Perspectivas

El carnaval del obispo

Grupo de personas jugando con agua. Caracas, febrero 1953. Autor desconocido. ©Fundación Fotografía Urbana

02/10/2020

[Arístides Rojas (Caracas, 1826-1894), uno de los más reconocidos sabios e intelectuales venezolanos del siglo XIX, se movió con solvencia en el terreno de la divulgación científica, la historia y la literatura, pero también hizo trabajos de campo en el área de la botánica y la arqueología. De entre sus Leyendas históricas de Venezuela (segunda serie, Caracas, Imprenta y Litografía del Gobierno Nacional, 1891), extractamos este cuadro de costumbres que forma parte del capítulo «Caracas fue un convento»].

Cuando fueron anunciadas con mucha anticipación las fiestas del centenario de Bolívar, en 1883, una de las disposiciones del Gobierno fue que todos los edificios de Caracas debían tener, para el 24 de julio, las fachadas pintadas; es decir, que la capital tenía que exhibirse en el día indicado, vestida de gala, destruyendo por completo los andrajos que llevaba a cuestas, desde tiempo inmemorial, y las numerosas arrugas ocasionadas por los años. De dicha llenos y de entusiasmo se felicitaron los farmacéuticos y pintores, al enterarse de tal disposición, pues se les presentaba a los unos, la ocasión de salir de los vetustos barriles de pinturas que tenían almacenados, y a los otros la de hacerse de algunas monedas por embadurnar las paredes, puertas y ventanas, al gusto de los moradores de Caracas.

Al amanecer del 23 de julio, víspera del 24, fecha del nacimiento de El Libertador, Caracas apareció vestida de limpio y ataviada, desafiando al más pintiparado de los numerosos visitantes que llenaban los hoteles, casas de pensionistas, rancherías, ventorrillos, y se presentaban igualmente empaquetados y a la moda, obedeciendo a los impulsos del entusiasmo. Por la primera vez y quizá sea la única, en el espacio de trescientos diez y seis años, la ciudad de Losada ostentaba las gracias de su juventud, como Venus surgiendo de las espumas del mar: por la primera y única vez, en la historia de Caracas, esta contemplaba al sol cara a cara, y sonreía y coqueteaba con sus pobladores, al verse limpia, elegante y hasta poética, pues ella se decía:

Ayer maravilla fui,

Hoy sombra de mí no soy.

Desde esta fecha, Caracas perdió para siempre uno de los distintivos de su pasada historia; dejó de narrarnos a lo vivo, lo que era el carnaval antiguo, desde épocas remotas, cuando la barbarie estableció que había diversión en molestar al prójimo, vejarlo, mojarlo, empaparlo y dejarlo entumecido. Y hasta las paredes de los edificios participaban de este baño de agua limpia o sucia, pura o colorida, pues el entusiasmo no llegaba al colmo, sino después de haber ensuciado, bañado y apaleado al prójimo, dando por resultado algunos contusos y heridos, y degradados todos.

A proporción que se deslizaban los años, las manchas de todos colores que dejaba cada carnaval en las paredes de los edificios de la ciudad, se multiplicaban, lo que daba a Caracas cierta fisonomía repelente. Dos cosas llamaron la atención de un viajero que visitó la capital, hará como cincuenta años: la yerba y los arbustos desarrollándose en los techos, calles más públicas, y aun en los barrotes de hierro de las ventanas y campanas de los templos, y las numerosas manchas, de todos colores, que sobresalían sobre las paredes del caserío. Lo primero le pareció como prueba evidente de la fuerza vegetal, del ningún tráfico de la población y de la ausencia completa de policía urbana: lo segundo, después de conocer la causa, como muestra de una sociedad bárbara que desconocía por completo la cultura de las diversiones públicas.

¡Cosa singular! En la historia de nuestro progreso, el carnaval moderno es una de nuestras bellas conquistas, porque acerca las familias, da ensanche al comercio, perfecciona el gusto, despierta el entusiasmo, aproxima los corazones y trae el amor, alma del matrimonio. El carnaval antiguo era puramente acuático, alevoso, demagogo, siempre grosero, infamante: el carnaval moderno es riente, artístico, espontáneo, honrado y republicano. Aquel siempre fue amenazante, invasor, terrible. Caracas tenía que cerrar puertas y ventanas, la autoridad las fuentes públicas, y la familia que esconderse para evitar el ser víctima de la turba invasora. Las tres noches del carnaval de antaño, eran noches lúgubres; la ciudad parecía campo desolado. El carnaval de hoy aspira el aire y el perfume de las flores en presencia de la mujer pura y generosa, siempre resplandeciente, porque posee las dotes del corazón y los ideales del espíritu. Por esto Caracas abre puertas y ventanas, y comparsas de máscaras en coche o a pie, recorren las calles y visitan las familias. La noche no es fúnebre, como en pasados tiempos, sino alegre, bulliciosa, poblada de luces y de armonías. El amor, antiguamente escondido, temeroso, sufrido, es hoy libre, expansivo; espléndido a la luz del día, confidente al llegar la noche.

