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En enero, nuestro hijo de 5 años murió, repentina pero no inesperadamente. Había nacido con una complicada enfermedad del corazón que requirió múltiples cirugías y atención médica frecuente. Su corta vida había estado llena de milagros y tenía un espíritu tranquilo que equilibraba la típica energía infantil de sus dos hermanos.
Los cinco viajábamos con frecuencia por carretera en nuestra envejecida pero, en general, confiable camioneta modelo 98, con los niños cantando las canciones de los Hermanos Caradura desde el asiento trasero. Íbamos hacia la playa bajo el sol brillante; a ver a sus abuelos a pesar de la nieve o aguanieve; de regreso a Brooklyn por la interestatal después de meses en un hospital a varios kilómetros.
Tras su muerte, nos sentíamos tristes, orgullosos… y vacíos.
Los terapeutas con los que hablamos nos dijeron que la gente lidia con la pérdida de distintas formas. Mi esposa era “atenta”, pues se sumergió en la realidad de la muerte de nuestro hijo y confrontó su dolor de frente.
Yo era “distractor”, pues me ocupaba con un millón de cositas para evitar hundirme en las profundidades de la desesperanza. El trabajo era una salida obvia, pero insuficiente. Organicé nuestro pequeño apartamento. Le ayudé a nuestro hijo mayor a armar una computadora. Y planeé un alocado viaje por carretera, ya que lo único que realmente quería era que nos fuéramos lejos, de preferencia a 100 kilómetros por hora.
Alguna vez mi esposa había mencionado que quería conocer el monte Rushmore. Eso se veía muy lejos, así que ahí iríamos. Luego leí que habría un eclipse total de Sol a finales de agosto, que solo se vería en una franja de tierra de 112 kilómetros de ancho, lejos de nuestra casa.
Así que pedí un mes libre en mi trabajo para finales del verano y me dijeron que sí. Le pregunté a mi esposa si quería ir y no me dijo que no. Entonces, como el buen distractor que era, comencé a planear.
Mi planeación comenzó en febrero, a menos de dos meses de la muerte de nuestro hijo y cinco meses antes de la fecha en que partiríamos.
La ruta tomó forma a partir de algunas reglas básicas. No conduciríamos por más de tres o cuatro horas al día, un ritmo que nos llevaría a Rushmore y de regreso en cinco semanas y también nos daría tiempo para experimentar Estados Unidos en el camino. Trataríamos de visitar solo lugares adonde no hubiéramos ido antes. Para evitar la prisa frenética derivada de tener la sensación de necesitar “verlo todo”, escogimos solo una cosa por hacer en cada lugar que visitáramos.
Google Maps facilitó el cálculo de las horas de conducción, pero aun así fui a la Asociación Automovilística Estadounidense y recogí todos los mapas de papel gratuitos que encontré. Cada que sentía un espasmo de dolor, sacaba un mapa y me sumergía en el lienzo en blanco de un país que nunca había visto en realidad.
El trayecto que tracé iba desde nuestra casa en Brooklyn por el Medio Oeste a través de Dakota del Sur, luego de regreso por Nebraska y Misuri hacia las Grandes Montañas Humeantes antes de regresar a casa por las Carolinas y Virginia. Estaríamos de viaje por 37 días.
Incorporaba cada detalle en una hoja de cálculo en constante crecimiento donde registraba dónde dormiríamos cada noche, qué haríamos cada día y qué tanta distancia habríamos de recorrer de un lugar a otro. La abría cada que mis emociones se apoderaban de mí, añadía otra fila o columna, y me perdía en ensoñaciones sobre el viaje por carretera.
