Ficción

Corriente de entusiasmo tan divina

Fotografía de Juan Barreto | AFP

23/02/2020

La siguiente historia pertenece al libro Mudanzas de la luna, publicado a finales de 2019 por la editorial Pre-Textos y premiado en 2018 por la la Fundación CajaCanarias de Santa Cruz de Tenerife. Puede leer la entrevista al autor haciendo clic aquí.

Va la tarde y van las noches de febrero a mayo de 2014. Una avenida iluminada por los faros inquietos de las motocicletas que acompañan al piquete de la Guardia Nacional. Varias tanquetas, una ballena, furgonetas con rejas, soldados a pie. Es como la procesión del Cristo de los Desamparados del Santo Ángel por las calles de Sevilla en semana santa, sin crucifijo ni feligresía. Van y vienen los motociclistas como perros desesperados por apurar el paso de sus amos. Alguien se santigua en un zaguán a media luz. El avance de la caravana lo vemos desde diferentes ángulos según el punto de mira de cada móvil. Es la avenida Rómulo Gallegos.

A bajo volumen, dentro de uno de esos edificios, filtrándose como un murmullo sordo que traspasa las paredes, suena Brown sugar, de los Stones: el saxo agudo del maestro Bobby Keys, las maracas entrando en la segunda parte luego del puente, el coro diciendo no sé qué cosa sobre los campos de algodón alrededor de la medianoche. Afuera, la tropa se detiene; algunos uniformados miran hacia el cuarto o quinto piso allá enfrente. Varios levantan unas escopetas gruesas y de sus cañones saltan —en dirección a las ventanas y balcones— obuses de humo. Cada imagen tiembla con los impactos. Detonaciones huecas, unos taponazos como de petardo en alcantarilla.

Avanzan por una estrecha calle donde hay coches aparcados a uno y otro lado. Se escuchan gritos y ruido de cristales rotos. Alguien apunta su cámara de vídeo desde arriba mientras que los demás conectados a las redes nos cobijamos en las sombras, a salvo (por ahora), escuchando a lo lejos los golpes y las detonaciones. Una tanqueta embiste contra un coche estacionado hasta dejarle la parte delantera como un acordeón de hojalata; echa marcha atrás y va contra el siguiente. ¿Habrá alguna forma de narrar los sucesos fuera de estos fragmentos?

Avanzo entre los jóvenes enfrentados a la Guardia Nacional en la avenida Luis Roche de Altamira Sur, donde vivo. Es una marea. Van bajando hacia la playa de los militares y de pronto se devuelven en desbandada, un reflujo que te arrastra o te tumba. Desde las cinco de la tarde los grupos se vienen armando con piedras, palos o solo banderas desteñidas y escudos de cartón. Hoy la trifulca alcanza cotas de violencia inusitada. Apenas logro abrirme paso, con mi maletín de cuero ejecutivo, bajo los aleros de los edificios, pegado a las rejas de cada entrada. Todo va bien excepto cuando debo atravesar una transversal y la gasolinera La Floresta, completamente al descubierto. No son más que treinta o cuarenta pasos, pero necesito armarme de valor. La ballena viene subiendo por la avenida y uno de los jóvenes, con el torso desnudo y sudando adrenalina, se encarama sobre su trompa. La foto dará la vuelta al mundo.

La estela tóxica de las bombas lacrimógenas describe piruetas en el aire pálido de la tarde, ensuciándolo. Los rebeldes corren como lagartijas, aventados por los plomazos y perdigonazos. Corren y vuelven: les han perdido el respeto a las detonaciones. Sé, porque me la he encontrado varias veces, que la vecina del octavo, estudiante de Arquitectura en la Universidad Central, toma parte muy activa en los enfrentamientos. A veces llega ardiendo, literalmente convertida en antorcha al regreso de su batalla, el rostro anguloso hecho una luciérnaga, los ojos pelados como los de un pájaro aterrorizado. Es preciosa.

La tarde de las cotas de violencia inusitada pongo a hervir la gran cacerola de estas jornadas extremas, la misma en donde echo los espaguetis con aceite y sal. Cuando el humo se cuela por las rendijas, el agua hervida combate la asfixia. Mantengo la cabeza casi sumergida, el vapor a quemarropa. Llevo en eso un rato, apartando la cabeza cada tanto para evitar achicharrarme, cuando escucho un ruido en el descansillo, incluso por encima del escándalo que sube desde la calle. Abro y encuentro a Liliana convulsionando. Acaba de salir del ascensor, que se ha detenido sin razón aparente en el piso 3. Tose y vomita algo transparente. La llevo hacia la cocina conduciéndola por los hombros, le doy palmadas en la espalda, corro a por pasta dental al baño y se la unto debajo de la nariz con generosidad (es un antídoto contra la intoxicación por gases lacrimógenos). Arruga la cara. La empujo con suavidad hacia la olla donde hierve el agua, añado palabras tranquilizadoras, intercalo comentarios sobre «esos gorilas de mierda». Ella, y su corazón danzante, saben que no hago sino repetir lo que dicen los tuiteros, y además sabemos ambos —aun sin haberlo leído— que el poeta Eugenio Montejo lleva razón al escribir que todas las puertas tienen ojos, y pestañas de adormideras.

