Clementina

Fotografía de Celina Carquez

21/05/2021

Desde niña he tenido mascotas. Formaban parte de la fauna animal que cultivaban en casa: perros, pájaros, morrocoyes, tortugas, culebras, peces, loros y hasta un ganso llamado Saturnino. No me importaban mucho, incluso podía hasta ser cruel con algunas de ellas. Odiaba al loro de mamá. Mucho. Porque repetía mi nombre cada vez que alguien me llamaba. Era como oírlo en estéreo y amplificado. Él también me odiaba por razones que desconozco. En esa fauna siempre faltó un gato. Mamá los detestaba, por lo cual estaban prohibidos.

Y eso que vivíamos en un caserón y los gatos siempre te daban sorpresas: una madre con su camada en un clóset remoto. Mamá era inexpugnable. Así estuviese recién parida, los echaba.

Cuando mamá murió comencé a hacer todo lo que tenía prohibido mientras ella vivía, de manera que adopté un gatito, luego otro, y otro. Muchos.

Los quería un tiempo y luego se transformaban en un lastre y me deshacía de ellos de cualquier manera. Los dejaba en una caja en los pisos altos de los vecinos de mi edificio o me montaba en el carro y los abandonaba en la calle. Sí, fui mala y despiadada.

Mi mejor amigo me odiaba. No entendía por qué los adoptaba si luego me iba a fastidiar al punto de terminar botándolos en unos meses. Me dejaba de hablar por temporadas y hasta me puso un sobrenombre: “La mata gatos”.

Ninguna mascota corría buena suerte conmigo. Ni siquiera cuando una gata parió en plena sala de mi casa y miré extasiada esa maravilla de la naturaleza tuve compasión. No había modo.

Salí del país para hacer una maestría, pero esta se alargó y comencé a sentirme sola. Tenía pocos amigos, no socializaba mucho por hallarme entregada al estudio. Ni en la carrera estudié tanto como en aquella maestría.

Siempre he sido solitaria. Vivo detrás de un muro infranqueable que protejo con espíritu prusiano. Solo abro una pequeña ventana a personas de mi entera confianza luego de que me siento segura. Pero eso puede demorar años. Con todo, no soy hosca. Mis amigos, en cambio, se sienten conmigo como en casa.

Un día, tomando cervezas con un grupo de la maestría, asomé la idea de que quería adoptar una mascota. La dejé flotar en el aire. Estos amigos eran nuevos: desconocían mi crueldad. Pasaron semanas hasta cuando uno de ellos me llamó para contarme que una amiga de él, que se marchaba de Buenos Aires, no podía llevar su gata al nuevo destino. Nos puso en contacto por correo electrónico. La chica era fotógrafa y, además, con estudios sobre cine, así que me mandó las imágenes más espectaculares que nadie jamás le ha tomado a un gato. Lo juro. Me enamoré a través de la pantalla.

Fui a visitarlas dejando en claro que lo haría sin compromiso. Encontré esto: una gatita atigrada saltando y revolcándose para tomar sol, y haciendo cabriolas en el aire. Me parecía perfecta. Tan perfecta que sentí que no quería que corriera la misma suerte de los otros. Entonces la urgí a llevarla con ella a su país. Me contestó que planeaba hacer varios viajes antes de asentarse en Guatemala, por lo que pasear con la gata a cuestas no era opción.

La tomé con el corazón estrujado. La metí en un bolso –no era muy grande– y tomé un taxi. Me traje su almohada favorita y su plato de comida para que recordara los olores y se adaptara mejor a su nueva casa. La gata no hizo mayor ruido en el carro; no lloró, aunque sí estaba un poco inquieta con los ruidos del exterior; la acariciaba para calmarla.

Apenas abrí la puerta del apartamento la gata entró muy segura de sus pasos y fue directo a mi habitación. Parecía que conocía ese lugar de toda la vida. Lo olfateó, lo recorrió todo y luego se echó en el pouf azul.

Por la noche, subió a mi cama y se acostó en mi lado. Al acostarme para dormir la empujé con un poco de miedo pues no sabía cómo iba a reaccionar; ese era mi lado de la cama y no estaba dispuesta a cederlo. Me descubrí algunas madrugadas acariciándola, dándole cariño.

Ya la gata tenía nombre y respondía por él, así que mi deseo de llamarla Milonguita se desvaneció. Se llamaba Clementina.

A veces, estando en un café con amigos miraba con impaciencia el reloj y solo pensaba en el momento de volver a casa para jugar con la gata. Me pedían que me quedara un poco más, pero me negaba. Al decirles que debía volver porque deseaba estar con Clementina les parecía que hablaba de un novio o de un amante recién estrenado.

Con los meses el idilio entre nosotras creció. Mi único tema de conversación era la gata y sus travesuras, como meterse en mis cajas con fotocopias –no tenía biblioteca– y desordenarlo todo. O contaba que me hablaba por largo rato los días cuando, concentrada en la lectura, no le prestaba atención (sí, conversaba y maullaba de un modo particular que aprendí a descifrar. A veces me reclamaba y otras decía que quería jugar).

Fotografía de Celina Carquez.

Supe que la amaba profundamente cuando me tocó regresar a Venezuela. Tuve que tomar una decisión. La verdad es que era muy triste que sus dos amas tuvieran que regalarla porque debían volver a sus países.

Cavilé mucho. Pasé varias noches en vela. Decidí.

Todos me dijeron que era un disparate. Que en Caracas había un edificio en Altamira lleno de gatos abandonados y que iba a enfrentar docenas de trámites engorrosos y complicadísimos para que Clementina pudiese viajar de Argentina a Venezuela; además de gastar un montón de dinero que no tenía.

–Ni que fuese una angora o una gata persa –dijo mi hermano mayor.

Me armé de paciencia e hice todo el papeleo. Entró a Venezuela por Maiquetía. Ese día casi mato en el aeropuerto a un hombre de un ministerio que se interpuso en mi camino y con cara de matón me dijo que quería revisar “sus papeles”.

Mi amor era correspondido, lo supe de una manera insospechada. Cuando yo estaba triste me lamía. Cuando la llevaba al veterinario (no lo soporta) y regresábamos a casa y se sentía segura se acercaba y me lamía el rostro. Sí, me dejaba raspar la cara. Porque la lengua de los gatos está recubierta de espinas puntiagudas que les permiten asearse, recoger a lengüetazos gran cantidad de agua y comida. Con el tiempo me acostumbré a esa áspera sensación. Googleé por ociosidad qué significaba que un gato te lamiese con frecuencia. Esto se debe, aparentemente, a que te reconoce como miembro de su manada, pero también se trata de una forma de expresar amor.

Al volver a Caracas pasé unos meses nómada hasta que me asenté. Ella era mi vínculo con la Argentina que tanto extrañaba y me costó dejar. Pero también era mi amor. No sé cómo, pero mis relaciones empezaron a ser más fluidas. Ya no era la mujer de hielo; comencé, milimétricamente, a expresar cariño a otros, a verbalizarlo ocasionalmente.

–Papá, te quiero –decía con sequedad antes de colgar, cuando hablaba por teléfono con mi viejo.

–Te extrañé estos años –le comentaba a un amigo.

Todo esto me lo enseñó Clementina. Ella no tenía empacho en demostrarme su amor y ser efusiva. Me hizo abrirme y darle a otros el mismo cariño que recibía.

Tiempo después conocí a un hombre. Fue así: llegó de repente, como si lo conociese de toda la vida. Él no se agarró mi lado de la cama, pero no se apartó nunca más de mí.

Ahora ambos se pelean por un espacio a mi lado.

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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