En total, nuestra travesía se extendería por 17 estados y 9900 kilómetros. Además de Rushmore y el eclipse, vivimos muchas experiencias: una ensordecedora carrera de camiones Nascar en la pista de carreras Pocono; nuestro primer vistazo a una vaca esculpida en mantequilla en la feria estatal de Ohio; un paseo en autobús a todo lo largo del circuito de carreras de Indianápolis; una visita a la casa de Lincoln en Springfield, Illinois; juegos de la liga menor de béisbol en Davenport, Iowa y Omaha, Nebraska; un juego de atrapar la pelota en el sitio donde filmaron la película Campo de sueños; un paseo por la fábrica Winnebago; una visita al famoso Palacio del Maíz en Dakota del Sur; cinco días de pausa en Black Hills; un viaje de cinco horas a Torre del Diablo, Wyoming; un paseo en balsa por el río Niobrara en Nebraska; dos noches en un vagón antiguo de Union Pacific fuera de Omaha; un paseo en tranvía a lo más alto del Arco Gateway en San Luis; una celebración de cumpleaños para nuestro hijo mayor en una taberna en Nashville; acampar en las Grandes Montañas Humeantes; acampar a 275 metros de las olas en un parque estatal al sur de Myrtle Beach, Carolina del Sur.
Planear dio resultado. Fue una aventura increíble.
Cada uno de nosotros tuvo sus paradas favoritas. El eclipse, que vimos a través de delgadas nubes en la parte alta del parque Cosmo en Columbia, Misuri, fue maravilloso. A pesar de mi miedo a las alturas, me asombraron particularmente dos monumentos con torres, la Torre del Diablo y el Arco Gateway. Mi esposa disfrutó en especial la noche que pasamos en el Hotel Park Inn de Mason City, Iowa, el último hotel que queda diseñado por Frank Lloyd Wright. Los niños destacan de manera unánime el Museo Asheville Pinball, donde por 15 dólares por adulto (12, por cada niño) se puede jugar sin límite en una colección de decenas de máquinas antiguas de videojuegos.
Algo que traía calma garantizada fue una lista cuidadosamente elaborada de canciones y audiolibros que en mi recuerdo del viaje están indeleblemente vinculados con los lugares donde los oímos. En viajes anteriores por carretera, ya habíamos visto el poder de los audiolibros para evitar que nuestros hijos enloquecieran. Esta vez llevé un arma secreta: la colección completa, sin resumir, de la saga de Harry Potter, leída por Jim Dale, que cubre 117 horas en 99 discos compactos.
Quizá fue el objeto más útil que llevamos de todo el viaje. Escuchamos los primeros cuatro libros, 50 horas en total (nos quedan 67 para nuestro próximo viaje). Nuestro hijo mayor ya los había leído, pero a lo largo de los kilómetros lo atrapó igual que al resto de nosotros. El único problema era que cuando parábamos antes de que terminara un capítulo, los niños se negaban a bajarse del auto y nos suplicaban encenderlo de nuevo gritando “Hawwy Potttoooo” con voz de bebé.
También hice algunas listas en Spotify para que nos acompañaran, incluyendo una mezcla de vigorosas canciones para la carretera: “Moving Right Along”, de los Muppets; “On the Road Again”, de Willie Nelson; el tema de la serie Los Dukes de Hazzard, de Waylon Jennings, y “I’ve Been Everywhere”, cantada por Johnny Cash. La última la poníamos cada vez que dejábamos un lugar y para el final del viaje todos las cantábamos juntos, gritando extrafuerte cada que Cash mencionaba un lugar que nosotros también hubiéramos visitado.
También había listas de canciones para cada estado, que reproducíamos cada vez que cruzábamos una frontera. Todas comienzan con el himno de cada universidad local, seguida de una mezcla ecléctica de canciones que encontré en línea. Los niños estaban menos emocionados con algunas, muchas de las cuales sonaban como melodías publicitarias (como “Sweet Virginia Breeze”).
Pero había algunos éxitos poco convencionales, como “Pennsylvania Polka”, de Bobby Vinton; “Blue Mooo-oo-n! Of Kentucky” de Patsy Cline y la encantadoramente ridícula “Omaha, Nebraska” de Groucho Marx: in the foothills of Tennessee… I’ll meet you on the corner of Delancey Street and Avenue B (“en las laderas de Tennessee… te encontraré en la esquina de la calle Delancey y la Avenida B”).
También las cantábamos. Aun después de regresar a casa, lo seguimos haciendo. Son los mejores recuerdos que trajimos.
También recolectamos otros recuerdos.
