Retratos, hitos y bastidores

De viaje con Justo Sierra (II)

11/05/2023

Justo SIerra. Fotografía de Bain News Service | Wikimedia

“Así nació México, a nivel de su lago circundante y bajo el nivel de los otros lagos de la región; nació sentenciada, como su madre Tenochtitlán lo había estado, a batallar sin tregua con el agua, que penetraría todos los poros de sus cimientos e impediría la circulación de la salud en sus venas. De la ciudad de Cortés iba a irradiar una España americana hacia los mares y hacia los siglos”.

Justo Sierra, Evolución política del pueblo mexicano (1940)

1. En otro viaje que hice a México en 2007, esta vez invitado a una feria del libro en Xalapa, busqué, de nuevo sin éxito, la Evoluciónpolítica del pueblo mexicano (1940), de Justo Sierra Méndez (1848-1912). Hallé en cambio una selección de Prosas editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Varias de ellas son escritos políticos sobre la historia posterior a la Reforma de Benito Juárez, dominada por el régimen de Porfirio Díaz,instaurado en la década de 1880, del cual fuera don Justo congresista y ministro.

Tal como ocurriría más tarde con los “doctores” eruditos en la Venezuela de Juan Vicente Gómez, la controversial ambivalencia económica y social del liberalismo finisecular llevó a algunos de los así llamados “científicos” a apologizar los prodigios de la pax porfiriana. Llegaron incluso a justificar las sucesivas reelecciones del general Díaz, causa de su derrocamiento en 1911. Así lo hizo por ejemplo Francisco Bulnes, congresista y diplomático del régimen, al parangonar, en 1903, el bienestar alcanzado durante el porfiriato con la prosperidad del imperio de Octavio:

“Ha destruido las dinastías de los caciques, disuelto sus guardias nacionales; los ha privado de sus exacciones; prohíbe que tiranicen a los pueblos, y derrama torrentes de civilización en sus territorios para dejar a aquéllos sin prestigio, para conquistar a la sociedad; ha emprendido, como Augusto, grandes obras materiales que dan trabajo a grandes masas y levanta suntuosos edificios para satisfacer el bienestar, el orgullo y la vanidad de los mexicanos”.

Una apología similar de la tiranía ilustrada aparece en algunas de las Prosas de Sierra, quien fuera ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes desde 1901, tras haber presidido la Suprema Corte de Justicia, entre otras magistraturas. Todavía en vísperas del estallido revolucionario, en la calma precedente a la tormenta, dedicó a don Porfirio, en ocasión de inaugurar la Universidad Nacional en 1910, otro panegírico de su pax, forjada sobre ferrocarriles, usinas y mieses:

“Mucho habéis hecho por la patria, señor; hoy el mundo contempla de cerca con qué solemne devoción os habéis puesto al frente de la glorificación de nuestro pasado, que oscuro y triste como es, ha sido aceptado entero y sin reserva por la nación mexicana, para hacer de él nuestro blasón de oro y de gloria. Habéis sido el principal obrero de la paz, la habéis incrustado en nuestro suelo con las cintas de acero de los rieles, la habéis difundido en nuestro ambiente con el humo de nuestras fábricas y os esforzáis con gigantesco esfuerzo en transformarla en frutos que anhelan nuestros amigos ricos, y en mieses que cubran nuestras planicies, regadas ya, con su maravilloso toisón de oro”.

2. Apesar de ditirambos como este, el “Maestro de América” – según el título otorgado a Sierra porvarias universidades latinoamericanas – no estaba llamado a correr la misma suerte de otros acólitos del régimen. Fundador de la futura UNAM y promotor de la restauración de monumentos precolombinos, como la pirámide del Sol en Teotihuacán; mecenas oficial de becas en Europa a Diego Rivera y otros miembros de la pléyade artística en fragua, Sierra fue tan “usufructuario del porfirismo” como “precursor de la Revolución”, al decir de Abelardo Villegas en el prólogo a la Evolución.

A medida que se reconoció la continuidad histórica entre los dos períodos, la figura de don Justo, aquilatada por su erudición formidable, permaneció incólume y se agigantó desde ambas perspectivas. Con orientaciones pedagógicas más cercanas a Comte que a Rousseau, siguiendo su tradicional afiliación al positivismo, como ministro promovió tanto la alfabetización y el “laicismo educativo” entre las masas emergentes, como la especialización universitaria. Buscó que esta, sin embargo, no estuviera cooptada por el “aristocratismo intelectual” de los cenáculos modernistas o arielistas, donde el mismo Sierra brillara, desde que fuera adoptado, recién llegado a la capital, por Ignacio Manuel Altamirano.

