Literatura

“Diario en ruinas” en París

Ana Teresa Torres retratada por Roberto Mata

25/05/2019

El martes 7 de mayo de 2019 se había convocado un encuentro en la Maison de l’Amérique Latine, Francia, donde Ana Teresa Torres iba a presentar su último libro, Diario en ruinas: (1998-2017), acompañada de las venezolanas Sandra Caula y Paula Vásquez. Los acontecimientos de ese mes impidieron que la autora viajara desde Venezuela, pero pudo participar por videollamada. Compartimos las lecturas de Caula y Vásquez sobra la obra de Ana Teresa Torres.

Sobre altas ruinas honestas; por Sandra Caula


A Yolanda, que se me aparece precisa

Una frase recoge para mí la actitud con que Ana Teresa Torres compone este diario: “como psiconalista y escritora —dice— creo en la necesidad, que no en el poder, de la palabra”. Cuando la encontré en mi relectura, me pareció la clave de lo que son estas ruinas, de lo que son las ruinas en general y de lo que tendremos que hacer con las nuestras.

La necesidad de la palabra, no su poder. No es fácil comprender lo que significa. Lo sabe bien, o debería saberlo, cualquiera que en un momento dado haya dicho “basta, así no puedo seguir”, y se haya lanzado en un diván a contar, a recontarse. Lo sabe también quién quiere contar una historia auténtica, sin caer en el panfleto ni moralizar, con la honradez y sinceridad del no saber sino en fragmentos.

Los venezolanos, no me gustan las generalizaciones, pero aquí se me impone decir un “nosotros”, hemos sufrido espantosamente. Vivimos una tragedia. La destrucción de nuestro entorno en veinte años. De esa Venezuela que estrenaba democracia, a la que llegaron mis padres en 1960, no queda prácticamente ninguna institución en pie. Hasta nuestro mapa ha cambiado; y también los nombres de las avenidas, de los parques y el nombre del país. Creo que no hay proyecto, no hay amigo, no hay familiar ni conocido mío que en estos años no haya sido golpeado —en muchos casos mortalmente— por la tiranía que empezó en 1998. Hemos pasado tiempos hundidos en la nada, intentado hacer apenas lo necesario para que el mundo no se nos deshaga, para aprender a respirar bajo el agua (tomo las dos frases de María Fernanda Palacios).

Se me ocurre mientras escribo parafrasear lo que dice Tolstoi de las familias: «Todos los países dichosos se parecen, pero los infelices lo son cada uno a su manera». Y me viene a la mente enseguida un refrán, creo que es andaluz: “los pueblos felices y las mujeres decentes no tienen historia”. Nosotros tenemos una historia dura y una particular infelicidad. Y mucha indecencia. Eso recuenta este diario. Es una arqueología de nuestra infelicidad que, a partir de fragmentos, trata de ordenar en una suerte de cronología, en un “memorial de agravios” (como dijo Victoria de Stefano al presentarlo en Caracas), cómo fueron los movimientos que desmontaron el estado, la nación, el país ante nuestros ojos.

Sería ingenuo decir que quien escribe trata de alcanzar con sus palabras la verdad. Al fin y al cabo es una psicoanalista. Sería injusto decir que no le importa la verdad, escribe una novelista y, como dice Juan José Saer, la ficción sirve para reconocer los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”.

Lo que revelan estas páginas —recopilación de reflexiones, emociones y recuerdos; suerte de collage de manifiestos y artículos; registros de reuniones, memoria de movimientos y de declaraciones significativas contra la tiranía— es que la pretensión de una verdad implicaría creer en el poder de la palabra, pero al mismo tiempo no aspirar a la veracidad, no aspirar a la memoria, sería evadir una responsabilidad ética. La diarista cuenta entonces cómo le fue pasando todo lo que nos pasó. Y en ese contar cada uno de nosotros, los que lo vivimos, y los que necesitarán su relato para seguir adelante, elaboramos un pasado.

…es precisamente a la subjetividad a la que quiero dejar hablar —dice— recorrer este tiempo desde mi mirada, que ya no es tampoco la de entonces sino la que reconstruyo después. Debo así vérmelas con la duda de que todo forma parte de un saco en el que meto las manos sin saber precisamente lo que voy a encontrar, pero con la seguridad de que me detengo donde algo mío se detuvo y quiero exponerlo a la luz. Y asumir que otros se detendrán donde algo suyo se detuvo.

