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Tú me quisiste cuando niño
y eso quiere decir para siempre.
(Raúl Gómez Jattin)
Querida hermana, hemos crecido sin entender por qué a veces los designios de la vida no solo nos llevan a situaciones que debemos descifrar, sino que nos acercan a lo que nos hemos convertido en el tiempo. ¿Para qué? ¿Cuántas cosas necesitamos entender de nosotros mismos? ¿Has pensado alguna vez si de pronto hay algo que nos haga olvidar todas esas canciones de trova que nos hablaban de pobreza y revolución? ¿Cambiaría algo en nuestras vidas?
Llevamos también a cuesta un olvido que aparece como una esperanza al vacilar sobre los recuerdos. Cuando en el 2005 nos fuimos definitivamente de la casa de papá, esa partida significó un tránsito hacia un olvido que luego en silencio logramos revertir. Crecimos con la idea de abandonar un lugar que en parte quisimos. Dejamos en ese olvido el miedo a la llegada de la noche y antes de dormir escuchamos cómo el sonido de los grillos invadía la oscuridad de la sala. ¿Dónde quedaron las bicicletas que nos trajo el Niño Jesús? ¿Cómo esos objetos se van de nuestras vidas sin saber que los han regalado o se han perdido? ¿A dónde fueron a parar mis colores y tus agendas infantiles que nunca usabas y que yo, a escondidas, cuidaba como si fueran mías?
Nuestra ropa que nunca más usamos. El clóset que compartíamos y que siempre estaba desordenado pero tapábamos con una toalla para que nos dejaran salir a jugar. La caja de cuentos de hadas que traía un casete con el audiocuento narrado por una voz que nos daba mucho miedo.
Olvidamos también nuestras navidades, la placita José Gregorio Hernández allá en Monte Piedad, donde manejamos bicicletas y esperamos más de una noche la llegada del Niño Jesús. Todo lo que hemos olvidado se ha quedado como un museo en la casa de papá allá en el Bloque 5, en el 23 de Enero. Muchas de esas cosas se las comió el polvo; otras, se las encomendé a nuestro padre para que en su soledad lo acompañaran siempre.
Ambos solemos recordar las veces que fuimos felices juntos. También pensamos que algo, sin saber qué, nos arrebató tantos momentos que terminaron fundando una nostalgia. Ahora somos, en cierta forma, adultos que hallaron maneras distintas de explicarse la vida. Pero si te pregunto ahora qué es lo que más te ha gustado de estar viva, ¿sabrías responderlo? Quizá tanto, hermana mía. Nosotros hemos sido una memoria alineada por la mirada de nuestros padres y la soledad de nuestra infancia. Y hemos descubierto con el pasar del tiempo que lo más importante es que hemos sido hermanos; estuviste once meses esperándome antes de que yo naciera.
Lo que nos corre por las venas es irreconocible. También lo que hay en nuestra forma de pensar y mirar las cosas. Somos, sin duda, el aprendizaje de nuestra infancia, una consecuencia, como todo. Pero hay algo que he entendido y he aceptado con agrado: somos una herida sembrada en el amor.
Me presento a través del recuerdo para abrazar todo lo inconsolable. A lo mejor si no hubiésemos sentido nunca una profunda tristeza por las cosas que vivimos, de mirarnos después de todo calados en el desconcierto y sintiésemos que nunca lograríamos salir de él, entonces el mundo sería una amenaza. No habría nada qué aprender. Y no importa si ahora mi vida supone un destino donde el viento sopla distinto al tuyo. En la tristeza también conseguí entender que mi convicción más profunda es que el futuro no está escrito en ninguna parte. Y que lo vivido me representa e invita a otros a aceptar, sin resignación, sus presentes.
Esta carta, Fabiola, trasiega lo que el corazón responde a la forma como observo el mundo fascinante y sorprendente en el que tú y yo hemos podido nacer. Escribo para nombrar nuestra memoria, porque después de todo hemos crecido bajo los mismos principios. Lo que me sucede a mí explica lo que tú buscas entender, y lo que tú vives es en gran parte mi compañía.
