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El calvario de dos madres venezolanas para encontrar un tratamiento para sus hijos con cáncer
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A finales de 2015, Yaneisi Navarro y Alison Abou escucharon el mismo diagnóstico para sus hijos: sarcoma de Ewing. Ambas tuvieron que viajar cientos de millas cada mes para que fueran tratados en hospitales de la capital y enfrentar el reto que supone hallar medicinas oncológicas. En medio de la profunda crisis de Venezuela, cada diagnóstico médico abre la veda a una carrera contra el tiempo para conseguir los medicamentos y los equipos necesarios.
Ángel Daniel se cayó en la piscina y se golpeó en el glúteo. No fue grave, pero el dolor persistía y su pierna derecha ya no se movía igual. Poco después se torció el pie y una tomografía reveló que el adolescente tenía un sarcoma de Ewing, un tumor maligno entre el glúteo y la cadera derecha. Era noviembre de 2015.
Ángel Daniel y sus padres viven en El Callao, una pequeña ciudad de grandes riquezas ubicada en el estado Bolívar, en el sur de Venezuela: en el lugar hay yacimientos de oro. Sin embargo, su tomografía tuvieron que hacerla en Puerto Ordaz, la ciudad más poblada del estado, porque tiene centros de salud con mejores recursos.
Los especialistas de Puerto Ordaz que descubrieron el tumor dijeron a la familia Gómez Navarro que tenían que irse a Caracas porque allí no contaban con condiciones para atenderlo y la zona donde estaba la lesión implicaba riesgos. Viajaron hasta el Hospital Oncológico Padre Machado, un centro de salud público del oeste de la capital venezolana.
«En el Padre Machado nos dijeron que había que tratarlo con quimioterapia, que había que aplicar radioterapia y nos dijeron que tuviéramos fe porque no sabían si eso iba a funcionar. Ellos nos mandaron al J.M. de los Ríos porque no tenían cómo atendernos”, recuerda la mamá del adolescente, Yaneisi Navarro. El Hospital de Niños J.M. de los Ríos es el centro de salud pediátrico más importante de Caracas y del país, allí fue donde comenzó el tratamiento con la oncóloga Yazmín Millán en marzo de 2016.
Ángel Daniel tenía 17 años y ya había terminado el bachillerato, pero aún no sabía qué estudiaría en la universidad ni cuándo: el cáncer detuvo sus planes. Sus padres se propusieron hacer todo lo posible para cumplir con su tratamiento, pese a sus limitaciones económicas: ambos cobraban el salario mínimo que para ese momento era de 15,051 bolívares al mes (el equivalente a 14.07 dólares de entonces, sin incluir bono de alimentación).
«A veces, ni sé cómo lo hacemos»
Cada 21 días, Ángel Daniel tenía que ir a Caracas para la aplicación de quimioterapia y no podía viajar en autobús por su condición física (para recorrer las 524 millas que lo separan de su ciudad se tardan diez horas). Por eso, él y su mamá debían tomar dos vuelos: el primero los llevaba de El Callao a Puerto Ordaz y el segundo, de Puerto Ordaz a Caracas. En julio de 2016, entre Yaneisi y Ángel, pagaban 43,000 bolívares en boletos aéreos cada tres semanas (más del salario de los padres), y si iba Miguel Ángel, el padre, eran 21,500 bolívares más. Es decir, cada viaje de los tres les costaba más del doble de los ingresos mensuales de la familia.
“Tuvimos que hacer campañas, muchas cosas para recaudar fondos. Pedimos prestado. A veces no sé ni cómo hacemos”, explica Yaneisi.
Antes se quedaban a dormir en casa de una amiga en los Valles del Tuy, una población cercana a Caracas y trasladarse al hospital se les hacía muy complicado. Luego consiguieron hospedaje en un albergue cercano al centro de salud que pertenece a una asociación civil.
El Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) nunca tenía la dosis completa que el chico requería y una vez Yaneisi tuvo que protestar junto a otras madres para que se las entregaran. Para completar el tratamiento, dependían de donaciones de otros pacientes, pues su familia no contaba con los recursos para comprar los medicamentos. La Asociación Venezolana de Padres de Niños con Cáncer los ayudó con fármacos (como el protector gástrico) y algunas fundaciones financiaron las tomografías y resonancias en clínicas privadas; en el hospital los equipos estaban dañados.
Pese al tratamiento, el tumor no cedía y la oncóloga ordenó un tratamiento más fuerte. “Nos pidieron una quimio que se llama Actinomicina D que aquí en Venezuela no se consigue; ni en el seguro social, ni en el hospital cuentan con ella. No se puede comprar ni en Badan (Fundación Banco de Drogas Antineoplásicas)”, afirma la madre.
