Crónica

El camino de Diego

Fotografías de Giovanna Mascetti | RMTF

TEMAS PD
24/07/2018

—Diego está más desconectado. Pasa mucho rato ido. No puedo forzarlo a salir, a caminar. Era un niño que no se quedaba quieto un segundo. Ahora es todo lo contrario: camina agarrado de la mano. Ya no lo puede hacer solo. Se cae mucho.

Alney Márquez, la mamá de Diego, conversa con Yurilú Castillo, la terapeuta. Evalúa los estímulos de Diego: le aplaude para ver si reacciona al sonido, le manda a sacar algunos juguetes de una cesta. Estudia sus reflejos y las pocas respuestas que pueda darle.

—Los cambios degenerativos van haciendo muchos más estragos —dice Yurilú—. Son muy abruptos. Puedes tener un nivel más o menos estable y de una semana a otra, dices: ¿qué pasó aquí? ¿Dónde me lo resetearon que no me enteré? Él no estaba así. Esto va muy rápido, Alney…

Diego la mira y llora. No ha parado de hacerlo desde que llegó. Para calmarlo, su mamá le canta y el efecto es inmediato: Diego se tranquiliza. Alney lo hace desde que Diego estaba en el vientre.

Diego tuvo la primera complicación médica en 2010 cuando nació. Tenía 8 meses de gestación y casi muere por hipertensión pulmonar. De pequeño, a la gente le llamaba la atención que su cabeza era muy grande. Un pediatra dijo que era irrelevante, pero no. Diego manifestó otros síntomas: gateó tarde, caminó tarde, se sentó tarde.

A Alney le dijeron en el hospital que los niños con complicaciones en el período neonatal quedaban con secuelas. Ella atribuyó los retrasos a la hipertensión. Pero cuando Diego empezó a manifestar problemas para hablar, se preocupó. En las visitas al parque, notaba que necesitaba ayuda para hacer todo el circuito. Había niños más pequeños que no la requerían y decían cosas como “Mamá, tengo sed”, “Mamá, quiero agua”. Diego solo decía “Mamá”.

En unos chequeos previos para operarlo de unas hernias en la región inguinal que comunica con el escroto, una doctora le recomendó a Alney que llevara su hijo a un neurólogo: “Noto que algo no anda bien en el tema social del niño”. Tenía un año y medio.

Alney lo llevó al Centro Médico Docente La Trinidad y le contó al especialista la historia clínica de su hijo: que se enfermaba mucho de gripe, que siempre estaba en la clínica con enfermedades respiratorias. El médico lo observó y dijo que parecía Síndrome de Hunter, una enfermedad crónica que deteriora progresivamente las capacidades físicas y mentales. Lo remitió al Instituto de Estudios Avanzados, una empresa pública de investigación científica adscrita al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de Venezuela. Dependiendo de los resultados seguiría adelante con el estudio genético.

En el instituto, una neuróloga vio a Diego y estuvo de acuerdo con la sospecha del primer doctor, pero le tomó muestras de sangre para obtener un diagnóstico. Las enviaron a un laboratorio en Argentina porque en Venezuela no había centros que hicieran ese tipo de exámenes.

Alney esperó un mes.

Durante ese tiempo estuvo leyendo sobre los tipos de mucopolisacaridosis: un grupo de siete trastornos genéticos raros causados por el déficit de una enzima que metaboliza una cadena de azúcares complejos. El Síndrome de Hunter es la mucopolisacaridosis tipo II. Alney recuerda que los rasgos de Diego —cejas pobladas, forma de la nariz y de las manos, cabello grueso, abdomen prominente— parecían encajar con los de la enfermedad, pero la sospecha no la convencía. El resultado dio negativo. La noticia tranquilizó a Alney: “No es una enfermedad degenerativa”, pensó.

Casi a los dos años, Diego empezó a tener conductas que preocuparon a la familia: se golpeaba con las manos y no jugaba con nada de lo que le compraban. La única vez que Diego fue al maternal, la maestra dijo que se comía literalmente los libros. Le dijeron que no rendía.

