Los expertos dicen que es un equipo menor, que no tiene la maestría de los grandes ni su brillo, pero cada vez que Croacia sale a la cancha parece que librara su último partido y no le importara dejar la vida allí. Más que representar a un país que ha enfrentado conflictos, es una selección que ha jugado contra la guerra y son quizás sus heridas las que han forjado ese carácter que la llevó hasta la final de Rusia
La selección de Croacia tiene, en teoría, menos de treinta años y suelen llamarla “joven” o “menor” en los medios cuando hacen algún recuento sobre su actuación en el Mundial de Rusia. La verdad es que sus futbolistas tienen casi cien años en las canchas internacionales, desde que eran parte del Reino de Yugoslavia que luego pasó a ser la República Federal Socialista de Yugoslavia.
Los croatas se estrenaron en el Mundial de Uruguay de 1930 con la camiseta de Yugoslavia, en pleno período de entreguerras, y quedaron en cuarto lugar; repitieron el cuarto en Chile 62 y su fútbol siguió evolucionando. De alguna manera, la política estaba al margen, hasta que en 1980 muere Josip Broz Tito, el hombre fuerte que mantenía unidos en un mismo estado a los seis países balcánicos —Croacia, Serbia, Eslovenia, Montenegro, Bosnia y Herzegovina y Macedonia— pese a sus diferencias étnicas y religiosas.
Al no estar Tito, surgieron rumores de separación en Yugoslavia que eran desmentidos o desestimados. Las gradas, en cambio, mostraban la realidad: los enfrentamientos entre hinchas croatas y serbios eran cada vez más intensos. Y el 13 de mayo de 1990, en un partido entre los dos clubes más importantes de cada país, el Dinamo Zagreb y el Estrella Roja, estalló la guerra de los Balcanes, extraoficialmente.
Un grupo de ultras serbios se coló a las gradas del Maksimir Stadium de Zagreb y, poco antes del pitazo inicial, comenzaron a atacar a los hinchas croatas. La policía, que era pro-Serbia, permanecía pasiva, mientras los ultras repartían golpes y cuchilladas; luego las autoridades se sumaron a la turba y también se lanzaron contra los croatas.
Zvonimir Boban, el número 10 del Dinamo, no se contuvo: corrió hasta un policía que golpeaba a un aficionado croata y le dio una patada. Lo sancionaron, no pudo ir al Mundial de Italia y, con solo 21 años, se convirtió en símbolo de la lucha de su país por la libertad —fuera de ese estadio hoy hay una escultura alusiva a aquella batalla—. Aquel día también estaban Davor Šuker y Robert Prosinečki, pero fue Boban el primer futbolista croata en convertirse en fiera.
Un mes después de la patada, la selección yugoslava parecía imparable en el Mundial de Italia, mientras Slobodan Milošević estaba en auge, había tensiones en el país y en el equipo multicultural. El 30 de junio Argentina los eliminó en cuartos de final en tanda de penaltis, cuando Sergio Goycochea paró el disparo del bosnio Faruk Hadžibegić, y el 31 de marzo del 91 comenzó la verdadera guerra.
Años después, el seleccionador de Yugoslavia, Ivica Osim, declararía a la revista Líbero: “Todavía me pregunto qué podría haber pasado si hubiésemos ganado. Quizás peco de optimista, pero creo que las cosas en el país hubiesen sido distintas si hubiésemos jugado la final o ganado el Mundial. Quizás no hubiese habido guerra. Cuando me acuesto en la cama cada noche pienso en ello”.
La resurrección
Yugoslavia comenzó a desmembrarse y los sueños de los futbolistas croatas quedaron en la nada. Tuvieron que esperar dos años para volver a participar en torneos fuera de su recién independizado país: estaban vetados por ser parte de un conflicto bélico. Fue en 1992 cuando la FIFA y la UEFA aceptaron como selección a los de la evocadora camiseta de cuadros blancos y rojos.