Ella y su esposo no sabían qué hacer. El lugar más cercano a Venezuela donde podían comprar el medicamento era Colombia y para ellos era imposible: en el país hay control de cambio y, con la galopante inflación, según el Fondo Monetario Internacional, la más alta del mundo, les resultaba imposible conseguir el dinero suficiente para adquirirlo. Para septiembre de 2016, el salario de Yaneisi representaba 18.44 dólares al mes, cada ampolla de Actinomicina D costaba 20 dólares y necesitaban ocho para poder comenzar el nuevo tratamiento.
La madre solicitó ayudas en todas las fundaciones de Caracas que pudo. En la empresa donde trabaja también pidió apoyo económico, pero le exigían un presupuesto en bolívares para poder dárselo. La angustia se apoderó de la mujer: “¿Cómo hacía para conseguir el presupuesto, si la medicina estaba en Colombia?”.
Mientras tanto, Ángel Daniel comenzó a recibir aplicaciones de radioterapia en el hospital. El tratamiento demoró más de los 30 días previstos porque el equipo presentó fallas continuamente.
Con ayuda de los antiguos compañeros de clase de Ángel Daniel y gente de su comunidad, la familia logró organizar un evento en El Callao para recaudar fondos y reunieron el dinero que necesitaban. La mamá de otro niño que estaba en tratamiento en el hospital tenía que viajar a Cúcuta, Colombia, a comprar medicinas y se ofreció para traerles la Actinomicina D.
En 2017 tuvieron que cambiar de quimioterapia: una tomografía y una resonancia mostraron que el cáncer persistía. Ahora necesitaban Avastin, otro medicamento imposible de encontrar en Venezuela y comprarlo fuera ya no era una opción. En Colombia, solo una ampolla del fármaco cuesta 329 dólares y, en julio de ese año, el salario mínimo ya equivalía a 7.78 dólares al mes.
Yaneisi y otras madres que estaban en la misma situación recurrieron a todas las instancias, públicas y privadas, buscando apoyo. También fueron a la oficina de atención al ciudadano del hospital y lograron conseguir el medicamento, a través del Ministerio del Poder Popular para la Salud.
El Avastin sí redujo el tamaño tumor y en diciembre de 2017 operaron a Angel Daniel para sacárselo de su cadera. La cirugía fue en una clínica privada de Caracas que pudieron pagar gracias a otra ayuda que les dio el ministerio.
Para atacar los rastros que queden del tumor y unos pequeños nódulos en el pulmón, en enero de 2018 aplicaron cuatro ciclos de Avastin y para mediados de febrero deben aplicar más. Al finalizar, evaluarán si, finalmente, Ángel Daniel está libre del cáncer.
Yaneisi aún no ha conseguido las ampollas para la próxima aplicación (actualmente el salario minimo en Venezuela equivale a un dólar al mes), pero ella nunca ha perdido la fe: “Sí, todo va a salir bien, en el nombre de Dios”.
Para Alondra no había plan B
Alondra tenía un tumor tan grande que le desvió el corazón. Se lo descubrieron en octubre de 2015, cuando le hacían exámenes para saber por qué, a sus 11 años, se cansaba tanto al jugar tenis y le fallaba la respiración. Al ver el tamaño de la lesión, los médicos de Punto Fijo, la ciudad del estado Falcón donde vive la familia, les dijeron que tenían que irse a la capital del país porque allí no tenían especialistas en tórax ni recursos para atender su caso.
Así llegaron a la consulta del oncólogo Augusto Pereira en Caracas. “Él fue claro con nosotros. Nos dijo: ‘Esto no es nada bueno, puede ser malo o menos malo”, recuerda Alison Abou, la mamá de Alondra. Dirigidos por el médico, ella y su esposo, Maruen Nascer, emprendieron el camino hacia la sanación de su hija.
El 17 de noviembre de 2015 vino la primera cirugía para extraer parte del tumor de Alondra, que pesó 1.32 libras y era maligno: un sarcoma de Ewing que salía de una costilla, cerca de su columna. La operación fue hecha en una clínica privada de Caracas y costó 1,800,000 bolívares (aproximadamente 2,000 dólares, en ese entonces); el seguro médico solo cubrió la mitad del costo, el resto lo pagó la familia de sus ahorros.
Siguieron aplicaciones de quimioterapia en una clínica privada de Caracas, cada 21 días. La familia Nascer Abou tenía que viajar seis horas y media en su auto desde Punto Fijo, en el occidente de Venezuela, hasta la capital cada mes. Las primeras veces se quedaron en un hotel, luego, una amiga les ofreció hospedaje en un departamento en las afueras de la ciudad.
En junio de 2016, la niña regresó al quirófano: los restos del tumor no se redujeron con la quimioterapia y tuvieron que extraerlos quirúrgicamente, junto a una costilla y parte de otras dos. La operación la hicieron en otro hospital privado de Caracas y costó casi 3 millones de bolívares (2.757 dólares), que también pagó la familia.
