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El caraqueño don Fernando Ascanio, cuarto Conde de la Granja, quiere manifestar públicamente su regocijo por los triunfos de Boves contra el primer ensayo de república. El título de Castilla pertenece a su familia desde antiguo, y ahora quiere mostrarlo ante los ojos de todos como exhibición de lealtad a la Corona. Las maneras de hacer la guerra que ha exhibido el individuo que provoca su alegría se ha caracterizado por la crueldad desmedida, por derramar ríos de sangre sin compasión, pero el mantuano juzga que llevó a cabo una hazaña digna de encomio por su propósito de resguardar la ortodoxia sacrosanta. Por lo tanto, considera que se le debe recibir con honores en Caracas. Gracias a las memorias del Mariscal de Campo Juan Manuel de Cajigal, jefe realista de importancia, podemos reconstruir el episodio que tuvo como centro al emocionado Conde de la Granja para aproximarnos a las consecuencias que se pueden deducir de su efímero protagonismo.
Pero no se busca ahora una referencia a los desmanes del caudillo asturiano y de sus seguidores para probar la maldad que se les ha adjudicado en términos exclusivos, sino ver cómo se profundizó en la época, debido a sus obras, el caos de la legalidad hasta el punto de una destrucción sin reemplazo. De allí la vuelta al episodio del asesinato del conde y de otro individuo que le sirve de compañía en el despropósito, un propietario de origen español llamado Juan José Marcano. Cajigal afirma que trata el caso por la importancia de los dos individuos que terminan en el rol de víctimas, dos figuras representativas del establecimiento colonial que son objeto de una desagradable sorpresa propia de situaciones de guerra como la que sucede en 1814. Quizá no se trate solo de un sobresalto amargo, sino de la prueba de cómo la contienda por la Independencia ha abierto brechas difíciles de superar cuando llegue la paz.
En julio, situados en la campiña cercana a la capital,
El Conde de la Granja llevaba su distintivo de la Cruz pequeña de Carlos III y Marcano un magnífico aderezo en su caballo. Llegaron al Portachuelo del Valle y, después de hecha su arenga, fueron asesinados sin otro fundamento que el de hacerse del aderezo y cruz de estos dos dignos españoles.
Marcano era un acomodado comerciante y agricultor de Madrid que gozaba del favor de los mantuanos y asistía a los agasajos del gobernador Emparan, quien le consultaba sobre algunos negocios. Monteverde no se atrevió a estorbar la rutina del personaje, ni a hacer pillaje en sus haciendas. Don Fernando Ascanio era el cuarto Conde de la Granja, un título que pertenecía a su familia desde 1683. Hidalgo de una fidelidad sin reticencias, el trono había reconocido sus labores en el Real Consulado de Caracas haciéndolo Caballero de la Orden cuyo distintivo le arrancaron del pecho, después de atravesarlo con una lanza mientras gritaban improperios los guerreros a quienes quiso dar la bienvenida.
El episodio no es solo un acto de rapiña y crimen como los usuales de entonces, sino la demostración de cómo han desaparecido los miramientos hacia señales emblemáticas del pasado. El real adorno y las prendas indicativas de prestigio son hollados por la tropa que supuestamente protege los derechos de Fernando VII, pero que solo parece interesada en aprovecharse de las circunstancias. La tropa se encandila con el brillo de objetos que producen beneficios materiales y solo advierte la presencia de hombres parecidos a los que había asesinado antes a mansalva, comunes y corrientes, aun cuando pertenecieran notoriamente a su mismo partido.
Lo que pudieron significar un rico comerciante español y uno de los «padres de familia» más famosos de la comarca, es borrado de la faz de la tierra mediante violencia en cosa de minutos. Cuando ataca a Ascanio y a Requena después de escuchar la salutación que los infortunados individuos han preparado para lo que juzgan como un encuentro trascendental, la soldadesca remacha un tajante divorcio de los antecedentes. En realidad la soldadesca no se ha cargado a dos nuevas víctimas en una ordalía sangrienta, sino a un fragmento de la tradición que todavía tiene ganas de presentarse como un elemento susceptible de continuidad, como la urgencia de volver al gobierno y a los negocios metropolitanos.
Una parte de la colectividad que se manifiesta a través de la brutalidad no se reconoce en figuras indiscutibles de la ortodoxia, pese a que actúa en su nombre. Su brújula no se guía por el imán de la economía imperial que pudo traducir la presencia de Juan José Marcano en la abortada recepción de El Portachuelo, ni por la sociabilidad de la Colonia en cuya vanguardia sobresale don Fernando Ascanio aderezado con una joya que promovía el prestigio de un rey esclarecido, sino por la estrella de Boves. Partiendo de su ascendiente sobre los llaneros, Boves ha desconocido la autoridad del legítimo gobernador, Juan Manuel de Cajigal, a quien escarnece en su correspondencia cuando le escribe como si no fuera un subalterno. Además, se ha proclamado como Gobernador de Barlovento, del Oriente y del Centro; pero también Comandante General de las Armas de Su Majestad Católica, unos títulos que no han salido del régimen al cual dice representar sino de sus desmandadas agallas.
¿Triunfa la monarquía cuando sus tropas acaban con la Primera República? Solo en la fachada de los sucesos. En sus banderas se oculta un predominio que esperaba la ocasión de enseñorearse para mudar, no solo el rumbo de la guerra, sino también el destino de toda la sociedad. ¿Boves es el representante de la Corona ante la cual se quiere arrodillar el Conde de la Granja? No, desde luego. Los valores del sistema antiguo no figuran en su programa, ni el peso de las regulaciones tradicionales ni los mandamientos religiosos. Por eso el asesinato de don Fernando Ascanio se distingue de los otros de esa contienda crucial.
Elías Pino Iturrieta
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