festival Internacional de Teatro de 1992 –el domingo 13 de abril– para una función en homenaje a Ugo Ulive e Isaac Chocrón. Así concluyen aquellas anotaciones de 1992: “Ahora sólo me queda retomar esas memorias y escribir sobre lo que representó Solimán en mi carrera, qué me proponía, qué logré y qué cosas no pude alcanzar”.

Veintinueve años después, cuando Nelson Rivera me invitó a escribir sobre Isaac Chocrón, para Papel Literario del diario El Nacional, pensé que era buen momento mirar de nuevo aquellas hojas sobre la experiencia teatral con Solimán el magnífico dirigida por Ugo Ulive. Entonces no solo releí las cuarenta páginas, sino que por fin –para decirlo con aire popular– eché el cuento completo. Pero en ese echar el cuento se me ocurrió rastrear a los compañeros de aquel viaje. Conversar, transcurridas casi tres décadas, con Marcos Moreno, Vladimir Torres, Omar Omaña, Carlos Fraga y Julio Alcázar resultó ­–dejando fuera toda nostalgia– pura contentura. Es más, lo hermoso de volver sobre aquellas notas fue la oportunidad de recoger el testimonio de estos compañeros actores, haciendo en un país con justa fama de desmemoriado un necesario ejercicio espiritual de reconstrucción.

… la historia de Solimán es todo un canto a la vida, a la vejez, a la muerte. Es decir, se trata de temas estructurales del ser humano; temas muy álgidos, pero a la vez tan de todos los días; temas que conmueven, sin duda alguna. Para mí fue una experiencia realmente inolvidable. (Carlos Fraga)

Hablamos de 1991. Nada de Google. Nada de Wikipedia. Nada de YouTube. Nada de internet. Para investigar sobre un personaje había que ir a los libros, a los diccionarios enciclopédicos, las bibliotecas, las librerías. Era impensable lo que hoy nos parece tan normal: desenfundar el teléfono del bolsillo trasero del pantalón y buscar una imagen o un video. Esa dificultad y frustración, por ejemplo, queda apuntada el martes 17 de septiembre: “7.30 am: lectura de material sobre Solimán hasta 8.30. Insatisfecho, mucha historia y pocas características personales”. Esta búsqueda tenía su combustible más efectivo, primero, en la urgencia de alcanzar, veintinueve días antes del estreno, un elenco que tenía un buen par de meses de ensayo y, segundo, ante el desconocimiento del territorio en el que caía tras esa suerte de paracaidismo teatral. Tampoco es extraño al oficio que nos encontremos ante personajes históricos de los que no sabemos absolutamente nada y este es uno de los aspectos más fascinantes del oficio teatral como herramienta para cultivarse.

… para mí fue una distinción, un honor que me llamaran, yo que siempre fui negado a estar en grupos, nunca quise estar en grupos, yo quise bailar siempre solo, quiero decir solo con las parejas que vinieran, que la vida trajera (…) Era un reparto estupendo, muy adecuado. (Julio Alcázar)

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Mira, para mí trabajar en Solimán fue muy satisfactorio en el aspecto personal y profesional. En lo personal, por el aprecio que le tenía a Isaac; antes de trabajar en la obra Isaac me dio clases en la Escuela de Artes de la Universidad Central, en la cátedra de Expresión Oral y Escrita; clases que, a propósito, eran muy divertidas y didácticas, muy acordes con la personalidad de Isaac y con su nivel intelectual. Además, él las disfrutaba mucho, disfrutaba dando las clases y los alumnos también; tanto, que las clases se llenaban de oyentes –alumnos que estaban en otro nivel– que ya habían aprobado la materia. Eso le gustaba mucho a Isaac por el éxito que tenía. (Omar Omaña)

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… de manera que todo esto conformaba, exactamente, una oferta sabrosa y estupenda. Fue una obra muy ilusionante. Luego vino el enfrentamiento con un personaje del que yo no conocía mucho; es decir, lo conocía como cualquier persona con tres cuartos, con un cuarto de cultura… (Julio Alcázar)

 ¿Qué podíamos saber de este sultán turco del que Isaac se valía para explorar algunas de las inquietudes existenciales que se comenzaban a reflejar en su espejo?

En principio, para mí Solimán era un personaje bastante distante de mis conocimientos; sabía que era un turco que había tenido un gran imperio y había conquistado media Europa. Pero era bastante desconocido para mí. Eso fue de lo poco que pude averiguar y que no arrojó muchas luces porque en aquel tiempo era complicado, había que ir a la biblioteca, no existía internet y fue poco lo que pude averiguar. El conocimiento me lo dio la misma obra, las conversaciones con el director y algo que conseguí por allí. Después supe lo del imperio otomano y el gran Solimán, lo dice la misma obra: que era un conquistador, pero también un hombre culto y cruel, esas cosas de estas personalidades, lo cual para mí fue un aprendizaje… (Marcos Moreno)

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Veamos si me explico. Hablemos de apropiación. Se preguntará más de uno con qué derecho un judío sefardita venezolano escribe una pieza sobre el décimo sultán del imperio otomano, viste a diez actores con turbantes y los hace girar interminablemente como derviches en trance sobre el escenario. Y es aquí donde, como muchas veces también lo hizo Cabrujas, reivindico el derecho de cualquier artista a apropiarse de cualquier símbolo, diseño, episodio –y un largo etcétera– de la inagotable fuente de la historia humana. Los latinoamericanos somos herederos de todo. (Vladimir Torres)

Teniendo poco tiempo para preparar un trabajo complejo, estructuré una rigurosa agenda: en las mañanas trabajaba en casa: libreto, investigación, memorización; en las tardes iba a casa de Fernando Gómez y los dos repasábamos, fundamentalmente, nuestra escena con la que se cerraba el primer acto y su monólogo final; después revisábamos otros momentos de la obra en los que nos tocaba intervenir. De casa de Fernando marchábamos juntos al ensayo que comenzaba entre siete y siete y treinta de la noche. Los primeros días estudiaba después del ensayo hasta bien entrada la madrugada. Otros días repasaba la escena estudiada con el toque de cada hora en el reloj. Saber el texto y liberarme de él fue una obsesión.

… nosotros los que nacimos en teatro, en una sala de teatro más tarde hemos llegado a la televisión y al cine, pero nacimos en un grupo de teatro, en una sala de teatro; esa es nuestra condición: la del rigor, la del respeto, la de llegar puntuales con ganas de hacer las cosas. Llegar muy concentrados. En ese sentido, los ensayos fueron magníficos y yo recuerdo comentarios, justamente, de Elías Pérez Borjas que decía que estaba encantado con lo que estaba viendo, porque él –que no era el director, era el productor– obtenía una respuesta magnífica. (Julio Alcázar)

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

Más adelante, cerca del estreno, queda anotado el combate cuerpo a cuerpo con la sordera de la Sala Anna Julia Rojas: las preocupaciones por proyectar la voz sin perder lo íntimo. Me sentaba largo rato en la última fila para comprender las características acústicas de la sala escuchando las voces de los tramoyistas, de los asistentes, de otros actores conversando, de quienes pululaban en el escenario antes de iniciarse el ensayo. Con la ayuda de Warren Parra –asistente de producción–, y también en la última fila de butacas, llegué a dejar un grabador activado para escucharlo en casa una vez finalizado el ensayo.

