Fotografía de Cheo Carvajal
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En este momento está en Barcelona, España, y la entrevista la hacemos en el barrio de Gracia, justo en una cadena de café que se llama Caracas. No está en Caracas, pero quiere regresar. Al menos ir y venir. Y esta entrevista tiene que ver con dos asuntos fundamentales para el futuro de Caracas: la violencia y la segregación espacial, ambas vistas desde adentro. Vistas y fotografiadas.
Diana Rangel se ha preparado, digamos, en tres ámbitos: psicología, fotografía y artes. Una mezcla compleja, movilizadora. Y desde esos tres espacios del conocimiento y la expresión ha abordado el tema del barrio, no sólo de manera teórica, sino desde una visión activa, vital, conviviendo. Entre 2011 y 2013 realizó una maestría en Fotografía y Bellas Artes en Nueva York y también en Artes Expresivas y Transformación Social en Suiza, muy distante de nuestros barrios, nuestro gran tema.
Antes de esas experiencias fuera de Venezuela, estudió fotografía en Caracas en dos escuelas con enfoques diferentes. La de Nelson Garrido, donde trabajó iluminación y retratos, y luego documentalismo en la de Roberto Mata. En ambos casos tuvo acercamientos puntuales con comunidades. Esto ocurría simultáneamente con sus estudios de Psicología en la UCV. Diana Rangel quería obtener dos menciones, la de clínica dinámica, vinculada al psicoanálisis, y la de psicología social. Al final tuvo que optar sólo por la primera, pero su necesidad de vincularse a la acción social la condujo a realizar su tesis en La Dolorita, uno de los barrios de Petare.
Tenía necesidad de que su tesis “sirviera para algo” y no quedar en el mero requisito. En esto influyeron mucho las clases del profesor Antonio Pignatiello, quien entre otras materias daba “Redes de Subjetividad de la Violencia”. Desde allí, de alguna manera, logró asociar la visión de la psicología clínica al trabajo con grupos sociales, comprendiendo que aquellos conocimientos “los podía aplicar en la calle”. Con este profesor comenzaron a trabajar sobre la construcción subjetiva de la violencia, tema fundamental en su trabajo posterior, Voces de un lugar imposible. En ese momento, el libro Tiros en la cara, del padre Alejandro Moreno, “sirvió de base para un trabajo de análisis de discurso, para ver de qué forma los presos que daban sus testimonios construían su manera de estar en el mundo, no solamente sobre la violencia, sino también su percepción del espacio, porque habían estado encerrados en un espacio mínimo; uno de ellos, cuando salió a la calle, no lograba leer los avisos porque no enfocaba. Eso construye una mirada sobre el otro, sobre ti mismo, sobre tus expectativas. ¿Qué perspectiva de futuro podía tener esta persona?”.
—Personas acostumbradas a ver todo en corta distancia, incluyendo el futuro.
—Así es. Gente que no ve futuro. Yo conocí a una fotógrafa, Lurdes Basolí, que había venido dos veces a Venezuela desde España para trabajar en barrios el tema de la violencia delincuencial. Se metió con una banda a fotografiarlos y con ese trabajo ganó muchos premios. Luego regresó a dar un taller y su discurso era: “Ustedes tienen que meterse a trabajar en el barrio, conocerlo y ser parte de él, porque es parte de su ciudad”. Había gente que de plano decía que no se quería meter.
A ella la acompañaba un chico de La Dolorita, demasiado simpático, que la llevaba y traía a todos lados y echaba los cuentos de las fotos. Cuando se terminó el taller, él dijo “quien se quiera meter en Petare que se venga conmigo, ¿quién levanta la mano?”. Y yo, de farandulera, que apenas tenía 18 años, la levanté. Estaba apenas en primer semestre de Psicología.
—Para la mayoría de la clase media, atravesar esa frontera es una especie de transgresión. ¿Qué significó para ti entrar al barrio?
—Me fui con este chico y me pareció súper interesante lo que descubrí. Uno tiene unas ideas en su cabeza de lo que son los barrios, solemos pensar que son mucho más peligrosos de lo que realmente son. Uno cree que te pueden robar en cualquier esquina, y claro que te pueden robar, pero no es tan así. Además en el 2005 estaba mucho menos caliente que ahora.
