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[Publicado en La Aurora de Chile el 10 de septiembre de 1812, este texto del célebre cura Henríquez, uno de los ideólogos de la independencia chilena, evidencia su fe en los beneficios del teatro en la construcción de las repúblicas latinoamericanas.]
Este entusiasmo es el interés y el celo por la defensa y el triunfo de una gran causa. La energía de este sentimiento sostiene las revoluciones, y hace que sean tan fecundas en acciones ilustres. Tranquilizadas las cosas, sucediendo la calma y la estabilidad del orden a los movimientos revolucionarios, quedan para ejercicio de los ingenios y para argumento de la historia los acontecimientos y los hechos de la revolución. El entusiasmo es el apoyo único de las revoluciones. Haciéndose universal, el triunfo es infalible. Entonces es cuando de todas las clases brotan genios sublimes; cuando salen del seno de la obscuridad hombres eminentes. Parece que la naturaleza trabaja en silencio en formarlos; y que fatigada de aquel largo reposo, tan útil a la tiranía, preparaba muy de antemano los elementos de las revoluciones. Una grandeza, una fuerza de alma superior a todas las contradicciones y obstáculos; una firmeza que se goza entre los riesgos y desprecia el dolor y la muerte; un fuego que no sé si es el amor sublime de la patria, el odio exaltado de la tiranía o el deseo heroico de la gloria; son los caracteres que han distinguido siempre a los hombres de la revolución. Empero este gran sentimiento no se excita en todos ni a un mismo tiempo, ni en un mismo grado. Algunos corazones nacieron para la mediocridad, otros para lo sublime: unos nacieron para ser móviles, y otros para ser movidos. Algunos conservan una insensibilidad estúpida, una indiferencia asombrosa en medio de las fermentaciones de la libertad. Otros tienen una vista tan corta, que sólo ven el interés del momento, sin poder jamás extenderla a lo futuro. Generalmente la libertad es tempestuosa en sus principios, y por tanto es poco agradable a muchos hombres, o acostumbrados a una larga y brutal inercia, o habituados a la servidumbre, o tan estúpidos y limitados que son incapaces de percibir grandes ideas y de formar altas esperanzas. ¿Cuál será el secreto de hacer universal el entusiasmo, o de qué nos valdremos para interesar a todos en la defensa de una gran causa? De lo que influye sobre los hombres de un modo más fuerte y más notable: esto es, de la esperanza y de la opinión.
La esperanza es el móvil del corazón humano: persuádanse los hombres que del nuevo orden de cosas ha de resultar un aumento de prosperidad pública, y todos serán sus ardientes defensores. Interésese su amor propio; esperen tener alguna influencia en los negocios públicos, y defenderán como propia la causa común. Ésta es la razón de la admirable actividad, ardor y firmeza que han mostrado los pueblos en las revoluciones republicanas. No se pelea entonces por los intereses de un rey, sino por la parte de soberanía que corresponde a cada ciudadano. El hombre, este rey de la naturaleza, une a sus grandes debilidades un deseo muy vivo de mandar: todo se confundiera, si todos mandasen; pero su amor propio se consuela con que una parte de la soberanía, por pequeña que sea, oprima sus débiles hombros.
Esta es igualmente la causa porque los vasallos de los gobiernos absolutos viven en una perfecta ignorancia de la política, de los intereses públicos y de los derechos del hombre y del ciudadano. Mientras mayor es el despotismo, mayor y más tenebrosa es esta ignorancia; de modo que cuando se conmueve y derriba el coloso de la autoridad despótica, se hallan los hombres ignorando lo que más les convenía saber. Entonces creen los pueblos despertar de un sueño en que durmieron por siglos; entonces se ven algunos que habituados a las sombras, cierran obstinadamente los ojos a la luz. Generalmente en todas partes se opone a la difusión de las luces una nube densa formada de preocupaciones y delirios. Al contrario, los ciudadanos de los estados libres, como tienen influencia en los negocios públicos, procuran instruirse en la ciencia del gobierno y la legislación, y meditan en las máximas de la economía política. Por esto decía un republicano: «por débil que sea el influjo de mi voz en las deliberaciones públicas, el derecho de votar en ellas me impone la obligación de instruirme». Por esto en dichos estados los papeles públicos tienen un consumo increíble. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo en Nueva York se publican diariamente siete periódicos y se expenden más de veinte mil ejemplares. En Boston se publican tres dos veces cada semana, y cada periódico despacha más de cinco mil.
La opinión influye sobre el espíritu humano más fuertemente que todas las demás causas morales. Como ella es el agregado de las ideas inspiradas y perpetuadas por la educación, los discursos familiares y el gobierno, y fortificadas por el ejemplo y el hábito, posee la eficacia de todas estas causas reunidas. La opinión verdadera se funda en la experiencia y la razón: la opinión falsa tiene por base la ignorancia y las preocupaciones. Esta es la que ciega a los hombres acerca de sus intereses más palpables, y enciende su fantasía con quimeras pueriles. En fin, ella es la que degrada las almas y las hace cobardes, tímidas, serviles e insensibles.