Pero a mí me asombra cómo Ana Teresa sortea peligros al meter la mano en ese saco. Cuando vivimos una tragedia es tendencia natural apaciguar nuestro sufrimiento con unos relatos y unas explicaciones que nos pierden. Se necesita temple e inteligencia para que eso no suceda y la autora los tiene. Caigo entonces en la tentación de enumerar las formas en que a menudo nos engañamos al relatarnos nuestro sufrimiento (recuerden que dije antes que había una ética de la narración y que tenía que ver con la veracidad). Y aclaro que por engañarnos quiero decir solamente que hay maneras de contar que no nos ayudan a seguir adelante porque desestiman la dificultad de aquello con lo que lidiamos.

La primera, me parece que es culpar. Nos preguntamos: cómo fue posible que nos sucediera esto, y nos contestamos: alguien nos hizo algo o, peor, nos lo hicimos nosotros mismos. Nos llenamos de rabia, acusamos, nos acusamos, nos dividimos y, lo peor, nos despreciamos. Puede que sea inevitable. Pero así solo aflora la inútil creencia de que pudo haber sido de otro modo. Pudo serlo, pero no lo fue. No quiero enumerar los diferentes culpables que hemos encontrado a lo largo de nuestro calvario, porque sería echar gasolina al fuego de una hoguera que aun arde y me gustaría que se apagase. En este “memorial de agravios” la autora dice quién hizo qué y cómo nos equivocamos mil veces, muestra sobre todo las dimensiones del mal, pero evidencia que hemos enfrentado algo que nos sobrepasaba:

Lo que salta a la vista —dice, refiriéndose a País de estreno, libro compilado por César Miguel Rondón— es que, con poquísimas excepciones, la naturaleza de lo que ocurría y de lo que vendría en el futuro se les escapaba. Cierto que no eran adivinos los entrevistados, pero si tomamos sus respuestas como un síntoma, como una manifestación de lo que se pensaba en ese momento, la conclusión es que estábamos perdidos en un país sumergido en un cierto letargo que impedía vislumbrar la naturaleza y magnitud de los cambios por venir.

Este comentario está al comienzo de su Diario, pero la conciencia de que no vimos, o vimos mal, o vimos poco, no abandona nunca las páginas.

Nos engañamos también con el drama, que es una forma de no soportar un destino áspero. Es difícil que las emociones desbordadas nos permitan expresarnos con eficiencia. Una envidiable educación sentimental contiene en cambio la escritura de Ana Teresa Torres. Aparecen los eventos y trasluce el dolor, pero no lo teatraliza. Hay siempre decoro, esa virtud antigua, aunque lo que leemos nos lacere y tengamos que soltar el libro muchas veces. Pero sobre todo hay siempre unas notas de realismo, de comprensión y hasta de humor que uno agradece como ese vaso de agua en la mesa de noche cuando te despiertas en medio de una pesadilla, o como las palabras de alguien a tu lado que no te dice “es mentira, es un sueño”, sino que sabe conversar sobre el horror. Esta entrada creo que lo muestra:

Me vino la idea para un artículo titulado «Gorilas en la niebla», publicado en Prodavinci, en el que coloqué un epígrafe con una frase que le había escuchado a mi nieto Julio Antonio, de 5 años entonces: «Los dinosaurios no existen pero son aterradores». Julio tiene un fuerte sentimiento ecologista y lee y relee un libro que le regalé, Por qué el dodo desapareció y otras preguntas sobre animales extinguidos y amenazados. Yo no tenía ni idea de que el dodo era un ave originaria del océano Índico extinguida hace 150 años, ni me había preocupado por su desaparición, pero él con tristeza me pregunta por qué esos hombres destruyeron sus enormes huevos; no quiero decirle que los seres humanos son grandes depredadores y dejo que lo averigüe más adelante por su cuenta. La noción de que algo extinguido, como los dinosaurios, sigue siendo aterrador, me parece contener mucho más que el miedo de un niño a lo desconocido. Es también el terror de lo que sucede sin que podamos comprenderlo ni asirlo. Volviendo a mi artículo. Trataba de definir la sensación de estar envueltos en la bruma, del miedo a salir de ella, de enfrentar lo que la bruma ocultaba […] La niebla que encubría los acontecimientos políticos verdaderos, es decir, los que ocurren a la sombra. Por supuesto, a nadie se le escapa que por estas latitudes los gorilas no son solamente los primates que defendía Dian Fossey. Aquí no viven en la selva, viven en la niebla, actúan en la niebla. Son aterradores y no están en peligro de extinción.

