Modern Love

El amor se muestra en las trincheras

Fotografía de sammagfunk / Flickr

16/04/2018

Criar a un niño con necesidades especiales es vivir en un país distinto al que habitan los demás. Tendrás tus propios rituales, costumbres, reglas, tradiciones y vocabulario. La gente podrá visitarte, pero jamás sabrá de verdad cómo es la vida dentro de tus fronteras.

Durante el tiempo que hemos pasado dentro de ese país, mi esposo y yo desarrollamos nuestro propio código. Es un lenguaje que solo entendemos nosotros.

En general, él y yo somos personas muy distintas. A Will le encantan el jazz y los deportes, en ese orden; yo detesto ambos al punto de la desesperación. Él nació y creció en Londres; yo, en una serie de pequeños pueblos celtas que le parecerían claustrofóbicos y carentes de buen café. Yo jamás saldría de la casa sin arreglar hasta el más mínimo detalle de mi atuendo, aunque vaya a la tienda de la esquina; él llevaría a una fiesta su sudadera deshilachada, manchada de pintura y con décadas de antigüedad si yo no se lo impidiera.

No obstante, compartimos un lenguaje secreto que usamos más o menos cada dos semanas, a veces más seguido. Cuando lo usamos, podemos tener conversaciones enteras sin palabras para que nadie sepa que nos estamos comunicando ni qué estamos diciendo. Es una jerga que desarrollamos por necesidad, por desesperación… por amor.

Hace poco estábamos en un autobús con nuestros tres hijos. Era tarde, estaba nevando, todos estaban cansados y el autobús estaba repleto. Yo estaba arrinconada en un asiento con mis dos hijas pequeñas. Will y nuestro hijo mayor estaban parados en el pasillo.

Desde atrás nuestro escuchamos un ruido: algo crujía, castañeaba, se partía y después hubo un sonido típico de masticación. Giré la cabeza, al igual que Will. Vimos al pasajero con su bocadillo durante menos de un segundo antes de que yo me levantara de golpe de mi asiento, empujando a mis hijas frente a mí y cruzando miradas con Will.

Así comenzó nuestra conversación muda. Él ladeó la cabeza, diciendo: “¿Ese hombre está comiendo nueces en el mismo espacio que nuestra hija?”.

Yo entorné los ojos, respondiendo: “Me temo que sí”. Él frunció el ceño para decir: “No dejes que respire hasta que nos bajemos del autobús”.

Yo me encogí de hombros, como diciendo: “No te preocupes. No lo haré”. Bajamos del autobús a nuestros hijos confundidos y perplejos, y los sacamos a la nieve, a kilómetros de casa.

Sé que eso suena demente, así que permítanme explicar. Cuando nuestra segunda hija era muy pequeña, nos enteramos de que tenía un trastorno inmunitario. Nació con eczema crónico, estuvo afligida e incómoda cada minuto de cada día y hasta los seis años no pudo dormir toda la noche.

Es propensa a infecciones repentinas y severas. Es alérgica a una larga lista de cosas, algunas de las cuales pueden causarle choques anafilácticos mortales. Tan solo la inhalación de una sola partícula de polvo de nuez puede matarla en cuestión de diez minutos. Para ella, la vida es una serie de peligros reunidos uno tras otro, como cuentas en un collar.

Por eso nuestra familia vive en un estado de alerta máxima. Will y yo debemos pensar constantemente en las mejores maneras de protegerla, así como en minimizar el impacto de su condición en sus hermanos. Desde el momento en que despierta hasta el momento en que se va a dormir, bailamos un vals con el peligro. Nos capacitamos en resucitación, planes de acción médica para emergencias e inyecciones de epinefrina. Jamás salimos de la casa sin su medicina. Le enseñamos a su hermano, de 7 años, a marcar el teléfono para pedir una ambulancia y decir: “Esta es una emergencia por anafilaxis”.

Su padecimiento y todos los cuidados que requiere conforman nuestro lenguaje secreto, su gramática, su vocabulario, su puntuación. Esta batalla diaria en nombre de nuestra hija es la semántica de nuestra comunicación silenciosa, que recorre un cable invisible extendido entre ambos a todas horas del día. Sin importar dónde estemos ni qué hagamos —trabajar, tener reuniones, recibir llamadas, ver películas, comer con amigos— este problema estará ahí, será lo primero en nuestras mentes.

Con tal de revelarlo todo, debo decir que lo anterior es la versión adornada de nuestra relación, editada para hacernos parecer padres loables y unidos. La verdad es que entre nosotros también podemos discutir como enemigos. Él es testarudamente necio y yo soy infaliblemente volátil. Él es perfeccionista y racional; yo soy conocida por arrojar cosas, aunque no se las aviento a él, pero sí cerca de él.

