Ficción

Domingos de ficción: La Tierra de los rezagados

Imagen de Kevin Gill | Flickr

03/01/2021

Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos, bajo la curaduría de Carlos Sandoval. Presentamos el texto de José Urriola (Caracas, 1971), quien es licenciado en comunicación social (mención audiovisual) por la Universidad Católica Andrés Bello, con estudios de maestría en literatura y cine. Urriola se ha desempeñado como productor, guionista, director audiovisual, docente e investigador. Ha publicado las novelas Experimento a un perfecto extraño (2012), Santiago se va (2015) y Fisuras (2020); y los textos de literatura infantil Chupetes de luna (2012) y Cuentos a patadas (2014). En 2009 obtuvo mención en el Premio Salvador Garmendia por Fragmentario. Es coautor, junto con Fedosy Santaella, del blog «Los hermanos Chang».

Tú sabes que las inteligencias son específicas así que hubo un punto en que me senté en el borde de la acera y con los pies en la tierra, lleno de frustración, les anuncié a todos: “Yo no sirvo para esto, ni entiendo nada de nada, así que me retiro, denle ustedes sin mí. Todo el éxito”. Doña Amanda se me acercó y dijo: “Claro que sabes hacer algo: echar cuentos. Tú vas a contar la historia”. Así que durante largos años me dediqué a observar y a anotar sin saber bien de qué iba el cuento y mucho menos cómo echarlo, pero si Doña Amanda me había encargado esa misión era porque algo había visto en mí. Además, como ella misma diría: al final la gente es del tamaño del reto que se impone.

Lo más difícil de comenzar es el principio, sobre todo cuando no hay principio o cuando el principio es una madeja de cosas que ocurrieron en simultáneo o que se fueron sumando como las serpientes de una cabeza de Medusa unidas para conformar una anaconda. Pero bueno, digamos que lo de la estulticracia fue piedra angular en esta ruina que somos. Resulta que de alguna manera todas las naciones del mundo se las ingeniaron –ya fuera por vía democrática o autocrática– para poner al mando a los peores. De todas las pésimas opciones posibles, se encargaron meticulosamente de elegir siempre la peor. La estupidez desbordada manaba a borbotones desde las élites del poder, se convertía en la única forma de gobierno del mundo, también la única que el mundo podía aspirar y merecía. Ya lo dijo mejor Margaret Atwood: a juzgar por los resultados la estupidez es indistinguible de la maldad.

Pero esto de la estulticracia y su avasallador poder de (y para) los estúpidos, no solo ocurrió con los mandatarios políticos, sino también con los líderes en todos los ámbitos del conocimiento, la tecnología y el entretenimiento. Así que la estupidez sumió al mundo en un estado de profunda bobería, en un aletargamiento mental y anímico generalizado sin precedentes en la historia. Y todo lo que oliera a inteligencia, a autonomía, a iniciativa particular o pensamiento crítico era mal visto por la masa descerebrada. Por lo que era inmediatamente señalado, perseguido y castigado por la turba enardecida de idiotas envalentonados y empoderados.

En un fenómeno indetenible e irreversible, la vida real fue desapareciendo y fue sustituida por una existencia virtual cuyo éxito se medía por la cantidad de seguidores o por la frecuencia de escándalos en los que el personaje se veía involucrado. El avatar suplantó a la persona. La capacidad para ganar seguidores se confundió con el talento y acabó desplazándolo, resignificándolo. Mientras tanto, el hambre y la miseria se iban tragando al mundo más allá de las fronteras de las redes sociales, y la gente de carne y hueso se fue quedando sin carne y se hizo cada vez más hueso. El mundo, más allá de las pantallas interactivas, se fue desdibujando, difuminando, convirtiéndose en un fantasma de polvo, costras y pellejo, errando por el desierto de lo olvidado, lo abandonado, lo desterrado porque no tenía cabida en el adictivo y ruidoso universo de la estulticia omnipresente.

