COVID-19

El castigo a Polinices en los tiempos del coronavirus

Fotografía de GEOFF CADDICK | AFP

19/04/2020

Cuando un ser querido muere, de inmediato surge la necesidad natural de estar con él y hacer todo lo posible por darle una despedida digna. En este proceso muchas preocupaciones invaden a los dolientes. Por ejemplo, que traten con respeto al cuerpo, lo limpien, lo vistan con la ropa elegida para que muestre de algún modo la persona que fue, el servicio religioso —si son creyentes— y poder acompañarlo hasta el último momento. Los familiares de los fallecidos por coronavirus han sido privados de todo esto y no pueden hacer nada al respecto.

Es una tragedia que es difícil no vincular con la tragedia griega «Antígona», de Sófocles. En ella se evidencia el conflicto entre lo público y lo privado desde distintos ángulos, uno de los cuales es relevante en la crisis actual: Creonte, el nuevo rey, prohíbe enterrar a Polinices y quien incumpla este decreto será ejecutado. Antígona, hermana de Polinices, juzga injusto no poder dar sepultura y llorarlo como corresponde. Ella rompe la ley y paga las consecuencias.

La similitud entre el mito y la realidad no solo desconcierta, sino que proporciona una perspectiva periscópica que nos permite aproximarnos a los problemas que con pandemia —y sin ella— enfrentamos. Antes de mostrar una parte del mito de Antígona, es necesario poner de relieve dos elementos de nuestro contexto actual. Primero, el coronavirus y, segundo, la certeza de que pertenecemos a una totalidad que ineludiblemente está conectada —naturaleza, sociedad e individuo.

“Antígona” se abre con un hecho ya consumado, los gemelos Polinices y Eteocles se dieron muerte mutua en combate. Tras el destierro de Edipo, su padre —y el de Antígona e Ismene—, les corresponde a ellos gobernar Tebas. Para no entrar en disputa, acordaron alternarse el trono cada año. Inicia Eteocles en el poder, pero al cumplirse el año rompe su promesa y se desata una guerra cuando Polinices reúne un ejército y enfrenta a su hermano. El doble fratricidio hace a Creonte, cuñado de Edipo, el nuevo rey.

Comienza «Antígona» con el tema central que mueve el drama: el castigo a Polinices. Creonte juzga que Polinices actuó en contra de la patria y debe ser castigado aun después de muerto; su cuerpo debe ser dejado a la intemperie y no recibir ritos sagrados ni sepultura, y quien transgreda el decreto morirá por lapidación pública. Antígona, sobrina de Creonte y prometida de su hijo Hemón, ruega a su hermana Ismene que juntas sepulten y lloren a su hermano, pero ella se niega a quebrantar la ley, así que Antígona decide hacerlo sola. Los soldados del rey descubren que el cuerpo de Polinices fue enterrado y que recibió los ritos sagrados. La protagonista de la tragedia es descubierta y al ser confrontada por el rey, reconoce su culpa y explica porqué lo hizo: aplicar la ley a los muertos no forma parte del poder de ningún mortal, es asunto de los dioses; honrar a un hermano es lo sensato y su hermano merece sepultura y ella, llorarlo. Creonte no quiere entrar en razón ni con los argumentos de Antígona, ni con los ruegos persuasivos de su hijo Hemón, ni con la advertencia del adivino Tiresias. Decide dar muerte a Antígona, pero no por lapidación, sino que ordena enterrarla viva en una cámara sepulcral.