… primero el atrevimiento, para decirlo de alguna manera; el atrevimiento estructural, el análisis de la vida de un personaje a partir de diez actores distintos en diez etapas de la vida de este personaje, de Solimán; además, con actores absolutamente diferentes: ninguno tenía que parecerse entre ellos. Era algo que para una persona poco conocedora en ese momento –como lo era yo, o con muchas dudas al respecto– era fascinante… (Marcos Moreno)

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… en ese elenco había una confluencia de diversidad de escuelas, de formación actoral, de aproximaciones a la construcción de un personaje, de prácticas, rutinas y rigores en la preparación antes de salir a escena. Pero lo más hermoso, y créanme que no lo digo por una idealización de las memorias, era la camaradería, la entrega y la alegría contagiosa que reinaban en el camerino. Todos éramos Solimán. (Vladimir Torres)

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… el montaje de Solimán tenía para mí tres elementos sobresalientes: el texto –que estaba muy bien escrito y con una referencia histórica interesante, hasta un poco denso–; el elenco –es decir, el personaje de Solimán en las diferentes interpretaciones de cada uno de los actores– y, por último, la otra columna: el vestuario –diseñado por Eva Ivanyi–. (Omar Omaña)

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… teníamos unos libros –Isaac hizo una gran investigación para escribir Solimán– donde había miniaturas del imperio otomano. Recuerdo pasar horas con una lupa viendo muchas de esas miniaturas, que eran batallas, escenas de la corte (…), diferentes escenas cotidianas de los otomanos y allí se veían casi todos los personajes que estaban en la obra (…) Yo había comprado todo lo que pertenecía a cada uno de los Solimanes; lo que se armó después fue quién llevaba qué en esos trajes, dependiendo de la escena que iba a interpretar (…) Teníamos grupos de telas y adornos; telas de diferentes colores, texturas y estampados (…) Armar esas escenas de grupo fue complicado porque yo quería que todas las escenas tuvieran una armonía en los colores (…) Entonces hice pequeños cuadritos donde, con cada Solimán y por escena, recortaba muestras de tela de modo que cada uno tenía sus colores, sus adornos, todo lo que representaba su vestuario. Estos cuadros formaban parte de un cuadro más grande: la escena en la que participaba con los otros personajes. Así se garantizaba, desde un principio, que cada cuadro fuese armónico (…) Fue un trabajo muy interesante de pegar para armar un rompecabezas, una actividad muy divertida (…) Ese fue un trabajo de manualidades anterior a la realización de los trajes que implicaba definir un concepto de color, un concepto de textura, la identidad de los personajes, y que al mismo tiempo sirviera para que, con solo cambiar un detalle, poder hacer otro personaje. Aquello era como una pequeña tarea matemática, una especie de progresión. Recuerdo haber hecho eso con mucha ilusión (…), como un trabajo de hormiguita (…) Al realizar este trabajo desde un principio, y con los criterios más claros, nada de lo que iba a suceder –en lo que se refiere al vestuario– quedaba al azar, sino que todo estaba perfectamente pensado y combinado desde un principio. (Eva Ivanyi)

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Cómo un autor hace que un personaje pase por diez actores diferentes pero, además, cada actor representa un aspecto importante del personaje. Por otra parte, me llamaba muchísimo la atención aquella cosa que la música no tenía nada que ver con los turcos, era Mahler. Es entonces cuando aprendo un poco eso de la libertad que da el arte. (Marcos Moreno)

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… imagínate tú, Fernando Gómez, tener a Fernando Gómez en un elenco, poder compartir con él era ya un lujazo. Fue maravilloso. (Carlos Fraga)

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… desde luego me causó mucha ilusión trabajar con un maestro como Fernando Gómez, poder estar en el escenario con un actor así era ilusionante (…) Con el maestro Fernando Gómez, no te quiero contar. Claro, además era un tipo tan amable, tan afectuoso que era un placer inmenso trabajar con él. (Julio Alcázar)

La escena cumbre del montaje, en el segundo acto, era la de Fernando. Estaba realmente sensacional. Ugo no le dio mayores instrucciones, lo dejó libre. Le indicó apenas un par de desplazamientos para asegurarse de que Fernando, una vez que se levantara del trono, jugara la escena desde el centro y hacia adelante; de resto, Fernando soltaba su maravillosa energía: única, a sus insólitos setenta y tres años. Su salida de escena delirando, descalzo y perdido es uno de los momentos más electrizantes de mi vida como testigo del milagro teatral en los escenarios de nuestra ciudad. Fernando Gómez era un grande. En la escena final de Solimán, Isaac, con discreto dolor y susto, se describe un poco a sí mismo en la decadencia física que trae la vejez y que acaso sentía ya cerca. La primera vez que Fernando ensayó esa escena hubo un silencio que, como diría Shakespeare, cortaba y mordía; allí se escuchó la inconfundible voz de Ugo –con su peculiar acento– exclamando: “No tengo que decirle nada. Este viejo condenado me adivina”.

Uno de los episodios más hermosos de compartir con Fernando el camerino en Solimán lo constituía esperar el momento en que uno a uno, los ocho Solimanes restantes, antes de subir al escenario pasaban a presentarle sus respetos con un apretón de manos o un abrazo. Este rito se cumplía en todas las funciones: esperaban estar al borde del viaje para abrazarse al viejo león de la escena. Las celestinas detrás de estos arreglos en la asignación de camerinos eran, por supuesto, Ugo y Celene Luna (su maravillosa y fiel asistente de dirección durante muchos años).

… a ti no te gustaba mucho que te estuvieran molestando en el camerino; por tu trabajo actoral, tu método. (Omar Omaña)

Para esta producción se invitó al bailarín y coreógrafo nacido en México Grishka Holguín. El recuerdo que tengo de Grishka es el de una espiga con gran elegancia. Hombre encantador sentado siempre con las piernas cruzadas observando silente lo que ocurría en los ensayos. Grishka fue invitado para trabajar las escenas de grupo y la del asedio a las puertas de Viena, escena en la que con la música de Mahler y desplegando banderas el segundo coro de diez actores –que llamábamos “coro de jenízaros”– garabateaba movimientos “libres” organizados por Grishka. No se puede decir que el montaje tuviera aspiraciones de combinar la danza con el teatro, pero se podía intuir que en la mente de Isaac y de Ugo sí había una cierta aspiración coreográfica en el tratamiento general del montaje.