Los avances tecnológicos ocurrieron, ciertamente, pero siempre y cuando estuvieran al servicio del adoctrinamiento o del espectáculo. La tecnología, la misma que en otros tiempos fue hermana de la magia, se hizo sinónimo de lobotomía, de reseteo mental, de embobecimiento y reprogramación. Vacía tu mente, deja de pensar por ti mismo, déjate llenar por la basura masiva, pensemos y sintamos todos lo mismo. La verdadera igualdad estaba en la tabula rasa de la estupidez. De ese modo, en una nueva versión de Fahrenheit 451, comenzaron a quemarse no solo libros sino autores y lectores. Así fue como todos aprendimos (y presenciamos) que Fahrenheit 1.472 (800 grados centígrados) es la temperatura a la que arde el cuerpo humano.

En un punto mandaron a las Kardashian a Marte en una nave financiada a partes iguales por la NASA, la Agencia Espacial Europea y empresarios privados. Fueron las primeras terrícolas en viajar al planeta rojo. Llegaron bien, sanas y salvas –para el regocijo de la muchedumbre extasiada–, pero los responsables del proyecto Kar-martians no calcularon los efectos climáticos y gravitacionales de Marte sobre el cuerpo de las muchachas, así que estas se fueron estirando, perdiendo las curvas, avejentando aceleradamente. En cuestión de pocas semanas eran difícilmente reconocibles y se asemejaban a troncos resecos de un sauce llorón. Y no había manera de traerlas de vuelta porque el cohete estaba diseñado para posarse en Marte, pero no para despegar de la superficie marciana. Así que pronto el mundo entero perdió el interés y allá se quedaron las Kardashian sin que nadie se acordara nunca más de ellas. Un día se perdió la conexión con Marte (la cortaron), y fin de la historia.

Luego de lo de las Kardashian surgió la idea de convertir la Agencia Espacial Internacional en un set de filmación de películas para adultos. “El primer trío interracial espacial y en gravedad cero”. Pero la propuesta no tuvo tanta aceptación en la masa. Les dio bastante igual, de alguna manera la pornografía ya había logrado vencer las leyes de la gravedad y el contorsionismo aquí en la Tierra, así que aquello no ofrecía nada nuevo. Entonces se les ocurrió lo del rinoceronte. El último de los rinocerontes. Un acto de zoofilia colectivo, una orgía espacial con bestialismo incluido. Era increíble el traje de astronauta del rinoceronte, parecía un tanque de guerra acolchado, pero cuando llegaron a la Estación Espacial y le quitaron la escafandra y el resto del traje al animal, y comenzaron a intentar meterle cosas por detrás y estimularle la erección, el espécimen se ha salido de control y, enfurecido, ha embestido contra todos los actores, el equipo técnico, los astronautas de guardia. Una masacre que llenó todo de sangre en lentos cúmulos y con pedazos de vísceras y miembros sueltos flotando por la estación. No sobrevivió nadie. De manera que el último ser vivo en el espacio resultó ser, pues, el último de los rinocerontes. Para algunos terrícolas el rinoceronte fue considerado una señal divina, un símbolo religioso, lo nombraron su líder y formaron un partido político (con mucho de secta), convocaron elecciones planetarias y resultó electo como presidente del mundo. Los partidarios de la Rinocracia se convirtieron en un grupo terrorista radical aún más extremista que ISIS; todo el que se negara a convertirse a la fe del rinoceronte era declarado infiel e indigno, lo que le hacía merecedor de la decapitación, el desmembramiento o el destripado con una daga ritual en forma de cuerno.

Como cabría esperarse, a la vuelta de los años el coeficiente intelectual promedio bajó, a nivel mundial, a 50 (antes era de 100); los más brillantes si acaso rozaban un cociente de 70, sin embargo comenzaron a considerarse auténticos genios.

