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El 28 de junio de 2019 marca el centenario de la firma del Tratado de Versalles entre Aliados Occidentales y Alemania, poniéndole fin a la Primera Guerra Mundial, cinco años después del asesinato del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando en Sarajevo, Bosnia, el cual desencadenó el conflicto. Versalles fue el primero de una serie de Tratados de París firmados entre 1919 y 1920 por los Aliados y otros participantes, como Austria, Bulgaria, Hungría y el Imperio Otomano.
Aunque a efectos prácticos las hostilidades en el Frente Occidental ya habían cesado con el Armisticio de Compiègne, firmado a la “onceava hora del onceavo día del onceavo mes” de 1918, a los Aliados les tomó seis meses más de negociación en la Conferencia de Paz de París la delimitación el acuerdo. Versalles formalizaba la victoria aliada, configurando un nuevo orden político en Europa y asegurando la paz en el corto plazo, con la creación de La Liga de Naciones.
El tratado, de 15 partes y 440 cláusulas, demandó que Alemania se desarmara y redujera sus ejércitos, hiciera concesiones territoriales considerables, entregara sus colonias, y pagara altas sumas en moneda y especies por reparaciones y compensaciones de guerra. La justificación para las reparaciones se explicitó en la cláusula 231 (conocida como la “cláusula de culpa de guerra”) que le atribuyó a Alemania y sus aliados toda la responsabilidad por los daños causados por la guerra; lo que se convirtió en uno de los aspectos más controversiales de todo el documento.
La “paz cartaginesa” impuesta a Alemania y los intereses mutuamente excluyentes entre los Aliados alrededor de la severidad del tratado, garantizaron que nadie quedara del todo satisfecho. Los británicos y estadounidenses en general consideraron que el tratado era muy duro, más allá de lo necesariamente práctico. El economista John Maynard Keynes publicó en diciembre de ese año Las consecuencias económicas de la paz, una extensa crítica al tratado, donde argumentó que las condiciones económicas impuestas por Versalles llevarían a Alemania a la ruina.
Por su parte, los franceses demandaron un acuerdo mucho más estricto para contener la capacidad militar germánica. Un sentimiento reflejado por el general Ferdinand Foch, quien declaró al momento de firmarse el tratado que “no es paz. Es un armisticio de 20 años”.
En cierta medida, ambos tuvieron razón: la República de Weimar entraría en una crisis económica severa que alimentaría el surgimiento de movimientos nacionalistas durante la década de 1930. El 1 de septiembre de 1939, 20 años y 65 días después de la firma del tratado de Versalles, Alemania invadiría Polonia y daría inicio formal en Europa a la Segunda Guerra Mundial.
Un culto peligroso
Existe un cuerpo masivo de estudios sobre la Primera Guerra Mundial y sus orígenes, siendo quizás el enfrentamiento más analizado de la historia. Historiadores han enumerado cientos de causas y teorías coyunturales y estructurales para explicar el estallido de la guerra. Estas abarcan el asesinato de Francisco Fernando, la competencia industrial, nacionalista e imperialista entre potencias europeas; el revanchismo francés, el expansionismo austrohúngaro, la inflexibilidad en planes de guerra rusos y alemanes; un complicado y extenso sistema de alianzas; y las disputas familiares entre el káiser alemán Wilhelm II, el zar ruso Nicolás II y el rey inglés George V, todos primos.
Para este texto nos centraremos en una de la teorías más populares para explicar los orígenes de la guerra, el culto a la ofensiva, o la convicción en la supremacía absoluta de una postura ofensiva sobre posiciones defensivas en enfrentamientos armados. Su principal atractivo es que de forma elegante sirve de trasfondo a las demás causas al originar o afianzar muchas de las condiciones que resultaron en la guerra; además de poder modelarse de forma tal que la lógica detrás de las decisiones de los diferentes beligerantes queda mucho más clara.
Explorado a fondo en un trabajo por Stephen Van Evera, el culto a la ofensiva puede resumirse en un fenómeno donde oficiales militares, líderes políticos y ciudadanos europeos asumieron que la ofensiva tenía grandes ventajas en la guerra y que la proactividad en atacar ofrecía la mejor solución a problemas de seguridad nacional; lo que se traducía en doctrinas que favorecieron despliegues de fuerza rápidos y contundentes.