Alney lo llevó al psicólogo y después al Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño, una asociación civil sin fines de lucro que ofrece atención a niños y adolescentes. Le recomendaron pautar una consulta con uno de los fundadores. El doctor le hizo pruebas y lo diagnosticó con autismo. Le mandó a hacer terapias y lo medicó para controlar la hiperactividad. Diego era muy intranquilo y no podían dejarlo solo: se subía a la mesa del comedor y se lanzaba. Desde entonces lo abordaron como un niño autista. Tenía dos años y medio.

Por un tiempo Alney creyó que su hijo estaba respondiendo a las terapias, pero en 2015 hubo un punto de inflexión.

Diego dejó de dormir por completo. Uno, dos, tres, cuatro… veinte días. No conciliaba el sueño. Tenía los ojos morados. Quería caminar y no podía: tenían que cargarlo para quitarle la ansiedad. Tampoco quería comer. Estaba muy alterado y agresivo. Para Alney era algo nuevo porque Diego siempre había sido alegre. En ningún centro aceptaron hospitalizarlo porque no tenía infección y sus valores estaban bien. Los médicos pensaron que sería peor ingresarlo por las condiciones en las que se encontraba. Superaron la crisis lentamente y en casa. Alney estaba convencida de que pasaba algo más.

Recordó que antes del episodio de los 20 días, hubo otro en el que no durmió durante 5. Alney faltó tantas veces al trabajo que la amonestaron. No creían que su hijo se enfermara tan seguido. Retomó las investigaciones sobre enfermedades raras y encontró similitudes entre las características físicas de Diego y los niños con mucopolisacaridosis tipo III (MPS III). Buscaba fotos de personas con la enfermedad y se las mostraba a su hermana: “¿Cuándo le tomaste esa foto a Diego? ¿Eso es dónde?”, respondía.

Alney fue al genetista y le refirió todas sus incertidumbres. El especialista le dijo que no creía que fuese MPS III, pero que podía tratarse de un Síndrome de Pfeiffer por las características de la morfología de la cabeza de Diego. Alney consultó una segunda opinión con un neurólogo que también desestimó que fuera mucopolisacaridosis. Alney no entendía nada.

Ante la sospecha de MPS III y lo que para ella eran evaluaciones poco convincentes, inició una campaña de crowdfunding para hacerle un diagnóstico a su hijo fuera del país. En Venezuela no había laboratorios especializados que hicieran el estudio de enfermedades raras. Alney trató de obtener apoyo haciendo viral la historia por las redes sociales: le pidió ayuda a artistas y periodistas para que difundieran el caso. Durante varias noches no durmió enviando correos y cartas explicando los síntomas de su hijo.

María Laura Braz, una neuróloga que vivía en Valencia, vio la historia de Diego y contactó a Alney por correo. Le comentó que le interesaban las enfermedades raras y se ofreció a ayudarla. Alney le contó los síntomas de su hijo esperando una respuesta rápida. La doctora vio las fotos de Diego y le dijo: “Creo que tu hijo tiene mucopolisacaridosis tipo III”. Después de visitar a más de diez médicos en la búsqueda por un diagnóstico, por primera vez un especialista respaldaba su intuición. Braz le dijo que estaba casi segura, pero había que confirmarlo:

“Alney, tú no vas a conseguir el diagnóstico en Venezuela. Tienes que salir del país”.

La doctora le sugirió que escribiera a la red de mucopolisacaridosis en Brasil. Enviaron varios correos al doctor Roberto Giugliani, médico en el Servicio de Genética Médica del Hospital de Clínicas de Porto Alegre. Alney por un lado y María Laura Braz por otro escribían y escribían: una en español, la otra en portugués. Giugliani dijo que estaba dispuesto a ayudar. Braz le explicó que no era conveniente enviar muestras de sangre a Brasil porque podían contaminarse en la aduana venezolana. Tendrían que viajar. Agendaron una primera cita en una clínica privada. Con el dinero que recolectó del crowfunding viajó a Brasil en 2016. Gastaría unos 15.000 dólares entre boletos de avión, estadía y exámenes. Ese año, Alney entregó cartas a entes del estado para comprar dólares a tasa oficial. La respuesta fue negativa.