Y aquí, por fin, después de este vueltón insólito que he dado por la Tierra y el espacio exterior para poder intentar armar el panorama circundante, es cuando llegamos a Guanarito, estado Portuguesa, que es importantísimo en el recuento. Me refiero puntualmente a esta historia que intento contarles, aunque al final también para la Historia Universal (así, escrita con mayúsculas y ribetes dorados). Porque resulta que la gente abandonó masivamente los campos y las zonas poco habitadas y se fue a las ciudades, no solo porque allá había dinero y algo de comida, sino sobre todo porque había Internet. Así fue como Guanarito quedó a la buena de Dios, como siempre, pero peor que nunca. Con sus cuatro calles polvorientas que alguna vez asfaltaron mal o intentaron asfaltar, pero se robaron el pavimento para ponérselo a la calle que conducía a la casa de algún alcalde o gobernador; con su iglesia cerrada desde quién sabe cuándo porque no había cura ni tampoco feligreses. Guanarito, con su estatua decapitada en el medio de la plaza, la de algún ídolo caído cuyo nombre ya nadie recordaba, porque con las revueltas de 2026 todo héroe, prócer o personaje histórico resultó culpable de algo y a algún grupo ofendía mortalmente, así que se decapitaron todas las estatuas, se derribaron todos los ídolos y se quemaron todos los monumentos del planeta. Porque los estúpidos están convencidos de que destruyéndolo todo es como se construye algo distinto. De manera que en Guanarito, mientras el mundo era tomado, maniatado y apabullado por la manirrota estupidez, las cosas siguieron más o menos igual que siempre, con la diferencia de que había menos gente. Y quedamos muy pocos contando los perros callejeros con su acordeón de costillas al aire; éramos casi todos niños o adolescentes: Matilde, Carmen, Lisandro, Efraín, Cirilo, Emma y yo, junto con algunos pocos viejos que decidieron entregarse a esperar la muerte en el terruño que siempre conocieron. Ancianos que nos enseñaron a criar animales y a cultivar hortalizas en conucos, lo elemental para garantizar la subsistencia con el mínimo de recursos.

Se fueron, pues, todos los que estaban en edad y condiciones de irse, con la honrosa excepción de una mujer flaca, en sus treintas, de piernas arqueadas, lentes gruesos de pasta, cabellos cortos ligeramente encanecidos y peinados con raya a un lado, el rostro alargado, los rasgos finos, la mirada apacible, la piel tostada por el sol. Con una voz dulce pero a la que nunca le faltó carácter. Amanda Muñoz, era su nombre. Maestra de la única escuela del pueblo. Y de sus faldas nos colgamos los mocosos que nos negábamos a irnos a Caracas, Valencia o Maracaibo con nuestros padres, así que Doña Amanda acabó adoptándonos. Les dijo a nuestros progenitores que se fueran en paz, que ella se hacía cargo. Que cuando estuvieran bien instalados regresaran a buscarnos, que con ella estaríamos bien cuidados. Y como la estupidez además de infinita es magnética, aquellos padres se marcharon a la ciudad a enfrentar sus nuevas vidas muy aliviados de no tener que cargar con los hijos y sin la mínima intención de regresar a buscarlos.

Amanda Muñoz nos dijo: “Bueno, aquí nos quedamos los rezagados, que suelen considerarse los últimos pero a veces son los que llegan más lejos”. Palabras que no entendimos en ese momento, pero que anoté por si acaso. Lo que sí nos gustó y adoptamos con gusto fue lo de Los rezagados. Era un buen nombre, como de equipo revelación por el que nadie da un peso pero que acaba dando la sorpresa en un torneo. Doña Amanda nos enseñó, además de trucos para rendir aún más los mínimos medios de subsistencia, a hacer un invernadero a escala repleto de palmas datileras, árboles frutales y plantas leguminosas, todo ello de un tamaño aún más reducido que un bonsái. Nos instruyó, con lo que teníamos a mano, en los procesos químicos para convertir orina, sudor, sangre y cualquier otro flujo del organismo en agua potable. Todo lo que se recicla con sabiduría acaba conformando un mecanismo de perpetuo movimiento, insistía la maestra.