La niebla que oculta a los gorilas me da pie para hablar de la tercera forma de engaño que diluir el relato. Buscar una explicación, una sola, para la tragedia. Una suerte de ideología. Porque las ideologías son eso, no tales y cuales ideas, sino creer que hay un cuerpo de ideas que lo explican todo, creer que hay que aferrase a ese cuerpo, no ver hacia los lados, eliminar los hechos que lo desmienten, eliminar la oscuridad y la niebla. Olvidamos que somos infelices a nuestra manera, y que esa infelicidad requiere una historia particular de cómo desde A llegamos hasta B, como diría Elizabeth Costello, otra pesimista activa, hablando de las posibilidades éticas de la ficción.

Al leer este diario termino por concluir en algo que he pensado a menudo: no, no nos ha pasado esto, solamente, porque tenemos una idiosincrasia o una psique o una cultura determinadas, ni porque una ideología nefasta que ha fracasado en el mundo ha llegado a nuestra historia. Es algo mucho más particular lo que debemos ver. Quizás son análisis que debíamos intentar y que no son descabellados. Nos alivian por un momento, como alivia comprender, como alivia pensar que puede haber lo claro y lo distinto, lo bueno y verdadero en medio del caos que vivimos, pero nos entrampan cuando nos hacen creer que sabemos. Ana Teresa Torres en su Diario, con esa decencia y generosidad intelectual que la caracteriza, reseña casi todos los intentos de explicación que se han hecho en estos años, al menos todos los importantes, pero las ruinas que ordena y fecha prevalecen sobre las explicaciones, y así queda ante el lector la circunstancia inédita que nos ha superado.

Nos ha pasado tanto, tan rápido, que no siempre pudimos registrar lo que ocurría. Cuando sosteníamos una pared, se nos venía encima el techo. Tan intempestivo fue este deslave que pensamos que pasaría y todo volvería a estar en su lugar. Quién iba a creer que el horror podría convertirse en nuestro día a día. Que se llevaría tanto tras su paso. Es casi imposible resistirse a pensar que han sido años perdidos. Dice la autora en 2016:

Miro hacia atrás y me doy cuenta de que he estado todo este tiempo esperando. Que veo todo ese tiempo transcurrido como un enorme saco en el que se acumulan hechos, situaciones, nombres, muertes, casos, ocurrencias, viajes, nacimientos, guardados en el saco de la memoria mientras espero. No he hecho otra cosa que esperar.

Su diario la desmiente en parte. Leyendo estas páginas, leyéndolas en medio de las arremetidas del horror, puedo ver también lo valioso que hemos hecho en este tiempo. Cuánto coraje tenemos, cómo hemos respondido con tenacidad, con constancia, recurriendo a herramientas muchas veces muy precarias, con nuestras sombras a cuestas, pero con un espíritu tan alto que no habrá tanqueta que pueda aplastarlo. Y sobre todo, veo cómo hemos intentado —y logrado muchas veces, no siempre— preservar nuestra humanidad mientras mientras un régimen inhumano nos impele a la crueldad y a la barbarie.

Es posible que estemos ante una transición, pero es seguro ya nada volverá a ser como fue. Son demasiadas las heridas, demasiado lo perdido. Somos otros. Sin embargo, tras leer este diario, confío en nuestras ruinas, y confío en un renacimiento. Hay quienes se han ocupado de recoger y cuidar fragmentos, ordenarlos, darles un poco de sentido, registrarlos con palabras rectas, para que haya un futuro, aunque no sea el nuestro.

[Agradezco los comentarios de Ana María Caula, Victoria de Stefano, Yamelis Figueredo, Verónica Jaffé y Alejandro Sebastiani Verlezza, que me ayudaron a domesticar muchos malestares y a mejorar el texto].

***

El sentido de la ruina; por Paula Vásquez Lezama

 

El libro de Ana Teresa Torres Diario en ruinas (1998-2017) puede ser leído de muchas maneras. Constituye un documento de referencia para todo aquel que se dedique a la investigación del caso venezolano y de la revolución bolivariana. Es un documento que da cuenta de hechos ordenados a partir de la subjetividad de la escritora y no de un método. Es un diario escrito a posteriori que constituye una fuente ineludible para la elaboración de la memoria histórica del periodo que se inaugura en 1998. Este libro es una herramienta para la historiografía contemporánea y por consiguiente, sirve para la comprensión de las complejas coyunturas políticas, muchas veces indescifrables, si nos restringimos al presente y no remontamos en el tiempo. Escaparse de la coyuntura, aunque sea momentáneamente, es casi un acto de resistencia porque el registro de la denuncia nos atrapó, nos cercenó la voluntad de pensar, de pensarnos a nosotros, al país y el futuro.