*
Conoces tú, hermana, el dibujo de mis sueños. De niño, soñaba con ser arquitecto para construir un colegio donde fuese director. Persistí tanto en mis croquis que crecí pensando siempre en la educación y en todos los espacios donde me descubría distinto. Me gustaba armar cosas como en un juego de legos, quitar de un lado para colocarlo en otro; supongo que heredé el espíritu trasformador de nuestros padres, aunque nunca fui consciente de ello.
Lo más cerca a ese primer sueño fue cuando jugábamos, por ahí en 2006, a enseñarle a los tres hermanitos que vivían en el penthouse del edificio de la abuela. Recuerdas que convertimos las escaleras del piso 12, allí en la avenida Lecuna, en un salón de clases y rayamos, sin vergüenza, las paredes con marcadores. Fue mi primer gran pizarrón.
Allí, desde el juego, entendí que la educación es una vocación que deviene de los sueños. Y aunque a ti no te gustaba enseñar eras también una maestra para mí.
No estudié arquitectura ni educación. Terminé por descubrir, en 2013, la carrera de letras porque cuando en el liceo nos tocó leer Cien años de soledad me pregunté si había algo más allá de esa novela que me envejeció tan joven. Tú no la leíste, pero yo te la conté. Entonces se me reveló una nostalgia por los libros terminados. Comencé a escribir cuentos tratando de imitar a todos esos autores que en el liceo leíamos bajo el compromiso de una nota. Me interesó la literatura porque las letras educaron mi sensibilidad por el mundo.
Supongo que los sueños son una virtud. Por las noches soñamos, pero en el día pensamos. Sin embargo, hermana, cuando los sueños se convierten en realidad son distintos, no peores ni mejores, sino necesarios. Un sueño que puede tocarse sacude y pega fuerte. Te mantiene despierto o te devuelve la ilusión. Muchos de ellos terminan siendo la orilla que conduce a lo hondo.
Cuando en 2015 dejé aquella librería en La Urbina, donde ambos trabajábamos, tú sabías que me fui porque quería emprender mi vocación, lo que desde siempre me movía. Era la primera vez que tomábamos caminos distintos. Conocí ese año un colegio encantador en Caracas que me abrió sus puertas. Por cinco años, hasta 2019, me dediqué a enseñar literatura y a enfrentar a cada uno de mis estudiantes a la lectoescritura, para que en ese espacio íntimo y soñado se descubrieran otros y más humanos. De cierta forma trataba que comprendieran lo importante que es conseguir y defender una pasión a partir de las letras. Los enseñé a leerse del mismo modo en que me habían enseñado a leer en la universidad, lo cual, definitivamente, me cambió la vida.
Pero las alegrías, hermana mía, muchas veces son golpeadas por algunas tristezas. De allí a veces resulta la devastación. Lo que suena cuando una tristeza se acerca es el rumor de un silencio profundo que nos deja sin voz. No hay sueños, sino una vigilia que se traga los días.
El 6 de noviembre de 2019 me cambió la vida, y a todos a nuestro alrededor. Al colegio llegó una citación de la Fiscalía. Antes de arribar la denuncia, sin embargo, los hechos eran tan temerarios e incomprensibles que dos días antes había sido retirado del aula por petición y coerción de los padres y representantes que pusieron la denuncia. El personal responsable de la institución cedió, ignorando el proceso institucional de conciliación que debían hacer. Allí me di cuenta de que estaba ante un acto de injusticia que acarreaba una particular posición: la notable y poderosa influencia de los padres me obligó a vivir un asedio político, sin poder hacer nada.
Un sobre blanco guardaba la denuncia. La familia me había acusado de llevar a cabo una clase que, por su tema, permitía hablar sobre los asuntos del país. Me convertí (¿en qué momento?) en un «maltratador cruel». De esa manera se tipificaba el delito.
La acusación indicaba que había producido daño psicológico en su hijo. Yo –en palabras de los padres– había expuesto a escarnio al chico durante el ejercicio de defender su postura ante sus compañeros.
Cinco años construyendo un sueño para –según ellos– terminar como un “inoculador del fascismo” en las aulas de clases. Sabrás entonces que durante esos días pensaba mucho en las canciones que escuchábamos de pequeños y que fueron en cierta medida el soundtrack de nuestras vidas: «Canción del elegido», de Soledad Bravo; «El necio», de Silvio Rodríguez, entre otras. ¿Qué pensarían nuestros padres, Fabiola, cuando escucharon en palabras de otros que su hijo era un “fascista”? ¿Cómo habrá golpeado su sistema ideológico aquella acusación sobre alguien que hasta cierto punto compartía sus mismas ideas? ¿En qué creían entonces papá y mamá?