Al final, como si se tratara de una instalación para un tren de juguete que recorre un país miniatura, aquello era como tener fincas enteras pero del tamaño de un jardín japonés portátil. Del único poste de luz que servía en todo Guanarito, Doña Amanda sacó un cable y de ahí se ingenió toda una instalación eléctrica para alimentar de energía la escuela. Se trabajaba de noche y de día. Nos turnábamos para hacer guardias. Y no se hablaba con nadie jamás de lo que ahí estábamos haciendo o aprendiendo. Era un secreto de rezagados y solo Los rezagados podíamos hablar del tema. Amanda Muñoz valoraba mucho el arte de saber quedarse callado. En un mundo sobrepoblado de palabras vacías, en el que se hablaba tantísimo para no decir nada, el silencio era oro. Saber quedarse callado era una de las más sutiles expresiones de la sabiduría, eso decía.  De pronto, la maestra Muñoz se ausentaba, no dejaba a nadie a cargo, nos cuidábamos entre todos y nos autogestionábamos, una cosa que ella llamaba el anarcosindicalismo orgánico: dependiendo de la circunstancia ustedes sabrán quién habrá de liderar para luego delegar.

Lo que sí nos dejaba sin falta, con un rigor casi marcial, era con alguna tarea: un asunto relacionado con el diseño de cohetes, o con nanobots, con las relaciones entre la mitología y la astronomía, o con investigaciones profundas sobre el concepto de terraformación (cómo convertir un contexto alienígena en un planeta habitable como la Tierra). Cosas así. Y ahí fue –en una de esas excursiones de Doña Amanda no se sabe a dónde y para qué– cuando llegó el día en que desalentado y abrumado por la frustración, me senté sobre el borde de la acera y los mandé a todos al carajo, comenzando por mí mismo, porque no tenía talento para nada de eso y de nada de eso entendía. Así que todo el éxito y que les vaya bien, cabezas de bola todos, yo llego hasta aquí y aquí me quedo.

No me di cuenta de que la sombra alargada de Doña Amanda se acercaba por un costado, desde un punto ciego, y ahí fue que me dijo lo de “pues claro que sabes hacer algo, echar cuentos, así que cuenta esta historia”. Cuando levanté la mirada y vi la silueta recortada contra el abrasador sol portugueseño se me aflojaron ligeramente los esfínteres y no me hice encima porque hubo un elemento que me llamó la atención: bajo el brazo Amanda Muñoz traía una vieja computadora. Y en una pesada mochila en su espalda traía también libros, documentos, discos duros cargados de terabytes de información clandestina. Cosas que, luego explicó, las sacaba de unos lugares desiertos y en ruinas que alguna vez se llamaron universidades y bibliotecas. Lugares peligrosos, también nos dijo, porque si te ven rondando por allí es porque estás buscando algo que no conviene a los que mandan, porque estás interesado en material para pensar por tu cuenta, para pensar distinto y entonces, si te agarran, Fahrenheit 1.472 contigo, por dártelas de “autónomo” y de “inteligente”. Por eso prefería ir sola, para no exponernos. Además, a solas viajaba más ligera y sabía exactamente qué buscar y dónde hacerlo.

