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Discurso de Virgilio Ávila Vivas pronunciado en el centenario del nacimiento de Carlos Andrés Pérez
por Prodavinci
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A continuación publicamos el discurso de Virgilio Ávila Vivas, exgobernador del antiguo Distrito Federal y exdiputado de Acción Democrática, en la conmemoración del centenario del expresidente Carlos Andrés Pérez.
Cuarenta y cinco años después, sigue vivo en mi memoria el día en que el presidente Pérez me dijo que quería hacer una gira por el estado Nueva Esparta, del que yo era gobernador, para visitar las obras que se habían puesto en marcha. Me dijo que quería visitar los nuevos negocios que se habían instalado después de decretado el Puerto Libre.
Caminamos la avenida Santiago Mariño y luego la avenida 4 de Mayo, en medio de una multitud que nos acompañaba. Entramos a varias tiendas, entre otras, La Media Naranja, Rattan, La Bodega de Blas y Madison Store, modernas y bien surtidas de todo tipo de mercancía. Parecía que estábamos en otro país. El presidente estaba tan impresionado, que cuando caminábamos por Rattan quiso subir al segundo piso para observar todo desde arriba y me dijo: “Virgilio, qué bueno que me hayas traído a ver todas estas nuevas inversiones. Quiero manifestarte con emoción que así quería ver a Margarita, próspera, alegre y con un mejor estilo de vida. Qué satisfacción, así es que quiero ver transformada a toda Venezuela”.
Yo puedo dar fe de que esa Venezuela que él quería ver en marcha no era un sueño, sino un proyecto que ya había arrancado. Ese deseo de progreso que me expresó aquel día mientras contemplaba todo lo que se había logrado era mucho más que un deseo: era una voluntad en acción.
Y es de eso de lo que quiero hablar: de un hombre que demostró con su acción de gobierno que la democracia era capaz de convertir a Venezuela en un país del primer mundo. Un hombre que creyó que éramos grandes y trabajó en grande por el futuro sin desprenderse nunca del presente que tanto exigía de nosotros en aquel entonces y que tanto reclama de nosotros en este día en que hemos venido a rendirle tributo, en el centenario de su nacimiento, a uno de los preclaros hijos de esta Venezuela que ha parido a tantos hombres y mujeres ilustres que han marcado nuestra historia.
Hoy estamos ante la tumba del niño nacido en Rubio que se vino a Caracas de la mano de Leonardo Ruiz Pineda, el maestro, el amigo, el gran político que regó con su sangre el suelo fértil donde se arraigó el espíritu democrático de nuestra Venezuela. Le tocó a ese muchacho guapear con todo en contra, en momentos en que parecía que al país se lo tragaría para siempre la dictadura. Y junto a otros como él, dio la batalla hasta conseguir la libertad. A Leonardo, aquel maestro que murió asesinado, lo honró de la manera más digna: construyendo una democracia que puso a Venezuela en el camino del desarrollo material y la superación espiritual mientras muchas de nuestras naciones hermanas seguían oprimidas. Donde otros seguramente habrían sembrado odios para cosechar venganza, él supo sembrar afectos para cosechar la conciliación, seguro como estaba de que la unidad nacional y la concordia eran vitales para una democracia más sólida, más amplia, más perfecta y, por lo tanto, más estable. Pero la democracia política, si bien era tan necesaria, para él no era suficiente. Por eso trabajó por la democracia social y la democratización económica. En este punto es indispensable referirnos, con la brevedad a que obligan las circunstancias, a su primer gobierno, al que siento que no se la ha hecho justicia. Diré, para empezar, que si hoy el país tiene reservas políticas y posibilidades reales de resurgir, es porque el presidente Pérez impulsó con su primer gobierno una transformación de las estructuras y de las mentalidades, que le dio carne y espíritu a una ciudadanía verdaderamente moderna y republicana. Él echó las bases de una Venezuela que florecería en el futuro, pero con plena conciencia de que el futuro comienza en el aquí y el ahora, que no es un sueño sino un camino real que se recorre con pasos concretos. Tan concretos que se pueden enumerar en una lista de logros que nadie puede refutar y que van desde la nacionalización del petróleo y el hierro, pasando por las grandes obras de vialidad, la creación y ampliación de universidades, liceos y hospitales; represas, grandes acueductos, la electrificación, la seguridad, la fundación del Sistema Nacional de Orquestas, los decretos de parques nacionales, hasta un asunto que fue siempre de gran importancia para él, que era la alerta ante el mantenimiento de las quebradas y torrenteras para evitar los grandes desastres con la venida de la lluvias. Con esto quiero recalcar que, a pesar de su visión de trascendencia, fue un presidente que no se extravió en delirios de grandeza ni en extravagancias, sino que le dio especial relevancia a la atención directa de las necesidades más sentidas de la población. Para él, la política tenía que traducirse en una gestión pública que brindara seguridad y sirviera de base para un sano clima de prosperidad personal y una elevada calidad de vida.