—¿Qué diferencia el 2005 de ahora?
—Yo sigo en contacto con chicos que son delincuentes, con los que trabajé en La Dolorita. Otros cambiaron. Hay uno que siempre me cuenta cómo está el barrio, que si fulano se casó, que si el otro se fue para Colombia, que fulanita está preñada, y les pregunto por tal señora, como si fuera mi tía. Porque, después de un año de trabajo allá, yo me hice amiga de las señoras y ellas me cuidaban. En el barrio tienes que hacer comunidad o no sobrevives.
Y en esas conversaciones me cuenta que la situación está muy fuerte. Antes te sentías “seguro” porque ahí estaban los malandros más duros y nada te podía pasar si ellos descansaban en el barrio. Pero, según su percepción, ahora no hay bandas, sino chamos más jóvenes, solitarios, con una pistola, con la que “se resuelven el día” y esto lo hacen con cualquier persona. Entonces me cuenta: “¿Te acuerdas del señor del quiosco, que vendía pollo? Bueno, a ese lo robaron. ¿Cómo lo van a robar a él?”. Ellos siempre me decían: “Esto no se hace, no se puede robar a tu propia gente”. Que estén robando a su propia gente quiere decir que todo está más duro.
—Es la ruptura de un código.
—Son unos chamitos que andan solos o que juegan para dos o tres. No hay un líder de una banda que los manda a todos, sino que se disgregó. Y pensé: “Tendré que meterme a hacer de nuevo la investigación para entender”.
—¿Cómo veían a Caracas estos muchachos con los que trabajaste? ¿Como un hecho distante o sentían que pertenecían a la ciudad?
—Ese grupo con el que trabajé mi primer proyecto en La Dolorita era una banda como de siete u ocho chicos, entre 15 y 20 años. Vendían drogas y de vez en cuando secuestraban, cosas menores en comparación con otros. Cuando llegué a la comunidad hice una primera investigación para indagar qué es “ser un malandro” y para saber cuáles eran los delincuentes de la zona. Y todo se desglosó en tres estratos: “las grandes ligas”, que eran los que traficaban grandes cantidades de armas y drogas; líderes de secuestros express, que eran mayores de 26 años (en el barrio, si saliste de la cárcel y tienes más de 26, ya eres grande); los más pequeños, que son los que “hacen favorcitos”, que hacen de “mensajeros”, y tienen entre 9 y 10 años; y los del medio, que son los que se quedan cuidando la zona. A éstos fue a quienes yo llegué.
Ellos tienen un sentido de territorio demasiado fuerte. Para ellos, salir de la zona es un pecado mortal. Porque podrían pasar los de otra banda sin su supervisión. Para ellos, Caracas es una cosa híper distante. Uno de ellos no había bajado nunca, me decía “yo nunca he ido a Caracas”.
—Eso me hace recordar la película Ciudad de Dios (Meirelles, 2002), en la que Zé Pequenho le pedía a Bené, su compinche, que bajara a comprarle ropa porque él nunca se había atrevido a bajar.
—Éste lo que hacía era bajar en moto hasta Palo Verde y luego subía. Él era el líder de la banda y decía que era demasiado riesgoso porque ya los policías sabían quién era. Bajar, además, implicaba pasar por el territorio de dos o tres bandas. Recuerdo que él vivía en casa de la suegra y ahí había un cuadro de un paisaje muy cuchi, con pájaros. Él le hizo una foto a ese cuadro y, cuando me lo mostró, me dijo: “Éste es el lugar imposible, este lugar no existe”. Yo le respondí, “pero claro que sí, si en El Ávila hay pozos, hay pájaros como en este cuadro, Venezuela está llena de lugares así”. “Pero yo no los conozco y nunca voy a poder ir, por eso para mí no existe”.
—¿Eso se repite mucho en ellos o es un caso muy particular?