Gracias a la computadora pudimos hacer, entre decenas de cálculos, unos tests de inteligencia y resulta que los niños de Guanarito, cosa curiosa pero también perfectamente explicable al estar en el medio de la nada y sin contacto con el resto del mundo, protegidos tras semejante escudo de abandono y olvido, teníamos un coeficiente intelectual que oscilaba entre “promedio” y “alto”: entre 120 y 150 (Einstein tenía uno de 160, así que no estábamos nada mal). Esto nos convertía en unos auténticos genios comparados con la inmensa mayoría de la humanidad (que lo de humano le estaba quedando ya bastante grande, digamos que eran unas criaturas antropoides pero con conexión a Internet). Ah, punto importante, dentro de las mochilas había libros y discos duros cargados de literatura y cine de ciencia ficción, porque la maestra Amanda aseguraba que en la buena ciencia ficción yacía la vacuna para inmunizarse contra un futuro horrible, las claves para elevar las defensas contra el virus de la estupidez y escurrirle el bulto a la amplia gamas de distopías a las que habíamos ido a parar. En fin, que la ciencia ficción era como un mapa para poder imaginar otros territorios, itinerarios, destinos, porvenires.

Doña Amanda nos estuvo instruyendo hasta que ya no fuimos niños, hasta que logró enseñarnos todo eso que al resto del mundo había dejado de interesarle, y hasta que vinieron a Guanarito los hombres de negro con sus armas largas y sus máscaras plateadas de calavera. Y se la llevaron por estar contrabandeando inteligencia, asunto peligroso y prohibido, porque ellos eran agentes de contrainteligencia. Y los niños que ya no éramos niños lloramos y tratamos de agarrarla de las faldas, pero los hombres de negro nos patearon con sus botas militares y nos aplastaron los dedos y nos trituraron las narices a culatazos, mientras se llevaban a Doña Amanda para torturarla en un calabozo enterrado decenas de pisos bajo tierra en el que nunca más vería la luz del sol. O para someterla a los 800 grados centígrados en los que combustiona el cuerpo humano.

“¿No nos vamos a llevar detenidos al resto?”, preguntó uno de los hombres de negro a través del pasamontañas que le ocultaba el rostro. “No, primero arrestamos a la bruja que se cree muy inteligente, esa fue la orden. Luego venimos por los demás si así lo ordena el comandante”, dijo el que lideraba al grupo de asalto, con una voz robótica filtrada por su máscara metálica de calavera.

Doña Amanda no prestó resistencia. Se dejó llevar como un convicto sentenciado a muerte. Escoltada por un polvoriento y ardiente camino de tierra de Guanarito. Pero antes de entrar a empujones en la camioneta de sus captores, Amanda giró la cabeza con sutileza y nos sonrió con dulzura. No la volveríamos a ver, pero algo esencial de ella jamás nos abandonaría. Nos acompañaría a donde quiera que fuéramos. La gente buena deja fantasmas muy poderosos cuando se va.

Apenas vimos la camioneta blindada perderse tras las nubes de polvo por la vía que salía del pueblo en dirección a Guanare, decidimos que el gran momento había llegado. No había tiempo que perder. Volverían por nosotros pronto y nos ejecutarían en el sitio. Así que, aunque magullados y sangrantes, nos fuimos a rastras hasta la escuela, levantamos una plancha de zinc que teníamos en el piso y ahí se asomó un agujero profundo que, mediante una escalera tallada en la roca, se internaba en el subsuelo de Guanarito. Un pasadizo oculto que llevaba hasta la nave que durante años habíamos estado construyendo. Era el momento de despegar. De irse a Encélado, luna de Saturno, de la misma manera en que los negros se habían largado en su cohete artesanal a Marte en Un camino a través del aire, la decimocuarta de las crónicas marcianas de Bradbury, relato de donde habíamos sacado la idea.

Aunque nadie lo creyera, comenzando por nosotros mismos, los rezagados de Guanarito nos haríamos astronautas y colonizaríamos otros mundos; porque la vida –como decía Amanda Muñoz– quedaba, al menos por ahora, en otra parte.