En 1948 Grishka Holguín se incorpora en una gira con una orquesta de cámara mexicana que iba a realizar varias presentaciones por Suramérica. Se incorpora como coordinador, un poco para salir de México, de ampliar horizontes en el contexto latinoamericano y conocer otros países. Al llegar esa gira a Venezuela primero se encuentra con Caracas que, como él mismo refirió, lo sorprendió por su clima y por el espíritu de modernidad que ya comenzaba a vivirse. Estamos hablando del año 1948, justo el año en que asume el cargo de presidente de la república el escritor Rómulo Gallegos. También ese mismo año deja la presidencia por el golpe militar que sufrió (…) A Grishka le pareció una ciudad ideal y aquí se reencontró con Jesús Gómez Obregón, el director mexicano de teatro a quien conocía de México y que trabajaba en el Instituto Pedagógico de Caracas dictando clases en el Curso de Capacitación Actoral. En ese curso Grishka se incorpora como profesor de Biomecánica, es decir, el trabajo de movimiento para actores; vale decir que sus primeros estudiantes fueron actores, no bailarines (…) Grishka se incorpora, entonces, al curso de capacitación donde estuvo un tiempo impartiendo clases a actores y luego funda, en el año 1950, el Teatro de la Danza: la primera compañía de danza moderna que tuvo Venezuela. En esta compañía se fueron incorporando progresivamente algunos estudiantes del Pedagógico de Caracas, como la estudiante de actuación Conchita Crededio, quien se convertiría en la primera bailarina profesional de la danza moderna y con quien Grishka tuvo una relación artística y personal muy larga, de aproximadamente una década. Ellos dos llevaron adelante el Teatro de la Danza donde se fue formando –en el transcurso de los años cincuenta– la primera generación de bailarines de danza moderna del país (…)

Después crea una nueva agrupación llamada Fundación de la Danza Contemporánea, donde participó también la bailarina Sonia Sanoja, quien fue alumna de Grishka en el Teatro de la Danza. Allí participaron también José Ledezma –el Negro Ledezma–, Juan Monzón, Rodolfo Varela, todos integrantes de esa primera generación (más bien, segunda generación) de la danza moderna en Venezuela. Esa Fundación de la Danza Contemporánea tenía por sede el Museo de Bellas Artes de Caracas: funcionaba en el edificio neoclásico de Villanueva. Aquello supuso una gran transformación para la danza moderna venezolana que hasta ese momento estaba bastante unida a una visión expresionista –una visión teatral–. Seguramente dentro del Museo de Bellas Artes, gracias a las tendencias en boga en los años sesenta, sobre todo el abstraccionismo geométrico, Grishka se dejó influir –al igual que Sonia Sanoja (no olvidemos que ambos eran coreógrafos)– comenzando así una etapa de la danza moderna venezolana ya mucho más ligada con la modernidad y, dentro de la visión abstraccionista, muy vinculada con el carácter visual y plástico del movimiento, más que con el carácter expresivo o meramente teatralizado. (Carlos Paolillo)

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

Tiendo a jorobarme, así que en escena continúo vigilando ese detalle; por fortuna me han tocado personajes que me lo recuerdan. De esta tendencia a curvar la espalda atesoro una de las anécdotas más hermosas de Solimán, la cual me marcó de por vida en el oficio y me quitó además, desde temprano, el miedo de dar la espalda al público. Los que hemos trabajado juntos como actores lo sabemos, y los actores con los que he trabajado como director saben cuánto los animo a perder esa pésima exagerada frontalidad con la que se supone solo se puede llegar a la audiencia. Sobre esta tendencia de mi espalda –decía– tengo un bello recuerdo y una lección de vida relacionada con el entrañable Grishka Holguín.

En el año 64 Grishka crea otra nueva institución, y aquí vemos el carácter, el espíritu fundacional de Grishka: crea una tercera agrupación de danza moderna llamada El Teatro de la Danza Contemporánea –donde participa buena parte de los bailarines que estuvieron con él en el proyecto del Museo de Bellas Artes–, que consolida su trabajo como maestro y coreógrafo de la disciplina de la danza moderna en Venezuela (…) Vale la pena indicar que Grishka también se desempeñó como docente durante los años cincuenta en el Retablo de Maravillas (como profesor de movimiento para actores y cantantes). El Retablo de Maravillas, el famoso movimiento artístico generado por Manuel Rodríguez Cárdenas y de donde emergió la figura de Yolanda Moreno como gran ícono escénico de la danza popular tradicional teatralizada. Grishka trabajó por un tiempo como docente allí y también en el proyecto Danza Venezuela, que fue la propuesta que sustituyó al Retablo de Maravillas cuando se acaba el gobierno de Pérez Jiménez y se inicia el de la Junta de Gobierno que vendría a sustituir a aquel régimen militar (…) En el año 76 Grishka entra a dirigir el Taller de Danza de la Universidad Central de Venezuela –un taller creado en 1972 por Graciela Henríquez, que después pasó a manos de José Ledezma y Juan Monzón–. Apenas asumir la dirección, Grishka lo bautiza con el nombre de Pisorrojo. Grishka estuvo allí entre 1976 y 1996, año cuando fue jubilado por la Universidad Central de Venezuela. Estuvo, pues, veinte años de director de esa agrupación donde desarrolló un trabajo de formación de bailarines, además de sus actividades como coreógrafo y maestro. Ese fue el último trabajo que realizó Grishka en su larga carrera y trayectoria en el mundo escénico.

Voy hacia atrás y hacia adelante. Grishka también formó parte del personal pionero de la televisión en Venezuela: en el año 52, cuando llega este medio al país, se crea la Televisora Nacional Canal 5. Allí trabajó junto con Alberto de Paz y Mateos en las primeras producciones en vivo del canal. Con la agrupación Teatro de la Danza hizo espectáculos de danza moderna y con el Retablo de Maravillas de danza popular tradicional teatralizada. Asimismo, con el ballet de la Nena Coronil hizo presentaciones de ballet clásico. Grishka estaba detrás de todo eso, sobre todo de lo que tenía que ver con la producción escénica y artística junto –repito– con Alberto de Paz y Mateos.

Un dato más que me parece interesante desde el punto de vista de la formación actoral de Grishka: en el año 45, cuando regresa de los Estados Unidos a México, Grishka tomó clases con el actor japonés Seki Sano (esposo de la bailarina estadounidense Waldeen Falkenstein, quien vivía en México y fue una de las pioneras de la danza moderna en aquel país). (Carlos Paolillo)

Esta bella lección a la que hago referencia junto con el maestro Grishka Holguín se dio en el período de ensayos en el Teatro Teresa Carreño. Grishka montaba la escena de los soldados turcos a las puertas de Viena, la escena del asedio; el Solimán de este cuadro –recuerdo bien– era el querido Gonzalo J. Camacho. Fuimos agrupados en número de tres o cuatro y a mí me tocaba darle la espalda a la audiencia. Holguín vio que estaba ligeramente jorobado, se acercó y me dijo con gran cariño: “Luigi, recuerda que eres un soldado, necesito que esa espalda me cuente una historia”.