La mamá y la abuela, Neyda Ferrera, acompañaron a Diego. El vuelo se retrasó y Alney tuvo que caminar con Diego durante seis horas para controlar su hiperactividad. Se fueron preparadas por si el niño se impacientaba: llevaron plátano, huevo cocido, galletas y dulces. A Diego siempre le ha gustado comer y es algo que aún no olvida.

En la primera consulta en la clínica Mãe de Deus Center de Porto Alegre, la genetista Carolina Fischinger de Souza le dijo que creía que Diego tenía Síndrome de Sanfilippo, como también se le conoce a la MPS III. Solo quedaba hacerle el estudio y confirmar. A los dos días agendaron una cita en el Hospital de Clínicas de Porto Alegre. Le tomaron muestras de orina y sangre.

Pasaron doce días.

Alney fue sola a buscar los resultados. Diego se quedó con su abuela en un apartamento que alquilaron.

Dio positivo.

Fischinger llevó a Alney al consultorio y le dijo:

“Disfruta a tu hijo, disfrútalo porque no le queda mucho tiempo. No hay nada que tú puedas hacer. Quiero que estés consciente de eso porque no existe ninguna terapia. Algunos investigadores están trabajando en eso, pero no te puedo ofrecer nada”.

Alney quedó en shock. Sintió alivio por haber puesto fin a la búsqueda del diagnóstico, pero ya sabía que era irreversible.

Al salir del hospital, Alney decidió caminar hasta el apartamento. Lloró todo lo que tenía que llorar. Cuando llegó, la abuela se quedó en silencio:

“Recuerdo que no le pregunté nada en ese momento. Me quedé paralizada esperando que hablara. Cuando ella quiso decirme, respiré profundo: quería llorar, pero me contuve. Si lo hacía la entristecería a ella. Teníamos que seguir adelante”.

 

Sanfilippo: una enfermedad rara

En 1961, R.C. Harris describió y documentó los primeros casos de una enfermedad desconocida. Dos años después, el pediatra Sylvester Sanfilippo la definió como síndrome a partir de estudios bioquímicos que confirmaron la existencia de la enfermedad.

El trastorno de Diego también se conoce como Alzheimer Infantil o mucopolisacaridosis III. Esta enfermedad neurodegenerativa y hereditaria es una de las 5.000 a 8.000 enfermedades raras que existen en el mundo según la Organización Mundial de la Salud. Una enfermedad rara es aquella que afecta a un porcentaje muy bajo de la población: una persona entre 2.000, o una proporción menor. Los medicamentos para tratar estas enfermedades se conocen como huérfanos. El término refiere al desinterés de la industria farmacéutica para comercializar productos dirigidos a una pequeña cantidad de pacientes, o al hecho de que no hay pacientes suficientes para que la investigación sea rentable.

Dentro de las enfermedades raras se encuentran los errores innatos del metabolismo, y en este grupo están incluidos los desórdenes metabólicos de moléculas complejas. Es el caso de la mucopolisacaridosis. 

Un médico inglés, Sir Archibald Garrod, fue el primero en sugerir que los genes estaban relacionados con las enzimas. Su hipótesis se resumió en un enunciado: “Un gen, una enzima”. Cuando existe una mutación genética, las enzimas no se producen. Son insuficientes o no funcionales. En el caso de Sanfilippo, el organismo no produce 1 de las 4 enzimas esenciales para degradar una cadena de azúcares complejos. Estos azúcares se llaman mucopolisacáridos e intervienen en la construcción de huesos, cartílagos, tendones y otros tejidos del cuerpo. Cuando no son eliminados por la enzima, se acumulan en el cerebro, en el tejido cardíaco (válvulas), en múltiples órganos, en articulaciones y en menor grado en los músculos. Esto ocasiona daños letales para la persona. Así es como se produce la mucopolisacaridosis.