El tiempo figura como una dimensión mayor de la experiencia de la crisis extrema que atraviesa Venezuela. El discurso de la revolución bolivariana ordena el tiempo y escribe la historia a su manera. El discurso del fallecido Hugo Chávez engloba pasado, presente y futuro. Cuestionar esa temporalidad oficial es ya un acto de resistencia. El “pasado glorioso” militarista y anticivilista, ya analizado en profundidad en el libro de la autora La herencia de la tribu, es la evocado por el oficialismo como la razón última que decide por los venezolanos el cómo vivir el presente. Con Nicolás Maduro, es un determinismo autoritario y violento que ordena la absurdidad del presente para justificar el autoritarismo. La vida cotidiana limitada a la supervivencia no vale para la visión oficial sino como etapa de un proyecto revolucionario que se ha ido, además, diluyendo en sus fines y quedando al desnudo, mostrando lo que realmente es: una inmensa voracidad depredadora de los recursos extraíbles.

El diario de Ana Teresa Torres elabora una memoria de conflictos que se entretejen, dándoles así un sentido a una serie de acontecimientos –dolorosos, destructivos– y lo hace además dando cuenta de la producción intelectual –artículos, libros, conferencias– en la que los autores denuncian, analizan, contestan, protestan. Así, el tono de la escritura del Diario siempre alude a la esperanza de un futuro. Un futuro que no puede llegar hasta que no se cambie una manera de gobernar, hasta que no se rectifiquen políticas económicas. Un futuro que a fin de cuentas está supeditado al fin de un régimen político. Un futuro que nos hemos acostumbrado a esperar. Estamos suspendidos a la espera de la “transición”. Aplazados.

La temporalidad del arruinamiento

Muy brevemente quiero exponer aquí algunas ideas sobre el arruinamiento y de su temporalidad. Una hipótesis que manejo en mi trabajo de investigación en curso es que el estado de ruina provocado por la “revolución bolivariana” es producto de una depredación desmesurada y consumista que poco tiene que ver con el costo social o económico de una revolución, así como tampoco con guerras ni con el fin de la ilusión de progreso. Esta enumeración de formas de arruinamiento moderno viene de Walter Benjamin quien a lo largo de toda su obra analiza la crisis de la modernidad y el desencanto producido por el advenimiento del fascismo.

Siguiendo una tradición propia de la filosofía crítica del materialismo histórico, así como el profundo desencanto nietzscheano de la idea de progreso, Walter Benjamin instaura el concepto de ruina moderna como “vida petrificada”. Por supuesto, las reflexiones de Walter Benjamin deben ser contextualizadas porque fueron elaboradas en el periodo de entreguerras en el cual dominaba un sentimiento de fracaso de la idea de progreso ante el advenimiento imparable del fascismo. Para Walter Benjamin la ruina, reveladora del “progreso” capitalista como mito de la modernidad, muestra la vanidad y trascendencia del trabajo humano como un proceso gradual y sin embargo incesante de colapso y extinción final.

Leyendo el libro de Ana Teresa Torres, pensé en Walter Benjamin por la siguiente razón. La revolución bolivariana de Hugo Chávez se funda no en la “socialización de los medios de producción por la clase obrera”, sino en el gasto desaforado y en la promesa de consumo (sobre todo de ciertos bienes). La ruina venezolana va mas allá de las consecuencias de la “enfermedad holandesa”, las distorsiones propias de las economías petroleras. Es el desplome del consumismo fundado en el resentimiento y en la ostentación, es el contragolpe de la desmesura, el abandono después de la depredación y de la voracidad. La economía política de la revolución chavista se funda en el gasto desmesurado, en “echarse los reales encima” o mas bien, en “gastarse unos reales ajenos”, diríamos en Venezuela. La inversión es realizada siempre y cuando se permita el desfalco de una parte del capital.

