Vista de la estatua de Cervantes en Alcalá de Henares. Fotografía de ^CiViLoN^ | Flickr
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De mí sé decir que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y, (…) pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras.
Quijote I-50
Tanto en charlas como en mis cursos sobre Literatura española en la Escuela de Letras de la UCV he repetido con insistencia que la crítica no puede continuar dando por buenas ciertas apreciaciones sobre los autores clásicos españoles, o sobre la mayor parte de esta literatura, tildados de misóginos y conservadores en exceso o sumisos propagandistas del poder real y la Iglesia. Incluso, autores como Calderón de la Barca han sido calificados como “reaccionarios”. De más está decir que estas ideas requieren una revisión pues están erradas, quizás por haber sido respuesta, en ocasiones crítica necesaria, justa e indirecta o hasta rebelde, contra regímenes dictatoriales y el uso interesado que de los clásicos hacía la propaganda de dichos regímenes mediante su experto sistema de censura. Por ello la crítica actual busca distintos temas de análisis, emplea otras miradas y, con toda razón, se aleja de esas ideas en la medida en que las realidades presentes propician aperturas impensables en otros tiempos. Sin embargo, desde hace algunos años conocemos comentarios literarios cuya sesgada lectura pretende encontrar en obras señaladas apoyo y defensa de políticas definidas o de formas de gobierno ya superadas en casi todas las naciones. Está claro su anacronismo, tanto como su inclinación a la propaganda ideológica, siempre atenta a forzar en autores y obras consagrados un sustento para sus propias teorías.
Al respecto, expreso mis reservas a dos asuntos: legitimar las modernas monarquías en el respeto que por ese sistema guardan grandes autores clásicos, obviando sus abundantes reprehensiones, si no al sistema en sí -no conocían otro-, sí a sus muchas críticas contra las figuras reales, e igualmente soslayando la terrible censura a la que la sociedad estaba sometida y se imponía, cruel, desde los más altos -reales- escaños del poder; incluso, algunos comentaristas parecen razonar como si el concepto del derecho divino de los reyes continuara vigente. No será en balde recordar que la perduración y legitimidad o no de las monarquías actuales proviene de las leyes civiles, de la voluntad del ciudadano, la cual, qué duda cabe, podría cambia y expresarse mediane el voto democrático. El segundo es la apreciación, hoy tan extendida, acerca de la liberalidad de don Quijote y, por ende, de su autor, con la finalidad de añadir valor a posturas políticas contemporáneas. Poco habrá que explicar para entender cuánto tales razonamientos, además de anacrónicos, resultan un sinsentido, por completo opuestos a la realidad medieval, renacentista y aun barroca.
Lo relativo a la monarquía lo dejamos para una próxima ocasión, centrándonos hoy en el otro motivo. La cualidad liberal de don Quijote, y de Cervantes, no puede referirse, menos afiliarse, en ningún caso al actual liberalismo político y económico. La liberalidad clásica se entiende, en sus varios sinónimos, como generosidad, desinterés, largueza, desprendimiento, bizarría, galantería, cortesía… y la RAE la define como “Cualidad de la persona que ayuda o da lo que tiene sin esperar nada a cambio”, Mientras que el liberalismo decimonónico es apenas, también según la RAE (no soy economista ni politóloga), una “Doctrina política que postula la libertad individual y social en lo político y la iniciativa privada en lo económico y cultural, limitando en estos terrenos la intervención del Estado y de los poderes públicos”. Por su parte, el liberalismo doctrinario consiste en una “Corriente política del siglo XIX que propugnaba la articulación del principio monárquico con el democrático como fórmula de protección de la libertad.” Sí es cierto, cómo no, que muchos principios políticos y civiles hoy muy valorados por todos provienen del liberalismo tradicional y son bases de la sociedad moderna, como la suspensión de los privilegios aristocráticos y eclesiásticos, la abolición de la monarquía absolutista o el reconocimiento pleno del valor del individuo libre y creativo que venía gestándose desde el Renacimiento.
Pero la liberalidad clásica, la quijotesca y cervantina, es otra materia; es calidad de la persona, es virtud que enaltece y debe manifestarse en todo momento pues en su manifestación se da a entender la nobleza del alma, también, y no fue menos importante en su momento, porque el noble, en este caso entendido como aristócrata, debía revelar a través de su “libre liberalidad”, su alta cuna y buena crianza. Claro, hacerlo mediante la generosidad crematística es bastante sencillo y expediente recurrido. De ahí tantos mecenazgos, tantas dedicatorias de obras señaladas a grandes señores de los que el autor espera un trato liberal.
