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“Druk”, de Vinterberg. Hablemos de otros para hablar de nosotros

"Otra ronda" (en danés, "Druk") es una película dramática de 2020, dirigida por Thomas Vinterberg.

01/06/2021

Noche del 13 de marzo de 1995, dos daneses entran al Teatro Odeón de París. En pocos meses, el 28 de diciembre para ser exactos, el cine cumplirá cien años desde aquella famosa proyección de los hermanos Lumière donde vemos a un grupo de empleados saliendo, justamente, de la fábrica Lumière. Un hecho que se considera como el nacimiento del cine y del que Godard después diría: “Ese día no nació el cine, el cine ya existía, ese día lo que nació fue la taquilla. Porque fue la primera vez en la historia que se vendieron boletos para que la gente entrara a una ver una película”.

Pero volvamos al Teatro Odeón, en 1995; aquí hay dos versiones, la primera dice que Lars von Trier tenía que dar una conferencia que nunca dio sino que leyó un manifiesto titulado «Dogma 95» cuyas páginas luego arrojó al público. Acto seguido, el otro danés en el teatro, el joven Thomas Vinterberg, hizo su propio “voto de castidad” ante la audiencia ahí reunida. La segunda versión (y conociendo al personaje es bastante probable que así haya sido) es que von Trier básicamente le dijo a su joven cómplice: “Espérame aquí afuera que ya yo vengo”. Y así fue como acaparó el show, leyó su manifiesto, no nombró al coautor del texto que estaría afuera fumándose otro cigarro y preguntándose: “Pero qué raro, este pana debe estar mal del estómago, se está tardando demasiado”.

El dichoso manifiesto constaba de diez reglas/mandamientos y fue suscrito por cuatro cineastas daneses: Thomas Vinterberg (Dogma 1: La ceremonia), Lars von Trier (Dogma 2: Los idiotas), Søren Kragh-Jacobsen (Dogma 3: Mifune) y Kristian Levring (Dogma 4: El rey está vivo). Y estos eran los llamados votos de castidad a los que se comprometían:

      1. Los rodajes tienen que llevarse a cabo en lugares naturales. No se puede decorar ni crear un set. Si un artículo u objeto es necesario para el desarrollo de la historia, se debe buscar una locación donde estén los objetos necesarios.
      1. El sonido no puede ser mezclado separadamente de las imágenes o viceversa (la música no debe ser usada, a menos que esta sea grabada en el mismo lugar donde la escena está siendo rodada).
      1. Se rodará cámara en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad debido a la mano está permitido. (La película no debe tener lugar donde esté la cámara, el rodaje debe tener lugar donde la película tiene lugar).
      1. La película tiene que ser en colores. Luz especial o artificial no está permitida (si la luz no alcanza para rodar una determinada escena, esta debe ser eliminada o, en rigor, se le puede enchufar un foco simple a la cámara).
      1. Se prohíben los efectos ópticos y los filtros.
      1. La película no puede tener una acción o desarrollo superficial (no puede haber armas ni ocurrir crímenes en la historia).
      1. Se prohíbe la alineación temporal o espacial. (Esto es para corroborar que la película tiene lugar aquí y ahora).
      1. No se aceptan películas de género.
      1. El formato de la película debe ser de 35 mm.
      1. El director no debe aparecer en los títulos de crédito.

Certificado del movimiento fílmico Dogma para la película de Susanne Bier «Elsker dig for evigt» («Open Hearts», 2001).

Vinterberg inicia el experimento con La ceremonia (1998), la cual es incluida en la competencia oficial de Cannes de ese año. En ese entonces yo era un joven reportero que cubría festivales de cine y era la primera vez que iba a Cannes. En medio del encandilamiento de hallarme en semejante escenario (“Cuando cuente esto no me lo va a creer ni mi madre”) me llamó la atención que por todas partes hubiera unas calcomanías que decían «Film is dead» o «Le cinéma est mort» (El cine ha muerto).

Resulta que en esos años el video digital había alcanzado el suficiente nivel tecnológico como para que una película soportara ser grabada en ese formato y luego proyectada en la gran pantalla sin que aquello resultara un tormento audiovisual para el espectador. El cine ahora podía ser hecho con una cámara de video, con un equipo mínimo y liviano. De nuevo el mundo enfrentaba una revolución tecnológica donde la evolución de la cámara implicaba también una evolución en el modo de hacer cine. Como ocurrió con la nouvelle vague, con el neorrealismo italiano o con el cinema novo brasileño.