—Yo me dediqué a trabajar básicamente con grupos como éste. Pero también trabajé con un grupo del barrio La Cruz, que está por debajo de la plaza Altamira, que están más metidos en la ciudad, pero igual su relación es muy distinta. Por ejemplo: no van a la plaza. Yo quería hacer un proyecto de fotografía participativa con ellos en la plaza de Los Palos Grandes. Al final, el taller se transformó en mil cosas más, porque inicialmente era de un mes, con jóvenes delincuentes. Lo hice con la gente de Cultura Chacao, quienes querían que las cosas mejoraran en un mes (ya sabes cómo son las instituciones).
Yo me metí y resultó que los chamos me robaron las cámaras que les había entregado. Bueno, no me las robaron: me dijeron que las habían revendido. Cuando regresé, se sorprendieron de que hubiese vuelto. Me dijeron que usualmente los que vienen de afuera a trabajar les regalan algo y se van, o hacen cosas de un día y ya, y que pensaban que yo no iba a volver. Yo les dije que había venido a hacer un taller de fotografía y si ellos habían revendido las cámaras, era problema suyo.
—¿Cómo se resolvió el tema?
—Yo entré en pánico. Y decidí, en vez de solamente los jueves, ir martes y jueves. Pillé la esquinita donde hangueaban y me instalaba con ellos, más o menos a la misma hora siempre. Me sentaba a hablar paja igual que ellos, a beberme una birra si ellos se tomaban una birra. Fueron como tres semanas así y me doy cuenta de que los chamos rapeaban súper bien. Uno de ellos, de 16 años, me dijo que me iba a rapear una canción, todo inflado. Él creía que se estaba comiendo el mundo. Y cuando terminó, le dije: “Estás respirando súper mal, no entendí nada de lo que dijiste, no modulas”. Y él me dijo: “Es que yo no sé cantar bien”, y le dije: “Tú lo que necesitas es que te enseñen”. Entonces salió el carismático del grupo y me dijo: “¿Por qué no nos buscas con Cultura Chacao unas clases para aprender a cantar?”.
Yo les expliqué, “lo que pasa es que tuve que devolver el dinero que Cultura Chacao me pagó por el taller de fotografía porque ustedes revendieron las cámaras; yo estoy aquí por cuenta propia, y puedo buscar a una amiga para que les enseñe a respirar y a modular, pero ustedes me tienen que dar mis cámaras”. Los chamos se la pensaron burda y, entonces, el más pequeño de ellos salió corriendo a su casa y me trajo la cámara: “¡Yo nunca la vendí, te lo juro!”. Al final me devolvieron las cámaras, todos las tenían en sus casas. De ahí salieron unas clases de canto y después reconecté con Cultura Chacao porque siempre me veían ahí metida (ya habían pasado cuatro meses).
—En estos grupos vulnerables, por los riesgos que asumen, las expectativas de vida son muy cortas. Son jóvenes que suponen no van a vivir mucho tiempo. Pero también el mundo se les acorta. Y esto debería ser un problema no sólo para ellos, sino para toda la sociedad. El futuro de Caracas tiene que ver con el futuro de estos chamos. Por eso, la integración del barrio es condición sine qua non para que tengamos una ciudad menos violenta y más justa. Este tipo de gestos, de ir “un poquito más allá”, hasta la plaza que queda a tres cuadras, son importantísimos.
—Yo recuerdo que al final logramos hacer un concierto en la Sala Cabrujas con quince chamos que cantaron buenísimo. Pero el asunto tiene que ser de un lado y del otro. Desde Chacao me dijeron que me reservarían la sala sólo para la gente de la comunidad. Y yo peguntaba por qué no invitar públicamente a quien quisiera venir. Y me dijeron que mejor no.
—¿Por qué?
—No lo sé. Puede ser miedo o resistencia a la mezcla. Yo no sentí mala intención, sino algo así como que “si estás trabajando con la comunidad, termina de hacer tu trabajo con la comunidad”.
—Una visión que viene por defecto: cuando trabajas con el barrio, es sólo con el barrio.
—Si es con La Cruz, es con La Cruz. En todo caso, le podían decir a los de Pajaritos. Yo quería que fuesen los que escuchan conciertos de piano. ¿Por qué no podían venir? Al final vino todo el barrio, llenamos la Cabrujas. Se sintieron bien porque les dieron un sonido que, por cierto, tuve que manejar yo con la ayuda de un chamo del barrio. Trajeron su iPod y cada uno puso su música y cantó.
