#LaVenezuelaDeSadel

El enigma Alfredo Sadel

05/07/2019

Fotografía de Fundación Alfredo Sadel

Transcurría el año 2007 cuando tuve la suerte de que llegara a mis manos una grabación de una ópera que yo nunca había escuchado: L’amico Fritz, de Pietro Mascagni. El registro se había realizado en el Teatro Municipal de Caracas, durante la función del día sábado 5 de diciembre de 1964, con la Orquesta Sinfónica Venezuela, el Coro de la Escuela Nacional de Ópera y con el concurso de los cantantes Alfredo Sadel, Reyna Calanche, Ramón Iriarte, Aurora Cipriani, José Montenegro, David Díaz y Rosina Núñez, dirigidos por el maestro Primo Casale.

Recuerdo que con muchas dudas abrí el sobre en el cual un oyente de mi programa –Con cierta afinación, en la extinta Emisora Cultural de Caracas- me había dejado “algo que me iba a sorprender” y que resultó ser la edición de esta ópera. Al montarme en mi carro puse el primer CD y, de inmediato, me quedé prendado de ese sonido imperfecto pero franco que tienen algunas grabaciones de las presentaciones en vivo.

Me emocioné y me dio nostalgia algo que yo no había vivido, me gustó la música de Mascagni, que evocaba un mundo tan lejano para mí (para nosotros), un mundo simple y feliz (el del amigo Fritz y el de la Caracas de los sesenta). Pero la fascinación llegó cuando escuché a Alfredo Sadel (Fritz) cantar/decir, frasear: “Suzel, buon di” y dar inicio al hermoso dueto de las cerezas, en el que Sadel y la Calanche (Suzel) consiguen una sensualidad inocente, salvaje y contenida, al mismo tiempo.

Al llegar a mi casa me quedé en el estacionamiento repitiendo, una y otra vez, el surco de este dueto que desde ese día no he podido sacar de mi cabeza. Recuerdo que fui hasta el cuarto de mis padres y le puse ese trozo a mi papá, quien estaba en cama, ya muy enfermo, y él se alegró por un buen rato y nos volvió a contar sus anécdotas del Bloque 1 de El Silencio, de cuando con Alfredo (Sadel) hacían travesuras de muchachos en el tranvía y por el centro de la ciudad, de cuando cantaban serenatas y tenían que correr de los baldes de agua que les lanzaban.

Hasta ese día de 2007, cuando el desconocido oyente de mi programa, el señor Héctor Pérez Marchelli, editor de esta versión del año 64, me hizo entrega de la misma, yo no había valorado de manera adecuada a ese artista de verdad que era Alfredo Sadel.

Ese día, salí del cuarto de mis padres, me fui al estudio de mi papá y tomé prestadas todas las grabaciones de Alfredo Sadel y, por un largo tiempo, lo escuché y lo volvía a poner cantando tangos, rancheras, boleros, sones, canciones de todo tipo y, otra vez, L’amico Fritz.

Al año siguiente, el 2008, se aproximaba ya la muerte de papá y en mi cabeza seguía la voz de Sadel haciéndome compañía, pero más que su bella voz, lo que me tenía hipnotizado era su fraseo, su forma única de decir, de significar, de darle sentido a las palabras que en otros cantantes me sonaban sosas o distraídas, o mal dichas. Tanto puse el surco del dúo de las cerezas que se dañó y no paré hasta volver a conseguirlo. Por supuesto, también encontré muchas otras versiones de esta ópera por distintos cantantes de gran prestigio y renombre, pero mi fascinación por la grabación de Sadel y Calanche continúa imbatible y la atesoro. Sé que no es tan perfecta como otras, pero no me importa porque Sadel me enseñó que las imperfecciones son parte clave del arte y le dan aún más sentido, más realidad, a algo que sale de esa caverna ancestral, laberíntica, misteriosa y húmeda que es la boca, por donde se forma y transita la voz, ese sonido único que logra hacer lo que ningún otro instrumento: unir la música y la palabra, la palabra y la música.

Sadel, además de saber matizar, de asignar el sentido justo a las palabras, es dueño de una musicalidad muy refinada y su instrumento está cargado de una paleta profunda de colores y texturas, para darle, cuando se le antoja, a una interjección cualquiera vida inusitada, y nos ha de dejar perplejos, a su vez, con sus pianísimos que los usa -qué duda cabe- para desarmarnos, para manipularnos.

A plena o a mezza voce, Sadel emplea su timbre con tino, con virtuosismo, con una naturalidad que lo hace especial y temerario muchas veces, metiéndose en los personajes, en la música, de una forma tan arriesgada que nos hace cómplices de un vértigo complejo, donde se nota la batalla técnica, pero donde se impone el instinto de supervivencia y se alcanza la resolución que le da realidad al personaje. Sadel está en esa liga donde uno no se pone en plan de estar únicamente atento al morbo de cómo hace para estar así o asá, cómo consigue o falla el preciso agudo. Sadel trasciende porque con su instrumento, hermoso y generoso, logra hacer arte, salirse de lo estándar y crear sensaciones que otros vocalistas no alcanzan ni de cerca.

Sadel fue llamado “el tenor de Venezuela” porque se convirtió en un icono popular en Cuba, en México, en Colombia e, incluso, en el mundo latino de los Estados Unidos, en sus años de esplendor, donde protagonizaba películas y lideraba la venta de discos con su manera de cantar boleros y canciones.

El Sadel de mi papá era un compendio entre ese muchacho de andanzas y el cantante de la voz de oro, el hombre exitoso y famoso. El Sadel de mi mamá, de mi abuela y de mis primas, era el galán roba corazones que cantaba como un Dios y que tenía una sonrisa arrebatadora. Mis primas, quienes eran mucho mayores que yo, soñaban con conocerlo, con bailar con él, era uno de sus símbolos eróticos.

El Sadel mío era un cuento de papá y mis tías, era un disco, era un concierto imposible, era un enigma porque no entendía cómo podía ser tan masculino y a la vez tan tierno, tan delicado. Era una contradicción porque no lo precisaba como un cantante popular o como un cantante de ópera. Por suerte, desde hace mucho ya eso no me importa.

Cuando pienso en la ruina en la que se ha convertido Venezuela, Sadel es uno de esos puentes de esperanza, porque la historia de su vida me recuerda que sólo quien lucha y persiste alcanza lo que quiere. Sadel es parte de la nación que anhelamos porque nos legó una obra cantada con una voz entrañable, una voz que estuvo siempre buscando cómo decir, decir de verdad.


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