Es pues el mayor interés que a las opiniones absurdas y perjudiciales se sustituyan las verdaderas y provechosas; y que se adopten todos los medios posibles para rectificar la opinión pública.
La política considera a los ciudadanos, o como ya existentes, o como que están para existir; las miras paternales de la administración comprenden a la generación actual y a la generación futura. La opinión de la generación actual se rectifica separando valerosamente aquellas causas que comunican en secreto el error, o reduciéndolas a la imposibilidad de dañar, y difundiendo al mismo tiempo la instrucción. La generación futura se forma por la educación política de la juventud.
La instrucción se comunica de muchos modos. Los discursos patrióticos, la lectura de los papeles públicos, las canciones, la representación de dramas políticos y filosóficos, deben ocupar el primer lugar. Si existiese algún día la Sociedad de la Opinión, de que ya se ha hablado, ella se ocupará con prudencia en la adopción de estos medios, cuya eficacia está tan comprobada. La autoridad ejecutiva no puede por sí e inmediatamente ocuparse de objetos tan multiplicados; su sanción y su protección son suficientes para dar la vida y la actividad a las instituciones más útiles. Bastante se ha tratado ya en este periódico de la instrucción popular y de la educación de la juventud; asuntos de tanta importancia deben repetirse y no dejarse de la mano, hasta que hagan toda la impresión que se desea. Ya es tiempo de decir algo acerca de la gran escuela pública, dirigida por la sabiduría y depurada por el gusto y la decencia.
Si yo considerase al teatro como una distracción útil en las grandes poblaciones, me bastaría recordar aquellos hermosos versos de Iriarte:
El hombre a la verdad no de otra suerte
que sintiendo, o pensando se divierte:
pues si el entendimiento no medita,
u ocioso el corazón apenas siente,
caen a una tristeza displicente.
Por eso hay quien ansioso se ejercita
en especulaciones
de las profundas y agradables ciencias.
Por eso hay quien se entregue a las pasiones
sin temer sus amargas consecuencias;
y todos con afán buscan el medio
de desechar la languidez y el tedio.
Pero entre las civiles distracciones
dignas de los curiosos racionales,
las representaciones teatrales
son quienes del ingenio y los sentidos
los deleites ofrecen reunidos.
Así logran Melpómene y Talía
tantos secuaces en los pueblos cultos.
Yo considero al teatro únicamente como una escuela pública; y bajo este respeto es innegable que la musa dramática es un gran instrumento en las manos de la política. Es cierto que en los gobiernos despóticos, como si se hubiesen propuesto el inicuo blanco de corromper a los hombres y de hacerlos frívolos y apartar su ánimo de las meditaciones serias que no les convenían, era el objeto de los dramas hacer los vicios amables. Sublimes poetas, uniendo a grandes talentos grandes abusos, lisonjeando el gusto de cortes frívolas y corrompidas, atizaron el fuego de las pasiones y alimentaron delirios dañosos. Empero para gloria de las bellas letras autores muy ilustres, cuyos nombres serán siempre amados de los pueblos y cuyas obras vivirán mientras haya hombres que sepan pensar y sentir, conocieron el objeto del arte dramático. En sus manos la tragedia noble y elevada mostró a los dueños del mundo los efectos formidables de la tiranía, de la injusticia, de la ambición, del fanatismo. Puso ante sus ojos las revoluciones sangrientas producidas por las pasiones de los reyes; procuró enternecerlos con la pintura de las calamidades humanas; les hizo ver que su trono podía trastornarse, y que podían ser infelices. ¡Oh, y si un horror saludable por la negligencia y los crímenes, que han causado la desesperación de los pueblos, hubiese estorbado que ellos mismos viniesen a ser triste asunto de nuevas tragedias! Mas los imperios, lo mismo que los hombres, parece que adquieren con los años una irresistible tendencia a la muerte.
Entre las producciones dramáticas, la tragedia es la más propia de un pueblo libre, y la más útil en las circunstancias actuales.
Ahora es cuando debe llenar la escena la sublime majestad de Melpómene, respirar nobles sentimientos, inspirar odio a la tiranía y desplegar toda la dignidad republicana. ¡Cuándo más varonil ni más grandiosa que penetrándose de la justicia de nuestra causa, y de los derechos sacratísimos de los pueblos! ¡Cuándo más interesante que enterneciendo con la memoria de nuestras antiguas calamidades! ¡Ah!, entonces no serán estériles las lágrimas; su fruto será el odio de la tiranía, y la execración de los tiranos.
Camilo Henríquez
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