Retratos, hitos y bastidores

De viaje con Justo Sierra (I)

02/05/2023

Sierra, Justo, c. 1911. Fotografía de Bib. virtual Cervantes

“Pertenezco a un pueblo débil, que puede perdonar, pero que no debe olvidar la espantosa injusticia cometida con él hace medio siglo; y quiero, como mi patria, tener ante los Estados Unidos, obra pasmosa de la naturaleza y de la suerte, la resignación orgullosa y muda que nos ha permitido hacernos dignamente dueños de nuestros destinos. Yo no niego mi admiración, pero procuro explicármela; mi cabeza se inclina, pero no permanece inclinada; luego se yergue más, para ver mejor”.

Justo Sierra, En tierra yankee (1895), en Viajes

1. Cuando visité por vez primera Ciudad de México en el año 2000, uno de los presentes que quería regalarme era un ejemplar de Evolución política del pueblo mexicano (1940), de Justo Sierra Méndez (1848-1912). Me interesaba para los cursos sobre modernización urbana en América Latina desde los inicios republicanos, los cuales impartía en la Universidad Simón Bolívar. En bibliotecas había consultado el clásico del erudito azteca y ministro porfirista, descargando incluso algunos capítulos digitalizados de internet; pero como lector chapado a la antigua, anhelaba tener la versión impresa. Sin embargo, me fue imposible entonces hallar la edición de Biblioteca Ayacucho en librerías caraqueñas, las cuales ya asomaban el desabastecimiento por venir.

Mientras preparaba mi asistencia al Congreso de Americanistas organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en aquel año 2000, di por sentado que entonces conseguiría el clásico aparecido en 1940, compilatorio de textos escritos en el novecientos. Sin embargo, afanado por la agenda académica y las visitas de rigor en un primer viaje a la capital azteca, por tan solo una semana, solo pude inquirir por la obra de Sierra, sin éxito, en librerías de la calle Tacuba, cercana al Palacio de la Minería, sede del congreso académico. Igual suerte corrí con las de Madero, en las inmediaciones del hotel Ritz, donde me hospedaba. Tampoco encontré la Evolución en la librería del Palacio de Bellas Artes, e incluso en la mirífica Gandhi, que si mal no recuerdo, se encuentra entre las avenidas Hidalgo y Juárez, bordeando la Alameda Central. Y tan solo en Porrúa pude hallar una compilación, publicada por la misma editorial de los famosos hermanos, de crónicas reunidas como Viajes, dentro de la cardinal colección “Sepan cuántos…”.

2. Aunque no me entusiasmó mucho el hallazgo bibliográfico, a mi regreso a Caracas decidí comenzar el volumen por las crónicas que Sierra tituló originalmente En tierra yankee. En esa ortografía decimonónica, sin castellanizar todavía al bando triunfador de la guerra de Secesión, rezumaba el pasmo continental ante el vecino erguido como Coloso del Norte, captado por el sabio mexica en escenas que pronto iluminaron mi docencia e investigación, desde ángulos insospechados.

Durante su periplo por Estados Unidos a finales de 1895, don Justo escuchó, en los clubes y teatros visitados en Nueva York, no solo candentes polémicas sobre la “cuestión venezolana” ante Inglaterra, en la que oficiara la segunda administración del presidente Grover Cleveland, sino también debates sobre la inexorable independencia de Cuba. Rodeado por diplomáticos, hombres de negocios y de letras, el erudito notó, en tertulias de salones y foyers, que la emancipación cubana se asumía como un hecho venidero, inquietando más el futuro estatus de la isla: la mayoría de los gringos pensaba al respecto que la “perla negra” debía pasar a formar parte de la federación americana. Y por sobre todos los vaticinios, el diputado porfirista avizoró la importancia que los inminentes sucesos cubanos tendrían para consolidar la posición del Coloso del Norte en las Américas todas:

“Si su actitud ha sido hasta hoy reservada y en apariencia correcta, depende de que aquí una preparación para la guerra es más lenta y muy pública; pero, según informes que creo buenos, esta preparación quedará completa en el curso de 98; entonces la amonestación amistosa a España, se convertirá en aspérrima intimación, y el coloso levantará su voz formidable para formular un insolente ultimatum. Y los españoles no pueden forjarse ilusiones; una guerra por Cuba, que empezaría por hacer de Cuba misma la prenda pretoria que asegurase los gastos de la guerra, sería aquí enormemente popular: un puerto bombardeado, una ciudad saqueada, dos o tres centenares de buques mercantes pillados en la mar por los corsarios, son alfilerazos en el cuerpo del coloso; sólo servirían para irritarlo, ni lo desangrarán, ni lo rendirán.”

Resultaron proféticas las palabras de Sierra, en vista de los sucesos de febrero de 1898, cuando so pretexto del hundimiento del acorazado Maine, suerte de alfilerazo en su formidable musculatura naval, el coloso arremetió contra la vetusta flota enviada por Madrid. Liquidada en una guerra de meses, con esa escuadra se terminó de hundir, como sabemos, el imperio español en América y el Pacífico.