En los meses posteriores a la muerte de nuestro hijo, viajar era un recordatorio constante de nuestra pérdida, su ausencia era distractora y desorientadora. Siempre que íbamos a algún lugar nuevo, deseábamos que pudiera estar ahí para descubrirlo junto a nosotros.
Para aliviar el dolor, decidimos recolectar piedras de cualquier lugar al que fuéramos, escribíamos sobre ellas el nombre del lugar y la fecha para guardarlas en una pequeña bolsa de lona. Cuando estuviera lista la lápida de nuestro hijo, llevaríamos la bolsa al cementerio y las pondríamos sobre su tumba, de acuerdo con la tradición judía.
El ritual de buscar piedras nos ayudó a evocar su recuerdo y reconocer su ausencia. Para cuando regresamos, habíamos recogido cinco kilos y medio de piedras y guijarros, así como un caparazón de cangrejo y trozos de galletas de mar que los niños encontraron en la playa de Carolina del Sur.
Pero a veces nos íbamos de un lugar sin acordarnos de recoger alguna piedra —simplemente pasábamos un momento muy divertido— y a mí me carcomía la culpa, casi como si lo hubiéramos dejado olvidado.
Tuvimos suerte con el clima —casi no llovió, sino hasta la última semana— y estuvo bien, porque significó que podíamos pasar la mayor parte del tiempo afuera.
No fue así el verano anterior, que pasamos casi todo dentro de hospitales, limpios y estériles, desprovistos de naturaleza. Incluso las flores y plantas, que son un peligro para algunos pacientes, estaban prohibidas.
Un doctor insistía en que nuestro hijo estuviera afuera el mayor tiempo posible, incluso cuando estaba más enfermo. Lo llevaban al exterior en su cama de hospital y un grupo de gente nerviosa monitoreaba atentamente su respirador mientras él veía a sus hermanos jugando alocadamente bajo el sol del verano, libre del peso opresor del hospital.
En cierto momento lo transfirieron a otro hospital, donde descubrimos un pequeño jardín en un ala lejana, a veinte minutos a pie desde su habitación. Pronto se convirtió en su lugar favorito. Había algo en el aire fresco que ayudaba a que las heridas sanaran.
Así que, esperando que el cielo estuviera despejado y el clima fuera bueno, invertimos en una buena tienda de campaña y colchonetas cómodas para nuestro primer viaje sin él (la primera tienda de campaña que compramos apenas cabía en nuestra sala de estar, así que decidimos comprar un modelo más grande. ¿Qué tipo de vacaciones serían si nuestra tienda de campaña era más pequeña que nuestro apartamento?).
Pasamos la mitad de nuestras noches bajo las estrellas y desearía que hubieran sido más. Yo dormía mejor afuera y sentarme cerca de la fogata me brindaba raros momentos de paz, silencio y reflexión.
A los niños también les gustaba, pero no les importaba estar adentro. Amaban comer waffles en los hoteles, brincar hacia la piscina (si había una) y ver un rato Teen Titans Go! en Cartoon Network mientras nos bañábamos.
Sin embargo, los hoteles, con su aire acondicionado, paredes blancas y cuadros genéricos, me recordaban demasiado a los hospitales. Lo más seguro era que me diera la vuelta, incapaz de dormir en esas sábanas perfectamente limpias y almidonadas.
Lo más bonito de oír el radio para entretenernos en el camino, en lugar de juegos en el iPad o películas, era que podíamos compartirlo.
Después de todo, en parte este viaje era para descubrir cómo estar juntos como una familia de cuatro (y ya no de cinco), mientras cada uno de nosotros luchaba con el dolor a su propia manera.
A lo largo de nuestro paso por el Medio Oeste, en la primera parte del viaje, nos preguntábamos después de cada actividad: “¿Crees que le habría gustado?”. El consenso fue que le habría gustado el pabellón de conejos en la feria estatal de Ohio, pero no estábamos tan seguros de que hubiera disfrutado la vaca hecha de mantequilla; se habría aburrido en la casa de Lincoln en Springfield; le habría encantado explorar el sembradío de maíz del sitio de filmación de Campo de sueños en Iowa.
