Perspectivas

El cuento, la histeria y una historia

28/10/2020

Rómulo Betancourt durante un acto público. Ca. 1961. Fotografía de autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

El cuento

Hace muchísimos años, cuando los viajes tenían fecha de regreso, llegué a París por primera vez y me aparecí donde el amigo de un amigo a ver si conseguía dónde dormir. Mi primera impresión fue lo poco parisino que lucía Aponte, el posible arrendador, con flux y corbata a las nueve de la mañana de un domingo. Luego vi una especie de altar sobre una repisa en la entrada de un apartamento poco más grande que el camerino de un cantante de ópera. Sobre ese endeble tramo de madera había una bandera de Venezuela, un óleo de la Virgen de Chiquinquirá, otro de María Lionza y un busto en plástico de Simón Bolívar. Me sentí un descreído ante aquella fervorosa demostración de religiosidad y patriotismo. Ante la única foto en el altar, pregunté:

—¿Ese es tu padre?

Aponte, quien resultó ser ampuloso, fue breve en nuestro primer cruce de palabras:

—Es mi mamá.

Al sentarnos pude calibrar lo pequeño y rollizo que era Aponte. Los diminutos zapatos colgaban imprevisibles y desamparados como los de una marioneta. Pronto supe que hablaba un francés con el exagerado ritmo de un sacerdote predicando gracias a los años que pasó en la Alianza Francesa de Maracaibo. Allí aprendió el idioma, pero le faltaba dominar los códigos secretos de la ciudad y por un tiempo lo maltrataron. Era el principio de los setenta y el barrio donde había encontrado sitio estaba plagado de xenofobia. El amigo que me lo presentó fue quien le dio la mala noticia:

—Tienes aspecto de argelino, de los que tienen pinta de buena gente, que son los más jodidos.

Aponte tenía una buena beca para estudiar Derecho Eclesiástico, pero llegó un momento en que no aguantó más y mandó un telegrama a su casa con una breve advertencia:

Situación insostenible. Creen soy argelino. Regreso a Maracaibo.

Su madre conocía bien su alma delicada, romántica, impulsiva y, sin tener claro qué era un argelino, le envió un mensaje de vuelta:

Problema resuelto. Solución en camino.

La madre de Aponte agarró un autobús a Paraguaipoa y visitó a una curandera guajira. Le planteó el caso y tres semanas después llegó a París un paquete lleno de estampillas con la imagen de María Lionza montada en su tapir, exhibiendo orgullosa sus lampiñas axilas. En nota anexa venían las instrucciones:

Hijo amado, entregue a cada persona que lo martirice tantas estampillas como inmerecida sea la humillación.

Aponte siguió aquellas misteriosas instrucciones por amor a su madre. A la mujer en la taquilla del metro, que siempre lo hacía esperar mientras tejía escarpines, comenzó dándole una sola estampilla. Una docena al vecino que lo molestaba con unas frituras malolientes. A un mesonero que no quería calentarle la leche para el café le entregó un pliego completo por reincidente.

Un par de semanas después, cuando aún le quedaba medio paquete, ya había cundido el rumor de que un famoso artista surrealista vivía en el barrio.

No sé cuánto llegó a saber sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia, pero sí me demostró, hacia el final de nuestro único encuentro, que era un experto en María Lionza y los personajes de su corte: el Chamo Gabriel, el Pez Gordo, Don Juan del Chaparro, Don Juan del Descruce, la doctora Tamara Kayruzán, el Pediatra Vladimir, Erick El Rojo y sus hijas Alarica y Rosmelyn. También se explayó sobre trabajos de dominio, endulzamiento y amarre. Aunque disertaba con una risita burlona yo diría que estaba enviciado con el asunto y lo saboreaba. Al final me dijo con pesar lo que resultaba evidente: en aquel apartamento apenas cabía Aponte con su altar, sus libros, trajes y corbatas. De despedida me regaló un par de estampillas con entusiastas palabras.