Cervantes dedica la primera parte del Quijote a un gran señor, el duque de Béjar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos, “como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes”; además, dice. “en la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio”. Cervantes emplea excesivamente en esta dedicatoria tanto el tópico de la falsa modestia como el halago al destinatario; por suerte, en sucesivos ofrecimientos será más mesurado y decoroso en ambos asuntos. Sin importar el modo, solicita del duque auxilio material, apela, pues, a su liberalidad y a su obligación de ejercerla; sin embargo, le fue negada; es decir, el buen duque de Béjar, en esta ocasión al menos, no supo ser quien es.
El Quijote de 1615 lo dedica Cervantes al conde de Lemos, a quien, para ser bien entendido, le habla claramente de dineros, bien que con mucha gracia. Las dedicatorias, igual que los prólogos, en aquel momento poseían una gran importancia, constituían un género en sí. Aunque en principio se formulan como un panegírico, los autores solían esmerarse en las maneras de requerir el mecenazgo. En la dedicatoria a esta segunda parte, incluso nuestro autor se enorgullece de haber “hecho algún servicio a Vuestra Excelencia”, pues le dispensa su propia liberalidad con la entrega de una obra que hasta desea el emperador de China.
Cervantes aquí inventa una cordial historia: el Gran Emperador de China pretende abrir un colegio de lengua castellana y leer allí el Quijote, para lo cual solicita a Cervantes vaya a China y se encargue de la rectoría. No obstante, el escritor pregunta al embajador si también le trae “alguna ayuda de costa”, y ante la respuesta negativa, afirma: “vos os podéis volver a vuestra China (porque) sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, (además) tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear”. También en el Prólogo a esta segunda parte, tan permeada de las tristezas y vergüenza que le hubiera producido el falso Quijote de Avellaneda, vuelve Cervantes a elogiar al Virrey de Nápoles en estos términos: “Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie”. Ahora incluye en el elogio a otro personaje, el importantísimo mecenas cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, quien, además de mostrarle liberalidad en lo material también había sido el jerarca eclesiástico de más alto rango en dar la Aprobación a las Novelas Ejemplares, a cuyo juicio -qué duda cabe- se avienen los demás censores, no viendo en ellas ningún motivo de censura sino grandes virtudes, un asunto que ante las reprobaciones inquisitoriales reviste incalculable valor: “Estos dos príncipes -asegura el autor-, sin que lo solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico”. Llama la atención que Cervantes emplee para sí mismo el término “rico” y sea mucho más elogioso con sus obras, aplacando el infaltable tópico de la falsa modestia. Se sabe rico Cervantes por su ingenio, por la nobleza de su vida, porque da lo mejor que tiene: sus obras. Y puede ofrecerlas. En más de una ocasión ha dado opinión sobre honra, nobleza y liberalidad en estos términos: “La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida” (Quijote II. Prólogo).
Al conde de Lemos dedica también Cervantes, sus Novelas Ejemplares (1613) en la seguridad de que el conde, de quien se reconoce como “criado que soy de vuestra excelencia”, no lo abandonará. En esta Dedicatoria Cervantes también pretende sobriedad, por ello, insiste, no se permite caer en dos errores habituales de las dedicatorias peticionarias: la adulación y el ensanchamiento de la escritura, así, de manera indirecta, dará cuenta de los méritos de su señor, del linaje al que se debe y de la calidad de la obra ofrecida cuyas historias que la componen “algún misterio tienen escondido que las levanta”; la calidad de lo brindado bien merece la liberalidad que confiado espera. Se despide, pues, con el “deseo que tengo de servir a Vuestra Excelencia como a mi verdadero señor y bienhechor mío”.
Se aprecia a través de lo expuesto que la liberalidad medieval, renacentista y barroca debe ser entendida como caballeresca virtud y noble ejercicio aristocrático para mostrarse “bien nacido”, es decir, como cualidad afirmativa de que alguien es quien es y sabe serlo; no conviene, pues, confundirla con un respetable ideario político-económico de base burguesa como es el liberalismo decimonónico. Y para demostrarlo nada mejor que fijarse en el género de las relaciones que una y otro procuran entre las personas; en los viejos tiempos signadas por una asimetría muy difícil de entender cuando hoy defendemos ideas igualitarias. No obstante, de la importancia y extrema complejidad de los vínculos entre autores y mecenas da cuenta, quizá como ninguna, la dedicatoria que, siempre al conde de Lemos, ofrece Cervantes en el Persiles, tan conmovedora, tan sincera, tan cristalina…
Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención. (…) continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años.
Criado de Vuesa Excelencia,
Miguel de Cervantes
María Pilar Puig Mares
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