Pero para cuando llegamos a Dakota del Sur, me cansé de la pregunta. “No importa lo que nosotros pensemos, ¿verdad?”, exploté una noche. “Porque nunca lo sabremos”. Aun así, sé que era nuestra forma de recordarlo, de imaginar que estaba con nosotros, aunque un viaje como este habría sido impensable, incluso cuando estaba vivo.
Nuestros hijos también expresaban su enojo con frecuencia: como en nuestro caso, su tristeza se mezclaba con los cambios de humor normales y el cansancio de estar todo el tiempo apretujado con otras tres personas, a kilómetros de casa. Estar al aire libre ayudaba; el espacio abierto era, literalmente, bocanadas de aire fresco, un lienzo en blanco donde podían fingir ser un búfalo o usar un palito para lanzar hechizos de Harry Potter. A lo largo del camino, entre las muchas cosas que vimos, había recordatorios constantes de nuestro dolor aún fresco, crudo, real.
A veces esos recordatorios eran directos y contundentes, como la lápida a la vista en el museo presidencial de Lincoln en Springfield en recuerdo de su hijo Eddie, quien murió antes de cumplir los 4 años. En la siguiente habitación, reconstruido con detalles dramáticos con decoración de la época y figuras de cera, estaba el lecho de muerte en la Casa Blanca de su hijo de 11 años, Willie.
Otras veces los recordatorios eran inesperados, como ese pequeño árbol que encontré en un paseo por la naturaleza en el parque estatal Black Moshannon en Pensilvania. En cuanto lo vi, solo en medio de una franja con césped, supe exactamente lo que era: mis padres habían plantado uno similar en un parque cerca de nuestra casa unos meses antes. Como era de esperarse, había una pequeña placa debajo del árbol con una inscripción en memoria de un niño pequeño, de parte de sus abuelos.
Y unas veces más los recuerdos eran lo suficientemente sutiles para evocar gentilmente recuerdos dolorosos. Para mí, fueron las señales brillantes de una sala de urgencias que vimos cuando entramos a una ciudad desconocida tarde en la noche, las calles vacías. Para mi esposa, los mapas; los caminos como delgadas líneas rojas que le recordaban la singular circulación de nuestro hijo, corriendo desde su corazón mal formado.
Una vez que terminó el viaje, recolecté todo —las notas que escribía todas las noches, los recibos de todo lo que compramos, las postales y distintos trozos de papel (como boletos y similares)— junto con seiscientas fotos y lo puse en cuatro carpetas grandes.
Quería tener algo tangible que pudiéramos abrir en el futuro, junto con nuestros dos hijos, y recordar el tiempo que pasamos juntos, las cosas que vimos, lo que comimos, lo que sentimos.
Las carpetas están llenas de nuevos recuerdos —nuestro gran viaje por carretera por Estados Unidos— y, excepto dos fotos familiares que llevamos de cuando nuestro hijo estaba vivo, no hay rastro de la tristeza subyacente que lo recorrió.
Para ser honesto, quizá el viaje fue demasiado largo. Llega un momento en que el ímpetu se acaba: te diriges a casa y, sin importar lo que hayas planeado, parece una desviación más que un destino. El último tramo de regreso, en medio de una lenta llovizna a través de Roanoke, Virginia (el museo del transporte), el valle Shenandoah (una subasta de ganado), y Harrisburg, Pensilvania (un minigolf), fueron divertidos, pero todos sentíamos el tirón gravitacional del hogar.
A mí, el regreso me rompió el corazón. Nos detuvimos a cargar combustible en una parte especialmente fea de Nueva Jersey (que ya no es tan barato como antes) y todo lo que había dejado atrás se me comenzó a venir encima.
Comencé a reproducir la lista de canciones en Outerbridge Crossing, con Frank Sinatra cantando a todo pulmón en el atropellado tráfico, y ya fuera por una planeación perfecta o simple suerte, “No Sleep Till Brooklyn” de los Beastie Boys, empezó a sonar justo cuando llegamos a Verrazano-Narrows y dejamos Staten Island.
Y al subir el puente y ver la ciudad surgir por entre la niebla gris, rompí a llorar.
*
James G. Robinson es director de Analítica Global de The New York Times y profesor adjunto en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia.
***
Este texto fue publicado originalmente en The New York Times.
James G. Robinson
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