Parte de los medicamentos para la quimioterapia los obtuvieron a través del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS), pero nunca les dieron la dosis que necesitaban, según su informe médico. Lo que faltaba lo compraban en la Fundación Banco de Drogas Antineoplásicas (Badan), ubicada en Caracas, que es un organismo autorizado para traer y comercializar estos fármacos en el país.
Además de la quimioterapia, la niña requería un protector para el corazón llamado Cardioxane, que ya no venden en Venezuela. La familia tuvo que comprarlo a través del servicio internacional de una farmacia, a 300 dólares el frasco. Antes el IVSS lo tenía a disposición, “luego dijeron que era un medicamento de lujo y ya no lo trajeron más”, cuenta la madre.
También debían inyectarle Granocyte para subir la producción de glóbulos blancos y células sanguíneas que disminuyen cuando se aplica quimioterapia. Usaba 16 ampollas al mes y las compraban en Badan a 1,800 bolívares cada una, hasta que se agotaron. En La Guaira, una ciudad portuaria cercana a Caracas, un revendedor tenía en 60,000 bolívares cada ampolla, pero no quisieron pagarlas; después encontraron a otro que las vendía en 7,000 y estaban a punto de caducar y las adquirieron.
“Mi esposo y yo somos comerciantes de la zona libre (de impuestos). Ahorita eso está acabado, pero cuando estaba mejor la situación, vendíamos y todo lo que ganábamos lo guardábamos”, explica la madre con voz pausada. Eso les permitía sortear los gastos.
Pero el cáncer persistía y el médico indicó otro tipo de quimioterapia: Actinomicina D, un fármaco que no se consigue en Venezuela desde 2014. La familia pensaba comprarlo en Estados Unidos, pero “cuando vimos que en Miami costaba 1,480 dólares cada ampolla, nos iba a dar algo. Alondra necesitaba 16, ¡eran más de 20,000 dólares! Le pedimos al doctor que nos diera un plan B, era demasiado dinero, pero nos dijo: ‘No, para Alondra no hay plan B, es ese o ese”, recuerda Alison.
«Delante de ella nunca hablamos de que no encontramos medicinas»
Se enteraron de que en Colombia la ampolla de Actinomicina D costaba 20 dólares. Maruen cruzó la frontera en avión, compró el medicamento y aprovechó para traerle a otro niño que también lo necesitaba.
Alondra recibió cuatro ciclos de la quimioterapia y comenzó un tratamiento con radioterapia en una clínica privada de Caracas hacia finales de 2016. La familia intentó que el tratamiento lo hicieran en Coro, una ciudad del estado Falcón que les quedaba más cerca, pero allí los equipos estaban dañados. El costo del paquete de radiaciones fue de más de 1,500,000 bolívares (equivalentes a 1,225 dólares, en septiembre de 2016).
Para Alison, además de sobrellevar la enfermedad de su hija y la incertidumbre sobre su sanación, lo más difícil era ver a tantos niños que podrían salvarse solo con tener el tratamiento a su disposición. Por eso, todos los medicamentos e insumos que le sobraban a la familia Nascer Abou los donaban al Hospital de Niños J.M. de los Rïos.
Alondra seguía adelante, a pesar de todo: logró pasar a sexto grado con apoyo de su maestra y nunca dejaba de jugar con su hermana menor, como cualquier niña de su edad. Sabía que estaba enferma, pero ignoraba todo lo que debían hacer sus padres para cumplir con su tratamiento: “Delante de ella nunca hablamos de los problemas, de que no encontramos las medicinas”.
El plan era que al finalizar la radioterapia continuaran con más quimioterapia, hasta desaparecer el tumor, y así fue: en mayo de 2017 la niña estaba libre del cáncer. Alondra y sus padres lo habían logrado.
Vinieron semanas de tranquilidad y revisiones de rutina, todo estaba en orden, hasta que un ganglio inflamado los puso en alerta, a finales de septiembre de 2017. Los exámenes no indicaron alteraciones y el médico les dijo que reportaran cualquier cambio. Quince días después, cuando comenzó la fiebre alta, les ordenó hacer una hematología que mostró los glóbulos blancos en 82,000, la repitieron y dio 120,000 (los valores normales están entre 4,500 GB y 11,000 GB por microlitro).
Una vez más, la familia Nascer Abou atravesó las 328 millas que separan Punto Fijo de Caracas y al llegar a la clínica hicieron una tercera hematología: las defensas iban por 270,000. Era leucemia. Cinco días después, Alondra falleció en la Unidad de Cuidados Intensivos. Era 26 de octubre de 2017.
Su hermanita habla de Alondra como si estuviera de viaje. Sus padres aún no encuentran consuelo. Alison se aferra a los recuerdos, a las fotografías, a la imagen de la niña llena de vida y de sueños que no se daba por vencida. “Ya no tengo paz, no lo supero. Se me fue de las manos sin darme cuenta”, lamenta.
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Este texto fue publicado originalmente en Univisión Noticias.
Mílitza Zúpan
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