Siempre percibí a Grishka Holguín como un ser solitario y reservado, no obstante su intensa presencia en el ámbito público. Tenía un humor muy fino con el que enfrentaba todas las situaciones de la vida. (Carlos Paolillo) 

Las cuarenta páginas de apuntes están repletas de auto calificaciones del tipo: “Bien+”, “Mal”, “Pésimo”, “Regular”, “Bien-”, “Regular+”. No puedo dejar de sentir candor con esta forma de examen. Pertenece al período más racional de mi proceso actoral, período que con el tiempo he reconocido como el del trabajo con la “partitura de hierro”. Esa forma prusiana de exponer noche a noche la composición del personaje –dejada atrás, valga la acotación, después de la experiencia con Escrito y sellado de Chocrón– me dio una rigurosa disciplina y una caja de herramientas para desarrollar la técnica y el posterior vuelo libre que me permiten trabajar hoy como siento que puedo hacerlo. Los libretos de aquellos años están meticulosa y abigarradamente anotados con indicaciones de tempo: “adagio”, “allegro”, “presto”, “con brio”, “con moto”, “andante”, “allegro assai”; anotaciones de dinámica: “forte, piano, pianissimo, fortissimo”; e indicaciones del tipo: “respira”, “baja la mirada”, “sube el brazo”, “se levanta”. Esta partitura –con o sin inspiración– era respetada noche tras noche. También era importante observarme con constancia porque fue un proceso relámpago en el que el principal vigilante, Ugo Ulive, estaba enfermo y recluido en casa. La experiencia con Solimán me enseñó a observarme. Otros actores –Jack Lemmon, por ejemplo– han calificado esta herramienta como “el tercer ojo”; ojo que debe aprender a desarrollar cada actor para ser su mejor y más tremendo crítico. En nuestro patio recuerdo que con Carmen Palma, maravillosa actriz, hablábamos de esto y en varias ocasiones le escuché decir que el actor debía ser su más implacable vigilante.

Otro asunto importante fue tocar la Historia; el imperio otomano propiamente dicho, claro, es un asunto que toca directamente a la historia española, a la historia universal, desde luego, pero a la historia española porque allí tenemos la batalla de Lepanto, ahí tenemos esa batalla donde la fuerza naval española reduce considerablemente a la fuerza otomana y fue placentero volver a revisar esa historia universal. A mí que me gusta la historia. Fue magnífico poder recibir aquellos videos que nos enviaban desde la embajada turca y saber, desde la opinión turca, cómo había sido ese imperio otomano que había llegado a las puertas de Viena y que en un invierno tuvieron que empezar a regresar con el santo, con el Cristo de la derrota –eran musulmanes, lo del Cristo es una expresión mía–, con la sensación, con la realidad de la derrota (porque no fue una sensación, fue una derrota) y empezaron a coger pa’ ‘tras, como diríamos en criollo. Bueno, eso fue magnífico: ver todos aquellos videos que nos daba la embajada para conocer mucho más acerca de la vida turca en general y, desde luego, de los antecedentes de aquel imperio otomano que todavía late, cómo no (imagínate tú, si sigue latiendo Roma en toda Italia, el imperio español en España, cómo no va a latir ese otro imperio tremendo). De manera que fue muy grato tocar esa arista dentro de la obra, ver aquella escena de las costumbres más antiguas, los modos de vida, aquella opinión de que la conquista, los lugares, los países conquistados en seguida eran absorbidos por la cultura otomana, con lo cual se indica que se trataba de una conquista completa, como cuando los españoles impusieron su religión. (Julio Alcázar)

El número mágico del montaje era el 10. La obra se presentaría el año 91: 9 + 1 = 10. Se estrenaría el jueves 10 del décimo mes del año. Al escenario subían 20 actores organizados en dos grupos de 10. Un coro de 10: Pablo Benítez, Rafael Cruz, Miguel Ángel Flores, Ángel Moros, José Ramones, Daniel Rodríguez, Jorge Saturno, Juan Enrique Valdés, Hernán Vargas y Jesús Alberto Vargas. Y 10 que nos turnábamos el cartel protagónico interpretando al personaje principal: Julio Alcázar, Gonzalo J. Camacho, Carlos Fraga, Fernando Gómez, Marcos Moreno, Jorge Luis Morales, Omar Omaña, Alfredo Sandoval, Vladimir Torres y yo.

En ese elenco tuve la oportunidad de compartir la experiencia teatral con colegas de la televisión, de reencontrarme con otros con quienes ya había compartido el escenario y la oportunidad única de trabajar con verdaderas leyendas de las tablas venezolanas. De mis nueve compañeros en esta producción quiero nombrar a uno: allí tuve la suerte de trabajar con Jorge Luis Morales en la que –si la memoria no me falla– fue su última obra de teatro. Él, todavía hoy, viene a la mente cuando pienso en vidas truncadas demasiado pronto y me permito especular qué hubiera sido de él y de su crecimiento como actor si apenas en los inicios de su tercera década era tan bueno como era. Recuerdo, entre muchos pequeños momentos de ese montaje, el día en que tuvimos la primera prueba de vestuario. (Vladimir Torres)

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… ya había trabajado con Ugo en El tiempo y el cuarto, de Botho Strauss, y también había hecho pareja con don Fernando Gómez. Pero además de repetir con Fernando en Solimán iba a conocer, bueno ya lo conocía, pero iba a trabajar por primera vez con Gonzalo J. Camacho, que para mí también era una especie de ídolo entre la gente que hacía teatro. Asimismo, iba a conocer, aunque ya había trabajado con él como asistente de producción en una película, a Julio Alcázar: nunca había trabajado con él como actor. (Marcos Moreno)

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… yo a Marcos lo quiero mucho; lo conocí en Mérida: estábamos haciendo –creo– La comadre (una de esas cosas que hice en Radio Caracas, de esas cosas de las que estoy muy orgulloso); allí lo conocí: un actor merideño que trataba de sacar la cabeza hacia arriba para parar en la profesión. Tengo mucho afecto por él, por supuesto que sí; pero recuerdo todas esas cosas con mucho cariño, con mucho afecto. Recuerdo muchas cosas de mis obras de teatro; presumo, Luigi, de haber tenido la fortuna de trabajar con gente muy seria en teatro, incluso cuando hacíamos aquellas comedias divertidas, muy bien vestidas, nada chabacano… (Julio Alcázar)