El Sanfilippo tiene 4 subtipos: A, B, C y D, y cada uno se clasifica según la enzima faltante. La incidencia estimada es de 1 por cada 70.000 nacimientos. Diego tiene la A, la más frecuente y mejor estudiada; también la más devastadora: el inicio es más prematuro y la progresión más rápida. Su organismo no produce una enzima llamada Heparán N-Sulfatasa.

Como el 80% de las enfermedades raras, el Sanfilippo tiene origen genético. Las personas nacen con la enfermedad por un trastorno autosómico recesivo. Esto quiere decir que desde el nacimiento el niño hereda dos copias del gen alterado, una de cada progenitor, quienes son portadores del Sanfilippo por llevar una copia de un gen anómalo y otra normal. Existe 25% de probabilidad de que un niño resulte afectado, 50% de que sea portador, y 25% de que el niño no contraiga ni porte la enfermedad. El riesgo es igual para hombres y mujeres. En la mayoría de los casos, los padres no saben que son portadores porque no muestran signos de la enfermedad.

Los mucopolisacáridos se descomponen en compartimientos de las células que se llaman lisosomas. Estas pequeñas unidades son como el laberinto del videojuego Pac-Man: los mucopolisacáridos son los punticos que deben ser devorados, pero la enfermedad de Sanfilippo no permite que el Pac-Man, que en este caso representa la enzima, haga su trabajo. Los lisosomas son como una planta de eliminación de desechos. Cuando los mucopolisacáridos se depositan, el lisosoma se hincha hasta que su membrana se rompe e interrumpe el funcionamiento de las células. 

Al nacer, un niño no muestra evidencia de padecer la enfermedad porque mientras está en el vientre recibe las enzimas que requiere de la madre. Pero los síntomas de Sanfilippo se vuelven más notorios desde los 2 o 4 años, cuando los mucopolisacáridos no se degradan y ocasionan daños en el sistema nervioso central: las habilidades intelectuales y capacidades motoras se deterioran.

El diagnóstico oportuno permite a los pacientes recibir tratamientos preventivos y paliativos para combatir el deterioro de la enfermedad. Diego hace terapia ocupacional, terapia física, hidroterapia, equinoterapia y terapia de deglución. Los niños afectados por la MPS III requieren controles rigurosos y exhaustivos. Deben ir a neurología, otorrinolaringología, neumonología, pediatría y, en algunos casos, requieren cirugía pediátrica: son frecuentes los casos de hernias. Si un paciente con Sanfilippo necesita operación, el pediatra y el cirujano deben conocer las patologías de la MPS para aplicar una anestesia especial.

En 2017, Alney viajó con Diego a Argentina para hacerle un estudio de audición que no se pudo concretar porque no había un anestesiólogo especialista en pacientes con Sanfilippo. Alney visitó el Hospital Austral de Buenos Aires y llevó a Diego con Hernán Amartino, un neurólogo infantil especialista en mucopolisacaridosis, porque en Venezuela no había médicos especializados en la enfermedad. Le hizo un chequeo general y una polisomnometría (estudio del sueño). También le hicieron un electroencefalograma y un cardiólogo determinó que Diego tenía un leve engrosamiento en la válvula mitral.

La enfermedad tiene tres fases. En la primera se observa un problema de desarrollo del lenguaje. Lo que sigue son alteraciones conductuales, problemas de sueño y una regresión de todo lo aprendido. El tercer y último estadio es el más doloroso: el deterioro deja a la persona en estado vegetativo hasta apagarla. La persona muere entre la primera y la cuarta década de la vida.

Si bien la ciencia no ha logrado dar con la cura de Sanfilippo, existen algunas aproximaciones terapéuticas, ensayos en fase de experimentación. Para evaluar la eficacia de los ensayos, y para que cuenten con la aprobación rápida de la estadounidense Food and Drug Administration, los investigadores experimentan con niños menores de 6 años.