La calidad de vida, nos enseñó él, comienza con la calidad de los servicios, que depende mucho de la calidad del gobierno. Esa enseñanza no se quedaba en el sermón ni en consejos, sino que se llevaba a la práctica siempre. A todos nos comprometió con el cumplimiento estricto del deber: gobernadores, ministros y otros altos funcionarios teníamos que responder por los proyectos de infraestructura y desarrollo social de envergadura, pero también por los detalles de la gestión de los problemas más cotidianos. Esa fue la razón por la cual la obra de su primer gobierno tuvo tanto impacto y le permitió ganar las elecciones por segunda vez aun antes de que empezara la campaña electoral. Quienes dicen que la gente votó por él porque pensaba que iba a haber un derroche de dinero, no solo pecan de mala fe, sino que intentan desconocer que en su primer gobierno se sentía el cambio hasta en el rincón más apartado de la provincia. Y eso la gente nunca lo olvidó. Por eso lo volvió a elegir.
Creo que salta a la vista que un hombre con esas cualidades de visionario y líder político tenía que ser en lo privado un hombre de bien. En efecto, describir al CAP humano es hablar de un hombre generoso y desprendido, humilde, familiar, padre ejemplar, sin odios ni rencores. El Carlos Andrés humano era un hombre pulcro en el manejo del erario público. Siempre decía que la gente no necesitaba más de tres comidas al día, que no le interesaba el dinero, que existía única y exclusivamente para dedicarse al bienestar de los venezolanos. Era amistoso y respetuoso en el manejo de las relaciones humanas. Siempre recibí de él el espaldarazo y la confianza como gobernador y como ministro en mis ejecutorias.
Las 24 horas del día era hábiles para el trabajo. Recuerdo que una noche de intensa lluvia en Caracas me llamó como a la una de la mañana para alertarme que tenía información de que en una parte de la autopista Caracas-La Guaira se había deslizado la tierra de la montaña y el paso estaba interrumpido. En efecto, había llovido tanto que se produjo ese deslizamiento, por lo que los funcionarios de la gobernación y Defensa Civil ya a las diez de la noche se estaban movilizando para proceder a retirar la tierra. Cuando le di esa explicación lo sentí contento y satisfecho. “Duerma tranquilo, gobernador”, me dijo. Así era trabajar con él: estar alerta las horas del día y de la noche para evitar sorpresas.
Otra de sus grandes preocupaciones, y que él encaró con una política de primer orden, fue la prevención en materia de seguridad. Se sentía orgulloso cuando inaugurábamos cada una de las estaciones de policía, que llegaron a pasar de 100 repartidas por todos los barrios de Caracas y del litoral. A esa vocación de proteger a la gente se le sumaba otra faceta suya que le dio importantes frutos al país en materia cultural. Como se sabe, creía en los museos como portadores de cultura y les brindó el mayor apoyo, así como a otras instituciones de fomento de las artes.
Era un lector empedernido, con un gran afán de conocimiento, lo que sin duda lo convirtió en uno de los presidentes mejor informados que hemos tenido. El recuerdo que se tiene de él es de un hombre recio, de acción, con una gran voluntad para las ejecutorias. Y aunque eso es cierto, ha opacado un poco el hecho de que era también un gran intelectual, un hombre de ideas, que dedicaba tiempo a la reflexión y el estudio, a construir su propio pensamiento. Sus escritos y piezas oratorias dan fe de ello.
Todos estos rasgos de su carácter estaban potenciados por una gran energía que todos recuerdan; nunca paraba, no había una carta que recibiera y dejara de contestar, ni una llamada que no atendiera o que no devolviera. Y aun así encontraba tiempo para estar con su familia. Disfrutaba de sus hijas, le gustaba escucharlas y siempre prestó atención a las sugerencias que ellas le hacían. Esos eran para él, momentos de especial valor, que dejaban ver su humanidad y la sensibilidad de un hombre que gustaba de rodearse bien, que buscaba siempre la compañía de gente capaz. Por eso, desde el mismo momento en que pensó en su primera campaña presidencial buscó gente del más alto nivel para que fueran sus asesores. Incluso trajo a Caracas a Joe Napolitan, el mejor especialista en asesoría política y en marketing de la época, que había sido unos de los principales asesores electorales del presidente John Fitzgerald Kennedy.
Formado al lado de Rómulo Betancourt, a quien admiró y quiso entrañablemente, desarrolló un talento especial para conocer a la gente e identificar sus virtudes y debilidades, por eso siempre supo escoger bien a la gente de la que se rodeaba, especialmente a sus colaboradores más cercanos, a quienes sabía que tenía que exigirles el máximo esfuerzo. En eso predicaba con el ejemplo: no nos pedía nada que él mismo no fuera capaz de hacer, no trabajaba menos que los demás ni con menos intensidad. Daba todo de sí y eso animaba a todos a esforzarse más. Incansable como era, asombraba por el aguante que demostraba y por su constante insistencia en hacer cada vez más cosas e impulsar nuevos proyectos. Es innegable que se requería para ello de fuerza física y de una agilidad que hoy envidiarían muchos políticos. Me consta que se cuidaba en ese sentido y que todos los días dedicaba tiempo al ejercicio. Pero si me preguntan, diré que la suya era una fuerza moral y una templanza que se fraguó en duros momentos de lucha como los que le tocó vivir cuando fue ministro de Relaciones Interiores de Betancourt en una de las etapas más complejas que vivió nuestro país, época de guerrillas y de alzamientos militares que él supo encarar con determinación, valor e hidalguía. Sin esa entereza ética que lo caracterizó, no habría podido salir airoso de trances tan difíciles. Fue, sin margen de duda, lo que con toda propiedad podemos considerar un político cabal.