La revolución bolivariana es depredar para no dejar nada, pero depredar a partir de la opulencia y el exceso, para retomar el concepto de Georges Bataille (1976). Los depredadores en la naturaleza cazan solo lo que consumen. La voracidad del régimen venezolano es justamente insaciable y a la vez excesiva. No hay mesura. El despilfarro de los bienes públicos de la nación ha sido masivo, voraz, insaciable, de gastar todo sin invertir nada, en nombre de valores de justicia social, invocados desde la impostura, desde la farsa. El consumismo “boliburgués” consume riqueza suntuaria y depreda la posibilidad de bienestar social, dejando ruinas. Y las ruinas que deja son morales, porque incluso los que se enriquecieron ilícitamente lo hicieron a costa de su ruina ciudadana, de la pérdida de una condición moral necesaria para reconstruir cualquier cosa. Y hoy están reducidos a la condición de secuestradores opulentos.

Diario en ruinas permite que nos preguntemos por el sentido de la ruina, del abandono, de la espera, de la transfiguración de las cosas y de la manera en que nos vamos a reinventar los venezolanos. En un momento planetario marcado, además, por el cambio climático, toda sociedad fundada en la explotación de los hidrocarburos tiene que hacerse preguntas. Venezuela entra en muy malas condiciones esta etapa de la historia.

Depredación consumista y opulenta

En el contexto de la escasez que afecta a Venezuela desde 2014, los consumidores en Venezuela están en una búsqueda permanente de objetos consumibles y basculan entre el consumo para satisfacer necesidades básicas e intentar sobrevivir. Simultáneamente, el imaginario de lo que es “ser moderno” se centra en la opulencia y en el consumismo como la única manera que tiene el sujeto de afirmarse. El paisaje venezolano contemporáneo está marcado por basureros, depósitos, botaderos de escombros, en los que masas desesperadas hurgan y buscan cualquier mercancía que pueda ser reutilizada, hacen que los venezolanos sean una suerte de collectors, siguiendo siempre a Walter Benjamin, en una modernidad urbana abortada, que nunca llego a desarrollarse a partir del sentido de la ciudadanía plena. Ya no tenemos una idea del espacio ordenado ni del tiempo lineal progresivo. En el paisaje venezolano se entrelazan los cuerpos desechados y los medioambientes degradados. El arruinamiento, así entendido, se vive como un asunto de aguante, de potencialidad y de alcance.

El arruinamiento en una guerra, se materializa la corrosión de la Historia, la cual –en el sentido de Walter Benjamin cuando analiza el Angelus Novus (1920) de Paul Klee en su tesis IX de la Filosofía de la historia– lejos de ser una cadena progresiva de eventos, resulta de ‘una sola catástrofe, que acumula incesantemente escombros sobre los escombros y los arroja a sus pies.’ Es una discusión interesante que el libro de Torres nos brinda, pensar si la “revolución bolivariana” fue un “proceso” o fue un aparato político cuyo desplome arrastró a la nación entera.

En el régimen chavista “el pueblo” fue constituido, construido a partir del gasto y del consumo, del gasto y no de la ciudadanía. La promesa chavista no es el acceso a derechos, ni el trabajo, sino consumir sin reponer, gastar y botar. En la ideología del presidente Chávez no hay ciudadano sino un cuerpo físico atravesado por las necesidades, el dolor y la enfermedad. No es justicia, sino piedad arbitraria del soberano.

Todos conocemos aquí los efectos que boom petrolero entre 2004 y 2008. Entre 1999 y 2011 las exportaciones de petróleo hicieron que ingresaran 608 mil millones de dólares. Solo en 2012 ingresaron 92 mil millones de dólares. Ningún otro presidente de la historia tuvo un tal periodo de prosperidad económica. El Diario en ruinas de Ana Teresa Torres va narrando la destrucción impune del aparato productivo, de la cultura. Nos narra, como ella dice “el país adormecido en sus miserias”. Y le diría a Ana Teresa, lo que genera espasmos en ese país aletargado son los acontecimientos vinculados al consumo: El Dakazo, la promesa de la repartición de los perniles en navidad y los disturbios que generaron y hoy en día las cajas CLAP…

Un proyecto “de izquierda” nos redujo a eso: consumir o no consumir genera pasiones extremas y fenómenos sociales –como la corrupción o la reventa ilegal de productos con sobreprecio, la especulación– que pueden resultan ser juegos de vida o muerte. Lo que era supuestamente una alternativa al capitalismo, resultó ser no sólo una máquina clientelista de redistribución de recursos escasos, fundada en la violencia y en la exclusión, sino un sistema perfecto de sujeción política. A las cajas de alimentos CLAP sólo se tiene acceso a través del carnet de la patria, que es a su vez el carnet del partido político único que está en el poder, un carnet que es otorgado por el servicio de identificación nacional y que se conecta con la banca…

