Fotografía de Cristian Hernández | AFP
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De la megalomanía de Antonio Guzmán Blanco no queda mayor cosa. Los restos de sus estatuas son latón oxidado y piezas de museo. Los estados con su nombre también fueron renombrados. Y aunque todavía se preservan algunas obras de su tiempo, un país no se construye sólo con cemento. Por eso, ante las penurias de una época, la educación pública, gratuita y obligatoria se hizo camino entre las guerras civiles, revoluciones y montoneras.
31 de enero de 1873. Han transcurrido 2 años y 9 meses desde la Revolución de Abril que llevó a Antonio Guzmán Blanco a la presidencia provisional. Ante la sesión efectuada en el Palacio de las Academias, el ministro de fomento Martín J. Sanabria lee la memoria y cuenta de su gestión: “Las naciones no necesitan como condición indispensable para llenar un objeto, de que todos los miembros sean sabios, pero sí de que posean la instrucción necesaria para conocer sus derechos y deberes. De aquí se sigue que el Estado debe proporcionar directa o indirectamente la instrucción elemental a todos los asociados, como el medio más eficaz para moralizar las costumbres, fomentar la riqueza y formar la conciencia”. Vientos de civilización soplan en el país, son los tiempos del guzmancismo.
Desde el 27 de junio de 1870, Venezuela cuenta de manera oficial con escuelas públicas, gratuitas y obligatorias, un hecho que había sido anunciado por el jefe de la revolución, días antes, cuando le advirtió al Congreso reunido en Valencia su decreto sobre “la creación de una renta para la instrucción primaria popular, y creación de juntas nacionales y locales que organicen y presidan la instrucción popular, y recauden y apliquen la renta a ella dedicada”. La instrucción pública fue el esplendor del liberalismo amarillo, tan siquiera opacado por las carestías hacia los límites del poder, el castigo que recibía la disidencia y la oposición, y el estrambótico culto a la personalidad del Ilustre Americano que, a diferencia de la educación pública, desaparecía durante sus acostumbradas escapadas a Europa.
¡Mueran los que sepan leer y escribir!
Aunque hubo esfuerzos similares antes del decreto de 1870, ese año marcó un antes y un después en la educación venezolana. “La legislación educativa es una pieza fundamental para la formación de la ciudadanía republicana desde los inicios de la independencia”, cuenta la historiadora María Elena González Deluca, y también destaca que desde 1811, la educación figura como una exigencia en los debates constitucionales y en las mismas cartas magnas. En 1826 se sanciona la Ley de Instrucción Pública, con el objetivo de crear un sistema educativo nacional; y en 1838, terminada la guerra y la disolución colombiana, se establece la Dirección General de Instrucción Pública, con José María Vargas a la cabeza.
El Código de Instrucción Pública de 1843 buscó sumar otro esfuerzo, al pretender acabar con la dispersión educativa pero no lo consiguió. Venezuela era el país archipiélago, como lo define Elías Pino Iturrieta: un conjunto de islas dispersas, sin control central que sucumben ante la preeminencia de un hombre. “Era un sistema educativo inconexo, no había una normativa general, sino que cada provincia establecía la suya, y esta situación cambia el 27 de junio de 1870”, indica Tulio Ramírez, sociólogo y especialista en educación. Ante la calma que precede a la tempestad, en este caso signada por la Guerra Federal y la consigna “¡Mueran los blancos! ¡Mueran los que sepan leer y escribir!” que gritaban los alzados liberales, al mando de Ezequiel Zamora, el deseo de construir una sociedad culta no prosperó.
El fin del conflicto y el triunfo de los federales hicieron que la educación estuviera dentro del nuevo programa liberal a implantarse. El Decreto de Garantías de 1863 consagró la educación como uno de los derechos ciudadanos y lo mismo hizo la Constitución de 1864. El espíritu civilista de Juan Crisóstomo Falcón, aunque débil ante los avatares de su tiempo, siguió su marcha, hasta la llegada del septenio guzmancista en abril de 1870 que decidió decretar el carácter público, gratuito y obligatorio de la instrucción. El Estado se reservaba la tarea de velar por la formación ciudadana. Atrás quedaba la autonomía provincial que decidía sobre la legislación educativa, ahora era una política del nuevo Estado nacional.
Luces para un pueblo inculto
El Decreto de Instrucción Pública firmado por Guzmán Blanco y refrendado por Martín J. Sanabria, fue el resultado de un prolongado esfuerzo para educar a un país de analfabetos, tesis que cobró fuerza con el auge del positivismo en la región latinoamericana. Los inestables caudillos buscaban alcanzar la modernidad, y dentro de ese programa civilizatorio estaba la idea de una sociedad sabia, que reconociera sus derechos y deberes. “El ejercicio de la ciudadanía republicana requiere un individuo educado, con dominio de las herramientas básicas de lectura, escritura y operaciones matemáticas, que le permitan vivir en el cumplimiento de la ley y el respeto a las instituciones nacionales”, señala González Deluca.