Cuando digo que fue un político cabal no hablo a la ligera. Aquí todos sabemos que prefirió inmolarse para no traicionar al país, para no traicionar a su gente y para no traicionarse a sí mismo. Se inmoló para no destruir el sistema democrático que ayudó a construir y que tanto había costado lograr. Fue ante todo un gran civilista, que ocupa en nuestra historia un lugar de honor junto al doctor José María Vargas, a quien las felonías de los caudillos militares depusieron del poder, primero por la fuerza y luego por medio de intrigas y de obstáculos con apoyo de un Congreso donde privaron los intereses de las facciones por encima del bien nacional. En un momento en que el país más necesitaba de un hombre con vocación democrática, luces intelectuales y espíritu civil, los enemigos de la democracia le impusieron a Venezuela el retroceso. 156 años después, otro gran civilista corría la misma suerte. Y creo que el país ha tardado en darse cuenta de que no defenestraron a un hombre cuando desalojaron a CAP del poder, sino que hirieron de muerte a la democracia.
El contexto en que esto ocurrió ha sido incluso manipulado, se ha querido hacer creer que el país entró en crisis debido a las medidas que CAP impulsó. Pero hay que recordar que cuando él asumió su segundo gobierno recibió el país con tan solo 300 millones de dólares en las arcas, con el agravante de la inflación y una caída sostenida de los precios del petróleo. Y en medio de esa tempestad, cuando se hace un balance sincero y apegado a los datos, resulta que las medidas que él implementó llevaron el índice de pobreza del 70 al 30 %. Como ya he dicho, él había echado en su primer gobierno las bases de una Venezuela diferente, moderna, progresista, emprendedora, próspera. Para eso, mientras sus gobernadores y ministros trabajábamos para levantar la infraestructura, mejorar los servicios y abrir la economía, les abrió las puertas de las mejores universidades del mundo a los jóvenes que años más tarde diseñarían y dirigirían los planes para llevar al país a un nivel de progreso aún mayor. Para eso se creó el plan de becas Gran Mariscal de Ayacucho, para contar −una década después y a lo largo de los años subsiguientes− con la gente que impulsaría la visión que ya teníamos de hacia dónde queríamos ir. Él no trabajó para un quinquenio, sino para el largo plazo, para el futuro. El tiempo transcurrido entre un gobierno y otro lo aprovechó para prepararse aún más. Así, cuando en su segundo mandato se encontró con una crisis que había que corregir, ya sabía lo que había que hacer, y para ello contaba con el equipo que se preparó gracias a Fundayacucho. Y puso manos a la obra, dando pasos decididos en la dirección que en ese momento era la correcta. Hasta que chocamos con la discordia, la intolerancia y los dogmatismos ideológicos. Como en una pesadilla que parecía repetir los tiempos del doctor Vargas, los enemigos de la democracia saltaron a la escena.
Que la visión de país que Carlos Andrés impulsó y defendió fuera fuente de polémica, era de esperarse, porque eso es lo natural en cualquier contexto libre y democrático. Lo que quiero señalar, como una lección para los tiempos de hoy, es que el debate lo aprovecharon algunos sectores para sembrar la duda y distorsionar la percepción de las propuestas, especialmente en lo referente a los ajustes económicos que ahora ya nadie objeta. Por encima de las razones del país, quisieron imponer sus propios intereses sin detenerse a pensar en las consecuencias, de las cuales hoy somos testigos y víctimas. Pero no es mi intención señalar ni juzgar a nadie en particular, sino llamar la atención sobre el hecho de que dentro del sector democrático estamos corriendo el riesgo de caer en lo mismo. Y no nos lo podemos permitir, no puede ser que mientras Venezuela se hunde nos desgastemos en querellas sin sentido y nos debilitemos. Los enemigos de la democracia son especialistas en dividir tanto a las mayorías como a las minorías para conservar el poder. Hemos sido víctimas de esa trampa diabólica que nos han tendido bajo la vieja estrategia de “divide y vencerás”. Yo digo que a una estrategia tan vieja y repetida la podemos vencer con una premisa más poderosa que la podemos expresar así: “Unámonos y triunfaremos”. No le demos más vueltas al asunto y asumamos que tenemos que volver al pacto de Puntofijo que firmaron Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera.