Habíamos barajado varios opciones pero ganó Encélado con su nombre de gigante enterrado bajo tierra por Atenea quien, se dice, en una batalla cuerpo a cuerpo durante la guerra entre dioses del Olimpo y gigantes, lo derrotó al lanzarle encima –completa– la isla de Sicilia. Allí quedó tapiado Encélado y es por eso que cuando el monte Etna escupe cenizas, vapor caliente y lava se dice que es que Encélado se acomoda o está respirando. Pues algo muy similar pasa en la luna de Saturno que lleva su nombre: debajo de la superficie helada hay un mar de agua caliente que a veces se abre paso entre el hielo y sale expulsado al espacio por kilométricos géiseres. Un gigante respira bajo la tierra congelada de la luna Encélado.

El piso de adoquines de la plaza principal de Guanarito, con su estatua decapitada y sus edificios circundantes abandonados durante décadas, se abrió por la mitad y desde el fondo de la tierra se proyectó hacia el cielo el cohete de los rezagados, hecho de residuos de cualquier cosa encontradas por ahí, durante años, por los niños olvidados de Guanarito. Allá atrás fue quedando la madre Tierra, condenada por la imbecilidad de sus habitantes, sumida en la más profunda idiotez.

Llegamos a Encélado y lo terraformamos haciendo uso de todo lo que nos había enseñado la maestra Amanda. Al convertirlo en una Tierra habitable no tuvimos otra noción (ni siquiera otra opción) que replicar a Guanarito pero a 1.272 miles de millones de kilómetros de casa. Las mismas cuatro calles de tierra, los mismos perros callejeros huesudos, los mismos conucos y sembradíos que conocíamos. También las mismas fincas ganaderas y los mismos cultivos de sorgo de los alrededores, esos mismos que trajimos encapsulados en versión diminuta pero que al entrar en contacto con la superficie de aquella luna se extendían hasta alcanzar su tamaño real. Incluso construimos la misma escuela y las mismas casas vacías. Y la misma plaza, aunque esta vez con una estatua provista de cabeza, la de la única heroína que conocíamos: Doña Amanda Muñoz, mirando al espacio con sus lentes de pasta y sosteniendo en la mano un libro.

No pasó mucho tiempo para que los colonos de Guanarito en la luna de Saturno nos diéramos cuenta de que no éramos los únicos en Encélado. Habían llegado también unos lapones de Kittilä, al norte de Finlandia, y también una gente de la Isla de Buka, en Papúa Nueva Guinea. Más tarde se aparecieron también unos pescadores de una aldea llamada Þórshöfn en Islandia. Así como un grupo conformado de varias etnias africanas que se hacían llamar “los afronautas”. En fin, gente muy distinta, unida por un factor común: eran los olvidados de la Tierra, los que se quedaron fuera de la “civilización”. En cada uno de sus casos hubo alguien, una suerte de Doña Amanda, un maestro abnegado, que les enseñó lo esencial para poder huir de la estulticia, armar una nave para llegar a destino, terraformar Encélado. Claro, para los lapones y los islandeses el reto no había sido tan grande como para todos los demás.

A pesar de las barreras culturales, idiomáticas y étnicas éramos gente tan inteligente (modestia aparte, a las cosas por su nombre) que no nos costó mayor cosa entendernos. Los acuerdos establecidos fueron pocos pero significativos: imperaría simplemente el sentido común, cada quien que conservara la cultura, la religión, las costumbres que deseara, siempre y cuando no molestara a los demás ni tratara de imponérselas. Por otra parte, no habría fronteras, Encélado era libre y de todos, todos eran ciudadanos universales con derecho a entrar y salir libremente de Guanarito, Þórshöfn, Nueva Laponia, Mar de Salomón, New Kasala, siempre y cuando se respetara el sagrado principio de dejar al otro quieto haciendo lo que deseara hacer en paz. Ah, y nada de militares. Porque histórica, literaria y cinematográficamente estaba comprobado que cuando aparecían los militares todo devenía en una cosa irreversiblemente jodida.