Ruina no es detritus

La construcción misma del sentido de lo que es catastrófico y de aquello que nos ha convertido en “víctimas” es entonces crucial. Porque el punto es quizás es en qué condiciones hemos sido y somos presas del depredador. ¿Quiénes éramos antes de la llegada de la catástrofe? Hay muchas cosas previas que le facilitaron la tarea a los predadores. Pienso que el proceso de depredación material y moral que afecta a Venezuela se favoreció además de cosas que ya estaban allí, de mentalidades que Ana Teresa Torres describe muy bien:

“Me gusta la pulcritud de la adjudicación de méritos de cada quien. Estoy convencida de que la constante borradura de la memoria ciudadana, y por consiguiente, de su desaparición en beneficio de grandes hitos patrióticos y militares de la historia, tiene incidencia directa en la debilidad y penuria de la sociedad civil y es una de las causas de que seamos el país que siempre nace, como se titula un libro de Gisela Kozak”.

Ese no darnos méritos entre pares, de no reconocer a nuestros colegas, pares y con ciudadanos como merecedores de reconocimiento nos hizo y nos hace muy vulnerables ante los que vinieron a depredar. Es muy fácil borrar y robar el trabajo de alguien cuando este no es reconocido ni valorado, los logros, las virtudes, las fortalezas.

Ana Teresa Torres nos permite pensar las ruinas. Entender el proceso de ruina al que ha sido sometido Venezuela reside en pensar en el potencial que ofrecen los restos materiales, los despojos y los escombros de objetos, de estructuras, de instalaciones. Es a partir de esos restos, que desde ya los venezolanos reinventan y recrean, que podremos entender los limites de nuestro proyecto de modernización pasada, su fracaso, sus límites. Porque pienso que la idea misma de democracia y ciudadanía están hoy también arruinadas, son hoy también una serie de escombros dentro de los cuales deambulamos tratando de rehacer nuestras vidas.

Así, en medio de esta profunda crisis los venezolanos nos enfrentamos a la ruina no solo de la infraestructura, pero sobre todo de nuestro espacio y de nuestro tiempo moderno y a su interpretación y mas aun, como lo muestra Ana Teresa Torres, dejando sin espacio a aquellos que le dan sentido, los que tienen acceso a la producción académica, intelectual y cultural.

La sensación de extinción, de arruinamiento que tenemos los venezolanos tiene muchas expresiones en nuestra subjetividad, en nuestros sentimientos y nuestras emociones. La experiencia de despedirnos de los nuestros que se van, de perder bienes materiales, ahorros, carreras, prestaciones sociales y mascotas, es una experiencia dolorosa, caótica y desordenada, propia de las guerras, por ejemplo. Venezuela no está en guerra, pero tampoco en paz. Todo está dado para que seamos las victimas eternas que claman por reconocimiento de la catástrofe revolucionario y muy poco nos permite pensarnos en sujetos políticos con capacidad de actuar. En este sentido, el trabajo del intelectual es decir cómo recuerda las cosas que ocurrieron, cómo construyó el encadenamiento de acontecimientos que le permitió entender, razonar y hacer razonar. Es lo que hace precisamente el Diario en ruinas de Ana Teresa Torres. Es una contribución sustancial a la tarea que nos viene.

El libro de Ana Teresa Torres no tiene final. Un diario no tiene final. Ahorita nos toca pensarnos como deambuladores entre ruinas, restos y escombros. Pero ese no es un estado definitivo. La ruina es algo producido. La ruina no es un estado de cosas. El mérito de este trabajo de Ana Teresa Torres es que sepamos por donde deambulamos. Darnos elementos para no ser presas fáciles. Que la ruina no nos convierta en detritus. Que las formas de coacción que nos saturan no nos lleven a nuestro propio abandono. Que el presente deje de ser un estado de aplazamiento y que dejemos de estar suspendidos, humillados para podernos reconstruir.

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Referencias

Bataille, Georges. (1976). « La Part maudite ». In Œuvres complètes. Paris : Gallimard (pp. 17–179).

Benjamin, Walter. (1996) “Critique of Violence,” in Benjamin, Selected Writings. Vol. 1, 1913-1936. Cambridge: Harvard U. Press.

Benjamin, Walter. (1999) “Theses on the Philosophy of History,” Illuminations. H. Arendt. New York, Pimlico.

Benjamin, Walter (2006) The Writer of Modern Life: Essays on Charles Baudelaire. Michael Jennings ed. Cambridge, Massachusetts, and London: Harvard University Press.


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