He dicho en un libro que he publicado recientemente como modesto aporte al debate que tanto necesita el país, que el Pacto de Puntofijo fue la partida de nacimiento del régimen de libertades, garantías, apertura, estabilidad y estado de derecho que estamos llamados a rescatar. Quiero agregar que recuperarlo es abrir de nuevo la puerta al futuro. Volver a Puntofijo no es viajar al pasado, porque es documento de plena vigencia, que nos da unos principios de acción para el presente que podemos y debemos aplicar de inmediato. Ahí encontramos las claves para sostener el estado civil de libertad e institucionalidad necesarios para lograr un sano desarrollo económico, una política de verdadera inclusión social, una red de servicios de primer nivel y una apertura al mundo que nos vuelva a poner en la senda para para acceder al Primer Mundo, al que pertenecemos por vocación. Porque quienes sentimos al país de esta manera, quienes creemos en ese proyecto de la Gran Venezuela, somos ciudadanos de ese otro país que CAP vislumbró aquel día en Margarita. Ya nuestro corazón y nuestro espíritu están en el primer mundo, ahora nos toca llevar el país hasta allá. Esa es la lección de Pérez: no lamentarnos del país que tenemos sino construir el país que queremos y al que ya pertenecemos.
No perdamos de vista, además, que Carlos Andrés se erigió en un gran estadista de proyección internacional y asumió la responsabilidad histórica de apuntalar la democracia en Centroamérica, que jugó un rol importante en la solución de las negociaciones para devolverle el canal a Panamá, que encaró a las dictaduras del Cono Sur, que intervino en la democratización de la España moderna con Felipe González, que promovió y alentó la integración regional con miras a una mayor autonomía geopolítica y lo hizo de un modo que animó a la los Países No Alineados y al Grupo de los 77 a despertar del letargo. No perdía el tiempo en confrontaciones estériles contra las potencias, sino que era un estadista que se ganó el respeto de los países más poderosos. Y nada de eso lo hizo por gloria personal, lo que buscaba era un entorno que favoreciera y no amenazara la democracia que tanto sacrificio había costado. Él sabía que si un día nos veíamos cercados por gobiernos antidemocráticos, poco a poco ganarían terreno los enemigos de la libertad. Por eso era tan importante el reconocimiento internacional del liderazgo venezolano, por eso él trataba de que se escuchara una advertencia premonitoria que en uno de sus artículos planteó con estas palabras, cito: “en América Latina estamos actuando en la dirección que marcan las fuerzas de la antihistoria … las instituciones de integración se han convertido en refugio de una retórica inútil y de una burocracia asfixiante y costosa. Esta situación no es responsabilidad de los técnicos ni de los equipos humanos que conducen estos organismos, sino de la falta de una clara y firme voluntad política de nuestros Gobiernos”. A este juicio, escrito en 1985, agregaba una sentencia que hoy debe llamarnos a la reflexión, cito:
“La querella pequeña, el cálculo egoísta, los intereses groseramente partidistas obran como factores de perturbación para la aplicación de una política eficazmente integradora y solidaria”.
Y en otro artículo señala, cito: “En nuestros países, el regreso a la democracia … y la vuelta a la legalidad fue un proceso marcado decisivamente por esfuerzos políticos y partidistas”, donde fueron decisivos los acuerdos y entendimientos entre sectores enfrentados.
Prestemos atención a estas palabras del presidente Pérez y apliquemos esa enseñanza a nuestra situación interna: necesitamos acuerdos, entendimiento y una política eficazmente integradora y solidaria.
No nos demoremos en asumirla para construir la unidad que nos dará la fortaleza para resurgir, del mismo modo que Betancourt, Villalba y Caldera sellaron en sus corazones y sus voluntades aquel pacto histórico, pongamos nuestro corazón en el empeño por la restitución de la política verdadera, la que siembra futuro con semillas de presente, la que reanima y vuelve a la vida al caído, la que respeta y eleva al ser humano, la que hace de la libertad un fuego que no quema sino que ilumina la vida con la luz del bien. Hagamos esa política grande, noble y humana que el presidente Pérez encarnó magnánimamente. Recordemos aquellas palabras suyas tan aleccionadoras, cuando dijo que él hubiera preferido otra muerte. Lo dijo un hombre que hubiera escogido una y mil veces la vida que vivió porque fue una vida ejemplar, apasionada y proyectada en la historia. Una vida de la que tenemos la suerte de haber sido testigos y que nos da un valor que nadie nos puede arrancar del pecho: el valor de la vocación democrática, de sentir que cuando decimos democracia estamos más vivos, más plenos, más llenos de coraje para reconstruir el país. Para que ese país que queremos comience a existir, porque solo podemos lograr aquello en lo que creemos. Y así como Carlos Andrés nos creyó un país grande y se dedicó a trabajar para hacerlo posible, empecemos a creer que somos capaces de volver a hacer lo que una vez ya hicimos: construir un país democrático, libre, luminoso, desarrollado, culto, solidario, ejemplar, sano y fuerte. No vinimos aquí a despedirnos de nuestro gran maestro y líder, sino a celebrar que una vez nació y sembró en esta tierra de gracia la raíz vital de ese sueño que llamamos Venezuela.