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… aprendí algo muy interesante que es esa libertad que da el arte: si puedes poner Mahler puedes fragmentar un personaje en diez actores diferentes. Aprendí lo que era –recuerdo– el comentario de un director diciendo que él lo habría hecho diferente. Claro, cada quién hace una interpretación de una obra, de un texto, de un cuadro, de una música, de una canción, hace una interpretación distinta porque toda apreciación del hecho estético, como todo, pasa por el tamiz de la subjetividad de cada individuo. Pero aprendí, entendí eso que los franceses llaman con un nombre muy bonito: mise en scene. (Marcos Moreno)

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

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Ya mencioné antes cómo convergieron en esa producción una diversidad de escuelas y procesos, pero me atrevo a afirmar que si hay algo que es siempre, para todos, un hito en la construcción de un personaje es el día en que te vistes de él. Sin ánimo de teorizar sobre la idea de ser otro, cuando uno se pone la ropa del personaje todo lo que hasta ese momento era un ejercicio de elucubraciones repentinamente se vuelve tangible. Es el niño que al ponerse una capa se convierte en el superhéroe de sus sueños. Así recuerdo a Jorge Luis ese día: éramos niños felices dejándonos llevar por la magia de vestirnos de sultanes, cubriéndonos con los hermosísimos diseños de Eva Ivanyi. (Vladimir Torres)

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Las compras han debido hacerse en la tienda de Humberto, en la Plaza de San Jacinto. Humberto era el más importante vendedor de telas para toda la gente de teatro; Humberto tenía esta tienda desde hacía mucho tiempo que había sido, además, un bazar de ropa de sus padres y él lo convirtió, finalmente, en una tienda de telas. Él conocía a toda la gente de teatro y la gente iba para allá a comprar y, de hecho, cuando yo estuve en el Teresa Carreño le mandábamos a pedir las cosas y él nos las mandaba con un motorizado: dame dos metros más de aquel torchón azul, o necesitamos del brocado verde que llevamos, nos faltó un metro… y él, Humberto, llegó al punto de mandarnos las cosas al teatro. Él sabía la urgencia y la rapidez con las que se hacían las cosas y tenía que ajustarse a eso. A Humberto nosotros llegamos incluso a pagarle las facturas después. Cuando digo nosotros hablo del Teresa Carreño. Como institución podíamos hacer eso. No me acuerdo ahora exactamente cómo se llamaba su tienda. Básicamente la llamábamos la tienda de telas de Humberto, en el Centro. Un personaje: Humberto Walsh. Era del Táchira, muy andino y muy judío. Nos hicimos muy amigos. Después venía a los estrenos y yo le mandaba entradas del T.C. ¡Un tipazo! Importaba telas especialmente para nosotros (para la gente de teatro): brocados, encajes, tafetanes, gro, torchón; le encantaba su trabajo. Tengo miles de historias con él. Y la confección de Solimán se hizo en los talleres del T.C.: zapatería, tocados y vestuario en general. (Eva Ivanyi) 

Uno de los momentos que conservo de entre los más hermosos en esta experiencia tiene de protagonista a Elías Pérez Borjas. Ocurrió el viernes 4 de octubre. Cierre del primer acto. En pleno ensayo de la escena de Barbarroja (Fernando Gómez), Piri Reis (Marcos Moreno) y Solimán (yo). Elías Pérez Borjas, productor de la obra convertido en director asistente debido a los problemas de salud de Ugo, vigilaba cada detalle desde entre cajas. Mientras de desarrollaba la escena subió a arreglarme un detalle del vestuario. Fue hermosísimo: me quedé callado, extendí los brazos en cruz para que él ajustara el cuello de mi traje; luego salió corriendo del plató y retomé con “Cada hombre busca su precio…”

