Homenaje a Szymborska
El cine y la poesía (en tiempos de poetas sin encuadre)
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
En el homenaje que rendimos a Wisława Szymborska, republicamos este texto que Arturo Gutiérrez Plaza escribiera hace cinco años, a propósito de las dos décadas de haber recibido el premio la poeta polaca.
Este año que recién se inicia se cumplen 20 del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Wislawa Szymborska. Recuerdo que a inicios del año siguiente, en 1997, cuando aún eran bastante desconocidos los poemas de la poeta polaca en el ámbito de la lengua española [1], tuve la fortuna de compartir varios días de charla y café con el poeta José Emilio Pacheco en Bogotá, quien se encontraba en la capital colombiana para recibir el Premio de Poesía José Asunción Silva, por su libro El silencio de la luna. Uno de los temas que abordamos en nuestras conversaciones fue precisamente el de las pocas noticias que se tenían en Hispanoamérica, hasta el momento, sobre la obra de Szymborska, caracterizada al parecer por la fina ironía, el despojamiento verbal y el desapego a las posturas solemnes relativas a la figura del poeta y de la poesía en el mundo contemporáneo. Todos estos atributos que, sin duda, eran afines a la misma poética de Pacheco resultaban manifiestos en el discurso de recepción del Premio Nobel que la poeta polaca titulara, justamente: “El poeta y el mundo”.
En ese breve y brillante texto Szymborska reflexionaba sobre las dificultades que el escritor de poemas tiene en el mundo actual para calificarse a sí mismo y ante los otros como poeta, “como si se avergonzara un poco”. Pues según afirmaba, vencido por el “escepticismo” y la “desconfianza” que su labor produce en la sociedad de masas, utilitaria, tecnológica y audiovisual en la que le ha tocado vivir, prefiere acudir en forma general a otros eufemismos como el de “literato”, o aludir a “la profesión a la que se dedica por añadidura”. Esa condición, tal vez exclusiva, es la que lo distancia de otros artistas, quienes ante las preguntas de funcionarios y burócratas responden con naturalidad “pintor” o “músico”, por ejemplo. En la misma dirección, Szymborska desarrollaba su planteamiento al considerar la necesaria soledad que exige el oficio de la poesía, aún “en nuestra ruidosa época”, y la dificultad de representar la verdadera naturaleza de ese proceso creativo como “un espectáculo de cara al público”. Para enfatizar en dicha idea optó, con su inteligencia e ingenio característicos, por referirse al caso del cine cuya avasallante preeminencia en el mundo contemporáneo bien le servía al propósito de ilustrar la situación desventajosa del poeta, como figura sujeta de representación en el espacio fílmico, en contraste con las posibilidades visuales que los oficios de científicos y artistas le pudieran ofrecer al cineasta. Valgámonos de una cita en extenso de dicho discurso para precisar el planteamiento de la poeta polaca:
“Es significativo. Constantemente se produce un gran número de películas biográficas sobre grandes científicos o sobre grandes artistas. La tarea de los ambiciosos directores de cine es presentar de una manera creíble el proceso creativo, proceso que conduce finalmente a grandes descubrimientos científicos o a la realización de famosísimas obras de arte. Con más o menos éxito muestran el trabajo de ciertos sabios: laboratorios, todo tipo de aparatos, mecanismos puestos en marcha que son capaces de mantener durante cierto tiempo la atención del público. Además, los momentos de expectación en espera de si un experimento, repetido por enésima vez con sólo una pequeñísima variación, sale o no sale, resultan muy dramáticos. Las películas sobre pintores, en las que se puede reproducir cada fase del movimiento de la pintura, desde el primer trazo hasta la última pincelada, sí que pueden ser espectaculares. Las películas sobre compositores están llenas de música, desde los primeros compases que el artista oye en su interior a la forma madura de la obra en la que cada instrumento tiene ya adjudicada su parte. Todo esto sigue siendo ingenuo y no nos dice nada sobre ese estado de ánimo llamado comúnmente inspiración, pero al menos hay algo que mirar y oír.
Lo malo son los poetas. Su labor es de una lamentable falta de fotogeneidad. Uno está sentado a la mesa o tendido en un sofá, con la vista clavada en la pared o en el techo, de vez en cuando escribe siete versos, uno de los cuales tacha al cabo de un cuarto de hora, y pasa una hora más en la que no ocurre nada… ¿Qué espectador aguantaría semejante cosa?”
Más allá de la verdad que pudiera haber en esa suerte de graciosa caricaturización que hace Szymborska, lo relevante de su planteamiento estriba, me parece, no tanto en la posibilidades cinematográficas que la vida de ciertos poetas puedan tener (contraejemplos habría muchos, en el caso latinoamericano bastaría observar el caso de Neruda y la célebre película Il Postino) como en el desdibujado rol del poeta y de la poesía en un mundo donde la lectura exigente, reposada y solitaria, que aspira a grados de comunicación profundos con el individuo antes que con la masa, pareciera ceder por completo ante los imperativos de la inmediatez, el entretenimiento, la utilidad y el consumo.
