Telón de fondo

Desde La Rotunda

02/04/2018

Calabozos de La Rotunda

En Venezuela todavía abundan los adoradores de Gómez. Cuando aumentan los problemas de la actualidad –inseguridad, delincuencia, impunidad, desórdenes, voces excesivas e irrespeto de las leyes, especialmente– no falta el tuitero, el comentarista espontáneo y el orador de botiquines  que acude a la memoria benévola del dictador. Hasta redactan artículos de alabanza, como si cual cosa, para ponernos ante la necesidad de intentar una especie de curiosa reforma de evocaciones que no sucede en las repúblicas hechas y derechas.

La  larga permanencia del general en el poder,  su presencia sin ostentaciones, un porte de campesino inofensivo, el mito de sus cualidades  de individuo de pocas palabras y abundante prudencia, junto con el lapso de paz que presidió y con la publicidad de los legitimadores de turno,  han permitido la continuidad de una influencia capaz de resistir el paso del tiempo y bajo cuya fortaleza crecen muchas sombras en la sociedad. La gente se solaza en su anecdotario, al cual acude como si sacara prendas de un cofre para adornarse  con las virtudes extraviadas. Para combatir semejante conducta, capaz de llenarnos de baldones como colectividad, invito ahora a una breve gira por La Rotunda, cárcel emblemática de la época presidida por el tirano.

En 1909, un ciudadano llamado Olivo Martínez se atrevió a vaticinar los horrores que esperaban a Venezuela durante el régimen de don Juan Vicente, que apenas tenía un semestre de vida. Según recordó después el poeta Andrés Eloy Blanco:

Aquel hombre fue castigado por aquel discurso (…) pasó 39 meses en el Castillo de Puerto Cabello, con un peso de cincuenta libras en los pies. Pero su verdad duró veintisiete años con un peso de cincuenta mil cadáveres.

De ese período inicial data la famosa prisión de Zoilo Vidal –doce años encerrado en una primera tanda, dos años más después de un breve intervalo de libertad y, por último, reclusión  vitalicia en el Asilo de Enajenados de Caracas; y la clausura pavorosa del general Fernando Márquez, quien apenas pudo pasar unos meses con los suyos en el lapso completo de la dictadura, durante una fugaz amnistía decretada en 1927. Así se comienza a llenar una lista de presos harto conocidos.

Para calcular el sufrimiento de quienes debieron padecer en las ergástulas, ojalá resulten elocuentes  los versos escritos por Job Pim sobre el martirio de Pedro Manuel Ruíz, uno de sus compañeros en La Rotunda:

Se está muriendo mi vecino,

desde aquí escucho su estertor;

será otra cruz en el camino

de este larguísimo dolor.

Un terrible mal lo asesina:

úlceras tiene a discreción,

no le han dado una medicina,

ni una vedija de algodón.

O, si no, un pormenorizado documento que la Unión Cívica Venezolana publica en Nueva York en 1928 sobre la situación carcelaria. Es un texto prolijo, del cual apenas se extrae ahora la lista de defunciones de 1919 en la misma cárcel de dolorosa memoria.

Emiliano Merchán, murió de hambre el 2 de enero a las 11 a.m., calabozo 15. Enrique Mejías, murió de pústulas sifilíticas, sin asistencia, el 19 de abril, calabozo 5. Subteniente Domingo Mujica, murió de hambre el 3 de septiembre a las 9 a.m., calabozo 38. Subteniente Luis Aranguren, murió de hambre y veneno el 6 de septiembre, 6 a.m., calabozo 38. Subteniente Víctor Caricote, murió de hambre el 16 de octubre, a las 6:30 p.m., calabozo 15. Teniente Jorge Ramírez, murió de latigazos y veneno el 21 de octubre, calabozo 24, a las 10 p.m. Subteniente José Agustín Badaraco, murió de hambre y veneno el 7 de octubre a las 9 a.m., calabozo 31. Subteniente Cristóbal Parra Entrena, murió de hambre y veneno el 22 de diciembre a las 5 p.m., calabozo 36.

¿Suficiente? Tal vez no, después de tantas evocaciones halagüeñas. Terminemos entonces con la exhibición del tortol, una de las herramientas preferidas por los verdugos gomeros. El periodista Carlos M. Flores, quien fue para su desdicha uno de los huéspedes de la prisión, lo describe así:

(…) es un instrumento de martirio que consiste en una cuerda anudada, que se coloca en la cabeza, a la altura de la sien, y la cual se va apretando por medio de un garrote. Los nudos se incrustan poco a poco y el dolor que produce es intenso; algunos mueren en la prueba, otros más fuertes quedan con vida, ¡pero en qué estado!, con los oídos reventados y sin conocimiento.

¿Suficiente, ahora sí? Aconsejo la lectura de una obra mayor de la literatura nacional, en caso de que pretendan continuar en el sumidero de un teatro de horrores: las Memorias de un venezolano de la decadencia, que debemos a José Rafael Pocaterra. También las posteriores investigaciones de Jesús Sanoja Hernández.  Abundarán en detalles tenebrosos. Pero cuando terminen su lectura traten de volver a coquetear con Gómez, no dejen de mirarlo de nuevo  con ojos apacibles, retornen a la anterior condescendencia, si son capaces de asumir lo que será en adelante, sin duda ni paliativo, una  complicidad póstuma.


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