Adelante, compañeros, que no se trata del porvenir sino del por hacer.
Cuarenta y cinco años después, sigue vivo en mi memoria el día en que el presidente Pérez me dijo que quería hacer una gira por el estado Nueva Esparta, del que yo era gobernador, para visitar las obras que se habían puesto en marcha. Me dijo que quería visitar los nuevos negocios que se habían instalado después de decretado el Puerto Libre.
Caminamos la avenida Santiago Mariño y luego la avenida 4 de Mayo, en medio de una multitud que nos acompañaba. Entramos a varias tiendas, entre otras, La Media Naranja, Rattan, La Bodega de Blas y Madison Store, modernas y bien surtidas de todo tipo de mercancía. Parecía que estábamos en otro país. El presidente estaba tan impresionado, que cuando caminábamos por Rattan quiso subir al segundo piso para observar todo desde arriba y me dijo: “Virgilio, qué bueno que me hayas traído a ver todas estas nuevas inversiones. Quiero manifestarte con emoción que así quería ver a Margarita, próspera, alegre y con un mejor estilo de vida. Qué satisfacción, así es que quiero ver transformada a toda Venezuela”.
Yo puedo dar fe de que esa Venezuela que él quería ver en marcha no era un sueño, sino un proyecto que ya había arrancado. Ese deseo de progreso que me expresó aquel día mientras contemplaba todo lo que se había logrado era mucho más que un deseo: era una voluntad en acción.
Y es de eso de lo que quiero hablar: de un hombre que demostró con su acción de gobierno que la democracia era capaz de convertir a Venezuela en un país del primer mundo. Un hombre que creyó que éramos grandes y trabajó en grande por el futuro sin desprenderse nunca del presente que tanto exigía de nosotros en aquel entonces y que tanto reclama de nosotros en este día en que hemos venido a rendirle tributo, en el centenario de su nacimiento, a uno de los preclaros hijos de esta Venezuela que ha parido a tantos hombres y mujeres ilustres que han marcado nuestra historia.
Hoy estamos ante la tumba del niño nacido en Rubio que se vino a Caracas de la mano de Leonardo Ruiz Pineda, el maestro, el amigo, el gran político que regó con su sangre el suelo fértil donde se arraigó el espíritu democrático de nuestra Venezuela. Le tocó a ese muchacho guapear con todo en contra, en momentos en que parecía que al país se lo tragaría para siempre la dictadura. Y junto a otros como él, dio la batalla hasta conseguir la libertad. A Leonardo, aquel maestro que murió asesinado, lo honró de la manera más digna: construyendo una democracia que puso a Venezuela en el camino del desarrollo material y la superación espiritual mientras muchas de nuestras naciones hermanas seguían oprimidas. Donde otros seguramente habrían sembrado odios para cosechar venganza, él supo sembrar afectos para cosechar la conciliación, seguro como estaba de que la unidad nacional y la concordia eran vitales para una democracia más sólida, más amplia, más perfecta y, por lo tanto, más estable. Pero la democracia política, si bien era tan necesaria, para él no era suficiente. Por eso trabajó por la democracia social y la democratización económica. En este punto es indispensable referirnos, con la brevedad a que obligan las circunstancias, a su primer gobierno, al que siento que no se la ha hecho justicia. Diré, para empezar, que si hoy el país tiene reservas políticas y posibilidades reales de resurgir, es porque el presidente Pérez impulsó con su primer gobierno una transformación de las estructuras y de las mentalidades, que le dio carne y espíritu a una ciudadanía verdaderamente moderna y republicana. Él echó las bases de una Venezuela que florecería en el futuro, pero con plena conciencia de que el futuro comienza en el aquí y el ahora, que no es un sueño sino un camino real que se recorre con pasos concretos. Tan concretos que se pueden enumerar en una lista de logros que nadie puede refutar y que van desde la nacionalización del petróleo y el hierro, pasando por las grandes obras de vialidad, la creación y ampliación de universidades, liceos y hospitales; represas, grandes acueductos, la electrificación, la seguridad, la fundación del Sistema Nacional de Orquestas, los decretos de parques nacionales, hasta un asunto que fue siempre de gran importancia para él, que era la alerta ante el mantenimiento de las quebradas y torrenteras para evitar los grandes desastres con la venida de la lluvias. Con esto quiero recalcar que, a pesar de su visión de trascendencia, fue un presidente que no se extravió en delirios de grandeza ni en extravagancias, sino que le dio especial relevancia a la atención directa de las necesidades más sentidas de la población. Para él, la política tenía que traducirse en una gestión pública que brindara seguridad y sirviera de base para un sano clima de prosperidad personal y una elevada calidad de vida.