En palabras de los generales alemanes Alfred von Schlieffen y Helmuth von Moltke (El Joven) “atacar es la mejor defensa”; un sentimiento reflejado por su contraparte francesa Ferdinand Foch, quien consideraba que el ejército francés había adoptado “una sola fórmula para el éxito, una sola doctrina de combate […] el poder decisivo de la acción ofensiva tomada con determinación para marchar hacia el enemigo, alcanzarlo, y destruirlo”.
Estrategas europeos habían prescindido de las lecciones de la guerra civil estadounidense (1861-65), la guerra ruso-turca (1877-78) y la guerra ruso-japonesa (1904-1905) que habían demostrado el poder de nuevas tecnologías defensivas y los elevados costos humanos de un conflicto prolongado en la era industrial. Los militares europeos, con memorias de la tercera guerra de independencia italiana (1866) y las guerras austro-prusiana (1866) y franco-prusiana (1870-1871), estaban convencidos de que las confrontaciones serían breves, decisivas y, en última instancia, deseables para el crecimiento nacional.
Una visión resumida a inicios del siglo XX por el miembro de la cámara de diputados francesa, Emile Driant, aseguraba que “La primera gran batalla decidirá toda la guerra, y las guerras serán cortas. La idea de la ofensiva debe penetrar el espíritu de nuestra nación”.
De la percepción de infalibilidad ofensiva surgen varios riesgos que se adecúan a las acciones tomadas por los países desde finales del siglo XIX hasta 1914:
1. Los estados adoptan políticas exteriores mucho más agresivas, donde la expansión territorial es mucho más tentadora ya que los costos de la agresión son menores cuando la ofensiva tiene ventaja.
2. Las alianzas políticas se extienden y estrechan en la medida que los estados se vuelven interdependientes para su seguridad, lo que promueve conflictos locales e incrementa las probabilidades de que una nación esté rodeada por vecinos agresivos, guiados por los mismos principios.
3. El culto a la ofensiva se traduce en ventajas para los bandos que ataquen primero, lo que incentiva a los estados a movilizarse, empezar a desplegar tropas y declarar la guerra de forma anticipada para tomar la iniciativa y negársela a sus adversarios.
4. Las “ventanas de oportunidad” y vulnerabilidad se expanden, forzando una diplomacia mucho más acelerada y competitiva, una “política al borde del abismo” en el que se persiguen políticas peligrosas al límite de la seguridad antes de detenerse.
5. Los estados intensifican la opacidad con la que conducen sus asuntos políticos y militares, al considerar que la información es un activo de considerable utilidad al momento de realizar una ofensiva.
Todos estos riesgos se traducen en estados mucho más propensos a declararse la guerra de forma anticipada en contextos de alta tensión internacional. La decisión de empezar una guerra en retrospectiva puede parecer monumentalmente insensata, pero como veremos a continuación, un resultado colectivamente catastrófico puede deberse a comportamientos individualmente racionales.
Un dilema (ir)racional
Podemos formalizar los principios del culto a la ofensiva a través de la Teoría de Juegos o el estudio de comportamientos estratégicamente interdependientes, usando modelos matemáticos. En otras palabras, se analiza cómo las decisiones de un participante están influenciadas por las decisiones de otros participantes.
Para el caso del inicio de la Primera Guerra Mundial usaremos un modelo simple con solo dos países representativos, basado en el planteamiento de teoría juegos clásico, conocido como el dilema del prisionero. A partir de allí extraemos conclusiones para el resto de los participantes principales de la guerra. Es prudente destacar que, como cualquier modelo empleado en ciencias sociales, este escenario opera bajo una serie de supuestos y limitaciones, no pretende replicar a fondo la realidad y todas sus potenciales variables e incidencias. Busca simplificar la naturaleza de las interacciones a efectos de facilitar análisis.