Después quise hacer una exposición con las fotografías en la plaza de Los Palos Grandes, acompañada con un concierto de los chamos. Pero, por muchas razones, al final no se dio y, aunque ya habían tenido un buen cierre, se quedaron con las ganas de más.
—Cuesta salir de la visión inmediatista, asistencialista, para llegar más allá. Promover realmente la mezcla.
—Yo les decía que no me podían contratar por un mes, porque sabía que ese proceso no iba a durar un mes. Pero me decían que no había presupuesto para contratarme a largo plazo. Y yo entiendo: las instituciones son así, tienen esos límites.
—Quizás podrían cambiar un poco el foco, invertir más ahí. Lograr construir otros referentes entre estos jóvenes. ¿Este tipo de talleres tienen potencialidad en cuanto a integrar, cambiar la perspectiva de vida de alguno de ellos?
—Depende de lo que se gestione en esos talleres, pero claro que sí. No es que haya habido un cambio de vida radical, pero sí que hay un viraje. Pasó de muy diferentes maneras, dependiendo de los grupos. Y ahora lo que me gusta es hacer talleres sobre cómo hacerlo. Y, si tuviera que resumir, podría decir que cuando el joven realiza en conjunto con uno una tarea, así sea en un juego, se siente útil. Tienen una voz que es escuchada. No juzgada: escuchada. Entonces el muchacho siente que hay algo más allá de la oferta de la violencia.
Cuando trabajé en La Dolorita, me di cuenta de que estos chamos no hablan, articulan poco. Son inteligentísimos con el lenguaje corporal y en el manejo de su territorio. Los mapas mentales de ellos son impresionantes, que incluyen atajos insólitos: techos, balcones, ventanas, pero articular palabras era algo que les resultaba muy complicado. Así que, cuando se vieron contando sobre lo que sienten, lo que les resulta importante, se vieron en una perspectiva distinta. Alguien les escuchaba y les daba feedback. Habitualmente, hablar sobre lo que sienten es un signo de debilidad. Y ellos hablaron de las fotos que hicieron, de lo que era importante y lo que no.
—¿Qué era lo importante? ¿Qué fotografiaron?
—Era muy amplio, desde familia hasta un chamo que hizo fotos de las esquinas con el nombre de alguien. Eran los lugares donde habían caído muertos sus amigos, de quienes hablaba: “El día que yo estaba robando aquí con Cheo, lo mataron”. O por donde él camina. O por donde él robó. O donde un policía lo atrapó y le puso aquellas esposas que lo maltrataron. Eran fotos de espacios.
Había otro al que le parecía que lo mejor del mundo era poderse escapar. Tomaba fotos de sus mejores escapes. “Aquí yo me trepé”, y era una ventana como de tres metros de alto. No eran fotos usuales de la familia, la casa. Eso sí, había fotos muy parecidas de las abuelas, casi siempre la figura al final de una sala, a oscuras o de espaldas. Ese tema lo conversamos: ¿por qué sus abuelas salían casi todas iguales? Pero nunca hice una lectura interpretativa de una foto.
—¿Entre sus imágenes percibías algún tipo de expectativa?
—Todos reflejaron la idea de futuro como algo que no existe. Siempre estaba la idea común de “a mí mañana me matan”. Yo trabajo con ellos unos meses, ellos hacen sus fotos, luego nos sentamos a hablar de esto. Cada quien se extiende todo lo que quiera hablando de su foto.
Pasó que tuvieron un problema con otra banda, se cayeron a tiros, ninguno salió herido, pero después todos se escondieron. Un día que subí a verlos me dijeron: “Vete, escóndete”. Yo les preguntaba por qué y me explicaron: “Estos chamos te vieron con nosotros, te pueden matar, te pueden romper el carro, porque tú eres ya como parte de nosotros, y eres el eslabón más débil, porque ni siquiera pistola tienes, ni la vas a tener”. Entonces me fui dos meses. Aproveché para hacer la tesis y luego subí porque sentí necesidad de saber qué había pasado.