Dejó de figurar el agua, y con ella aquel famoso instrumento de El médico a palos de Molière, de mango prolongado y punta roma, que tanto llamaba la atención en remotas épocas. ¿Qué mortal se atrevería a llevarlo hoy en sus manos? El antiguo carnaval era una ciudad sitiada; el moderno es una ciudad abierta. Si el primero dejaba por todas partes los despojos del huracán, calles sucias, manchas en las paredes, contusos y heridos; el moderno deposita al pie de cada ventana, como homenaje a la mujer virtuosa, ramilletes de flores naturales y artificiales, grageas, y quizá el billete perfuma de algún galán imberbe. El carnaval de antaño era económico; el moderno es fastuoso. ¿Y qué importa que el crédito tome creces y se aumente en los libros del comercio la partida de pérdidas y ganancias, si los corazones se unen y la humanidad se multiplica?

No tienen los dos carnavales de común, sino la mala intención: la de lanzarse cada prójimo cuanto proyectil pueda haber a las manos, con toda la fuerza que es capaz el cuerpo humano. Así son los campos de batalla: el que sale con gloria, no es el muerto, sino el que sobrevive, con un ojo de menos, con dañada intención de más.

Entre los dos carnavales de que acabamos de hablar, está el carnaval religioso creado en los días en que se amarraban los perros con longanizas. En la época del obispo Diez Madroñero, 1757 a 1769, Caracas no tenía jardines ni paseos ni alumbrado ni médicos ni boticas ni modistas ni cosa que se le pareciera, ni carretas ni coches, sino magnates y siervos. Distinguíase el carnaval de aquellos días no sólo en el uso del agua, en el baño fortuito, intempestivo, que se efectuaba en ciertas familias del poblado, cuando el zagalejo entraba de repente en el patio, cogía con astucia a la zagaleja, y ambos se zambullían en la pila como estaban, sino en algo todavía más expresivo, como eran los jueguitos de manos entre ambos sexos, los bailecitos, entre los cuales figuraban el fandango, la zapa, la mochilera y la compañía.

En el estudio que hizo el prelado, de la sociedad caraqueña, no dio importancia al uso de los proyectiles de azúcar o de harina, con los cuales cada jugador quería sacarle los ojos a su contrario; tampoco se ocupó en si se mojaban con betún o con agua, o si se embadurnaban con harina o pinturas. Lo que llamó toda la atención del prelado fueron los baños de los zagalejos en las casa de ciertos moradores de Santiago de León, y los retozos y bailecitos populares, los tocamientos y morisquetas de los sexos, los juegos de la «gallina ciega», la «perica», el «escondite» y el «pico-pico». Que se lancen balas, si quieren, decía el obispo; pero que con se acerquen, pues no conviene tanta incongruencia. ¿Qué hacer? Concibió entonces el proyecto de sustituir el juego del carnaval con el rezo del rosario. Invitó a reunión general los magnates de la ciudad, hacendados, comerciantes, industriales, curas de las parroquias, etc., etc., y les dijo: «Voy a acabar con esta barbarie, que se llama aquí carnaval; voy a traer al buen camino a estas mis ovejas descarriadas, que viven en medio del pecado: voy a tornarlas a la vida del cristiano por medio de oraciones que les hagan dignas del Rey nuestro señor y de Dios, dispensador de todo bienestar». Y después de explanar su pensamiento y de obtener la venia de la numerosa asamblea, lanzó a la luz pública cierto edicto con el cual enterró a la zapa y demás bailes populares. En seguida quiso hacer su ensayo respecto del carnaval, y como vio que le había producido admirable resultado, lanzó a la faz de todos los pueblos del obispado el siguiente edicto, con el cual acabó, durante los diez años de su apostolado, con el carnaval de antaño:

Nos, Don Diego Antonio Diez Madroñero, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Caracas y Venezuela, del Consejo de Su Majestad.