La calidad de vida, nos enseñó él, comienza con la calidad de los servicios, que depende mucho de la calidad del gobierno. Esa enseñanza no se quedaba en el sermón ni en consejos, sino que se llevaba a la práctica siempre. A todos nos comprometió con el cumplimiento estricto del deber: gobernadores, ministros y otros altos funcionarios teníamos que responder por los proyectos de infraestructura y desarrollo social de envergadura, pero también por los detalles de la gestión de los problemas más cotidianos. Esa fue la razón por la cual la obra de su primer gobierno tuvo tanto impacto y le permitió ganar las elecciones por segunda vez aun antes de que empezara la campaña electoral. Quienes dicen que la gente votó por él porque pensaba que iba a haber un derroche de dinero, no solo pecan de mala fe, sino que intentan desconocer que en su primer gobierno se sentía el cambio hasta en el rincón más apartado de la provincia. Y eso la gente nunca lo olvidó. Por eso lo volvió a elegir.
Creo que salta a la vista que un hombre con esas cualidades de visionario y líder político tenía que ser en lo privado un hombre de bien. En efecto, describir al CAP humano es hablar de un hombre generoso y desprendido, humilde, familiar, padre ejemplar, sin odios ni rencores. El Carlos Andrés humano era un hombre pulcro en el manejo del erario público. Siempre decía que la gente no necesitaba más de tres comidas al día, que no le interesaba el dinero, que existía única y exclusivamente para dedicarse al bienestar de los venezolanos. Era amistoso y respetuoso en el manejo de las relaciones humanas. Siempre recibí de él el espaldarazo y la confianza como gobernador y como ministro en mis ejecutorias.
Las 24 horas del día era hábiles para el trabajo. Recuerdo que una noche de intensa lluvia en Caracas me llamó como a la una de la mañana para alertarme que tenía información de que en una parte de la autopista Caracas-La Guaira se había deslizado la tierra de la montaña y el paso estaba interrumpido. En efecto, había llovido tanto que se produjo ese deslizamiento, por lo que los funcionarios de la gobernación y Defensa Civil ya a las diez de la noche se estaban movilizando para proceder a retirar la tierra. Cuando le di esa explicación lo sentí contento y satisfecho. “Duerma tranquilo, gobernador”, me dijo. Así era trabajar con él: estar alerta las horas del día y de la noche para evitar sorpresas.
Otra de sus grandes preocupaciones, y que él encaró con una política de primer orden, fue la prevención en materia de seguridad. Se sentía orgulloso cuando inaugurábamos cada una de las estaciones de policía, que llegaron a pasar de 100 repartidas por todos los barrios de Caracas y del litoral. A esa vocación de proteger a la gente se le sumaba otra faceta suya que le dio importantes frutos al país en materia cultural. Como se sabe, creía en los museos como portadores de cultura y les brindó el mayor apoyo, así como a otras instituciones de fomento de las artes.
Era un lector empedernido, con un gran afán de conocimiento, lo que sin duda lo convirtió en uno de los presidentes mejor informados que hemos tenido. El recuerdo que se tiene de él es de un hombre recio, de acción, con una gran voluntad para las ejecutorias. Y aunque eso es cierto, ha opacado un poco el hecho de que era también un gran intelectual, un hombre de ideas, que dedicaba tiempo a la reflexión y el estudio, a construir su propio pensamiento. Sus escritos y piezas oratorias dan fe de ello.
Todos estos rasgos de su carácter estaban potenciados por una gran energía que todos recuerdan; nunca paraba, no había una carta que recibiera y dejara de contestar, ni una llamada que no atendiera o que no devolviera. Y aun así encontraba tiempo para estar con su familia. Disfrutaba de sus hijas, le gustaba escucharlas y siempre prestó atención a las sugerencias que ellas le hacían. Esos eran para él, momentos de especial valor, que dejaban ver su humanidad y la sensibilidad de un hombre que gustaba de rodearse bien, que buscaba siempre la compañía de gente capaz. Por eso, desde el mismo momento en que pensó en su primera campaña presidencial buscó gente del más alto nivel para que fueran sus asesores. Incluso trajo a Caracas a Joe Napolitan, el mejor especialista en asesoría política y en marketing de la época, que había sido unos de los principales asesores electorales del presidente John Fitzgerald Kennedy.
Formado al lado de Rómulo Betancourt, a quien admiró y quiso entrañablemente, desarrolló un talento especial para conocer a la gente e identificar sus virtudes y debilidades, por eso siempre supo escoger bien a la gente de la que se rodeaba, especialmente a sus colaboradores más cercanos, a quienes sabía que tenía que exigirles el máximo esfuerzo. En eso predicaba con el ejemplo: no nos pedía nada que él mismo no fuera capaz de hacer, no trabajaba menos que los demás ni con menos intensidad. Daba todo de sí y eso animaba a todos a esforzarse más. Incansable como era, asombraba por el aguante que demostraba y por su constante insistencia en hacer cada vez más cosas e impulsar nuevos proyectos. Es innegable que se requería para ello de fuerza física y de una agilidad que hoy envidiarían muchos políticos. Me consta que se cuidaba en ese sentido y que todos los días dedicaba tiempo al ejercicio. Pero si me preguntan, diré que la suya era una fuerza moral y una templanza que se fraguó en duros momentos de lucha como los que le tocó vivir cuando fue ministro de Relaciones Interiores de Betancourt en una de las etapas más complejas que vivió nuestro país, época de guerrillas y de alzamientos militares que él supo encarar con determinación, valor e hidalguía. Sin esa entereza ética que lo caracterizó, no habría podido salir airoso de trances tan difíciles. Fue, sin margen de duda, lo que con toda propiedad podemos considerar un político cabal.