Indagar en las múltiples y complejas relaciones existentes entre la poesía y el cine no es el propósito de esta breve nota. Dicha tarea exigiría mucho más tiempo, conocimiento y talento. Me parece, sin embargo, que para iniciar dicha indagatoria habría que comenzar por hurgar en las posibles respuestas acerca de la relación entre la palabra y el binomio imagen-sonido, en estos tiempos que buscan nombres en la medida que se alejan con desconfianza de lo que se llamó posmodernidad. Pues si la imagen y el sonido encontraron en otras épocas lugar privilegiado en la palabra, hoy son otras y múltiples las posibilidades, limitaciones y exigencias que tiene esa palabra para construir imágenes y sonidos dentro de un régimen de competencia distinto, en un mundo ya no dominado por la cultura letrada, en el que confluyen diversas y cambiantes formas de expresión artísticas y culturales pero que al mismo tiempo estará siempre vinculado a la palabra, manifestación inherente e irreductible de la experiencia humana. En tal sentido, la poesía y el cine dialogan y se influyen recíprocamente, de modos variados, al igual que todas las artes contemporáneas lo hacen entre sí, dentro de una dinámica altamente compleja y escurridiza. Son múltiples además las formas de concebir y expresar tanto lo poético en el cine como las trazas de lo cinematográfico en el texto poético. El arco de opciones es tan extenso y diverso que resulta imposible agotarlo en cualquier inventario. Podríamos hablar de casos tan disímiles como los de Andrei Tarkovsky, Alain Resnais, Ingman Bergman, Akira Kurosawa, Michael Radford, Peter Weir o Eliseo Subiela, por tan solo mencionar algunos pocos cineastas en los que lo poético o la figura del poeta han sido en alguna porción de su cinematografía asuntos de interés, del mismo modo que podríamos pensar en poetas de distintas lenguas, épocas, culturas y geografías, en los que la narratividad visual propia del cine o la alusión al hecho cinematográfico toman asiento en el poema. Evidencias de ello encontraríamos, sin dificultad, en textos poéticos de escritores como Blaise Cendrars, T.S. Eliot, William Carlos Williams, o si quisiéramos restringirnos al ámbito latinoamericano, en Ernesto Cardenal, José Watanabe o Raúl Zurita, entre muchos otros, dentro de una larga lista cada vez más nutrida en la poesía contemporánea.
Ahora bien, otro asunto es el de la poca visibilidad del poeta en la sociedad actual, en contraste con la presencia omnímoda de los actores y actrices de Hollywood, de las series televisivas y de los “reality shows” que recorren minuto a minuto la esfera planetaria, en esta era denominada por Mario Vargas Llosa como de la “civilización del espectáculo”. Sin duda, la invención de la imagen en movimiento que surge con el cine a finales del siglo XIX, junto con un sin número de desarrollos tecnológicos y descubrimientos científicos, entre los que se cuentan las teorías de Einstein y Freud referidas a las nociones de la relatividad del tiempo y del rol del inconsciente en la conducta humana, respectivamente, además de los cambios que en el orden económico se sucedieron a escala mundial como resultado de la producción masiva de bienes y servicios y de la subsecuente expansión de la sociedad de consumo y del capitalismo, vendrían a alterar de modo irreversible los patrones y parámetros sobre los que se sostuvo la sociedad decimonónica, esa en la que el poeta aún era una figura de renombre y estimación públicos que lo hacía conocido por las mayorías cultas (y no tan cultas) de cada país, en proporción variable, más allá de las modas que lo tentaban —como nos recordara Szymborska en su discurso— a “llamar la atención con ropas rebuscadas y con un comportamiento excéntrico”. Hoy en día es más que evidente que el poeta y la poesía han sido desplazados del espacio público, resultando invisibles o inexistentes para las grandes mayorías, las cuales, en el mejor de los casos, preservan concepciones de lo poético ancladas a formas de expresión anacrónicas y ven a los poetas como sujetos inspirados, de una sentimentalidad fácil, efusiva y cursi. Una anécdota ocurrida algunos años atrás, tal vez me sirva para ilustrar de modo más preciso el contraste entre la “visibilidad” del cine y la “invisibilidad” de la poesía en nuestra sociedad y por ende entre la significación pública del actor y del poeta.