Una cámara más liviana otorgaba al realizador la posibilidad de hacer un cine ligero, ágil, cercano que se aproximaba a la realidad de una manera mucho más frontal y mucho menos intimidante que con una cámara enorme y pesada de 35 mm manipulada por tres o cuatro personas. El cine hecho en celuloide por un director que necesitaba a su alrededor un equipo de doscientas personas estaba contra la espada y la pared. Había llegado un chico nuevo a la escena, mucho más ligero, más económico, el cual podía incorporar a su cámara una lámpara y un micrófono, rodar una película en una locación que no fuera un estudio, luego montar eso en una sala de edición no lineal y posteriormente mandar ese producto a un laboratorio que le hacía la corrección de color y le daba la calidad necesaria para traspasarlo a película de 35 mm, y después llevar la lata hasta la sala de proyección. Un paso que a la vuelta de los años sería también superado al sustituir los viejos proyectores de películas hechas en celuloide por proyectores digitales.

Le tocó a Vinterberg lanzarse al ruedo para inaugurar la propuesta. Su película Festen (Dogme 1: La ceremonia) sería la primera en exhibirse. Fue estrenada en una sesión a la prensa donde la mitad de la asistencia se salió indignada gritando hacia la pantalla “C’est pas le cinéma, c’est la video!” (¡Esto no es cine, es video!). Sin embargo, los que nos quedamos en la sala disfrutamos de algo raro, duro, divertido (humor negro, pero del negro que los romanos llamaban “atrox”: el negro mate, opaco, impenetrable, el del humo de los incendios que anuncia un desastre irreparable). Era también algo que mareaba un poco, la cámara en mano por momentos se salía de control y aquello en la gran pantalla generaba un efecto como de montaña rusa que no daba respiro.

La guinda en el pastel la puso von Trier algunos días más tarde, como era de esperarse, con una película durísima también en competencia oficial (Dogma 2: Idioterne) donde un grupo de amigos realizan un experimento social: hacerse pasar por “idiotas” y ver cómo reaccionaba la sociedad ante esa comunidad incómoda, fuera de control, inmersa de cabeza en sus tonterías, que se comportaba de una manera tan distinta a como debería comportarse eso que todo el mundo llama “gente normal”. Los idiotas es una película que te abofetea; lo hace por su contenido, por sus escenas (en un momento incluso se vuelve un filme abiertamente pornográfico) y por su cámara en mano que parece manejada por un niño en un subidón de azúcar; no se queda quieta un segundo. Era algo hecho para resultar repulsivo y provocador; von Trier tenía ganas de molestar a la audiencia, de sacudirla y –como suele ocurrir con su cine y con sus declaraciones– lo logró.

Me tocó entrevistar a Thomas Vinterberg una mañana de mayo bajo el cielo abierto y sobre el césped de Le Grand Hôtel. Me encontré a un joven humilde e inteligente, sorprendido por el revuelo que había causado su película. Estaba realmente abismado. Incluso intimidado. En un momento de honestidad confesó:

Soy el más joven de un grupo de amigos que se reunió para beber, luego para beber más, y luego para beber aún mucho más. Y en medio de esa borrachera monumental fuimos ideando este experimento. No estamos inventando nada nuevo, simplemente queremos llamar la atención en un intento para que el cine vuelva a sus principios más elementales: esto se trata de hacer una buena historia con buenas actuaciones.

Vinterberg tenía un par de años más que yo. Han pasado veintitrés años desde entonces, yo sigo sin tener la madurez ni el talento para hacer una película como La ceremonia. Él se ganó el Premio del Jurado en Cannes 1998 y acaba de ganarse el Óscar a la Mejor Película Extranjera por Druk (Otra ronda, 2020).

Unos días más tarde nos tocó la entrevista con Lars von Trier, un zorro viejo, mucho más extrovertido y metido en su personaje de provocador. Habló pestes del cine comercial de Hollywood, se refirió a la urgencia de hacer una cinematografía más auténtica, honesta, democrática. Insistió en que el cine estaba muerto (ah, mira, este está detrás de las calcomanías pegadas por todas partes) y que no veía la mínima razón para volver a filmar una película en celuloide en su vida. En pocas palabras, su pieza y su propuesta con el movimiento Dogma 95 –nos dijo– se reducía a preguntarse: ¿a quiénes llamamos idiotas?, ¿acaso hay algo más idiota que creerse una persona normal? Sí, estamos idiotizados, aletargados por la estulticia, Dogma 95 es un intento para ver si hacemos algo para despertarnos y sacudirnos de tanta idiotez.

Lars Von Trier, Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring.

Años más tarde, en ese mismo escenario de Cannes y ya consagrado como uno de los cineastas más importantes de la actualidad, von Trier cometería la idiotez de decir –por medio de un pésimo chiste que aún muchos no logramos comprender– que “él era alguien capaz de entender a Hitler y las cosas que hizo”. Y así quedó vetado del festival porque eso pasa con la gente que habla demasiado: por ley de probabilidades hay muchas más oportunidades de embarrarla que de decir algo sensato.