Cuando digo que fue un político cabal no hablo a la ligera. Aquí todos sabemos que prefirió inmolarse para no traicionar al país, para no traicionar a su gente y para no traicionarse a sí mismo. Se inmoló para no destruir el sistema democrático que ayudó a construir y que tanto había costado lograr. Fue ante todo un gran civilista, que ocupa en nuestra historia un lugar de honor junto al doctor José María Vargas, a quien las felonías de los caudillos militares depusieron del poder, primero por la fuerza y luego por medio de intrigas y de obstáculos con apoyo de un Congreso donde privaron los intereses de las facciones por encima del bien nacional. En un momento en que el país más necesitaba de un hombre con vocación democrática, luces intelectuales y espíritu civil, los enemigos de la democracia le impusieron a Venezuela el retroceso. 156 años después, otro gran civilista corría la misma suerte. Y creo que el país ha tardado en darse cuenta de que no defenestraron a un hombre cuando desalojaron a CAP del poder, sino que hirieron de muerte a la democracia.
El contexto en que esto ocurrió ha sido incluso manipulado, se ha querido hacer creer que el país entró en crisis debido a las medidas que CAP impulsó. Pero hay que recordar que cuando él asumió su segundo gobierno recibió el país con tan solo 300 millones de dólares en las arcas, con el agravante de la inflación y una caída sostenida de los precios del petróleo. Y en medio de esa tempestad, cuando se hace un balance sincero y apegado a los datos, resulta que las medidas que él implementó llevaron el índice de pobreza del 70 al 30 %. Como ya he dicho, él había echado en su primer gobierno las bases de una Venezuela diferente, moderna, progresista, emprendedora, próspera. Para eso, mientras sus gobernadores y ministros trabajábamos para levantar la infraestructura, mejorar los servicios y abrir la economía, les abrió las puertas de las mejores universidades del mundo a los jóvenes que años más tarde diseñarían y dirigirían los planes para llevar al país a un nivel de progreso aún mayor. Para eso se creó el plan de becas Gran Mariscal de Ayacucho, para contar −una década después y a lo largo de los años subsiguientes− con la gente que impulsaría la visión que ya teníamos de hacia dónde queríamos ir. Él no trabajó para un quinquenio, sino para el largo plazo, para el futuro. El tiempo transcurrido entre un gobierno y otro lo aprovechó para prepararse aún más. Así, cuando en su segundo mandato se encontró con una crisis que había que corregir, ya sabía lo que había que hacer, y para ello contaba con el equipo que se preparó gracias a Fundayacucho. Y puso manos a la obra, dando pasos decididos en la dirección que en ese momento era la correcta. Hasta que chocamos con la discordia, la intolerancia y los dogmatismos ideológicos. Como en una pesadilla que parecía repetir los tiempos del doctor Vargas, los enemigos de la democracia saltaron a la escena.
Que la visión de país que Carlos Andrés impulsó y defendió fuera fuente de polémica, era de esperarse, porque eso es lo natural en cualquier contexto libre y democrático. Lo que quiero señalar, como una lección para los tiempos de hoy, es que el debate lo aprovecharon algunos sectores para sembrar la duda y distorsionar la percepción de las propuestas, especialmente en lo referente a los ajustes económicos que ahora ya nadie objeta. Por encima de las razones del país, quisieron imponer sus propios intereses sin detenerse a pensar en las consecuencias, de las cuales hoy somos testigos y víctimas. Pero no es mi intención señalar ni juzgar a nadie en particular, sino llamar la atención sobre el hecho de que dentro del sector democrático estamos corriendo el riesgo de caer en lo mismo. Y no nos lo podemos permitir, no puede ser que mientras Venezuela se hunde nos desgastemos en querellas sin sentido y nos debilitemos. Los enemigos de la democracia son especialistas en dividir tanto a las mayorías como a las minorías para conservar el poder. Hemos sido víctimas de esa trampa diabólica que nos han tendido bajo la vieja estrategia de “divide y vencerás”. Yo digo que a una estrategia tan vieja y repetida la podemos vencer con una premisa más poderosa que la podemos expresar así: “Unámonos y triunfaremos”. No le demos más vueltas al asunto y asumamos que tenemos que volver al pacto de Puntofijo que firmaron Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera.