—Te traerá suerte, pero debes tener fe.

Creo que llegó a ser embajador en Rumanía, donde dicen que fue muy feliz, pero renunció precipitadamente cuando el golpe de Carmona.

La histeria

Comparto este cuento como abrebocas antes de examinar nuestra relación con la historia. No me refiero a los desdichados acontecimientos que hemos vivido, sino al concepto que tenemos sobre qué cosa es la historia y para qué diablos puede servirnos.

Ya he tratado este tema en otros ensayos y aquí voy a intentar reordenar ideas que ya he escrito. Espero que estas repeticiones sean fruto de la fascinación y no de la terquedad o la indolencia.

Vamos a partir de una pregunta: ¿Lo que acabo de contar es una historia o un cuento?

El verbo contar ya nos inclina hacia la primera opción, sobre todo cuando descubro que de María Lionza no existen estampillas sino estampitas. Debo confesar, además, que el amigo maracucho no se llama Aponte. Le he cambiado el nombre para proteger la imagen de su diligente madre. De resto, todo es cierto, pero acepto que, si bien para mí es una historia vivida, sentida y atesorada, para los lectores no pasará de ser un cuento intrascendente.

Andrés Cardinale me dijo una vez (y yo lo he repetido unas veinte):

—Los pueblos tienen historia mientras sean capaces de imaginarla.

Me entusiasma esta visión que incluye hasta alucinaciones y pesadillas, pero aquí puede estar la raíz de nuestro problema, un exceso de imaginación que la Real Academia acepta y hasta promueve, pues las acepciones de la palabra “historia” son de una amplitud casi pornográfica. Abarcan desde la “narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria” hasta la “relación de cualquier aventura o suceso”, incluyendo las “narraciones inventadas”, las “mentiras”, los “pretextos y cuentos”, los “chismes y enredos”. En resumen, el honorable término sale muy estirado en nuestro idioma. En el diccionario italiano cae aún más bajo (Affermazione falsa, bugia, fandonia). De la fandonia a las calumnias queda poco por transitar.

Al hablar de “nuestra historia”, podemos estar tratando un tema tan íntimo como fantasioso, en cambio para los anglosajones la historia no suele referirse a una sola persona sino a una colectividad. Nadie dice “the history of my life” sino “the story of my life”, como si nuestra vida, al no ser digna de ser una historia, deba conformarse con ser un mero cuento.

A pesar de tender a ser pública y colectiva, rara vez se utiliza en inglés el plural Histories. Supongo que se presenta en singular por presumir de ser única. Al tratar eventos organizados e interpretados como verdaderos o rebatidos como falsos, está en su esencia el pretender imponer un acuerdo y despreciar las plurales versiones que no cumplan sus normas de calidad.

¿Por qué razones la historia es tan dúctil y permisiva para los latinos y tan rigurosa y excluyente para los anglosajones? No tengo una respuesta. Habría que ir a los orígenes y sus ramificaciones.

El ameno Heródoto de Halicarnaso, llamado “padre de la historia” con devoto cariño, tituló su obra Iστορίαι, que podría traducirse como “Investigaciones”, un término que se ajusta al espíritu de las exploraciones que realizó a lo largo de sus viajes. En las ediciones en inglés su obra suele llamarse The Histories. Decíamos antes que en ingles no suele usarse el plural de history, y resulta que así se titula un ejemplo tan notable y fundacional. Esta excepción puede deberse a que el primer editor, unos tres siglos antes de Cristo, la presentó en nueve libros. De aquí proviene el título que suelen ofrecer las ediciones en castellano: Los nueve libros de la historia.

Heródoto pregunta, inquiere, pero no certifica que sea cierto lo que escucha y anota. Él mismo nos advierte:

Debo referir lo que se me cuenta, pero no creérmelo del todo. Esta afirmación se aplica a la totalidad de mi obra.

Así comienza una larga lista de historiadores cada vez más dispuestos a juzgar los hechos racionalmente, como Tucídides con su rigurosa Historia de la Guerra del Peloponeso. Siglos más tarde, se hará cada vez más evidente el deseo de defender una tesis, como Polibio demostrando la superioridad de Roma sobre Grecia, o Julio César celebrando sus dotes militares, o Salustio criticando la corrupción de las costumbres de la propia Roma. Solo Horacio siguió manteniendo el matiz de fábula e historietas, o fue quien lo hizo con más gracia.

Si es verdad que la historia se ha ido haciendo una herramienta de poder que los anglosajones asumieron sin pudor, ¿cómo debemos situarnos los venezolanos ante ella, ahora que nuestras historias íntimas y colectivas, ciertas e imaginarias, andan de su cuenta; unas veces enloquecidas y otras moribundas o sin terminar de nacer?

Al final del ensayo anterior (“El país del retorno”) planteamos las dos actitudes que el poeta W. H. Auden rechaza por incompletas e incompetentes: la del perezoso que relaciona su presente solo con el pasado, y la del impaciente que lo hace solo con el futuro. Ninguno de esos dos extremos puede ofrecernos la posibilidad de entender nuestra situación. Insisto en la palabra “situación” porque implica una ubicación entre lo ya ocurrido y el porvenir.

Tengo la impresión de que los venezolanos no logramos ver para atrás ni para adelante debido a una grave inflamación en las fibras del presente, una aguda y ya crónica “presentitis” generada por irritación y reiteración. Suniaga decía que Venezuela no necesita un médico que la cure sino una autopsia que identifique la peste que la mató. Yo no llegaría a tanto, pero sí percibo algo de necrofilia en nuestras reflexiones: “Ya que no encuentro solución a mi drama déjenme al menos gozar describiéndolo”. Valéry propone que el dolor es siempre una pregunta y el placer una respuesta. Esta sobria ecuación nos asoma a que nos estamos ahorcando en el gancho de una interrogación.

Ya en otro ensayo me asomé a cómo hemos perdido la capacidad de imaginar un futuro, de articularlo con nuestro pasado y nuestro presente, siendo la principal víctima de este proceso la capacidad de reconocernos, de ubicarnos, de situarnos. Una maquinaria de destrucción se devora la patria mientras nos mantiene postrados sobre una plataforma donde el acontecer no hace más que rebotar transformándose en experiencias más histéricas que históricas. Hace ya varios años el psicoterapeuta junguiano Rafael López-Pedraza describió esta redundancia.

Todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, sin llega a tocar los estratos de la historia personal ni la historia del hombre sobre la tierra.

Para que pueda existir un pensamiento, el primer paso es sentir en carne propia la necesidad de tenerlo. En nuestro caso, ante una historia pervertida, que convirtió los procesos de reconocimiento en una exaltación del resentimiento, es evidente la necesidad de reencontrar los hilos y volver a ser capaces de presentir. La tarea para los venezolanos es tan vital como enrevesada, llena de vueltas y entrecruzamientos, pues nos encontramos en medio de un remolino estancado que ni fluye ni nos permite girar.

Me ha llegado a las manos Alias Grace, la hermosa novela de Margaret Atwood. Siento que describe bien nuestras terribles dificultades:

Cuando estás en el medio de una historia no es realmente una historia, sino una confusión, un oscuro rugido, una ceguera, restos de vidrios rotos y maderas astilladas; como una casa en un torbellino, o como un barco aplastado por los icebergs o arrastrado por fuertes corrientes mientras la tripulación no puede controlarlo. Es solo después que puede convertirse en algo parecido a una historia. Cuando te la estás contando a ti mismo o a otra persona.

En la versión original, la novelista utiliza la palabra story las tres veces. Incluso cuando habla de algo que puede ser parecido a una “historia” (It’s only afterwards that it becomes anything like a story at all).

Si tu lengua es inglesa, una reflexión personal no califica como hecho histórico. ¡Qué puede importarnos a los latinos este control de calidad si al poeta Horacio no le importaba!

Quizás Horacio no la estaba pasando tan mal como nosotros. Hemos pasado demasiado tiempo sumidos en una ciega confusión de rugidos mientras nuestro mareado epicentro, esa fuente misteriosa desde donde tratamos de interpretar nuestras vidas, es arrastrada por corrientes que no logramos controlar. Hay historias políticas que solo tienen sentido como epitafios.

Necesitamos escribir una historia que dé sentido y propósito a nuestras vidas, pero continuamos repitiendo los mismos cuentos y chismes, pretextos y enredos, invenciones y disparates. Debemos asumir sin complejos la borrosa frontera que establece nuestro idioma entre la historia y el cuento, la realidad y la ficción, pero también conviene temer a los cuentos con pretensiones de historia sagrada.

La tarea ciertamente no es fácil. Según la Real Academia, la expresión “así se escribe la historia” se utiliza “para satirizar a quien falsea la verdad de un suceso”, y “dejarse de historias” implica “omitir rodeos e ir a lo esencial de algo”. Estos bordes tan resbalosos hacen más fascinante y exigente la labor del historiador, un oficio con un toque de mala fama y mala suerte entre los latinos.

Mientras tanto, nos mordemos la cola con saña. Según las reflexiones de Grace, debemos esperar a que pase la tormenta para articular una historia comprensible. Al mismo tiempo, es posible que la tormenta no cese hasta que tengamos una narrativa que nos unifique. Nos sucede lo que a Grace en su encierro: debemos continuar con nuestra historia y, al mismo tiempo, nuestra historia debe continuar con nosotros, cargándonos dentro de ella a lo largo de la senda que aún debemos recorrer.

Una historia

Comencé con el cuento de un venezolano en París. Voy a cerrar con la historia de un venezolano en San José de Costa Rica para despedirme con algo de ánimo y la fe que tanto me exigió el exembajador Aponte.

El protagonista es un hombre de unos cuarenta años que no tiene fecha de regreso ni está becado por el gobierno, sino perseguido y con precio a su cabeza. Se ha salvado de un atentado con una inyectadora rellena con veneno de cobra, un hecho demasiado bizarro para calificar en la categoría de los cuentos. Hace un par de años acribillaron en Caracas a su amigo y compañero de Partido. Sucede que en Venezuela reina una dictadura y se ha consolidado. Ante la boyante prosperidad económica y el deslumbramiento que generan grandes obras faraónicas, las posibilidades de volver lucen remotas para este prócer de la democracia. Vive pobremente, recibiendo ayuda de sus amigos y escribiendo artículos para revistas y periódicos.

Para enfrentar su comprensible depresión el hombre se sienta a escribir una historia que nadie le ha pedido. Primero intenta explorar como Heródoto, luego examina racionalmente como Tucídides. Ha gobernado y ha conspirado, luego conoce bien el pasado y el presente que ahora se cierne sobre él como una eternidad, pero logra sobreponerse y se asoma al porvenir a través de las páginas de su obra: Venezuela, política y petróleo. Nunca antes ni después un político venezolano ha sido capaz de escribir un libro que integre su visión de la política y la economía al pasado y el futuro de nuestro país. Su obra es una historia en Venezuela y en Pekín, pasando por Londres.

Hoy nuestros políticos simplemente reaccionan. Viven atascados en el presente como médicos enfermos con el virus que deben curar. No son intelectuales sino hombres de repetición más que de acción. Son personajes representativos de una tragedia sobre la que nada están escribiendo y, quizás, ni siquiera leyendo.

Para darle a estas últimas líneas los ocurrentes y divertidos giros de la ficción, les cuento que los primeros ejemplares de Venezuela, política y petróleo llegaron a Venezuela clandestinamente en las maletas del famoso cantante Alfredo Sadel. Nadie podía sospechar de quien cantaba Ansiedad con tan bella y derrotada melancolía.

Puede que este sea un cuento, pero ciertamente el libro que escribió Rómulo Betancourt sigue vivo y haciendo historia.


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