En febrero de 1999, en el festival de Berlín, nos tocó –en un gélido jardín– entrevistar ahora a Søren Kragh-Jacobsen, el más veterano de los manifestantes, por su película La canción más triste de Mifune (o simplemente Dogma 3: Mifune). En mi opinión, la mejor de todas las películas Dogma con una cámara en mano pero en control. Y una historia hermosa sobre un hombre exitoso y recién casado que, repentinamente, se halla en la necesidad de hacerse cargo de su hermano que tiene un problema de autismo severo. Kragh-Jacobsen insistió en aquello que ya nos había dicho Vinterberg: “Somos cuatro amigos que decidimos hacer un experimento para divertirnos, estábamos borrachos, muy borrachos. No he bebido tanto en mi vida como cuando creamos ese manifiesto”.

Y vino entonces de nuevo Cannes, en su edición de 2000, y el último de los firmantes, Kristian Levring, presentó su Dogma 4: El rey está vivo. Pero no le fue nada bien. Definitivamente, la más fallida de las cuatro películas del movimiento original. Era como rematar un jugada que se venía tejiendo bien desde la defensa, luego magníficamente en el medio campo, pero cuando tocaba el remate al arco aquello era un disparo ridículo que se desviaba por los lados del banderín de córner. La entrevista con Levring habrá durado unos escasos cinco minutos, el tipo estaba desalentado y malhumorado. Él, como Bartleby el escribiente, hubiera preferido no hacerlo.

Todas las cuatro películas de Dogma 95 tienen algo en común: se relacionan con un experimento. En La ceremonia un hijo, en el cumpleaños sesenta del patriarca de la familia, pide hacer un brindis y consulta a los invitados: “Tengo aquí dos sobres, uno amarillo y uno verde, ¿cuál quieren que abra?”. Los invitados, muy contentos y bebidos, votan por el amarillo: “Es una elección muy interesante, esta carta en el sobre amarillo se llama «Cuando papá tomaba sus baños» y trata de cómo nuestro padre abusaba de nosotros obligándonos a verlo y tocarlo mientras se bañaba”. Entonces se destapa el desastre. La fiesta para celebrar al sexagenario se convierte en un pandemonio: el celebrado queda expuesto ante sus familiares y amigos como un abusador sexual de menores. De sus propios hijos, además.

En Los idiotas el experimento social es crear una suerte de clan de idiotas que van haciendo cosas insólitas para desenmascarar, sobre todo, la idiotez de los que se juran no idiotas.

En Mifune el protagonista, un tipo guapo, exitoso, recién casado con una mujer monumental, le dice a su esposa que él no puedo abandonar a su hermano (que está solo y, como señalamos, tiene problemas) y le pide a su reciente cónyuge que le permita hacer una prueba de convivencia del chico con el matrimonio. Pero aquello resulta una catástrofe: la relación de los hermanos se salva a costa, como era de prever, de la condena del matrimonio. La esposa no tiene la templanza necesaria para sobrevivir a esa vida, pues le cuesta entenderse con el hermano especial de su marido.

En El rey está vivo el experimento no produjo buenos resultados. No se entendió, quiso abarcar tanto que se perdió en la nada. Una mala mezcla de reactivos que acabó en el vacío. La película me recordó, acaso como metáfora, a unos compañeros del bachillerato que se robaron del laboratorio una piedra de sodio con la intención de tirarla en una poceta durante el recreo (lo que sonaría como una explosión de dimensiones importantes) y resulta que la piedra no era sodio y lo que hizo fue hundirse sin producir siquiera burbujas.

Mads Mikkelsen y Thomas Vinterberg en el rodaje de «Druk»

Pero entonces viene Vinterberg veinticinco años después de haber firmado su manifiesto «Dogma 95» y nos regala Druk, la historia de cuatro amigos que hacen un experimento para mantenerse siempre con los niveles óptimos de alcohol en el organismo, lo que los hace más creativos, más desinhibidos, más seguros, más divertidos. Moralejas aparte, algunos no soportan la experiencia y acaban con sus vidas; otros continúan las suyas –con sus bemoles, pero básicamente bien–. Quienes superan la tentativa, aunque toquen fondo, salen renovados de la aventura. En este punto no puedo dejar de pensar que a veces la ficción es la mejor vestimenta para la autobiografía, y en aquello que decía Godard: “Toda buena película de ficción acaba siendo un documental y todo gran documental acaba siendo una película de ficción”. No puedo dejar de pensar, tampoco, mientras veo a Vinterberg –ya con cincuenta y dos años– con su estatuilla del Óscar en la mano, en que lo que hizo fue un experimento más: hablemos de otra cosa para poder hablar de nosotros. Esta es nuestra historia, pero como si fuera la de otros cuatro amigos.

Y así, con esa Última ronda cerró un ciclo. Cinematográfico y de vida. De alguna manera también me ayuda a cerrarlo a mí, que he sido testigo de esto, simplemente porque me apasionaba y porque me tocó estar ahí. Ahora, además –me tomó veintitrés años comprenderlo– le encuentro pleno sentido.


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