Decía Huxley: «Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje». ¿Cómo debíamos descifrar nosotros lo que la vida nos estaba poniendo en el camino? En todo caso, Fabiola, hay algo que se quebró.
Entenderás que una inconmensurable fuerza transformó por completo el mundo que conocía. El país es una dosis diaria de desconsuelos, pero jamás me imaginé que sus estragos políticos fueran a invadir los espacios donde apenas me empezaba a formar. No de esa forma. Entendimos, casi desde la ingenuidad, que la educación pertenece también a un engranaje trastocado por lo político y la censura. En los dolores más hondos y el desplome de una vocación que he ido construyendo en un país de imposibilidades, conseguí descubrir el sentimiento de lo oprimido para perdonar todo lo opresor.
Me mirabas, lo sé, y te apartabas para no reconocer la tristeza en mi vista abstraída. En casa y en el colegio hablaban de la injusticia que nos había estremecido y nos dejó algunos miedos. Me sobrevino la impaciencia y la ansiedad. Ustedes y mis estudiantes eran los únicos que me despertaban el ánimo. Creyeron siempre en mí. Comía, pero todo sabía a maldad. Por las noches sudaba y despertaba por el grandísimo peso de la injusticia. Soñaba con la sospecha de haberme muerto o de haber perdido los sentidos. Perseguido, no tuve el valor para huir, para salvarme o, de alguna manera, para salvarlos a todos. No era ya el niño temeroso al peso de noche: era un hombre sin poder dormir.
Fueron días de angustias interminables, Fabiola. Mientras hacia cola los meses de noviembre y diciembre para entrar a los Tribunales, escuchaba a quienes me acompañaban en el mismo destino. En esas prolongadas filas me silencié ante el desasosiego y el horror. Nadie termina por diferenciarse del otro; allí las culpas parecen las mismas, el silencio se convierte –para todos– en una forma de ruido.
A veces buscaba la mirada de mamá para hallar calma, pero en sus ojos encontraba tormentas. Los silencios se transformaron en postura, en respuesta al desconcierto. Mi madre lloró por ti y por mí, lloraba de rabia, por la grave decepción que era, quizá, del tamaño de su vida. Lloró hasta culparse por no haber podido cuidarme más.
Papá también lloró, Fabiola. Le temblaban las manos cada vez que leía el expediente y subrayaba la palabra «política». Él, que revolucionó nuestras vidas cuando cantaba trovas. Ambos lloraron, hermana mía, porque en sus corazones crecía el desespero y el arrepentimiento. Se encontraron de cerca con la traición y la inutilidad de las ideas que defendieron por mucho tiempo y que fueron borradas por un poder que quería devorarme.
Lloraron porque se convencieron de que sus vidas nunca más perseguirían el mismo sueño.
Construí en mi zozobra una plegaria para conseguir la vuelta de algo completamente inagotable: la fuerza. Conté mil y una veces la misma historia. Anoté los días, revisé las horas, redefiní los sucesos para entender el entramado de irracionalidades: mi vida tirada en otra parte. Dejé de ir a la universidad por las presentaciones en los tribunales y las largas tertulias con los abogados. A solas, en el baño, pensaba en Dios y en mis abuelas muertas. Evocaba sus ausencias para salvarme, para auxiliar el llanto. Visité iglesias para comprender la fe que nunca antes había buscado o que había perdido. Aprendí a orar. Miraba a todos y sentía culpa. Te miraba a ti y en seguida nos culpábamos los dos el haber crecido, hacernos grandes, que nos pasaran ahora las cosas que les pasan a los adultos. Pensaba en mis estudiantes. Pensaba en el colegio. Pensaba en mí como héroe: a lo mejor había librado a ese colegio de la presencia de un poder nocivo.
El poder, dice Chul-Han, excluye la libertad: «Quien quiera obtener un poder absoluto no tendrá que hacer uso de la violencia, sino de la libertad del otro». Leía como única alternativa. Subrayaba la palabra «libertad» y en seguida me temblaba el cuerpo. Lo que dicen sobre la libertad prescinde muchas veces de lo que sin querer se ejerce. Leía, hermana, para tratar de entender porqué la libertad no estaba siendo justa conmigo.