Llamé a una abuela y me dijo que tenía tiempo sin verlos, pero que había visto a uno por ahí, caminando. Cuando llegué, lo conseguí con uniforme de colegio. Me sorprendió, porque él no estaba estudiando, y le pregunté y me dijo que mejor se ponía a estudiar porque si no el malandreo iba a terminar matándolo. “Mejor estudio, termino quinto año y busco irme de aquí”. Yo me quedé con la boca abierta: el chamo estaba pensando en el futuro.
—¿Y los otros?
—Me explicó que fulano estaba trabajando de vigilante. Lo llamé y me contó que hasta tenía una pistola, pero legal. También estaba preocupado porque lo podían matar. Yo los empoderé todo lo que pude para hacer la investigación. Si no hubiese sido por ellos, hubiese sido imposible realizarla. Ahora podían hablar de sus problemas. Cuidar una cámara fotográfica. Venir todos los jueves a sentarse conmigo en un banquito. Si podían hacer esto, podían respetar horarios, trabajar.
Les decía que el hecho de ser malandro no quería decir que eran incapaces de respetar una ley, un horario, ni eran brutos. Todo lo contrario: eran muy inteligentes. Lo que hacían exigía inteligencia. No estaba bien, pero brutos no eran. Podían virar hacia otro tipo de cosas que no terminaran en destrucción y en muerte.
—Sin dudas allí hay una inteligencia y una energía enormes, pero puestas a trabajar en una agenda destructiva. Tú trabajaste con ellos y dieron un salto importante.
—Yo no pienso que haya sido solo por mí. Fueron cosas del azar: yo estuve ahí haciendo una investigación y los puse a conversar y reflexionar, a través de la palabra. Luego se cayeron a tiros y fueron amenazados por la otra banda. Unos se escondieron, otro se fue al campo y regresó feliz, decía: “¡Qué arrecho es el campo!, ¿por qué nunca salí de aquí?”.
—Con algo tan sencillo como ponerlos a hablar.
—Hacerles ver las cosas buenas que tienen, no trabajar sobre lo malo. Nunca les dije que eran malandros. Ellos sí lo decían, una y otra vez. De alguna manera parece que fueran felices con la idea de ser malandros, pero al mismo tiempo están súper tristes de serlo. Nunca hablamos de si habían matado, ni de la muerte, ni de la violencia. Si yo hubiese llegado con ese discursito de que estaba haciendo una tesis sobre la violencia, el único discurso con el que me iba a encontrar era con el del delincuente.
—Sería como darles espacio para la exhibición.
—Sí, por ahí también se empoderan, porque es lo único que tienen en ese momento. Cada vez que asomaban el tema, me iba por otro lado. Yo quería hablar con ellos, como unos hombres de 16 años, que contaran quiénes eran, pero no de su “profesión” de malandros, sino qué los motivaba, qué querían, qué soñaban, qué les entristecía. Cosas que nadie ve. Inclusive la misma gente del barrio, una señoras, me decían “ve a ver qué vas a hacer tú con esa gente”. No querían saber de ellos.
—¿Qué es lo que más les duele? ¿En quién confían?
—Les duele el rechazo social, que es muy fuerte. Pero no confían sino en su banda, porque es gente muy leal. Mueren por el otro. Ellos tienen su lista interminable de culebras. Yo les decía: “Vamos a hacer un mapa conceptual de esto”, y era un entramado muy complejo, y lo que de ahí resultaba era que los iban a matar a todos. Yo les preguntaba si había alguna manera de perdonar una culebra: olvidar, dejar ir. Pero no.
—Pero se fueron y cambiaron.
—Al final pudo más el miedo de tener otra culebra. Yo quedé comunicada con ellos y a uno lo mataron. Yo estaba viajando y tuve una mala corazonada. Y me llegó al teléfono la noticia. Entonces llamé a su mejor amigo, que había logrado ubicarse como mecánico en un taller. Estaba enfurecido, pistola en mano. Le pedí que no lo hiciera. Le pedí que pensara que ese chico que lo mató debía tener un mejor amigo como él, y quizás una amiga como yo, que también lo quiere. “Y una abuela como tu abuela. Y una mamá como tu mamá. De una manera u otra tú tienes que cortar la cadena. Eso no va a acabar con tu sufrimiento, ni con el de nadie”. Y no lo hizo. Hasta donde sé, él se fue del barrio y aún sigue trabajando.