Muy bien, Luigi, que hayas pensado hacer una mención al trabajo de Elías porque siempre he pensado que no se ha divulgado lo suficiente el gran trabajo que hizo Elías en el Teresa Carreño. Elías fue el que le dio forma a toda esa institución. De Elías te diré que nosotros éramos muy amigos desde hacía muchos años antes, desde los tiempos del Nuevo Grupo éramos muy amigos. Esther Bustamante, Elías y yo hicimos una suerte de pequeña empresa, digamos (nunca la registramos ni nada de eso), donde los tres trabajábamos en varios proyectos. Trabajamos en cine (…) –yo más que todo trabajaba en películas y ellos me daban el soporte de lo que necesitaba–, trabajábamos en teatro, trabajábamos en diversas cosas; realmente nos ayudábamos entre los tres. Así nos hicimos grandes amigos. Yo viajé a muchas ciudades del mundo con Elías porque Elías, originalmente, era el asistente de dirección (para no decir casi el director de La revolución, la obra de Isaac). En un momento dado invitaron a esa obra a Nueva York, al festival de México, a Costa Rica… Fuimos a muchos países. Yo maquillaba a José Ignacio y Elías era, prácticamente, el vestidor de Rafael Briceño. Esa producción era muy fácil de mover porque cabía en una maleta y cuando entré a participar Elías me decía que al fin en los aeropuertos dejarían de mirarlos mal porque cuando les revisaban las maletas a ellos tres, tres hombres, y aparecían aquellos vestidos –sobre todo uno rosado–, Elías se quejaba de que siempre lo miraban a él (…) En navidades hacíamos un grupo donde estaba Isaac, Román [Chalbaud], José Ignacio [Cabrujas] y yo. Llegábamos al mismo hotel y nos íbamos a todas estas obras de teatro, al cine, comíamos juntos. Esa fue una etapa muy bella. Las obras de teatro las veíamos juntos, pero José Ignacio y yo nos la pasábamos metidos en la ópera; Isaac hacía siempre una vida social de lujo: que si una cena con Arthur Miller, que si un té con Edward Albee; y Elías se la pasaba con sus amigos. Recuerdo que cuando estábamos juntos e íbamos a cruzar la calle, Elías nos decía a todos: “Raudas, muchachas, raudas al cruzar”. Elías todavía no tenía idea de que iba a trabajar en gerencia cultural. Yo diría que el primer trabajo importante que tuvo Elías fue cuando lo nombraron Secretario General de Fundarte; María Cristina Anzola era la presidente de Fundarte. Elías le dio algo de forma a esa institución que era Fundateatros y que, básicamente, manejaba los teatros Nacional y Municipal. Elías y María Cristina fueron los que originaron la idea de traer a Vicente Nebreda a Venezuela y formar esa compañía que se llamaba Ballet Internacional de Caracas. En primera instancia vinieron a Venezuela una cantidad de bailarines extraordinarios que habían bailado con Vicente en Estados Unidos, y bailarines venezolanos que se unieron a la compañía. Esa fue una etapa maravillosa. A mí me llamaron para ser gerente de esa compañía y trabajábamos, ellos, en un piso de Fundarte y, nosotros, en un penthouse. A veces –me acuerdo– llegábamos a subir hasta cuarenta y dos pisos a pie porque ese edificio de Parque Central no estaba aún terminado. A eso, por supuesto, me une también el momento en que nombran a Elías. Después de ese cargo en Fundarte lo nombran en el Teresa Carreño y él me lleva a trabajar –juntos– en la dirección de producción artística. Allí hicimos un grupo extraordinario con Eduardo Marturet, a quien Elías llamó para la dirección musical, e hicimos unas programaciones que daban envidia. El plan de Elías era hacer dos óperas y dos ballets nuevos al año, cosa que hicimos hasta tener un repertorio. Era un tour de force, pero lo logramos y tuvimos, durante mucho tiempo, la posibilidad de montar dos temporadas de ópera y ballet al año (…) Cuando tuvimos el repertorio, repetíamos uno de los títulos. Tuvimos mucho éxito y el alma de eso era, por supuesto, Elías. Hasta diseñamos los primeros uniformes que tuvieron los guías del Teresa Carreño. El sistema de guías lo ideó él. La manera como se programaba en el teatro, el famoso libro negro donde se anotaba quiénes pedían la sala. Elías enseñó a Luisa Fermín, que era jefe de sala, a hacer los saludos, cómo se debía dar un telón, cómo se debía aprovechar el pico de los aplausos para dar la mayor cantidad posible de saludos (…) Era una manera de darle cuerpo a esa institución que recién se había inaugurado y que no tenía una gerencia que pudiera manejar aquel monstruo. Claro, Elías se volvió un neurótico que no vivía sino para el teatro y me dolió la forma como tuvo que salir de su cargo y lo mandaron a la Compañía Nacional de Teatro nombrando a Isaac director del Teresa Carreño; nombramiento que, creo, Isaac no debió aceptar estando de por medio lo que le hacían a Elías (…) Tengo que decir también que cuando llegamos al teatro éramos ciento cincuenta y tres personas de los cuales había como veinte coristas y treinta bailarines. Es decir, que ese staff de zapateros, costureros, la gente de Adán Martínez que hacía los sombreros, no llegábamos a más de cien y el resto era el coro y el ballet. Elías fue mi gran amigo; muy querido. Después de que salió del teatro lo nombraron director de la Compañía Nacional de Teatro y allí hicimos varias cosas también y, para gran sorpresa mía, en un viaje que hice a Nueva York un diciembre él, supuestamente, iba a venir también; pero decidió no ir y se quedó aquí en Caracas. Debe ser que ya no se sentía muy bien. Cuando regresé, había fallecido. No sé exactamente qué edad tenía. Murió en el teatro, en el Teresa Carreño, donde había hecho esa gran obra (…) Siempre lo he echado muchísimo de menos (…) Lo quise muchísimo. Él y yo calzábamos la misma talla de zapatos y llegamos hasta cambiarnos mocasines. Íbamos a Carnaby, en Sabana Grande, a comprar bluyines y camisas. Quise mucho a Elías. Creo que merece unos homenajes que nunca se le dieron y considero justo que lo mencionemos (…) Él me llamaba Paulette porque se le metió en la cabeza que yo no era húngara sino polaca y entonces toda la vida me llamó así, Paulette (…) El Elías de Solimán era un hombre que tenía ya sobre sus espaldas toda esta experiencia que te estoy contando y por eso no me extraña tu anécdota maravillosa. Es que me lo imagino: él no podía dejarte así; y como nosotros sabíamos cómo era podía darse el lujo de meterse en la escena de un ensayo, nada más y nada menos que de Ugo Ulive, para arreglar un cuello y ajustar un botón. (Eva Ivanyi)

Ambicionaba que mi Solimán, siendo el que cerraba el primer acto, tuviera algo de los cuatro Solimanes que me antecedían y observaba con mucha atención esas interpretaciones. Tenía también bajo observación a los Solimanes del segundo acto a ver si algo podía tomar de ellos. Para mí la creación del personaje es la gran aventura, darle vida a ese ser que en la página es pura tinta y en escena debería tener la verosimilitud de una persona.

El cierre del primer acto me tocaba emocionalmente: la escena me encantaba, estar con mi maestro allí donde hacia el final había tanta teatralidad. Puedo decir con franqueza que no le he tenido miedo a lo teatral: adoro el teatro, hacer teatro; amo sus convenciones, sus viejos e inagotables guiños, su antigua fuerza; su combinación de misa y observación microscópica. Lo bello y difícil es darse cuenta cuándo puedes usar unos instrumentos y cuándo otros. No le temo a la palabra actuar en el sentido artístico del término; entiendo también cuando se usa como defecto del trabajo; pero, por ejemplo, ese final de acto viendo el espejo, torciéndome, buscándome en él, la música de Mahler: ese cierre de acto tenía un carácter tan operático que me parecía el material perfecto para mí. Es decir, tenía características que a pesar de mis veinticuatro años podía comprender, sentir y expresar.

Mi Solimán era muy complejo porque además hablaba francés. Agarré a Mario César Arciniegas, un gran amigo, para que me entrenara, que me enseñara a pronunciar, a hablar. Luego los videos del embajador, que fueron muy útiles porque me dieron la perspectiva, y después amigas mías actrices –amigas de Celene Luna– que me decían “lánzate”, “rompe”, “busca la manera de hacer ese Solimán que, de alguna manera, es el más simpático” –si le podemos poner un adjetivo–; “hazlo muy simpático, que la gente ría, que la gente se impacte”. Y así lo hice. Fue un juego bonito y Ugo, que podía ser mi única contención porque me podía decir: “Eso no, no, no”, estaba encantado (…) Sobre todo llevar la ropa. Parecía mentira, llevar la ropa y aprenderse a sentar como se sientan ellos –sobre sus talones– fueron dos cosas que realmente llevaron trabajo porque llevar esa ropa… Una cosa es ponerse esa ropa y otra llevar esa ropa; tuve conversaciones con vestuaristas acerca de cómo llevar esa ropa. (Carlos Fraga)

Nuestra generación fue muy afortunada. Cuando digo “nuestra generación” me refiero a quienes estamos entre los cincuenta y sesenta años. Tuvimos la inmensa oportunidad de ser puente entre eso que ahora llamamos “la vieja guardia” y la actualidad. Tuvimos la invalorable oportunidad no solo de verlos trabajar sino de trabajar con ellos y construir nuestro amor por el oficio parándonos en el sólido tablado hecho por gente como Elías Pérez Borjas, Fausto Verdial, Carmen Palma, Gonzalo J. Camacho, Isaac Chocrón, Fernando Gómez, Omar Gonzalo, María Cristina Lozada, Manuelita Zelwer, Horacio Peterson, Antonio Costante, Carlos Giménez, Héctor Myerston, Juan Carlos Gené, Alejo Felipe, Ugo Ulive, Manola García Maldonado, Aura Rivas, Alexander Milic, por solo nombrar a algunos. No estoy diciendo que somos mejores por haber tenido esta oportunidad, pero sí muy afortunados y, por supuesto, hemos heredado una responsabilidad proporcional al peso que suman algunos de los nombres que he mencionado.