La vida en Encélado transcurrió con una paz y una armonía literalmente de otro mundo. Fuimos realmente felices durante largos años en los que nos cuidamos de no tener ninguna comunicación con la Tierra. Habíamos llegado al nuevo mundo para quemar las barcas. Claro que las cosas se complicaban un poco cuando se mezclaban el vodka finlandés con el brennivín (bebida conocida como la “muerte negra” por los islandeses), con el ron y el cocuy venezolano junto con el moonshine de Tanzania. Pero luego de la resaca imperaba de nuevo el sentido común y se pedían, de ser necesario, las disculpas de rigor.

Siguió llegando gente de otras partes y todos los recién alunizados acordaron aplicar la difícil pero sabia medida del respeto y el sentido común, y a la vuelta de unos años Matilde acabó casándose con un catalán muy rubio del Valle de Arán al que llamábamos “Catire”. Y Emma se hizo muy cercana a un lapón que para todo el mundo, excepto ella, era evidentemente albino. Lisandro se fue a vivir con una sudanesa que era un monumento –como esculpida en obsidiana– y contaba que después de estar con esa mujer ya él no podía regresar a ninguna otra parte del universo. Cirilo se enamoró de una ucraniana de Prípiat, la ciudad fantasma cercana a la Chernobyl, que llegó algunos años después en un cohete hecho con los restos de la planta nuclear y que cuando aterrizó estaba a punto de colapsar igualito que el reactor aquel que desencadenó la tragedia de 1986. Carmen hizo familia con un rapa nui que esculpía unos gigantes idénticos a los de su natal isla de Pascua, y que desde un fiordo de Encélado miraban a la lejana Tierra. El rapa nui de Carmen decía que la Tierra, cuando terminara de ser arrasada por la estupidez, volvería a renacer, que nosotros no lo veríamos, pero nuestros bisnietos quizás sí, y volverían entonces a un mundo limpio, nuevo, hermoso, libre de estulticia. Que así era el curso de la vida, no se trataba de un final sino de renacimiento. Y Carmen Amanda le respondía: tú eres bueno esculpiendo y para el sexo, de resto no deberías hablar tanto. Y se reían a carcajadas los dos.

Pedro José, nuestro único hijo, mitad de Guanarito y mitad de Manbiy, Siria (la ciudad natal de su mamá), nos dijo que él había estado construyendo una radio cósmica y que había recibido señales de Europa, de Ganímedes, de Ío y de Calisto, los satélites de Júpiter. Que ahí también había gente y que él quería conocer otros espacios. Que el mundo en Saturno le quedaba pequeño y él quería saber qué había más allá de los anillos. Su mamá lloró, pero le dio la bendición, en su idioma y en el mío, y le dijo que donde fuera hiciera el bien y simplemente aplicara siempre el más elemental sentido común.

Pedro José regresaría a la vuelta de unos años, ya hecho hombre, junto con su esposa, una inuit preciosa llamada Naasoq, y con una hija europea –pero de la Europa de Júpiter, valga la aclaratoria– aún más preciosa, llamada Pipaluk que significa algo así como “mi niña” o “mi querida pequeña” en la lengua de hielo de su madre.

Pipaluk, de esto me enteraré antes de escribir estas últimas líneas y entregarme a la dulce espera de mi último aliento con la tranquilidad que da la misión cumplida, liderará una expedición para colonizar la Tierra. Lo hará con su familia y con una flota entera de descendientes de terrícolas nacidos en las lunas de Urano, Neptuno, Júpiter y Saturno. Lo hará, de alguna manera, también junto con todos nosotros, sus ancestros que salimos de allí y gracias a nuestros descendientes regresaremos al hogar que pensamos perdido. Se toparán con un mundo desierto y virgen. Serán los primeros humanos en habitarla después de mucho tiempo en que la casa ha permanecido vacía.

Abuelo –escribirá mi nieta desde mi lejana Tierra, y con esto cierro–: ¿podrás creer que ahora todos los terrícolas somos extraterrestres?


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