—Dentro de la propia comunidad hay una doble mirada sobre el malandro: la de quienes piensan que “es nuestro y nos protege”, y la de quienes están hartos y no les importa si los matan. ¿Cómo se sienten ellos con su propia comunidad?
—Ellos se sienten solos en el mundo. Es un drama total, porque son adolescentes para todo. Sienten que todos los odian, que los quieren muertos. Lo único que tienen son sus tres amiguitos.
—¿Cómo hacen para salir de su territorio? ¿Hay rituales?
—Cuando traspasas debes hacerlo con gestos específicos en el cuerpo. Recuerdo haber estado con uno de ellos en una moto, preguntándole cómo hacía. Si me hiciste un mapa de tu zona y estamos entrando en la zona de tus enemigos. Y él me dijo, “fácil, no puedes mirar fijo a nadie, mejor si miras para abajo, no puedes tener la gorra baja sino abierta y saludar para que sepan que vas en son de paz, y pasas”. Si “miras feo”, que es un concepto muy subjetivo, estás en problema.
La primera vez que subí con mi carro, cuando ya tenía un tiempo visitando el barrio, cuando atravesaba la frontera imaginaria de ellos, uno me esperaba en una esquina, se montaba en el carro y bajábamos las ventanas. E iba saludando, como en una pasarela. La idea es que me vieran en el carro, que supieran que era mío. Y ese carro se quedaba abierto en la calle. Nunca le pasó nada.
—¿Cómo romper esa frontera sin que sea una épica particular?
—Había uno que estaba tratando de conseguir un apartamento de Misión Vivienda, pero no en su territorio, y le resultaba muy complicado. Así que se dejaba ver hangueando con otros chicos, jugando básquet, que vieran que estaba en son de paz, sin buscarle fiesta a nadie, sin ver feo a nadie. Y él decía que poco a poco iba entrando.
Es muy parecido a estar en una selva. Es importante cómo manejar el cuerpo, el lenguaje corporal.
—¿Sería una exageración decir que los jóvenes en los barrios están “enculebraos” con la ciudad?
—La mayoría no está metida en estos temas de delincuencia. Son víctimas también. Es muy puntual de estos chicos del barrio. Depende de las dinámicas de las bandas y de las zonas. Yo conversaba con la gente mayor del barrio y no los comprendían, porque se matan entre ellos. Antes no mataban a una persona que caminaba por ahí, quizás ahora sí, por un celular o una harina P.A.N. Una señora me decía: “Tú agarras y te pones aquí, en este murito, y ahí no te llega ninguna bala”. Es difícil vivir así.
—Está completamente naturalizada la violencia y la presencia de las armas. ¿Esto se lo plantean como un problema?
—Yo quería hacer un proyecto en una escuela de La Dolorita. El director sí tenía consciente el problema de las armas, porque la zona estaba repleta y no sabía qué hacer. Pero yo no soy especialista en desarme. Lo mío es un trabajo educativo.
Estos chamos cedieron, salieron. Pero uno de ellos se asombraba porque yo, que era “de Caracas”, había llegado hasta allá. Y le explicaba: “Agarras el metro hasta Palo Verde, subes unas escaleras, te montas en el metrocable y ya. Después agarras un carrito. Hay unos que de repente van a la playa, al cine”. Pero la idea es que a Caracas no se va a hacer vida, sino a “trabajar”, es decir, a robar. Van sin pistola y hacen un “fantasmeo”.
—Puedo imaginar lo que es ese fantasmeo. Bastante más que “mirar feo”.
—Ellos me hicieron el fantasmeo y es como para entregarlo todo. Caracas es un espacio para “trabajar”, no para disfrutar. La ciudad no les pertenece.
—¿Hay disposición adentro para que vengan de afuera a realizar actividades?
—Sí, pero, si vienes con un logo de algo, no. Cuando se enteraron de que yo era de la Central, hubo un freno. Me dijeron que, si yo había estudiado algo, debía ser policía. Pensaban que yo, como psicóloga, estaba haciendo un análisis que le iba a dar a la policía. O piensan que debes ser de un partido político. Yo no paso desapercibida en ese espacio y saben que yo no puedo vivir allí. La gente se descuadra mucho. Preguntan de dónde vengo, tratan de ubicarte en un lugar. Si uno viene de un partido político, te cierran la puerta.