Contarte esta historia que vivimos juntos quizá prescribe una nueva forma de mirar la vida. Escribo y es inevitable evocar una angustia que parece estar suspendida. Que no termina ¿Es eso la libertad, Fabiola? ¿Un sentimiento que empieza por la angustia?
Hay algo que se trasformó dentro de mí. A veces, cuando pienso en ello, me da miedo sentir que lo que me han arrebatado incluye también una usurpación de todo lo humano que nos une con lo humano. Los malos también triunfan en las batallas que han peleado solos, no hay que subestimarlos. Pero lo más importante es todo lo que se movió alrededor y que, en cierta forma, era necesario derrumbar. Conocí las máscaras de mucha gente. Me di cuenta de quiénes estaban conmigo y quiénes dudaban de mí. Caminé con desconfianza porque la confianza, según una vieja conseja, muchas veces da asco. Pensé en mi vida. Pensaba en mis padres. Siempre pienso en ellos.
En los días sucesivos sobrellevamos, como pudimos, el desconcierto. Toda una comunidad se descubrió extrañada e intimidada ante las consecuencias de aquella denuncia. Nunca más nadie volvería a creer. Todos tuvimos asco. Perdimos una vez más las esperanzas, pero nos dimos cuenta de que hay mucho que hacer.
Tanto.
El colegio decidió prescindir de mis funciones con un silencio que demostró el gran miedo que azota a buena parte del país. No sé si querían cuidarme o cuidarse ellos; en todo caso, me marché sin despedirme de mis estudiantes, del tiempo que viví enseñando, de mis proyectos a medio camino, del amor tan grande que sentía por todo lo vivido en esa institución. A veces, hermana, imaginaba un regreso triunfal. Tal vez eso nunca suceda y quizá ya no me importe. Ocurrió que tal vez gané mucho lejos de lo que perdí. Y te confieso que a veces, por las noches, antes de dormir, sufro en el recuerdo, pero de inmediato consigo el sueño al pensar que hay otros que seguramente llevan toda su vida sin soñar.
*
Al escribirte esta carta pienso que el mejor privilegio es contarte como si quisiera que me conocieras de nuevo, pues es evidente que somos otros.
Es la primera vez que te escribo porque las noches me han dejado preguntas sobre cómo debemos seguir viviendo en un país que nunca miramos tan de cerca y con tanto estupor. Te digo también que a lo mejor son muchos los destinatarios que merecen conocer esta memoria que tú y yo compartimos.
Crecimos, Fabiola, escuchando la palabra «revolución». La leíamos siempre coloreada de tricolor, de paisajes de nuestro país, en otros idiomas, escrita en tantos libros. Nos transformó esa palabra y fuimos también presa de ella: adeptos y en seguida antagonistas de su significado. ¿Qué revolucionó la palabra en nosotros? ¿Entendiste, entre tantas canciones, qué era lo que nuestros padres, desde sus luchas, nos cantaban, nos querían decir? ¿Será eso lo que la muerte, en la canción de Silvio, se llevó?
Nuestros padres buscaban respuestas a sus vidas en canciones y consignas. En ideas y libros. Han sido románticos desde siempre y nosotros, cargados en sus hombros, creímos desde lo alto que deseábamos ser como ellos. Pero crecimos y nos dimos cuenta de que tal vez lo único que nos toca conservar son los valores que nos enseñaron para cuidar nuestra infancia y, luego, el recuerdo de esa etapa. Era tan fundamental para ellos que siempre estuviésemos acompañados y parece que, después de todo, eso es lo que importa.
Crecimos con todas esas canciones y pancartas que dibujaban el país que soñaban. Las ideas que estaban acuñadas en sus corazones. Pero crecimos y se fue desdibujando el mundo que ellos conocían, en tanto nos fuimos enfrentando a otro distinto al suyo. A nosotros nos ha tocado entender y ubicar en qué parte del cuerpo va el corazón. Con todo, nunca he estado solo; hay algo en el lenguaje de todo lo vivido, Fabiola: tú has sido mi compañía.
Tu hermano que te quiere.
[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]
Eduardo Verastegui
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