Partimos de dos países vecinos y con una larga historia de rivalidad política y militar, El Imperio Alemán y la República Francesa. Ambas naciones son firmes creyentes del culto a la ofensiva y están convencidas de que es la mejor forma de resolver conflictos. Cada uno enfrenta solo dos opciones: “Atacar”, buscar proactivamente el enfrentamiento con su contraparte, o “Defender”, adoptar una postura más pasiva. Ambos países escogen al mismo tiempo una de las dos opciones.
Dado que hay dos países y dos opciones mutuamente excluyentes, los participantes se enfrentan a cuatro posibles desenlaces: dos en los que un país ataca y el otro defiende (resultando en una victoria aplastante a favor del atacante), uno en el que ambos países defienden (un estado de paz en el que no hay hostilidades), y uno en el que ambos atacan (guerra). Los escenarios están retratados en la siguiente matriz.
El resultado definitivo dependerá de las decisiones que tome cada país individualmente, en función de lo que crea es más conveniente. Podemos ampliar el modelo asignándole valores numéricos de forma arbitraria a los diferentes escenarios, a efectos de representar las expectativas y preferencias de las naciones, quienes seguirán las estrategias que ofrezcan, a su juicio, las recompensas más altas.
Modificamos el gráfico anterior con los resultados numéricos. Para cada escenario el primer número corresponde al resultado para Francia y el segundo corresponde al de Alemania. La sumatoria de ambos números dentro de un cuadrante es equivalente al resultado colectivo. A efectos de simetría le daremos a cada país el mismo resultado por emplear la misma estrategia.
Con los valores asignados podemos establecer un orden de los escenarios preferidos para cada país y, dadas esas preferencias, cuál será la decisión definitiva. Pongámonos desde la perspectiva de uno de los países, Alemania. Su escenario preferido es arriba y a la derecha, donde Alemania ataca y Francia defiende. Un ataque relámpago le da una victoria rápida, la cual se traduce en mayor poder y territorio (+3 puntos).
El segundo escenario preferido para Alemania es si ella y Francia defienden (+2 puntos). La paz significa que ambos se benefician de la inercia no conflictiva sin perder recursos. El tercer escenario preferido para Alemania es si tanto ella como Francia atacan (-1 punto). Una guerra de ofensiva simultánea se traduce en pérdidas materiales y humanas. El escenario menos preferido para Alemania es si ella defiende y Francia ataca (-2 puntos), es víctima de una invasión y sufre una derrota humillante con pérdidas territoriales severas.
Consistente con el culto a la ofensiva, el escenario más deseable de Alemania es uno en el que logra exitosamente atacar primero a Francia y alcanzar una victoria absoluta. Pero desear no es lo mismo que lograr, y el resultado que alcance Alemania dependerá también de las decisiones que tome Francia. Veamos entonces cómo son las decisiones alemanas condicionadas a las opciones francesas.
Si Francia defiende, Alemania puede atacar y conseguir una victoria aplastante (gana 3 puntos), o defender y mantener la paz (gana 2 puntos). En este caso a Alemania le conviene atacar para maximizar sus ganancias. Si Francia ataca, Alemania puede atacar y combatir con los franceses (pierde un punto), o defender e ir a una derrota rápida (pierde 2 puntos). En este caso a Alemania también le conviene atacar para minimizar sus pérdidas.
Visto de esta forma, atacar es la mejor opción para Alemania, independientemente de lo que haga Francia. Pero como este es un juego simétrico, Francia está sujeta a los mismo incentivos que Alemania. Para los franceses atacar también es la mejor opción sin importar qué haga Alemania. Esto se conoce como una estrategia dominante en la que una opción es siempre mejor a la alternativa sin importar lo que los otros participantes decidan. Dado que ambos países prefieren atacar en todos los escenarios, el desenlace es la guerra.
Visto desde una perspectiva global, es decir, sumando los montos dentro de un cuadrante, la guerra es colectivamente el peor resultado (-2 puntos) y la paz es el mejor (+4 puntos). Bajo esta óptica lo más sensato parece ser que los países cooperen para permanecer en la paz. Pero como ya vimos, individualmente cada país tiene un fuerte incentivo para romper el estado de paz, ya que percibe que puede incrementar considerablemente su beneficio, en detrimento de su contraparte y el resultado colectivo.