—En estos días leí en el Facebook de una mamá que tiene una niña con Sanfilippo, que decía: “Nuestra vida está entre el ataúd abierto o cerrado. ¿Lo voy a cremar o lo voy a enterrar?”. Siempre está el miedo de perderlo. A veces esos pensamientos me vienen, claro que sí, pero trato de no darles fuerza. Siempre he sido una persona superoptimista, positiva. Quiero aferrarme a la esperanza, a que Diego va a sobrevivir, a que va a tener calidad de vida.

 

El día a día

Alney conoció al padre de Diego en 2010 cuando tenía 25 años. Ella estaba en México y él en Venezuela. Fue varias veces a verlo. Luego nació Diego y al poco tiempo el papá se ausentó. No ha vuelto desde entonces.

Diego se ha roto la cabeza 8 veces. Alney optó por mandar a hacerle una especie de casco acolchado para protegerlo. En casa, en la calle. Siempre lo lleva puesto mientras no se fastidie. Una vecina, Heida, ayuda a caminar a Diego en el día. Eso lo calma.

Al niño le encanta comer. Alney dice comida y él abre la boca grande como si estuviera asombrado. Como dejó de hablar, esa es su manera de expresar felicidad. La abuela se levanta temprano para tenerle el desayuno listo. Le hace gelatinas, batidos y papillas para la merienda. Lo baña, le canta. En las noches duerme con él. Desde que supo el diagnóstico de su nieto, se mudó de Mérida a Caracas para cuidarlo. Tiene 71 años.

Diego sufre trastornos de sueño y crisis emocionales recurrentes: llora desconsolado por horas, a veces sin razón alguna. De día, de noche, de madrugada. Cuando pasa, su abuela y su mamá descartan lo que puede perturbarle: revisan su pañal, se aseguran de que sus zapatos no estén apretados, lo bañan, le ofrecen comida o le cantan. A veces nada funciona.

Contar el caso de Diego es agotador. Cada vez que lo hospitalizan, hay que explicarles a los médicos la enfermedad. Son contados los que conocen la dolencia. La última vez que ingresó a una clínica fue en mayo de 2018. Tuvo una infección respiratoria, algo común en los niños con Sanfilippo. Alney lo cuidó junto a la vecina. Neyda se quedó en casa cuidando a Miranda, su otra nieta de 5 años. De momentos, iba a la clínica a tomar relevos para que su hija fuera a asearse. En la clínica faltó el agua por varios días. Diego duró una semana hospitalizado. Días después, su hermana se enfermó de sarampión.

Miranda nació de la última relación de Alney después del padre de Diego. Es idéntica a su madre: sonríe, sonríe siempre. Le da besos a su hermano y le encanta jugar. Alney cree que Miranda nació con un propósito importante. Está convencida de que ella es su cable a tierra: “Imagínate si se me va Diego. Sería más difícil mantener la cordura”. Cuando está junto a su hermano, le dice a su mamá: “Mamá, Diego no sabe hablar”, “Mamá, mi hermano no entiende, ¿verdad?”.

En hidroterapia, en fisioterapia, en casa, Alney no deja de mirar a su hijo: se ríe y pone cara de enamorada. Desde la nostalgia, habla de lo que su hijo ha olvidado. Lleva una vida agitada y es una mujer acostumbrada al cansancio. Dejó de trabajar para dedicarse tiempo completo a Diego. Su voz es dulce y tiene acento andino. Bajo esa vitalidad, una tristeza silenciosa la acompaña. Un cúmulo de costuras, miedos y esperanza que solo se manifiestan en la intimidad. Neyda es quizá la única que conoce cómo Alney afronta la tristeza:

“Yo le pido a Dios que me llene de fuerza para darle a esta muchacha porque ella sufre. ¿Cuántas veces la he encontrado llorando sola en el cuarto con la foto de Diego? Se pone a abrazarlo, a consentirlo y a llorar. Y le digo: ‘Adelante, hija, fortaleza, nosotros sabemos lo que tiene que pasar, tenemos que ser fuertes’. Y se me hace un nudo en la garganta porque lo que nos espera es la voluntad de Dios”.