… a mí me tocó el galán, el Solimán que manda construir ese palacio magnífico, hoy día una joya a las orillas del Bósforo. Un tipo enamorado de una mujer ucraniana. No me extraña, imagínate tú: un moro enamorado de una rubia espectacular de ojos azules [risas], con esa piel blanca como la nieve. Pues claro, cómo que no, ya lo creo que sí. Bueno, pero interpretarlo a él, en esa edad, que es la del hombre hecho y derecho, enamorado, galán, enamoradísimo, ¿no? Recibí muchos piropos de Isaac, muchos piropos por la interpretación de ese galán, de esa mezcla de líder de aquel imperio, pero matizado por su momento: el momento del amor, del enamoramiento, con esa generosa opulencia de regalarle un palacio a su amada. Ya quisiera yo hoy en día [risas]: regalarle algo a la amada. Bueno, fue magnífico en ese sentido. (Julio Alcázar)

Un día le regalé un par de entradas a la amabilísima señora Carmen Negrín. La señora Negrín, que cosía con mi madre (Rosanna Denti), es lo que se puede llamar una buena mujer. La señora Carmen nunca había ido al teatro. Lo que ocurrió al día siguiente en nuestra casa fue conmovedor y maravilloso. Para la señora Negrín se había abierto una ventana mágica. Había visitado ese otro planeta del que me habló alguna vez Jacqueline Goldberg. No se podía quitar la obra de la cabeza. Hablaba con la ilusión del niño que prueba algo que siente no podrá olvidar. Sus papilas gustativas habían sido sorprendidas con un sabor totalmente nuevo. Y la escena que no olvidaba era la del Solimán del Alcázar. La señora Carmen nos contaba, electrizada, cómo lo había visto todo. Narraba haber visitado el Bósforo y recorrido el castillo de Topkapi montada en la alfombra voladora de las palabras de aquel Solimán enamorado. No exagero: ella misma no podía creer el tamaño de su propia sorpresa.

Fue, de los que me tocó interpretar bajo la guía de Ugo, el personaje que más debatimos. No siempre estuvimos de acuerdo. Ugo quería que mi Solimán cerrara el primer acto de manera grande y victoriosa. Yo lo veía de apariencia segura, pero una vez que se quedaba a solas, antes de cerrar el telón, necesitaba mostrarlo abrumado por la duda. Discutimos muchísimo por teléfono debido a la precaria salud de Ugo en ese período, lo cual le hizo faltar a la mayoría de los ensayos. Una vez que veía el trabajo concertábamos citas telefónicas y lo revisábamos casi página por página. No únicamente a Solimán, sino a los otros personajes también. Me exigía explicaciones y motivaciones escena a escena. En perspectiva, reconozco lo formador que fue porque, al pedirme explicaciones, me hacía reflexionar, argumentar, defender puntos de vista.

… estaba en la edad en la que todavía estaba aprendiendo. Sigo aprendiendo, pero en aquel momento sabía menos y ahora sigo sabiendo menos, pero creo que conozco un poco más. (Marcos Moreno)

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

***

Cuando nos dieron los personajes, el personaje que me tocó a mí de Solimán era de mediana edad. Me aboqué al texto y a construir mi personaje con base en el momento en que lo estaba haciendo y al texto, y por ahí me fui (…) Sentí que muchos actores, o algunos actores, se dedicaron, por supuesto, a su personaje de Solimán y cuando les tocó el otro como que los agarró de sorpresa y no hallaban qué hacer. Vi que a algunos se les confundía. Después fueron agarrando el ritmo (…) Una de las cosas que hizo Ugo en esa obra fue darle libre albedrío a los actores para que construyeran su personaje de acuerdo con lo que el texto les daba, lo que el libreto les daba (…), pero esa libertad es a veces un arma de doble filo. (Omar Omaña)

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… la propuesta de Ulive en ese tiempo, creo yo, era como una gran misa, como una cosa religiosa. No era un espectáculo disonante ni tenía visos de llamar a la espectacularidad para atrapar visualmente. Claro que había unas cosas visuales buenísimas con los jenízaros, con los soldados turcos, otomanos, caminando y la pirámide que había en el centro de la escena y los vestuarios, ¿no? (…) Era una cosa muy hermosa y atractiva visualmente. Pero era eso, era como una misa: como asistir a una misa donde a uno se le iba develando, por lo menos a mí como actor (aunque estaba a los lados pendiente de los cambios), se iba develando un personaje –Solimán el magnífico– que para mucha gente, para nuestra cultura, no debe ser muy familiar. Pero uno comienza a acercarse a alguien que tiene un valor histórico importante, forma parte de la historia de la civilización y con una influencia poderosa (…) Creo, además, que Isaac Chocrón hizo algo valioso: no era un personaje que tenía un conflicto familiar o un conflicto con otros personajes, sino un conflicto consigo mismo y con sus cualidades como persona (…) (Marcos Moreno) 

Se trataba de un baile de máscaras sensacional para el actor y para un joven de veinticuatro años, una escuela de aprendizaje maravillosa. Cuánto me gustaría hoy, con la experiencia sumada, tener una experiencia parecida porque el juego sería ahora, a mis cincuenta y tres, mucho más juego y mucho más libre. Pero, insisto, esa sensación de libertad escénica contemporánea viene de estos rigores: era lo que tenía que suceder. Para nada pienso que fue una oportunidad no aprovechada al máximo; por el contrario, casi treinta años después redescubro –releyendo– algo del origen que da razón al presente.

… puedo cerrar los ojos y ver todo: ver el cartel en el Ateneo, ver los ensayos, verlos a todos ustedes disfrutar aquello, disfrutar al público, disfrutar los aplausos; de verdad para mí fue una experiencia de vida sin duda muy muy importante. Yo, además, compartí camerino con un amigo muy cercano, Jorge Luis Morales, quien después de esa obra, se nos fue de este plano. Entonces allí hay recuerdos afectivos y artísticos muy importantes, sumamente importantes. (Carlos Fraga)

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… recuerdo las funciones hechas con mucho cariño, porque además había una solidez tremenda de actuaciones, de respeto por el escenario, por la profesión, por lo que estábamos haciendo que no era ninguna tontería. (Julio Alcázar)

Había que tener una enorme concentración en las funciones porque al salir de escena te esperaba una batería de gente que te quitaba ropa, te ponía ropa y te pegaba o despegaba elementos en el rostro. Esta invasión al espacio íntimo del instrumento del actor obligaba a entregarse, a dejarse hacer. Recuerdo que me quedaba muy quieto y en ocasiones contribuía con la llegada de nuevos elementos, pero la mente debía seguir en el escenario. Por supuesto que con las funciones sabemos cuánto y cómo los cambios se van aligerando. Es un trabajo no solo exigente para los actores, también para quienes hacen los cambios que, en el caso de Solimán, podían sumar con facilidad diez personas lideradas, si recuerdo bien, por una leyenda del departamento de vestuario del Teatro Teresa Carreño: la gran Aurelia Scorza.