La paz se convierte en un equilibrio inestable, y la guerra pasa a ser lo que en teoría de juegos se considera un equilibrio de Nash o un resultado en el que ambos jugadores están empleando su mejor estrategia, conociendo la estrategia de su contrincante, y no gana nada cambiando individualmente de postura.
En otras palabras, la paz se volvió muy frágil de mantener, pero una vez empezado el conflicto no hay incentivos para que alguno deje de luchar unilateralmente. Lo que describe bastante bien los acontecimientos de 1914.
Dominó del desastre
El escenario modelado entre Alemania y Francia se constató en 1914, y puede aplicarse a prácticamente cualquier par de países que lucharon desde el inicio de la Primera Guerra Mundial.
Haciendo una revisión corta de los acontecimientos, podemos ver la el culto a la ofensiva en la velocidad con la que los países se movilizaron y declararon guerra entre sí, lo que, sumándose a la complicada red de alianzas, expandió un conflicto local de los balcanes al resto de Europa, en menos de dos meses.
28 de junio: el archiduque Francisco Fernando es asesinado en Sarajevo, Bosnia.
23 de julio: Austria-Hungría, con el apoyo de Alemania, emite un ultimátum a Serbia exigiendo que tome responsabilidad por la muerte de Francisco Fernando.
25 de julio: Rusia, aliado de Serbia prepara movilización militar en anticipo para una guerra. Serbia acepta la mayoría del ultimátum austriaco, pero no todo. Austria-Hungría rompe relaciones con Serbia y empieza a movilizarse.
26 de julio: Reino Unido trata de mediar una conferencia con Francia, Italia y Rusia. Alemania se rehúsa a participar.
28 de julio: Pese a que el káiser consideraba adecuada la respuesta de los serbios, Austria-Hungría le declara la guerra a Serbia.
29 de julio: Alemania y Rusia empiezan movilización parcial de tropas, insistiendo en que el otro debe detenerse.
30 de julio: Austria-Hungría inicia bombardeo de Belgrado, capital serbia.
31 de julio: Rusia empieza movilización de tropas en apoyo a Serbia.
1 de agosto: Francia, aliado de Rusia, empieza a movilizar tropas. Alemania le declara la guerra a Rusia.
2 de agosto: Alemania invade Luxemburgo.
3 de agosto: Alemania le declara la guerra a Francia y Bélgica. Invade el segundo para rodear defensas del primero.
4 de agosto: Reino Unido, aliado de Francia, le declara la guerra a Alemania por violar la neutralidad belga.
6 de agosto: Austria-Hungría le declara la guerra a Rusia.
7 de agosto: tropas británicas llegan a territorio francés. Francia invade territorio alemán para recuperar Alsacia y Lorena.
11 de agosto: Francia le declara la guerra a Austria-Hungría
12 de agosto: Reino Unido le declara la guerra a Austria-Hungría
22 de agosto: Austria le declara la guerra a Bélgica.
23-25 de agosto: Japón le declara la guerra a Alemania y a Austria-Hungría.
1 de noviembre: Rusia le declara la guerra al Imperio Otomano, aliado de Alemania.
5 de noviembre: Francia y Reino Unido le declaran la guerra al Imperio Otomano.
La cadena de declaraciones de guerra puede parecer una escalada de eventos tragicómica, en la medida que empieza a involucrar países con poca o ninguna participación directa en la controversia entre Austria y Serbia. Sin embargo, las movilizaciones anticipadas de Alemania, Rusia, Austro-Hungría y Francia están acordes con los principios del culto a la ofensiva y la búsqueda por aprovechar ventanas de oportunidad.
El ejemplo más claro de esto es la movilización de Alemania contra Francia, Bélgica y Luxemburgo entre el 1 y 3 de agosto de 1914. Aunque para algunos lectores parezca una extensión innecesaria del conflicto, la invasión hacia occidente era parte elemental del meticuloso Plan Schlieffen. Concebido alrededor de 1905-1906, casi una década antes del asesinato de Francisco Fernando, el plan delimitaba la respuesta alemana en caso de una guerra contra Rusia o Francia.