Ambos somos personas exhaustivamente léxicas; podemos discutir el método ideal para cocinar huevos revueltos durante mucho tiempo, pues cualquier tema nos sirve de pretexto para abarcar otros defectos superfluos sin que ninguno ceda. Su hábito constante de escuchar música y usar su iPhone pueden ponerme los nervios de punta; mis pilas de zapatos al lado de la puerta de entrada y mi inclinación por reorganizar los muebles constantemente lo enfurecen.

Sin embargo, hay un sentido de solidaridad entre nosotros en cuanto a este tema. Jamás discutimos acerca de cómo cuidar mejor a nuestra hija, no porque siempre estemos de acuerdo —eso casi nunca pasa—, sino porque sabemos que es necesario canalizar cada átomo de energía en protegerla a ella y a sus hermanos. La vida familiar puede ser tensa en los mejores momentos, pero si uno sufre un padecimiento médico complejo, es algo que los afecta a todos; cada miembro del hogar debe enfrentar el estrés y los desafíos.

El invierno pasado, Will y yo tuvimos una discusión que había durado más de dos días. Nos criticábamos con furia cuando estábamos solos; nos lanzábamos miradas oscuras y enojadas de un lado al otro de las habitaciones; nos enviábamos mensajes de texto largos e irritantes.

Ya se me olvidó por qué nos peleamos exactamente. Quizá alguna nimiedad doméstica. Todo lo que sé es que, desde el momento en que mi hija comenzó a sentirse mal en la cena, la discusión que nos había consumido tanto se esfumó como vapor. Para cuando su garganta se había hinchado y estaba perdiendo la conciencia, estábamos en nuestros papeles asignados, recorriendo sin problemas nuestro plan de acción bien ensayado: le inyecté epinefrina y él llamó una ambulancia; le levanté las piernas para enviar el flujo sanguíneo hacía su corazón y él se llevó a sus hermanos a otra parte.

Lo que digo es esto: si eres parte de una pareja que está criando a un niño que, por la razón que sea —física, mental, neurológica, inmunológica—, requiere que hagas un esfuerzo extra, habrá estrés. Muchísimo estrés. La situación te pondrá a prueba de todas las maneras posibles, más allá de límites cuya existencia desconocías.

Bajo esas circunstancias, no debes pensar que tu pareja es el enemigo, a pesar del humo y el ruido en el campo de guerra. Debes reconocer que trabajan en la misma trinchera; están enfrentando al mismo enemigo. Es crucial que, cuando estén bajo asedio, no pierdas la cabeza ni te desquites, porque nadie más entenderá tu situación, ni las reglas de tu pequeño país, como lo hace tu pareja; ni siquiera tus amigos más cercanos, tus hermanas o tus padres te habrán visto en el peor de tus momentos.

Will es quien me ha visto llorar después de ver en Google los efectos secundarios, los índices de sobrevivencia y las estadísticas médicas. Él es quien me ha quitado el teclado y me ha dicho: “Ya basta”. Solo él sabe de verdad cuántas veces me levanté de la cama por la noche para ponerle vendajes, envoltorios y emoliente a la piel de mi hija. Solo él sabe lo poco que dormí. Solo él ha sido testigo de mi frustración y mi dolor por la cruel ignorancia de los demás.

Él es quien se ha sentado conmigo, al lado de su cama en el hospital, sosteniendo mi mano. De toda la gente que conozco, solo él entiende cómo es ver que tu hija se hunda en las garras de la anafilaxis, ver cómo palidece, cómo se hincha, escuchar que su respiración se entrecorta y se vuelve forzada, cómo es esperar al lado de la puerta, cargándola, escuchando con desesperación el grito arremolinado de la ambulancia que se acerca.

Es cierto, podemos luchar como niñitos cuando hablamos de jazz, zapatos y sofás, y sobre en qué momento es mejor poner mantequilla cuando cocinamos huevos revueltos. Quizá es necesario. Tal vez esas son las pequeñas válvulas que deben liberarse en nuestro matrimonio para que podamos soltar el exceso de presión acumulada e hirviente en el interior.

Cuando se trata de algo importante —cuando es una situación de vida o muerte— todos los conflictos y las peleas se olvidan. El código secreto entra en acción y solo sé una cosa: él y yo estaremos ahí, sacando los colmillos, entre la muerte y nuestra hija, incondicionalmente unidos, diciendo: “Retrocede, vete. No te la vas a llevar. Hoy no. Mañana no. No será pronto”.

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