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Octava entrega de la cuarta temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural es la no ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con José Luis Ávila, (Caracas, 1983), periodista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Sus textos han sido publicados en Prodavinci, Exceso, Clímax, El Nacional, Papel Literario, Estampas, Gatopardo, Arquine y Telemundo. Ha sido reportero y productor en distintos momentos de su carrera, siendo su última posición la de editor en la revista Vogue México y Latinoamérica. Condujo junto a la periodista Faitha Nahmens el espacio radial Caracas Vuelta y Vuelta en la extinta Emisora Cultural de Caracas, proyecto que recibió el premio «Caracas a través de la mirada del periodismo» en 2013. Reside en Ciudad de México.
También mueren los lugares donde fuimos felices
Julio Ramón Ribeyro
I
Ya era costumbre que amaneciera sin luz eléctrica, pero esa mañana Soledad se sintió feliz. Como los días que recibes un regalo que has anhelado por años. Llegó el agua y se pudo dar una ducha helada para borrar de su cuerpo enflaquecido el pegostoso calor de Maracaibo en agosto. Abrió las ventanas, dejó correr el aire y sacó de la nevera dos huevitos para el desayuno. La noche anterior había hecho un trueque con su vecina Agripina. Por diez cucharadas de café, dos huevos. Cortó un poco de tomate y cebolla cuando, de pronto, recibió la segunda sorpresa del día. ¡Llegó la electricidad! Se trataba de una auténtica fortuna, así que fue corriendo a la sala y puso su viejo CD de Rafaella Carrá. Era su ritual íntimo de celebración.
Cantó en perfecto italiano:
Maracaibo
balla al Barracuda
si ma balla nuda
za za
La canción de la diva italiana entrañaba una leyenda urbana. Según, fue un guion cinematográfico devenido en canción, con la historia de una bailarina nudista que trabajaba en un bar llamado El Barracuda de la Av. 5 de Julio, y escondía armas en su camerino para enviar a revolucionarios cubanos mientras se debatía entre el amor de dos hombres. Su vida, en cambio, nunca había estado llena de tanta adrenalina y peligro.
–¿Qué hubiera sido de mí si en vez de estudiar sociología, me hubiera hecho puta o actriz para interpretar a la mujer del Barracuda? –le dijo al espejo entre risas.
Por un momento todo fue dicha y felicidad, pero le duró poco. Su pesadilla diaria se repitió cuando la canción se detuvo a causa de un nuevo corte eléctrico como otras mil sopotocientas veces.
–Alegría de tísicos –expresó derrotada.
Cuando pensó que lo peor ya había sucedido, dejó caer el plato con los huevos y vio desparramado por los suelos el perico que se iba a comer. Estuvo a punto de recogerlo, pero le dio asco. Llevaba días sin poder limpiar la casa porque el precio de los detergentes traídos de Colombia se cotiza en Las Pulgas como diamantes en Fifth Avenue.
Su rosario de frustraciones cotidianas también se veía alterado por el despecho de su ludopatía. A falta de bingo, dinero y ron, se entretenía a puro gañote haciendo crucigramas de revistas y periódicos viejos con Criseida, su vecina del balcón de enfrente, que se encontraba tan sola como ella en casa.
–¿Ave de gran pico? –preguntaba una.
–Tucán –respondía la otra.
II
El calor de Maracaibo fue insospechadamente generoso la semana siguiente, así que Soledad recogió sus largos rizos grisáceos, se puso gafas de sol y emprendió un paseo por las calles de su ciudad infernal, la que décadas atrás fuera un próspero y agitado puerto petrolero.
–No hay belleza en la fantasmagoría de una ciudad vacía –pensaba en voz alta.
Las ventas de mandocas, patacones, yoyos de plátano, tetas de frutas, cazuela marinera o mojito en coco habían cerrado hacía mucho tiempo. La panadería de Nerio, que por años fue el epicentro social del Barrio de Santa Lucía, bajó la santamaría en extrañas circunstancias. Sus hijas, las Nereidas, se fueron sin despedirse y nadie supo qué pasó. Tampoco con el taller mecánico de Batman Martínez, el rey de la Av. El Milagro. La que sí sobrevivió fue la licorería de Adonai, aunque la cerveza siempre esté caliente.
–Me siento de mil años –pronunció Soledad al llegar a su destino.
Cumplía con su compromiso de cuidar la cola de las piedras o la forma simbólica como un grupo de jubilados zulianos aguardan un turno frente al cajero automático en el que retiran su mísera pensión. Colocan sus nombres en pedazos de papel que pisan con un pedrusco que lleva un número pintado con un marcador. Uno, 10, 32, 53, 76, 81, 93; parece un caminito hecho por un maestro Zen.
El clímax de aquella tarde ocurrió cuando Soledad divisó estacionado el viejo Dodge Dart de Antonio, un caraqueño que cambió El Ávila por el Lago de Maracaibo cuando se enamoró de la más guapa de las egresadas de la promoción 1976 de Sociología en LUZ. El caballero en cuestión fue su gran amor secreto desde que tuvieron un jujú a finales de los años 80.
Invadida por el impulso de un espía, se acercó con mucha curiosidad hasta el vehículo que lucía sucio y medio destartalado. Se trataba de un Dart modelo sport, techo de vinilo, pintura metalizada y tapas en las ruedas. La puerta de la casa dejaba colar un gran silencio que se rompió con el estruendo del timbre, pero nadie contestó. Fue un vecino que pasaba por el lugar el que le dio la noticia.
–¿Sabéis algo de Antonio? –preguntó Soledad.
–Murió hace dos meses –contestó el hombre.
–¿Qué? –reaccionó con estupor.
–Sí, infartado. La viuda y los hijos se fueron a Colombia después de eso –remató el informante.
Soledad se agachó para ver el asiento trasero en el que tantas veces hicieron el amor. La embargó una enorme melancolía. Siempre fantaseó con un final parecido al de Florentino Ariza y Fermina Daza. Desde ese día y cada vez que le toca ir al cajero a cobrar su pensión, vislumbra a lo lejos el carro que por más de 30 años soñó la llevara a un lugar que hoy solo se encuentra en el cementerio de sus sueños.
José Luis Ávila
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