3. Envuelta en vientos bélicos, fue sobrecogedora también la impresión del congresista mexicano al visitar el Capitolio de Washington, cuyo domo, “centro de la transformación republicana del mundo cristiano”, le produjo admiración pasmosa, aunque más moral que estética. En la cima de la colina sagrada, contemplando aquella cúpula de omnipresencia laica, comparable al San Pedro de Roma para la cristiandad; entre resentido y contrito, inquirió dentro de sí, en ese momento sublime, la lección trascendental deducible del expolio perpetrado por el ejército gringo en su país, hacía medio siglo. Porque no olvidemos que, tras la guerra iniciada en Texas, el tratado de Guadalupe Hidalgo había sancionado en 1848 – mismo año del nacimiento de Sierra en Campeche – la anexión de California, Colorado, Nuevo México, Arizona y Nevada por parte de Estados Unidos.

Sin desconocer entonces las “iniquidades” sancionadas en ese formidable domo washingtoniano – desde la exacción a su patria, hasta la esclavitud negra por tanto tiempo mantenida – trató el historiador de asirse a la “resignación orgullosa” con la que habría de vivir su nación, junto a otras latinoamericanas, a la sombra del coloso erguido al norte del río Bravo. Y por ello concluyó, como en designio de un modus vivendi para el siglo por venir:

“Admiro al pueblo cuyo centro de gravedad política es el Capitolio; su grandeza me abruma, y me impacienta, y me irrita a veces. Pero no soy de los que se pasan la vida arrodillados ante él, ni de los que siguen alborozados, con pasitos de pigmeo, los pasos de este gigante, que, en otro tiempo, fue el ogro de nuestra historia, como los niños a los hércules de circo. Pertenezco a un pueblo débil, que puede perdonar, pero que no debe olvidar la espantosa injusticia cometida con él hace medio siglo; y quiero, como mi patria, tener ante los Estados Unidos, obra pasmosa de la naturaleza y de la suerte, la resignación orgullosa y muda que nos ha permitido hacernos dignamente dueños de nuestros destinos. Yo no niego mi admiración, pero procuro explicármela; mi cabeza se inclina, pero no permanece inclinada; luego se yergue más, para ver mejor”.

4. Allende las cavilaciones políticas concitadas en Sierra por la visita a Washington, me sorprendió encontrar en las crónicas de viaje vívidas postales de otras ciudades americanas, trocadas a la sazón en metrópolis industriales. Es un reporte que – comparativo con las urbes europeas y nórdicas adentradas en el mecanicismo social y espacial, gatillados por la industrialización – hallé también, con diferentes itinerarios y estilos, en las crónicas viajeras de Rubén Darío y Gómez Carrillo, entre otras plumas del modernismo. Muestra de ese periodismo temprano y penetrante son las impresiones del positivista criollo al llegar al Chicago finisecular, las cuales prefiguran, a mi entender, los análisis de Georg Simmel y de la escuela epónima de sociología, gestados estos, no por casualidad, en la urbe industrial.

Repantigado en uno de los lujosos Pullman que se deslizaban con sus penachos de humo por los caminos de fierro norteamericanos, el maestro Sierra sintió entonces que arribaba, no a un cerebro o corazón del organismo nacional, sino a una “inmensa víscera, una formidable entraña” de la producción y el consumo. A primera vista, la metrópoli de la carne y los cereales parecía “una Nueva York descascarada de todo estilo, de toda hermosura, de todo color y originalidad”; sembrada sí de algunos fenomenales edificios que “tenían una fisonomía, una presuntuosidad de advenedizos ricos que no dejaba de llamar y hasta de embargar la atención”; lo cual no impidió al visitante insinuar, con sarcasmo, que no se perdería mucho de repetirse el ya legendario incendio de 1871… Con simbolismo histórico y hasta bíblico, el erudito asomó su fascinación por el fuego que arrasara con esa suerte de “Babel de las regiones frías”, a pesar de lo cual el proverbial empeño yanqui logró reconstruirla, con “sesenta mil edificios en treinta años”. Y mediante ese contraste entre la destrucción y el dinamismo recobrado, Sierra ofreció otra postal formidable de la mecanizada vida de Chicago, la cual no deja de contraponer al aletargado tempo mexicano.

Enmarcado en ese paisaje edilicio que no dejaba de ser, no obstante su aparente falta de estilo y cohesión, admirable en su ingeniería y escala, el aguzado ojo de don Justo — anticipándose al flâneur de Walter Benjamin y a la Sister Carrie (1901) de Theodore Dreiser — supo captar en la noche eléctrica y expresionista del Chicago comercial y proletario, la trajinada mecanización que apenas llegaba al México de Porfirio Díaz.

“Ya era plena noche, o por lo menos, plena sombra, cuando salimos de allí; las grandes avenidas mercantiles, surcadas por vagones funiculares que manejaban unos hombrones vestidos de hopalandas forradas de pieles, estaban apretadas de gente e iluminadas de blanco y oro por la luz de los focos incandescentes que brotaba a torrentes de los escaparates, y por la que bajaba en amplias vibraciones de las lámparas de arco. Surgiendo sin cesar de las penumbras palpitantes formadas en derredor de los altos cayados de fierro que sostienen los globos eléctricos, a la zona de luz cruda que las bañaba de lividez espectral, o a la que emitían los cristales de las tiendas y las iluminaba de costado, las jóvenes obreras que por millares salían de los almacenes para tomar sus ‘elevados’ o sus tranvías, corrían por las aceras envueltas en sendas capas de paño, con sus canastillas en la mano y los ojos muy abiertos y muy fijos, como si una mano irresistible las atrajera hacia sí”.


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