Dada la alianza franco-rusa, los alemanes sabían que luchar contra uno implicaba luchar con el otro, lo que los dejaba en riesgo de una guerra de desgaste prolongada en dos frentes simultáneos y en severa desventaja numérica. El plan dictaba que el ejército alemán lanzaría una guerra relámpago contra Francia, atravesando Bélgica y Luxemburgo para rodear las defensas francesas en la frontera franco-alemana. Una vez que las tropas alemanas derrotaran al ejército francés y rodearan París, la mayoría de las fuerzas volvería al territorio alemán para reforzar la ofensiva contra Rusia.
El plan era inflexible, sin margen de error, ni contingencia o alternativas, y contemplaba una victoria sobre Francia en un periodo de 3 a 6 semanas. Teóricamente hablando, correspondía al mejor escenario para Alemania detallado en nuestra matriz de teoría de juegos; una oda al culto a la ofensiva que se convirtió en centro de la estrategia militar para la principal potencia en Europa continental. Los demás beligerantes tenían planes similares con premisas igualmente optimistas.
Un juego repetido
Al afamado mariscal de campo prusiano Helmuth von Moltke (El Viejo), artífice de las victorias contra Dinamarca, Austria y Francia en las guerras de unificación alemana del siglo XIX, se le atribuye la célebre afirmación: “Ningún plan sobrevive el primer contacto con el enemigo”; una descripción bastante apta para lo que ocurriría con la estrategia diseñada y ejecutada por sus sucesores (y uno de sus sobrinos) cuatro décadas después.
En el Frente Occidental, lo que se esperaba no pasaría de escaramuzas, se convirtió en extendidas luchas alrededor de millas y millas de trincheras. La supuesta supremacía de la ofensiva se topó con la contundencia defensiva de las ametralladoras, minas antipersonales y el alambre de púas; y una guerra que los beligerantes pensaban concluiría en diciembre se extendió cuatro años más.
El culto a la ofensiva está estrechamente relacionado a las explicaciones racionalistas de la guerra, o la forma en que agentes nominalmente racionales pueden iniciar una guerra inclusive cuando existen acuerdos alternativos mutuamente benéficos. Su persistencia depende de lo arraigado de las percepciones de los agentes a considerar el combate como más benéfico a la paz.
En la matriz que presentamos, la guerra parece inevitable, y en efecto lo es, dados los supuestos y preferencias que delimitamos. Sin embargo, esto no quiere decir que sea un resultado permanente. Si el juego es iterativo, es decir, los agentes tienen oportunidades sucesivas de decidir si continúan atacando o no (que en la vida real fue efectivamente todos los días), es posible que los participantes prefieran llegar al escenario mutuamente benéfico de cese de hostilidades. Este tipo de resolución se denomina vive y deja vivir, una estrategia cooperativa que el teórico de juegos Robert Axelrod caracterizó como una solución al dilema del prisionero.
Aunque la guerra tardase cuatro años en terminar, la consideración en la utilidad mutua de cesar hostilidades, al menos temporalmente, tardó pocos meses en manifestarse a nivel de unidades de infantería individuales. En más de una ocasión, los soldados espontáneamente adoptaron comportamientos no hostiles y se abstuvieron de enfrentar a sus enemigos en el campo abierto. Claro está, esta clase de acuerdos informales eran muy frágiles, propensos a romperse, y abiertamente rechazados en la medida que se subía en la cadena de mando. Sin embargo, esto no impidió a las tropas mostrar compasión con sus adversarios a escala masiva, siendo el caso más emblemático la tregua de Navidad de 1914, donde soldados ingleses, franceses y alemanes impusieron un cese al fuego de facto y cruzaron las trincheras para encontrarse en un inusual despliegue de tranquilidad.
En cierta forma, el contraste entre el culto a la ofensiva y la tregua de navidad, vislumbran dos posturas racionales adoptadas por grupos diferentes: los que planearon la guerra, y quienes tuvieron que lucharla. Cien años después de Versalles, parece bastante evidente quiénes estaban más apegados a la realidad.
Giorgio Cunto
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