He dicho en un libro que he publicado recientemente como modesto aporte al debate que tanto necesita el país, que el Pacto de Puntofijo fue la partida de nacimiento del régimen de libertades, garantías, apertura, estabilidad y estado de derecho que estamos llamados a rescatar. Quiero agregar que recuperarlo es abrir de nuevo la puerta al futuro. Volver a Puntofijo no es viajar al pasado, porque es documento de plena vigencia, que nos da unos principios de acción para el presente que podemos y debemos aplicar de inmediato. Ahí encontramos las claves para sostener el estado civil de libertad e institucionalidad necesarios para lograr un sano desarrollo económico, una política de verdadera inclusión social, una red de servicios de primer nivel y una apertura al mundo que nos vuelva a poner en la senda para para acceder al Primer Mundo, al que pertenecemos por vocación. Porque quienes sentimos al país de esta manera, quienes creemos en ese proyecto de la Gran Venezuela, somos ciudadanos de ese otro país que CAP vislumbró aquel día en Margarita. Ya nuestro corazón y nuestro espíritu están en el primer mundo, ahora nos toca llevar el país hasta allá. Esa es la lección de Pérez: no lamentarnos del país que tenemos sino construir el país que queremos y al que ya pertenecemos.
No perdamos de vista, además, que Carlos Andrés se erigió en un gran estadista de proyección internacional y asumió la responsabilidad histórica de apuntalar la democracia en Centroamérica, que jugó un rol importante en la solución de las negociaciones para devolverle el canal a Panamá, que encaró a las dictaduras del Cono Sur, que intervino en la democratización de la España moderna con Felipe González, que promovió y alentó la integración regional con miras a una mayor autonomía geopolítica y lo hizo de un modo que animó a la los Países No Alineados y al Grupo de los 77 a despertar del letargo. No perdía el tiempo en confrontaciones estériles contra las potencias, sino que era un estadista que se ganó el respeto de los países más poderosos. Y nada de eso lo hizo por gloria personal, lo que buscaba era un entorno que favoreciera y no amenazara la democracia que tanto sacrificio había costado. Él sabía que si un día nos veíamos cercados por gobiernos antidemocráticos, poco a poco ganarían terreno los enemigos de la libertad. Por eso era tan importante el reconocimiento internacional del liderazgo venezolano, por eso él trataba de que se escuchara una advertencia premonitoria que en uno de sus artículos planteó con estas palabras, cito: “en América Latina estamos actuando en la dirección que marcan las fuerzas de la antihistoria … las instituciones de integración se han convertido en refugio de una retórica inútil y de una burocracia asfixiante y costosa. Esta situación no es responsabilidad de los técnicos ni de los equipos humanos que conducen estos organismos, sino de la falta de una clara y firme voluntad política de nuestros Gobiernos”. A este juicio, escrito en 1985, agregaba una sentencia que hoy debe llamarnos a la reflexión, cito:
“La querella pequeña, el cálculo egoísta, los intereses groseramente partidistas obran como factores de perturbación para la aplicación de una política eficazmente integradora y solidaria”.
Y en otro artículo señala, cito: “En nuestros países, el regreso a la democracia … y la vuelta a la legalidad fue un proceso marcado decisivamente por esfuerzos políticos y partidistas”, donde fueron decisivos los acuerdos y entendimientos entre sectores enfrentados.
Prestemos atención a estas palabras del presidente Pérez y apliquemos esa enseñanza a nuestra situación interna: necesitamos acuerdos, entendimiento y una política eficazmente integradora y solidaria.
No nos demoremos en asumirla para construir la unidad que nos dará la fortaleza para resurgir, del mismo modo que Betancourt, Villalba y Caldera sellaron en sus corazones y sus voluntades aquel pacto histórico, pongamos nuestro corazón en el empeño por la restitución de la política verdadera, la que siembra futuro con semillas de presente, la que reanima y vuelve a la vida al caído, la que respeta y eleva al ser humano, la que hace de la libertad un fuego que no quema sino que ilumina la vida con la luz del bien. Hagamos esa política grande, noble y humana que el presidente Pérez encarnó magnánimamente. Recordemos aquellas palabras suyas tan aleccionadoras, cuando dijo que él hubiera preferido otra muerte. Lo dijo un hombre que hubiera escogido una y mil veces la vida que vivió porque fue una vida ejemplar, apasionada y proyectada en la historia. Una vida de la que tenemos la suerte de haber sido testigos y que nos da un valor que nadie nos puede arrancar del pecho: el valor de la vocación democrática, de sentir que cuando decimos democracia estamos más vivos, más plenos, más llenos de coraje para reconstruir el país. Para que ese país que queremos comience a existir, porque solo podemos lograr aquello en lo que creemos. Y así como Carlos Andrés nos creyó un país grande y se dedicó a trabajar para hacerlo posible, empecemos a creer que somos capaces de volver a hacer lo que una vez ya hicimos: construir un país democrático, libre, luminoso, desarrollado, culto, solidario, ejemplar, sano y fuerte. No vinimos aquí a despedirnos de nuestro gran maestro y líder, sino a celebrar que una vez nació y sembró en esta tierra de gracia la raíz vital de ese sueño que llamamos Venezuela.
Adelante, compañeros, que no se trata del porvenir sino del por hacer.
Prodavinci
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