Al aliviarse, Liliana me da las gracias y se retira. Montejo ha tenido razón otra vez. La luz clínica del ascensor la arropa y disuelve su figura vulnerable.

Varias veces he visto la secuencia completa desde la azotea: los guardias y policías les cierran el paso a los jóvenes por ambos flancos. Eligen a uno y van a por él, lo levantan en vilo o lo arrastran varios metros por el pavimento antes de alzarlo y llevárselo, atrapado entre los dos jinetes de la motocicleta. A otros los acorralan contra una pared. Lo veo todo desde las alturas, como en una película. Esta vez estuvieron a punto de llevársela a ella, lo vi clarito, pero se resistió de tal manera que los cuatro policías que la querían secuestrar terminaron por desistir. En el forcejeo, le arrancaron el reloj y su teléfono móvil. Ah, y uno de ellos le manoseó las tetas. Ella quedó arrimada a un muro como una oveja herida, desgarrada en llanto, dobladas sus piernas. Bajé desde la azotea hasta mi tercer piso pensando en el hogar dulce de sus ojos jóvenes. Después del ahogo, aquella otra tarde que he narrado, antes de salir del apartamento y tras levantar la cabeza del vapor, ya se le había vuelto a instalar esa mirada plateada. Con esa imagen preferí encerrarme en mi casa, desechando la otra a la que acababa de asistir sin querer. Me serví un whisky, me puse unos audífonos, escuché algo de música mientras levantaba la persiana que da hacia la parte posterior del edificio. Más allá, La Floresta y el Parque del Este. Por esa ventana estallan en cámara lenta amaneceres naranja y azul cobalto, lo sé por experiencia. También sé por experiencia que, si uno se levanta de buen talante, un amanecer de esos puede reportarte un vivo deleite. Algunos literatos llaman de ese modo, vivo deleite, a una cosa que supongo semejante al orgasmo místico. Puede que haya algo de amaneramiento y afectación en esa construcción sintáctica y todo esto no sea sino una estridencia metafórica. No lo sé. No soy literato.

Hace unos días volvimos a encontrarnos, ahora en el estacionamiento del edificio. Ella se estaba montando en la furgoneta con su madre, quien suele arrimarla a su Facultad cuando las cosas andan con normalidad. Era muy temprano en la mañana. Me sonrió y me dio los buenos días estirándose el jersey por ambos flancos. Lloviznaba. Noté que aquel claro gozo vital había desaparecido. Noté, asimismo, un hondo aliento de desasosiego donde antes hubo entusiasmo.

Liliana no es ninguna alondra ni mucho menos. Pero uno está en su derecho de intuir cosas aun cuando no sean verificables científicamente. No hay planos ni coordenadas ni leyes de la geometría en esto. La planimetría se la dejo a ella, que estudia matemáticas y física. El hecho es que en aquel instante, con la cara recién lavada y apenas un café con leche con pan tieso en el buche, alcancé a compararla con la alondra a la cual Shelley dedica unos versos:

Despierta o dormida / tú debes pensar sobre la muerte / cosas más hondas y ciertas / que las que nosotros, los mortales, soñamos / ¿Cómo si no fluirían tus notas lo mismo que una corriente de cristal?

Liliana no es ninguna alondra, objetivamente hablando. Es una estudiante de Arquitectura sin alitas ni plumas ni nada de eso. De modo que espero que nadie me venga con el cuento de que soy un cursi redomado.

O a lo mejor sí, quién sabe.

Madre e hija arrancaron en su furgoneta mientras yo me instalaba en mi coche para irme al trabajo. La rutina insiste. Hacía frío y a la vez bochorno pegajoso, un aire lechoso recargado de nubes. La calle olía a podrido y gases de la tarde anterior. Subí la ventanilla, puse el aire acondicionado y sintonicé un programa de noticias, comentarios y entrevistas. En cada esquina debí esquivar restos de basura, jergones destrozados, cercas de alambre retorcidas.

No volví a ver a Liliana, nunca supo cuánto me gusta la poesía ni yo supe si a ella le gustaba o si, al menos, estaba dispuesta a interesarle si le regalaba algo de Miguel Hernández o Walt Whitman. Su madre me dijo un día, en el ascensor, que se había marchado a continuar estudios en Montevideo, donde vive su padre. Ese señor que no la ve desde los cinco años, me comentó la buena mujer con amargura y fatalidad cuando llegamos a planta baja. Y se marchó caminando como seguramente lo hacen las viejas alondras tristes, si las alondras viejas y tristes caminaran.


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