Esos fundamentos desplegaron 10 artículos de disposiciones generales y 66 de la protección del gobierno federal a la educación primaria, que son las dos partes fundamentales en el documento oficial, plagado de conceptos profundamente positivistas que resumen los envolventes tiempos del Ilustre Americano. Entre las consideraciones que preceden a los artículos, resalta la idea general: “Que la instrucción primaria debe ser universal en atención a que es la base de todo conocimiento ulterior y toda perfección moral”. Ni más ni menos, educación para un pueblo inculto que ansía el progreso desde la barbarie a la civilización. En ese trance, el Estado liberal asume la responsabilidad de ser su protector.
Rafael Fernández Heres, autor de una vasta obra acerca de la historia de la educación en Venezuela, comenta en su libro La instrucción de la generalidad, que el interés no sólo vino del gobierno, sino también de la iniciativa privada. “La aplicación del decreto del 27 de junio significó en el país un aliento educacional nunca conocido hasta entonces. A este entusiasmo oficial se sumaba el esfuerzo que también hacía el sector privado, como el caso del Yaracuy, donde se instaló una escuela popular nocturna en San Felipe”. Una garantía establecida en el artículo 5, cuando se habla acerca del contrato de maestros y tutores para la enseñanza. No importaba su tipo o procedencia, las luces eran necesarias.
El esplendor de un siglo olvidado
Pese a que el siglo XIX venezolano se encuentra signado por la guerra y el personalismo, el Decreto de Instrucción Pública demuestra que hubo un esfuerzo, no sólo desde el Estado, sino también desde el individuo, por edificar una república frente los tumbos del caudillismo. Después de la guerra de independencia, proceso que tiende a opacar las gestas republicanas venideras, las cifras de acceso a la educación eran minoritarias y dependían del acontecer político, sobre todo en el período 1830-1848. Alrededor de 13.000 venezolanos pudieron estudiar, un número que se reduce con la gestión de los hermanos José Tadeo y José Gregorio Monagas y el lustro de la Guerra Federal, pues muchos jóvenes y niños fueron incorporados a las tropas y dejaron de asistir a las escuelas.
Esta realidad cambió en la segunda mitad del siglo, cuando durante los 3 años posteriores al decreto de 1870, se crearon cerca de 829 escuelas y ya se encontraban estudiando 28.549 personas, de acuerdo a la exposición de memoria y cuenta que consigna Martín J. Sanabria al Congreso de la República. Un incremento vertiginoso vendría en las décadas posteriores, cuando las últimas guerras civiles ven su ocaso y se avanza hacia un proyecto de Estado-Nación centralizado, paradójicamente, con una constitución federal. Así lo enfatiza la historiadora Catalina Banko: “El proyecto eliminó los privilegios en manos de la Iglesia e implicó la ampliación del acceso de la población a la educación pública”.
Esplendores y miserias se vivieron en la Venezuela de Guzmán Blanco, el autócrata civilizador. Mientras la educación pública mostraba una idea de sociedad civilizada, su autocracia lo perpetuaba en el poder. Estatuas iban y venían por toda Caracas, mientras la gente lo elegía a través del voto público y firmado. Pero aquello se lo llevó el viento, de lo primero apenas quedan partes desbaratadas en la Fundación John Boulton, y de lo segundo ni señales siquiera. Hoy sólo perduran las obras físicas y artísticas de su período, aunque también el censo, el matrimonio civil y, sobre todo, la posibilidad de asistir al colegio sin excusas ni privilegios, un legado perfeccionado, defendido y ampliado en el siglo XX.
Fuentes consultadas
FERNÁNDEZ HERES, Rafael. La instrucción de la generalidad. Historia de la educación en Venezuela 1830-1980. Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, 1981.
GONZÁLEZ DELUCA, María Elena. Negocios y política en tiempos de Guzmán Blanco. Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1981.
PINO ITURRIETA, Elías. Los tiempos envolventes del guzmancismo. Caracas, Fundación John Boulton, Universidad Católica Andrés Bello, 2011.
___. Historia Mínima de Venezuela. Caracas, Editorial Dahbar, 2019.
QUINTERO, Inés (coord.). Antonio Guzmán Blanco y su época. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1994.
STRAKA, Tomás. Instauración de la república liberal autocrática. Claves para su interpretación. Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 2010.
___. Venezuela 1861-1936. La era de los gendarmes. Caudillismo y liberalismo autocrático. Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 2012.
Jesús Piñero
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