Entre los muchos y singulares efectos que como favor especialísimo celebramos haber causado en los piadosos ánimos de sus devotos súbditos, la Madre Santísima de la Eterna Luz, Divina Pastora de esta ciudad y Obispado, son muy notables y maravillosos (si maravilla es, que a los dulces silbos y armoniosas voces de María hasta los efectos, obedientes se sujetan a la razón y la razón a Dios) cuantos admiramos, particularmente en las carnestolendas del año próximo pasado, las semanas precedentes a ellas, y en el siguiente santo tiempo de Cuaresma, en que convidados por la Santa Iglesia a penitencia, a una devota tristeza y al ejercicio de las virtudes cuando el mundo ostentando escenas de sus teatros como lícitas, las más vivas y artificiosas expresiones de libertad en juegos, justas, bailes, contradanzas y lazos de ambos sexos, contactos de manos y acciones descompuestas e inhonestas y cuando honestas indiferentes, siempre peligrosas, llamaba a los deleites corporales aquellos nuestros súbditos, fieles siervos de Nuestra señora, combatiendo y despreciando constantemente hasta los atractivos halagüeños de semejantes diversiones profanas, admitieron gustosos aquel convite espiritual, prefiriendo entre sí mismos con santa emulación por participar de las delicias celestiales preparadas en los sagrados banquetes y espectáculos representados, ya en las iglesias, donde estuvo expuesta Su Majestad Sacramentada, ya en las procesiones de Semana Santa, ya en los rosarios convocatorios, ya en los demás ejercicios piadosos repetidos en los días de Cuaresma, habiendo asistido todos dando recíprocos ejemplos con su más fervorosa devoción y compostura, sin excepción de los niños y párvulos que abstenidos de las travesuras pueriles de que el enemigo común solía valerse para perturbar y retraer de las iglesias a los devotos, no fueron los que menos edificaron, advertidos, sin duda, de sus párrocos, maestros prudentes y devotos, padres de familia de cuido, celo y eficacia en el cumplimiento de sus muchas gravísimas obligaciones, pende muy principalmente la universal santificación de este pueblo y Obispado, a que esperamos nos ayuden unos y otros cooperando en cuanto les sea respectivo, perseverantes en la soberana protección necesaria, y en los medios y ejercicios santos practicados el año precedente que haremos notorio, se les facilitaron repitiéndolos, y que nuevamente les invitamos, satisfechos en la constancia de sus santas resoluciones y buenos propósitos, con que desterrados perpetuamente el carnaval, los abusos, juguetes feroces y diversiones opuestas a nuestro fin, se radiquen más y más las virtudes y buenas costumbres, aumenten en los piadosos estilos e introduzcan como loable el de continuar la custodia de esta ciudad para que, fortalecida con el número inexpugnable de la devoción de María, Nuestra Señora, y quitado embarazo el domingo, lunes y martes de carnestolendas, permanezca defendida y concurran los fieles habitadores de María, sin estorbo a adorar a Su Divina Majestad Sacramentada, en las iglesias, donde se expondrá a la veneración de todos, convocados por sus Santos Rosarios que salgan de las respectivas, donde se hallan situados a las cuatros según ordenamos a todas las cofradías, congregaciones o hermandades y personas a cuyo cargo están; los dispongan y saquen en las tres tardes en el inmediato carnaval dirigiendo cada cual el suyo por las cuadras que circundan las iglesias de su establecimiento, sin juntarse con otro, volviendo y concluyendo en la misma forma con la plática mensual en que, confiamos del fervor y facilidad de los predicadores, tocarán algún asunto conducente a desviar a los fieles de las obras de la carne y a traerlos a la del espíritu con que templen la ira de Dios irritada por las culpas de las carnestolendas y Semana Santa. –En testimonio de lo cual damos las presentes, firmadas, selladas y refrendadas en forma en nuestro Palacio Episcopal de Caracas, en catorce de febrero de mil setecientos cincuenta y nueve.– Diego Antonio, Obispo de Caracas. –Por mandato de Su Señora Illma. mi señor. –Don José de Mejorada, Secretario. –Letras congratulatorias, invitatorias y exhortatorias por las que ordena Su Señora Illma. la repetición de rosarios en los tres días del carnaval confiando no se manifestarán menos devotos este año, sus muy amados y piadosos súbditos, que lo ejecutaron en el pasado hasta los niños.

Así se celebró el carnaval en Caracas durante el pontificado del obispo Diez Madroñero. Las procesiones, llevando a la cabeza un cura de almas, recorrían las calles del poblado, sin tropiezos, sin desorden, y con la sumisión y mansedumbre de fieles ovejas. De manera que en aquella época, se rezaba el rosario todos los días, por las familias de Caracas; en procesión cada dos o tres noches, e igualmente, durante los tres días de carnaval.

¿Era todo esto efecto de una alucinación epidémica, o debía considerarse a la sociedad caraqueña como un pueblo de ilotas? Sea lo que fuere, en dos o más ocasiones, el Ayuntamiento de Caracas, durante este obispado, escribió al monarca español diciéndole: «No tenemos paseos ni teatros ni filarmonías ni distracciones de ningún género: pero sí sabemos rezar el rosario y festejar a María, y nos gozamos al ver a nuestras familias y esclavitudes, llenas de alegría, entonar himnos y canciones a la Reina de los Ángeles».

Así pasaban los años, cuando el obispo murió en Valencia en 1769. A poco comienza la reacción, y la sociedad de Caracas, a semejanza de los muchachos de la escuela en ausencia del maestro, da expansión al espíritu y movimiento al cuerpo. El rezo del rosario, en la época del carnaval fue desapareciendo, hasta que volvieron los habitantes de la ciudad Mariana al carnaval de antaño. Tornaron los bailes populares y los jueguitos de manos, y el zambullimiento de los zagalejos enamorados en las fuentes cristalinas. Resucitó el famoso instrumento de Molière, llenáronse las calles de embadurnadores, recibieron las paredes del poblado innumerables proyectiles, salieron, finalmente, de las jaulas, los pajarillos esclavos, y se comieron los perros las apetitosas longanizas. La reacción es siempre igual a la acción. 


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