Nació en Parma, Italia, el 31 de agosto de 1924 (…) Su madre fue modista y su padre trabajó en una fábrica de procesar trigo (…) Desde muy joven ayudó a las labores de casa y siendo adolescente comenzó a descubrir sus habilidades con la aguja e hilo. Así pues, se ganaba la vida zurciendo y reparando los vestidos de los pobladores cercanos (…) Aurelia se casó a los dieciocho años con un militar de la aviación, especialista en radiotelegrafía, quien ya había viajado antes a Venezuela. Cinco años más tarde, en (…) 1951, le propuso mudarse a este país, específicamente a la ciudad de Barquisimeto (…) Luego de un duro viaje por barco que duró treinta días, finalmente lograron establecerse en esta ciudad, ella trabajando como modista y él, en la construcción (…) Más tarde, habiendo logrado una buena posición económica, la familia decidió trasladarse a Caracas en 1956 (…) Poco a poco, el trabajo dedicado de Aurelia le permitió entrar en contacto con el mundo artístico. Gracias a la esposa de un amigo, cantante de ópera, quien le solicitó la confección de un traje especial para su presentación (…) Este episodio le abre el mundo del espectáculo y, en particular, el de la ópera y el ballet (…) Pronto conoció al Dr. Salvador Itriago, quien en 1973 creó la Fundación Teresa Carreño, y con él, a través de este ente artístico, es contratada consecutivamente para trabajar en vestuarios para obras de teatro y cine. Asimismo se involucra en todas las producciones de ópera durante esos años en el Aula Magna de la UCV y en los teatros Nacional y Municipal de Caracas (…) En 1981, entró formalmente en la Fundación Teresa Carreño, trabajando en espacios improvisados, ubicados en áreas aún no finalizadas de la construcción del Complejo Cultural, en los que realizó, en circunstancias adversas y con mucho esfuerzo, vestuarios de gran complejidad para obras de teatro y óperas (…) En diversas ocasiones, una colchoneta era la solución para el descanso nocturno, para así, con gran sacrificio, no interrumpir las interminables sesiones de trabajo y de esta forma sacar adelante las producciones (…) Su formación fue autodidacta, sin embargo reconoce como sus primeros maestros a sus mismos compañeros de trabajo, recordando particularmente a Roberto Spoladore, y al vestuarista Adán Martínez, con quienes trabajó durante muchos años. Su destreza y conocimientos en esta especialidad la llevaron a ser por más de 20 años, la jefa del Taller de Sastrería (…) Aurelia fue jubilada en el año 2006, culminando así una etapa de su vida, en la cual estuvo entregada al arte de la costura. (Fuente: Centro Documental Teatro Teresa Carreño. Texto: Asdrúbal Urdaneta, 2014)

Diseño para «Solimán» de Eva Ivanyi

Tuve la gran oportunidad de visitar, en varias ocasiones, el depósito de vestuario del Teatro Teresa Carreño; depósito organizado, mantenido, custodiado y amado por la nonna Aurelia. Cuando se pedía un vestuario prestado al teatro había que enviar una carta formal de solicitud. Si la petición era aceptada entonces se podía visitar el depósito y con vigilante y celosa guía la amable, maternal e insobornable signora Scorza indicaba qué estaba en repertorio y no se podía tocar y, casi, ni siquiera te permitía ver. De igual manera, señalaba cuál era el vestuario al que se podía acceder y, sin embargo, ella –in situ– daba la aprobación final. Podía ocurrir una milagrosa excepción si el montaje se presentaría en los espacios del propio Teresa Carreño, de ese modo el vestuario nunca saldría del teatro. Una vez seleccionadas las piezas de vestuario se llenaba un riguroso formulario del que una copia quedaba en el teatro; al devolver las piezas eran cotejadas con lo escrito en la nota de entrega. Cuando se entraba a trabajar en un proyecto del Teresa Carreño se tenía la certeza de estar trabajando en un gran teatro del mundo.

… recuerdo mucho Solimán por lo mucho que nos divertíamos, por lo mucho que disfrutábamos, por el equipo que hicimos; un equipo muy hermanado, concreto: desde el productor Elías Pérez Borjas pa’ ‘bajo éramos un equipo muy compacto. Siento que el que menos nos acompañó fue Ugo Ulive, que ya tenía un problema de próstata. No sé si recuerdas, él fue el que menos nos acompañó en el transcurso de las presentaciones. Pero por lo demás éramos un grupo muy concreto. Nos reíamos mucho; creo que eso causa en el trabajo un clima que se recuerda con cariño. (Carlos Fraga)

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Quiero confesarles algo: cada uno de los diez actores en el elenco tomaba su turno para ser el personaje central –Solimán– en una de las diez escenas, siguiendo cierta progresión de acuerdo con nuestra edad. Pero yo era la excepción. Yo era el último Solimán. La explicación esgrimida era sembrar la duda de si el sultán ya había muerto y este que aparecía en público no era más que un impostor proyectando la imagen que habría de quedar en la memoria. Habiendo sido parte de ese elenco con nueve extraordinarios actores, siempre me sentí como ese décimo impostor. Solo mi suerte, la más benévola de las vueltas de la vida, me permitió estar allí. (Vladimir Torres) 

Durante los diez años de formación con mi maestro Ugo Ulive asistí a la mayoría de los ensayos vestido de blanco. ¿Por qué lo hice? No hay una sola ni única razón. No era excentricidad. Hubo una suerte de noviazgo y matrimonio. Puedo decir que me hice novio del teatro. De alguna manera, desde que debuté había comenzado para mí una nueva vida y a esa vida quise entrar limpio, puro. Quise entrar sin medida porque, parafraseando a San Agustín, iba a amar sin medida esa vida. Iba al templo. Aquel blanco era mi sotana, mi estola. Vestirme de blanco era ir de la sacristía al altar. Es hermoso no recordar cuándo dejé de hacerlo, pero un día ocurrió, no recuerdo cuál. Quizás fue el día en que sin darme cuenta me sentí ya –desde lo profundo del alma– esposo o esposa. Tal vez quedó apuntado en algún cuaderno…


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