La figura de Creonte representa la sociedad y el ámbito público, y Antígona representa al individuo y el ámbito privado. La tensión y el conflicto entre ambas esferas es permanente, pero en el marco de la pandemia mundial se agudiza por causa del coronavirus —la naturaleza. De este modo, aunque el castigo a Polinices parece asemejarse a la dura realidad de la muerte por coronavirus, la diferencia radica en que no se trata de un decreto premeditado de lo público, sino una medida obligatoria causada por la naturaleza del mismo. Y es aquí donde hay que desgranar el papel de lo público en esta crisis. Cuando inicia la pandemia en la ciudad china de Wuhan y se incrementan los casos y los muertos por el virus —viéndose el sistema de salud de la ciudad al borde del colapso—, no todos los gobiernos reaccionaron igual. La pronta o tardía respuesta ante la crisis sanitaria que se avecinaba —Lombardía, región de Italia, se había convertido en el nuevo epicentro— incidió en la propagación del virus, y solo cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia mundial, fue que muchos comprendieron que el coronavirus había ganado terreno a una velocidad alarmante. En consecuencia, la medida más eficiente por experiencia histórica fue la cuarentena a nivel mundial —bajo los criterios de aplicación de cada gobierno— para así disminuir el contagio, evitar el colapso de los sistemas de salud y las muertes. El problema con esta medida es que debe venir acompañada de políticas públicas que permitan a toda la población cumplir la cuarentena —y no precisamente con los métodos del presidente de Filipinas, quien amenazó a los ciudadanos con matar a aquellos que generen problemas durante la cuarentena. El asunto es que, lamentablemente, en muchos lugares hay personas que necesitan salir a trabajar para vivir y ello repercute en el aumento de contagios y de muertes.

Morir por coronavirus implica dos causas, una biológica y otra social. Sobre la primera no tenemos control, sobre la segunda sí. Mientras vemos en “Antígona» una injerencia tiránica de lo público sobre lo privado, en la crisis que vivimos la relación cambia de dinámica y se hace necesaria la intervención de lo público. Adicionalmente, no podemos perder de vista el conflicto de estos ámbitos antes de la pandemia, pues constituye el sustrato de las cuarentenas. Nos referimos a que no es igual enfrentar un confinamiento obligatorio en democracia que en dictadura. El problema del cumplimiento de la orden pública de cuarentena radica en la disparidad respecto a las condiciones de vida de los individuos —lo privado.

Por ello, se podrían contemplar tres dimensiones que abarcan parcialmente estas condiciones. La primera dimensión engloba a los individuos que enfrentan la cuarentena en condiciones desfavorables, la segunda a los que no pueden cumplirla y la tercera a los que deciden no cumplirla. En el primer grupo se encuentran las personas en situación de pobreza, las que viven sin los servicios básicos o quienes conviven con agresores. El segundo grupo comprende a aquellas personas que no pueden cumplir la cuarentena porque viven solas —los ancianos son los más vulnerables de este grupo— y deben salir a comprar, los que dependen de ingresos del día a día —en todos los estratos socioeconómicos, desde el plomero hasta el odontólogo—, los que realizan un trabajo indispensable para que todos sobrevivamos en la crisis, como el personal de salud, limpieza, de venta de alimentos, de servicios funerarios, y los que deben recibir tratamientos médicos. Por último, están los individuos que sin ningún impedimento físico o económico deciden hacer caso omiso a la crisis sanitaria. Estos se convierten en agentes de enfermedad y muerte para ellos y otros, ya que creen que su ejercicio de la libertad es independiente de los demás, aislando este concepto, valor y sentimiento de algo de lo que ningún humano vivo puede escapar: el tiempo y el espacio. Sin políticas públicas que permitan que todos nos quedemos en casa y sin la virtud ética y la consciencia que demanda la situación, no podremos disminuir los contagios y las muertes y tendremos la crisis por más tiempo del que pensamos.

Desde la perspectiva que se vea, todo se relaciona y se entrelaza. Los que mueren en tiempos de coronavirus y por coronavirus padecen una especie de castigo distinto al de Polinices, porque la ausencia de los ritos funerarios que dicta la costumbre obedece a circunstancias ajenas de la voluntad humana, recibiendo de forma restringida sepultura o cremación. Los dolientes, a diferencia de Antígona, no pueden transgredir la ley, pues esta no es otra que la ley de la sobrevivencia. La paradoja entre ser persona y ser un cuerpo contaminado al morir por coronavirus, es desgarradora. Por ello, todos estamos vinculados a los fallecidos y a sus dolientes, y viceversa. Hoy el trago amargo lo viven ellos, mañana podríamos vivirlo nosotros. Dónde se encuentra el coronavirus es un azar, pero cómo prevenirlo está en manos humanas. Solo en la cooperación de lo público y lo privado la cuarentena será efectiva.


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