Corría el año 2003. Una noche, durante una conversación telefónica, el poeta y amigo Eugenio Montejo me recomendó que fuera al cine a ver una película que se acababa de estrenar en Caracas, titulada “21 gramos”. La película, dirigida por Alejandro González Iñárritu y escrita por Guillermo Arriaga, no era la primera que veía de esa dupla. Pocos años antes me había expuesto a “Amores perros”, obra cinematográfica que me impresionó tanto por su violencia como por su difícil y arriesgada estética, la cual con el tiempo creo que he ido aprendiendo a digerir y hasta disfrutar. Montejo me comentó que en la película había una escena en la que el protagonista recitaba unos versos de un poema suyo. La verdad es que me sorprendió lo que me dijo y decidí aventurarme al día siguiente al cine, sin saber muy bien cuál era la temática de la película recomendada ni el poema al cual se refería Eugenio. Mi sorpresa aumentaba al paso que transcurrían los minutos en la sala. Por más que me esforzaba no veía dónde podían calzar unos versos del autor del Alfabeto del mundo en una película como esa. En la medida que iba tratando de anudar las distintas tramas paralelas de esas secuencias empeñadas en enmascarar toda posible causalidad lineal, me resultaba más difícil imaginar un paréntesis en el que pudieran tener lugar los versos prometidos. De pronto, cuando ya casi daba por hecho que todo se trataba de una equivocación, de que yo había asistido a la película que no era o de que Eugenio me había jugado una broma con propósitos inciertos, apareció la escena que con el tiempo se ha hecho célebre para mí. Sean Penn, caracterizando a un personaje que como enfermo cardíaco terminal ha recibido en donación el corazón de un individuo muerto en un accidente de tránsito, le recita los versos de Montejo a Naomi Watts, quien hace las veces de la viuda en cuestión: “La tierra giró para acercarnos/giró sobre sí misma y en nosotros, /hasta juntarnos por fin en este sueño”. De inmediato se escuchó un rumor creciente en la sala. Seguramente, más por el hecho de ver en la pantalla del cine que un actor como Sean Penn se refiriera a un poeta de Venezuela, desconocido por la inmensa mayoría de los espectadores, que por la factura de los versos propiamente. Para entonces ya Eugenio Montejo era un escritor conocido en el círculo literario y cultural venezolano, ya en 1998 se había hecho acreedor del Premio Nacional de Literatura, sin embargo nada de eso lo eximía de ser una figura ignorada por eso que denominan “público en general”. Que Sean Penn, actor de Hollywood conocido a escala planetaria hiciera mención a los versos de un poeta venezolano, en una sala de cine venezolana, a venezolanos que en su inmensa mayoría no tenían noticias de ese poeta venezolano pues ni siquiera podrían decir que en el presente existiera algún poeta venezolano, no era cosa menor. Esa misma semana las librerías del país se apresuraron a exponer en sus vidrieras los libros de Montejo, con un cintillo que decía: “El poeta de 21 gramos”; noticia que justificaba su presencia en las estanterías y promovía con efectividad la compra de sus colecciones de poemas. Notas de prensa, comentarios en internet y entrevistas televisivas y radiales fueron acrecentando la notoriedad pública de Montejo, incluso entre muchas personas que hasta entonces podrían declararse “analfabetas del mundo” poético contemporáneo.
Semanas después invité a Eugenio Montejo a un taller de creación literaria que desde varios años antes venía coordinando en la Universidad Simón Bolívar. En otras ocasiones lo había hecho y él siempre había aceptado participar, muy cordialmente, leyendo sus poemas e intercambiando impresiones con el grupo reducido de integrantes que habitualmente se interesan por este tipo de actividades. En esta nueva oportunidad un cartel anunciaba a la entrada del campus universitario la presencia de Montejo en ese taller, llamado “Lugar común”. Para sorpresa de los contertulios que semanalmente oficiábamos de modo muy discreto nuestras sesiones, esta vez alrededor de un centenar de estudiantes se hizo presente en nuestra pequeña sala de reuniones. Eugenio interactuó con ellos, con la afabilidad que siempre lo caracterizó, sin establecer diferencias en su trato y en sus modos respecto de situaciones pasadas. No sé si alguno de los estudiantes que por primera vez se acercaba a un evento vinculado con la poesía descubrió o no un mundo para él insospechado, si la atracción por la fama del poeta cuyos versos fueron recitados por Sean Penn ocupó efímeramente su atención sin consecuencias posteriores o si alguno de ellos se imaginó, como futuro cineasta, haciendo un guión o dirigiendo una película con un nombre parecido a aquella muy taquillera, que alguna vez le comentaran sus padres, llamada: “La sociedad de los poetas muertos”.
***
[1] Hasta donde tengo entendido el primer libro que recoge una selección de su poesía traducida al español fue: Wislawa Szymborska, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Madrid, Hiperión, 1997. Edición al ciudado de Maria Filipowicz-Rudeck y Juan Carlos Vidal. Estudio introductorio de Malgorzata Baranowska. Traductores: Abel A. Murcia Serrano, Carlos Marrodán Casas, David Carrión Sánchez, Elzbieta Bortkiewicz, Gerardo Beltrán, Kataryzna Moloniewicz, Maria Filipowicz-Rudeck, María Paula Malinowski Rubio y Xaverio Ballester. Volumen en el que se incluye el discurso de aceptación del Premio Nobel, acá citado.
Arturo Gutiérrez Plaza
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo