Fotografía de Wilfredo R. Rodriguez H. | Wikimedia
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Hoy se cumplen cuarenta años de la tragedia de Tacoa. ¿Tacoa? ¡Y qué es eso! La mayor tragedia causada por un incendio no provocado que dejó, oficialmente, un saldo de 154 fallecidos, 300 desaparecidos y miles de millones de bolívares en pérdidas. Ocurrió el 19 de diciembre de 1982. Allí murieron 10 periodistas y trabajadores de la información. Un acontecimiento como este, por más que sea calificado de tragedia, tiene culpables, sin embargo, pese a todas las investigaciones posteriores, nunca fueron sancionados. Tampoco han mejorado las condiciones en que los periodistas ejercen su profesión. El recuerdo es para los que han olvidado y hoy queremos conmemorar a los que allí fallecieron con este relato tomado de las páginas del libro Morir en Tacoa (Caracas,1984) del periodista Miro Popić, uno de los pocos testimonios que se escribieron sobre esta tragedia que conmocionó a Venezuela y al mundo entero.
Morir en Tacoa
Siempre en domingo
El día en que iba a morir, Carlos Moros se levantó a las siete de la mañana, más temprano que de costumbre, y estuvo largo rato deambulando por su desordenado apartamento de Los Caobos, tratando de organizar su confundida imaginación y revisando como hacía regularmente, me había confesado, cuánto le correspondería en prestaciones sociales si renunciaba la semana próxima y poder cambiar su destartalado R-12 verde claro por una Toyota, comprarse un traje de lino blanco o, a lo mejor, concretar por fin ese viaje a París que tanto le daba vueltas y vueltas en la cabeza. Debe haber releído por enésima vez el cuento que estaba terminando y que dos días antes no le había querido adelantar a José Pulido porque “si te lo digo te vas a caer y vas a pensar cómo no se me ocurrió a mí”. Lo que soñó aquella noche nadie llegó a saberlo nunca. Sin corbata y con la chaqueta al hombro, a eso de las nueve, bajo la tibia mañana de diciembre, Carlos Moros, Carlitos, salió a la calle rumbo a “El Universal” a cumplir la que sería su última guardia de reportero. Era domingo.
A esa misma hora, cuarenta y dos miembros del Cuerpo de Bomberos del Departamento Vargas; doce bomberos marinos de la Capitanía del Puerto de La Guaira y dos efectivos del servicio aeronáutico del aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, trataban de extinguir, con aparente éxito, un incendio que se había producido tres horas antes en el tanque Nº 8 de la planta termo-eléctrica de Tacoa de la C.A. La Electricidad de Caracas en Arrecifes.
“Todo está controlado” informó luego el mayor de bomberos Mario Francisco Vegas. Se levantaron las medidas de seguridad, se suspendieron las labores de evacuación de la población y el escenario se llenó de curiosos, vecinos del sector, obreros portuarios, marginales, indocumentados, bañistas atraídos por la densa columna de humo negro que se elevaba frente al mar Caribe, quienes trataban de acercarse incluso más allá de donde lo permitía el calor de las llamas, escudriñando los escombros con esa mezcla de ingenuidad y candor que caracteriza a los seres humanos inocentes.
¿Qué había pasado?
A las 5:58 de la mañana del domingo 19 de diciembre de 1982, en una operación calificada como rutinaria, el tanquero de la empresa de petróleos Maraven, el “Marachi”, descargaba 16 mil toneladas de combustible fue oil Nº 6 en el tanque Nº 8 de la planta de Tacoa. Dos trabajadores de la compañía, Jesús Manuel Rodríguez y Luis Natera, supervisaban la operación. Rodríguez y Natera no llegaron a sobrevivir para contarnos qué fue lo que ocurrió en ese momento: murieron instantáneamente, carbonizados.
“Para que se produjera la explosión e incendio –explicaría un año después una comisión investigadora– fue necesario que se acercase a la mezcla una llama abierta, fósforo, yesquero, etcétera. Se desconoce el origen de esa llama (…) uno de los operarios era fumador y a esa hora la visibilidad era escasa”.
Luego pasó lo que pasa en todos los incendios. Sonó la alarma, se interrumpió la descarga del combustible, llamaron a los bomberos y el ingeniero Inocencio Agustín Rojas Rodríguez, responsable de la seguridad de la planta de Tacoa desde el 1 de junio de 1982, se encargó del operativo. Lo primero que hizo (tiene que haber sido así) fue buscar los planos donde se indican los detalles del sistema de seguridad: válvulas, puntos de agua, vías de escape, extinguidores, etcétera. Y grande, muy grande, inmensa, casi tanto como su rabia y su miedo, tiene que haber sido la sorpresa que se llevó al comprobar que nada de eso funcionaba, que el sistema no servía para nada, que no había siquiera agua ni espuma (foam) de la que se utiliza para apagar este tipo de incendios. Así lo hizo saber al mayor de bomberos José Antonio Bazán, al teniente Gilberto Pernía García, al jefe de bomberos de La Guaira, Mario Francisco Vegas, al capitán Arminio Guzmán Morales, jefe de los servicios de la central de bomberos del Distrito Sucre y a Luis Eduardo Pérez Pérez, capitán asimilado de los bomberos aeronáuticos. Todos murieron pasado el medio día sin poder servirle de testigos al juez Carlos J. Soucre, quien luego de una exhaustiva investigación judicial llegaría, meses después a la misma conclusión acusando a la compañía de homicidio y lesiones culposas, porque “no funcionó adecuadamente el sistema de incendio por falta de mantenimiento, no hubo suficiente concentrado de espuma y se encontró que algunas tuberías del sistema estaban deterioradas no por efecto del siniestro, sino por ausencia de mantenimiento y por haber estado expuestas a la intemperie”.
Trescientos sesenta días después, la comisión investigadora determinaría que, una vez producido el incendio y con un tanque sin techo a causa de la explosión conteniendo combustible fuel oil Nº 6, de amplio rango de ebullición, la posterior ocurrencia de un boilover era de esperarse. Pero eso no lo sabía nadie todavía ese domingo; es más ni siquiera sospechábamos que existía una palabra boilover y que pudiera tener un significado tan terrible,
“Carlos Moros –escribiría dos días después Mariahé Pabón– venía desde hacía varias semanas con una fiebre de ganar puntos en noticias para primera página, de dar tubos (tubazos) como él los llamaba y de adaptarse a un periodismo menos literario, como él solía concebirlo.
“Llego muy temprano el domingo en la mañana, como no era su costumbre. Debía cubrir información general, asuntos de rutina, pero él golpeó la mesa con furia y dijo:
“-A mí no me dan un tubo. Yo me voy para Tacoa.
“Desde su escritorio revisó sus fuentes de educación y subrayó en los avisos clasificados del periódico varias ofertas de jeep Toyota que estaba empeñado en comprar.
“No respetó la pauta y se las arregló con el fotógrafo Veneziano para bajar al Litoral haciendo caso omiso de que la orden de sucesos estaba adjudicada a Wilfredo Mejías. En el camino se encontró con un grupo de periodistas que regresaban de cubrir el hecho pero él quiso continuar para escudriñar más, para redondear su “tubo” dominical.
“La unidad regresó sola y en el asiento de atrás quedaron sus documentos personales, varias libretas de anotaciones y su chaqueta. No volvió Carlos Moros a la sala de redacción. Su desafío le costó la vida. Su temeridad y juventud lo llevaron a enfrentarse a un peligro del que no llegó a tener conciencia”.
Testigos y protagonistas
El boilover es un fenómeno que se produce en un tanque de petróleo por ebullición del agua que contiene. Al transformarse cada litro de agua en mil seiscientos litros de vapor, éste busca salir a la superficie empujando violentamente lo que está encima. “Antes de que tuviera lugar (el boilover) –explicaría un año más tarde la comisión– en el lugar de los acontecimientos no se sospechó la inminencia del fenómeno y al privar la sensación de que el incendio estaba bajo control no se tomaron las medidas apropiadas de contingencia. Las personas y organismos presentes en Tacoa, antes de la ocurrencia del boilover, actuaron con gran dedicación, pero sin una coordinación efectiva, Hizo falta un comando central que dirigiera las acciones, analizara situaciones, escuchara recomendaciones y tomara decisiones definitivas”.
Miriam Morillo, periodista de “Ultimas Noticias”, estaba allí y sobrevivió para contarnos lo que vio.
“-—¿Dónde está el capitán Pérez Pérez?, preguntó Miriam.
“—Allá arriba en el tanque”, le respondieron.
Miró hacia arriba y el tanque estaba como a unos 50 metros, pero la única forma de subir era por una cuerda. “No tengas miedo, nosotros te ayudamos a subir”, le dijeron los bomberos. “En esos momentos –recuerda Miriam– desistí de la idea. Veía el tanque del que salían muy pocas llamas, pero sí una densa capa de humo negro, además el calor era insoportable. Todos se burlaron de mi y me llamaron cobarde. Bajé entonces con Domingo, el chofer, y cuando lo hacíamos el viento comenzó a silbar. Parecía que una tempestad se iba a desatar de un momento a otro. “Bajemos rápido -le dije a Domingo- parece que esto fuera a estallar”.
“Al llegar a los camiones cisternas, el teniente que dejara momentos antes comenzó a reírse al ver que no había subido. Le dije que él podía darme la información que necesitaba y accedió, mientras, llamó a otro bombero que preparara unos sandwichs. Libreta en mano comencé a anotar, De repente, el teniente lanzó un grito: “¡Corran que ahí viene!”. Cielo y tierra se estremecieron y al volver la vista atrás quedé paralizada. El fuego lo cubría todo, no se veía un solo ser humano, parecía que hasta el cielo también se hubiera vuelto en llamas”.
Entonces no hubo más que la muerte.
Tacoa se Transformó en volcán, en terremoto, en Hiroshima, en un castigo alucinante, en napalm, en devastación y ruina más que en cien guerras, en impotencia y rabia, en tormento y tristeza, en lástima y perdón, en fin, en la cosa más terrible de la tierra y de los cielos, en la que el único alivio fue morir abrazado entre las llamas, inertes ante la furia de la naturaleza provocada. Todo lo vivo pereció, todo lo físico fue destruido y en cientos y cientos de metros en donde hasta entonces crecía la ilusión y la fantasía sólo quedaron cenizas y restos calcinados como lúgubre testimonio de una expiación arbitraria.
En Tacoa pareciera haberse cumplido lo escrito hace más de dos mil años, en el Apocalipsis: “Hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra y la tercera parte de los árboles se quemó y se quemó toda la hierba verde y una gran montaña ardiendo fue precipitada sobre el mar y la tercera parte del mar se convirtió en sangre, y murió la tercera parte de los seres vivientes que allí estaban y fue herida la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas, para que se oscureciese la tercera parte de ellos y no hubiese luz en la tercera parte del día, y asimismo de la noche, y se oscureció el sol y el aire por el humo del pozo, como humo de un gran horno, y algunos hombres buscaron la muerte pero no la hallaron, y ansiaron morir, pero la muerte huyó de ellos, y fueron desatados los cuatro ángeles que estaban preparados para la hora, el día, mes y año, a fin de matar a la tercera parte de los hombres”.
Ciento cincuenta y cuatro víctimas así lo confirman. Carlos Moros quedó en esa tercera parte. Otros, de los que la muerte huyó, contaron la historia.
“En treinta segundo ocurrió todo” –dijo Fredy García, asistente, asistente de cámara de Radio Caracas Televisión–. Una bola gigantesca de fuego lo arrasó todo. Quedamos en un círculo envueltos por el fuego. ¡Era terrible! Estaba junto a dos funcionarios de la Disip y uno de ellos se tiró de rodillas pidiendo perdón a Dios y el otro trató de suicidarse disparándose un tiro en la sien. De pronto se abrió un camino entre las llamas y por ahí pasamos. Nos encontramos con unos bomberos con cascos y viendo que las llamas volvían sobre nosotros nos lanzamos desde una casa y comenzamos a subir hacia el cerro. En ese salto me fracturé la mano y el de la Disip se partió las piernas. Llegó un momento en que por la eterna persecución del fuego me resigné a morir, pero me entró un ánimo y seguí corriendo, corriendo hasta salvarme”.
Luis Alberto Peñaloza, de 17 años, aspirante a bombero, se salvó lanzándose al mar. “Me tiré al mar -dijo- y traté de salvar a un amigo. Cuando cargué con mi compañero me quemé los pies ya que tuve que caminar sobre el petróleo hirviendo. Después me tiré al agua y nos salvó una lancha que pasaba. ¡Fue horrible!”.
“Me quemé cuando explotó el segundo tanque –dijo Castor Teodoro Guerrero, bombero del D.F.-; eso no estaba previsto que sucediera. Estaba trabajando con treinta personas a mi alrededor y un poco más allá había como sesenta personas más”.
“A partir de ese momento –recuerda Miriam- todo fue correr mientras sentía que mis brazos ardían y con el bolso trataba de taparme el pelo. Todo era confusión. Unos caían al suelo, pero nadie se paraba a ayudarlos. Era cuestión de supervivencia. Todos los que corríamos saltábamos por encima de los que caían. Algunas personas en su desesperación trataban de salvarse tirándose al mar y muchas de ellas se ahogaron. Nadie, ni siquiera los bomberos, podían hacer nada para salvarlos. Hubo un momento en que un sinnúmero de personas nos montamos en una patrulla de la Policía Metropolitana, pero no pudo recorrer ni veinte metros. El fuego la alcanzó y todos salimos de allí. La unidad explotó en pedazos. En esos momentos me di cuenta que aún tenía en mi mano la libreta y el bolígrafo. “Bota esa vaina” me dijo Domingo y las arrojé al mar. De pronto, un bombero que había ido a ver si encontraba una salida, con la impotencia reflejada en el rostro, nos dijo: “No hay nada que hacer. Nos jodimos todos. Esto va a explotar también”.
Noticia de primera
La noticia de la tragedia de Tacoa no inquietó a muchos ese domingo, sólo a los pocos que pudieron ver en televisión los despachos sobre el incendio y la explosión, así como las declaraciones oficiales. “Es algo terrible”, declaró el presidente de la República, Luis Herrera Campins, a las 10 de la noche, “Lo que ustedes vieron en televisión no fue ni el diez por ciento de lo que realmente ocurrió”, dijo Oscar Machado Zuloaga, presidente de la C.A. La Electricidad de Caracas. “Yo considero que hubo fallas por parte de la organización de la planta”, aclaró el ministro del Ambiente y los Recursos Naturales Renovables, Carlos Febres Poveda.
El lunes 20, los titulares de los periódicos competían por destacar el hecho: “Muertos, heridos y desaparecidos por explosiones en Tacoa” (El Universal); “50 desaparecidos y 100 heridos al estallar dos tanques en Tacoa” (El Nacional); “Centenares de victimas” (2001); “Tragedia del siglo al estallar tanques en Tacoa” (Últimas Noticias); “Arrecifes: tragedia nacional” (El Diario de Caracas). Pero sólo uno de esos periódicos, “El Universal”, traía en su primera página, la más importante, la información con la desaparición, aún no la muerte, de varios periodistas: “Hasta última hora de la noche en la redacción de “El Universal” esperamos una noticia del destino corrido por los colegas Carlos Moros y Salvador Veneziano, reporteros de nuestro diario; María Adela Russa y su equipo de Venezolana de Televisión; José Machado, asistente de Venevisión; Richard Méndez y Jorge Liota, de Radio Caracas Televisión. Fuimos a todos los hospitales de Caracas y la región Litoral, llamamos a todos los lugares en los cuales se nos podía dar alguna pista y todo resultó infructuoso, enviamos unidades a los centros de emergencia, indagamos en Defensa Civil y Bomberos. Ninguna noticia. No se sabe si están en la lista de desaparecidos, si se encuentran en algún hospital sin haber sido reportados. Anoche guardamos vigilia, a la espera de que se nos den buenas nuevas y se nos confirme que no ha ocurrido nada con nuestros amigos y hermanos periodistas. La confusión reinante en el lugar de los sucesos nos lleva a ser optimistas y a pensar en lo mejor. Lo último que supimos es que el grupo cubría la noticia cerca del sitio en que se cayó el techo del tanque de combustible que dio a lugar a la propagación del fuego. Algunos lograron escapar rápidamente, otros fueron envueltos por las llamas” .
-¿Supiste lo de Carlitos?- me preguntó inquieta Cecilia Todd, mi vecina, poco después de las 10 de la mañana del lunes, cuando vino a casa, recordando que casualmente el día anterior, pasado el mediodía habíamos estado hablando de él.
-Bueno, sólo lo de los periódicos- le respondí.
-No; si yo acabo de hablar por teléfono con el hermano y me dice que es verdad, que murió en la explosión.
-No creo, ése debe andar por ahí y aparece cuando menos lo esperamos.
Me equivoqué. Carlos Moros no apareció y lo que hasta ese momento era una sospecha fue confirmado por Arnoldo Peroza, reportero de “Radio Rumbos”, quien minutos antes de la explosión había estado con ellos. “Cuando iba hacia el carro sentí a mis espaldas una violenta explosión que me tiró al suelo. Cuando miré atrás no quedaba nadie. Sólo una bola de fuego inmensa y mucho humo. No quedaba nadie, ni Carlos Moros, ni Veneziano, ni el teniente Vegas, ni Bazán, nadie. En plena calle un carro del Canal 8 y un jeep, de los que llaman unidades de alarma, volaron. Un helicóptero de la Policía Metropolitana que trataba de despegar, también explotó”.
Ejerciendo su oficio
Nunca se sabrá con exactitud cuántas personas murieron en la tragedia de Tacoa. La cifra oficial es de 154 víctimas. Sin embargo, hay elementos de juicio lo bastante sólidos como para creer que los muertos puedan ser más. Para Venezuela entera fue una pesadilla que enlutó las navidades de 1982. Para nosotros, los periodistas, fue el más duro golpe asestado a la profesión desde que los primeros cronistas de Indias comenzaron a difundir por el mundo noticias de nuestra gente.
La muerte de diez periodistas y trabajadores de la información, muertes inútiles, injustas, innecesarias, pueden transformarse en algo positivo para los periodistas y la profesión en la medida en que todos los que de una u otra forma intervenimos en el proceso de la comunicación, logremos conjugar las diferentes variables que se manejan en una acción viable y práctica que reivindique para el oficio la magnitud y categoría que le corresponde.
“Siempre habrá lugar para la épica de la tragedia -dice Sebastián de la Nuez- para la imaginería literaria, las correlaciones fuego-cuerpo-eternidad y para esa vastedad de lo desconocido, de la pequeña historia que nunca se sabrá, del instante en el límite entre la vida y la muerte. Pero por sobre todas las cosas, desde este lado del infinito, en este pequeño rincón donde todo continúa igual y donde nada se ha paralizado quizás por no poder comprender cabalmente la magnitud del terrible hito, queda una opción definida, materialista, quizás inútil e infructífera, pero la única a la que podemos echar mano: que se establezca la verdad, que castigue a los culpables, que alguien dé, al fin una muestra de ética moral”.
Mucho se escribió, y se escribirá cada aniversario, sobre Tacoa. Los periódicos se llenaron de obituarios, letanías, quejas y lamentos en las que el dolor y la impotencia primaron sobre la reflexión. Era normal que así fuera. Pero más allá de las cuartillas expiatorias está el compromiso irrevocable no sólo con nuestros compañeros sino con nuestra propia condición de periodistas.
“El Santo Padre, informado del grave accidente que ha provocado la pérdida de numerosas vidas humanas, asegura el ofrecimiento de sufragios por el eterno descanso de los difuntos y expresa a los familiares su sentida condolencia mientras pide al señor por ellos y por el restablecimiento de los heridos, impartiendo a cuantos sufren confortada bendición apostólica”, cablegrafió el Vaticano. El ministro de Información y Turismo propuso el Premio Nacional de Periodismo para los periodistas fallecidos. El ministro de Educación anunció la orden Andrés Bello post mortem para Carlos Moros. Y hasta fuimos a la catedral a una misa solemne en memoria de los compañeros, porque a veces también rezar a bueno. Pero nada de esto es suficiente.
No se ha escrito todavía el epitafio que ellos se merecen.
Miro Popic
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