Por haber sido así un “caudillo cultural”, como lo llamara Enrique Krauze, fue igualmente respetado por los revolucionarios. No solo los miembros del Ateneo de la Juventud – Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes – continuaron su obra, sino también el presidente Francisco Madero lo nombró ministro plenipotenciario en Madrid, donde Sierra falleció en 1912. Heredero de la tradición del Maestro de América en tanto hombre de letras y pedagogo, don Alfonso lo inscribió asimismo entre los adalides y reformistas de la paideia hispanoamericana: “Todos los mexicanos veneran y aman la memoria de Justo Sierra. Su lugar está entre los creadores de la tradición hispanoamericana: Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Martí, Rodó. En ellos pensar y escribir fue una forma de bien social, y la belleza una manera de educación para el pueblo. Claros varones de acción y pensamiento”, Reyes dixit.

3. En vísperas de otro viaje a la UNAM en septiembre de 2015, finalmente pude ubicar en Caracas un ejemplar de la segunda edición que, en 1985, Biblioteca Ayacucho hiciera de Evolución política del pueblo mexicano. Ya no tan apurado por leer sobre el período independiente, siguiendo las prisas de mis cursos de quince años atrás, esta vez decidí, como abreboca para el viaje, comenzar por el libro primero de la obra, dedicado a las civilizaciones aborígenes y la conquista. Fascinado por esa “prosa historiográfica” que sintetiza sus “bien musculadas facultades estéticas” – como señalóel mismo Reyes a propósito del legado recibido por Sierra de Michelet, Renan y Taine –  lo que más me sedujo de este primer libro es cómo relata, con detalles eruditos y tensiones novelescas, los entretelones que precedieron y siguieron a la conquista. Y una vez impuesto Cortés como un césar, el día después del suceso épico es captado por la pluma de Sierra en una cotidianidad que no escamotea los trascendentales desafíos por venir:

“Nada limitaba la autoridad del conquistador cuando se irguió sobre los escombros de Tenochtitlán debelada; Cuauhtémoc, ‘el águila caída’, yacía a sus pies, y con el heroico príncipe, todo el imperio federal de Anáhuac; los aliados, que habían sido los instrumentos principales de la conquista, ebrios de sangre y hartos de botín, aclamaban al Malinche y se retiraban en masas profundas a sus montañas o a sus ciudades, llevando por tal extremo grabado en el espíritu el prestigio de los vencedores de los mexica, que, puede decirse, al auxiliar a los conquistadores, ellos mismos se habían conquistado para siempre”.

Influido acaso por aquellas páginas de Viajes que de Sierra había leído sobre la visita a Washington, otro episodio de la Evolución que me sorprendió fue el análisis calmo del maestro sobre la guerra con Estados Unidos. Parece desmarcarse tanto del nacionalismo de la historiografía romántica, como del antiamericanismo frecuente entre arielistas de su generación. Llevado por su facticidad positivista, el historiador reconoce la inexorabilidad de la cesión de Texas, suerte de “rompeolas” frente al expansionismo gringo, el cual se aprovechó de los enfrentamientos entre federalistas y centralistas en el México de Santa Anna. De no haber estos bandos propiciado el conflicto con el vecino descomunal, no se habrían perdido algunos de los otros territorios contemplados en Guadalupe Hidalgo; en vista de lo cual, reconoce don Justo, como haciendo honor a su nombre: el tratado del 48 fue “doloroso, no ignominioso”.

4. Al comentar estas impresiones sobre la Evolución a los colegas que me invitaran en 2015, se excusaron por no haber leído obra alguna de Sierra. Tratando de ocultar mi sorpresa,preferí atribuirel desconocimiento a la relativa juventud de mis anfitriones, así como a sus formaciones originales, distantes de la historia. Para que no se sintieran incómodos, les conté entonces la anécdota referida por Villegas en el prólogo a la edición de Biblioteca Ayacucho, ilustrativa de la ignorancia sobre el Maestro de América entre las nuevas generaciones: durante las revueltas de 1968, los estudiantes de la UNAM decidieron cambiar el nombre del auditorio Justo Sierra, remoto e insignificante para ellos, por el de Che Guevara.

Este último personaje sí despertó de inmediato interés entre mis colegas mexicanos, sobre todo a propósito de los recientes cambios en América Latina. Sin embargo, antes de seguir adelante con la conversa de nuestro almuerzo, en un restaurante cercano a la UNAM, lamenté la ignorancia de los estudiantes de marras sobre el fundador de su alma mater. Y también confirmé a mis anfitriones cuan afortunado me siento de que el olvidado don Justo me haya acompañado en mis viajes a México.


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