—¿Qué le ofrece Caracas a los jóvenes de los barrios, y qué le ofrecen estos a la ciudad?
—Los jóvenes de los barrios, como cualquier otro joven, de barrio o no, ofrecen a la ciudad parte de su vitalidad y sus inquietudes, propias de esa edad. La niñez y la adolescencia son momentos claves para la construcción de subjetividades que integran nuestra personalidad, y es en el intercambio con el otro que eso es posible.
Cuando una ciudad promueve intercambios de subjetividades de jóvenes y adultos, provenientes de diferentes espacios, situaciones y familias, cuando su arquitectura, o la distribución de sus calles, sus plazas y parques promueven la convivencia y abren espacios de relación, entonces es un dar y dar recíproco en el que el joven, inquieto por conocer y conocerse en un intercambio con el otro, aprende en la calle en procesos que van más allá de su círculo social, y viceversa. La ciudad aprende de él y se reconfigura.
—Los jóvenes de los barrios con los que has tenido oportunidad de trabajar, ¿demuestran algún tipo de interés por las armas, ven en éstas una herramienta para la vida?, ¿o no?
—Las armas equivalen al teléfono celular o a la camioneta que otro joven de la misma edad, pero proveniente de otros lugares, quisiera o necesitara tener. A los chamos de Petare, con los que hice mi primera investigación, les conocí una sola pistola, unas granadas y una navaja, pero se las turnaban acorde a sus planes del día. Estaban escondidas. Cuando robaban, lo hacían sin armas, pero simulándolas (“fantasmeo”). Entonces ahí me pongo a pensar que la presencia de una pistola o un arma de fuego es mucho más compleja de lo que uno cree. Es la representación de la posesión.
También, como te contaba, los hombres con pistola están dentro de su imaginario de héroes, y no hablo solamente de otros delincuentes, hablo de ídolos de la música, videojuegos, “un hombre con poder tiene pistola”, es como parte del imaginario del hombre, de hacerse hombre y masculino en un entorno social específico.
Para estos chicos, la calle es importantísima porque pasan mucho tiempo en ella, es allí en donde encuentran estas figuras a las que seguir, de la misma forma que uno sigue un hermano mayor, un primo, un maestro o hasta los chicos mayores en el colegio.
—¿A qué valores, qué actividades, son a las que se aferran estos jóvenes?
—Por lo que aprendí en Petare, o al menos en La Dolorita, y las experiencias que tuve en ese periodo, no son experiencias que se puedan generalizar a cualquier barrio –cuando trabajé en La Cruz era un poco distinto–. Allí vi dinámicas que son imprescindibles de ser entendidas por los jóvenes, sean o no delincuentes, para poder “sobrevivir”, o al menos salir ilesos. Esas dinámicas tenían que ver con la fuerza, el cuerpo, los gestos y enfrentamientos entre chamos jóvenes, que los colocaba a todos, sin excepción, en un estado de constante defensa.
A pesar de que trabajé con una banda de jóvenes armados, a los cuales se les tenía cierto respeto o preocupación en su entorno comunitario, ellos manifestaban que tenían que aprender a defenderse en el barrio, hablaban de enfrentamientos que se generaban por tan solo una mirada –me miró feo, me miró mal–, y hablaban de que si tenían que pasar de una zona a otra, controladas por grupos o bandas diferentes, tenían que bajar la mirada, subirse la gorra y caminar rápido.
Siento que es una dinámica de nunca acabar, porque apenas un paso en falso alguien puede salir herido y, si alguien sale herido, habrá una nueva “culebra” para los otros, por lo que se van generando redes y redes de venganzas que, al final, generan más conflicto, violencia y encierro para los chamos.
¿A que se aferran? Puede ser a su territorio, a su zona, a sus dinámicas, a sus amigos vivos. ¿A su familia? No lo sé realmente, tal vez tomar en cuenta la figura de la abuela por sobre la madre, pero incluso son chicos que no abren mucho su corazón para poder “salir ilesos”.
Cheo Carvajal
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