A Alney le hace feliz ayudar a los demás. En 2017 creó la fundación El Camino de Diego para ayudar a personas con condiciones especiales y en situación de salud precaria. A través de la cuenta de Instagram, solicita ayuda para niños y personas adultas. También visita enfermos y les hace donaciones. Cuando tiene tiempo libre, sale con Diego en un coche grande y corre varios kilómetros. Dice que heredó el gusto por el ejercicio de su difunto padre, un ciclista merideño.

En la repisa de la sala de su casa, Alney tiene un Buda y suele escuchar música hindi. La India siempre ha estado entre los lugares que quisiera visitar. Alney cree que el alma reencarna y se esfuerza por liberarse de las ataduras de las acciones pasadas. Cree que se ha encontrado muchas veces con Diego y que en esta vida tuvo la suerte de estar despierta para entender el mensaje de Dios. Cree que Diego es su alumno y su maestro. Cree que esta es su etapa de aprendizaje: 

“Lo que tenía que aprender era amarme a mí misma. No colocar mi felicidad en manos de terceros. Antes, cuando no era mamá, era una persona que solo se preocupaba por sí misma, que solo tenía tiempo para ir a la peluquería, para hacer ejercicio, para salir, para divertirse. No había tiempo para nada más. Desde que fui mamá, comenzó a despertar mi consciencia y empecé a conocerme a mí misma. Tenía que pasar por ahí. Si no hubiese pasado por esto sería la misma persona vacía de antes”.

Alney tiene pensado viajar a la India para llevar a Diego con Gunvant Oswal, un médico que trabaja la Medicina Integral en Pune. En su página web dice que “en los últimos 40 años ha estado involucrado en investigaciones sobre el tratamiento de trastornos neurológicos y otras enfermedades crónicas”.

Alney agradece ser la madre de Diego porque cree que la labor con niños especiales no es fácil para todos:

“La otra vez leí el post de una muchacha que tenía un niño con autismo. Decía que había pensado quitarse la vida y quitársela a su hijo porque no la dejaba dormir, porque no descansaba, porque era una esclava trabajando todo el día, y llegaba a su casa y no tenía un momento de paz. Estaba tan desesperada, había buscado ayuda en tantos lugares y no la conseguía…”.

En la fisioterapia con Yurilú, Alney le cantó el Himno Nacional a su hijo para calmarlo. Cuando estaba pequeño, Diego lo cantaba mucho. Alcanzó a decir “Lanzó”, en la estrofa “Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó”, y Alney se conmovió. Meses atrás había recordado lo que significaba no poder escuchar a Diego:

“La otra vez vi un video. Era un experimento con unos niños a los que les preguntaban qué era el amor. Había uno de 8 años. Lo vi y me afectó mucho. Diego ya tiene 8 y es todo un hombrecito y me podría acompañar para todos lados. ¿De qué no hablaría con él? Me pregunto cómo sería si estuviera del todo aquí. Pero bueno… Yo adoro a mi hijo como es. Lo amo como es. Pero a veces escucho a niños de su edad hablar y me afecta. Yo soñaba tantas cosas para él, quería hacer tantas cosas… Y las he estado haciendo, pero… Me gustaría escuchar su voz”.

Alney ha tenido que renunciar a muchas de las aspiraciones como madre. El 15 de febrero de 2018, publicó una foto de cuando Diego estaba más pequeño. En el pie de foto, escribió lo que significa ser su mamá:

“No pude llevarte al fútbol y no eres el mejor de la clase.

No irás a la universidad a convertirte en Dr., chef o músico.

No caminaremos de la mano por el parque ni podré consolarte cuando alguna chica te rompa el corazón.

No vas hablarme de ese primer beso…

No bailaremos bajo las estrellas mientras me hago mayor.

No cuidaré de tus hijos.

Hay tantas cosas que sé que ya no podré hacer contigo.

Y ya no importa, Diego, mientras tú sigas aquí sonriéndome a diario, haciéndome saber que Dios existe a través de tus ojos.

Todo estará bien, mientras tú sigas aquí”.


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