Sus ganas tenían tiempo contenidas y cuando los soltaron, estaban desbordados. Debutaron en la Eurocopa del 96 y llegaron a cuartos. En el Mundial de Francia, vivían cada partido al máximo, el mundo se sorprendía con sus resultados y, por un momento, la victoria se hizo tangible. Hasta que se toparon con los anfitriones en las semifinales y los eliminaron en un partido de sabor tan amargo que todavía se siente.
Ganar el tercer lugar significó su revancha personal. En 1998 la célebre selección de Šuker, Prosinečki, Jarni, Štimac y el heróico —quien terminaría convirtiéndose en profesor de historia croata— marcó un hito en su país y en la psiquis de sus ciudadanos.
Seis años después, Prosinečki declaró a El País: “Nadie tuvo que motivarnos. Competíamos por devolver la alegría y la ilusión a nuestra gente. Éramos un país nuevo y queríamos que se nos conociera y se nos valorara, competir con dignidad”.
Las guerras íntimas
Desde 1995 no hay guerras en Croacia, pero a la selección le costó reconstruirse. La pasión inicial dio paso a una suerte de letargo, los héroes se retiraron, entraron nuevas caras, cambiaron de director técnico siete veces y no lograban articular un equipo que funcionara. Fracasaron una y otra vez hasta que Zlatko Dalić entró en el juego, a finales 2017, analizó sus piezas, hizo ajustes, tomó decisiones necesarias y ahora se disputan la final de la copa mundial.
El equipo que hemos visto ganar cómo sea cada uno de sus partidos en Rusia está integrado por los niños que vivieron aquella guerra que comenzó en el 91, después de la patada de Boban y del penalti fallido de Hadžibegić. Crecieron entre las minas y la destrucción e hicieron de los jugadores del 98 sus ídolos. Sin duda, ese pasado forjó el ímpetu de los hombres que hoy están en la selección.
Luka Modrić no suele tocar el tema, ni quiere hacerlo su bandera, pero su primer acercamiento al fútbol fue en el estacionamiento del hotel donde vivía refugiado con su familia, luego de perder su casa y de que los serbios mataran a su abuelo. Vedran Ćorluka tenía seis años cuando tuvo que mudarse a Zagreb porque en el pueblo bosnio donde nació la guerra no lo dejaba vivir. Y a Danijel Subašić aún hay quien le eche en cara que es hijo de un serbio ortodoxo, aunque él y su padre se declararon croatas hace tiempo.
Están a un paso de llevarse el premio mayor, sin embargo, antes de cada partido jugado, periodistas, expertos y analistas los han asumido como los posibles perdedores porque carecen del brillo de los grandes o están lesionados o ya el cuerpo no les da para más. Incluso después de la victoria contra Inglaterra, Martín Caparrós los definió en su columna en New York Times como un rival mediocre que “dedicó casi sesenta minutos a mostrar su medianía”. Al final, dice Caparrós, ganó “uno que andaba por ahí y tuvo mucha suerte”. Podría tener razón.
La selección de Croacia es una fuerza impredecible. Puede que se dejen llevar por los nervios y se alteren, que fallen en jugadas obvias o que no concreten el gol luego de mil intentos. Puede ser también que pase algo casi irreal en la cancha: que los croatas dejen de ser hombres y transformados en fieras anoten, defiendan su arco y sigan adelante. Y es esa fuerza única lo que los ha llevado a donde están, no su precisión ni elegancia en el campo.
Son 23 fieras, los 22 jugadores y Dalić, que no temen dejar el alma en cada encuentro, no importa quién sea su adversario. Pase lo que pase el domingo 15 de julio, la selección ha hecho historia.
Dalić dijo a la televisión inglesa, luego de pasar a la final: «Este torneo lo ganará un equipo con carácter”. Y yo le creo.
Idemo Hrvatska!
Mili Zupan
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