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2020-S0S
Comenzando el período de cuarentena, las escritoras y editoras Silda Cordoliani y Blanca Strepponi propusieron dar escape a la gran angustia e imaginación desatada que este inédito acontecimiento estaba provocando a lo largo y ancho del planeta, a través de la convocatoria a un concurso que llamaron «2020-S0S». Luego se les unió el escritor Juan Carlos Chirinos para formar parte del jurado.
De los 144 relatos escritos en español que llegaron de todas partes del mundo, 24 de ellos fueron seleccionados para reunirlos en una publicación digital que pueden encontrar en https://issuu.com/blancastrepponi/docs/2020_sos_libro
De allí hemos extraído los cinco textos que presentamos a continuación.
***
El apartamento de arriba; por Oleñka Carrasco
De un sobresalto en la cama me desperté el seis de abril. El grito y los golpes secos fueron quizás la causa. Tuve la sensación de que todas esas voces atormentadas, todo ese ruido de vidrios rotos, portazos innumerables, objetos contundentes saltando por los aires, todo ese barullo se había colado en los intersticios de madera falsa de mi cama y me había hecho saltar.
Eran las seis, era el día seis, solo puedo estar segura de la fecha, de la hora, el nombre de los días ya no significa nada, es como si viviéramos un ciclo monótono y demasiado cotidiano desde que sale el sol hasta que se acuesta, casi como autómatas.
A las seis y cinco los gritos aumentaban, me restriego bruscamente los ojos, veo borroso, necesito mis anteojos, identifico en ese momento el lugar desde el que todo proviene, el techo. Hace años que abro los ojos y veo este mismo techo, pero desde el día en que nos encerraron sueño con abrir los ojos y estar a cielo raso, una fantasía extraña, ¿cuántas veces en la vida he dormido contemplando el cielo?
Seis y diez. No entiendo la lengua en la que discuten, pero, me levanto y recorro mi apartamento guiada por esa pelea que vivo a ciegas. Ahora salen de la habitación, se escucha un aullido en el pasillo. Me pego a los muros y empiezo a seguir ese recorrido macabro.
Seis y trece. Al llegar al salón caigo al suelo como el golpe de esa porcelana que viene de estrellarse, me arrastro a la cocina y todo parece explotar por los aires, imagino cubiertos, vasos. Observo, atentamente, el imán de mi pared en el que cuchillos de todos tamaños se exponen, orgullosos de ellos mismos y de la mano que los utiliza con esmero. Vuelvo en mí.
Mi cuerpo tiembla.
El techo sigue vibrando, los gritos aumentan.
Son apenas las seis y cuarto y siento que ya he vivido todo el día.
Recuerdo que no puedo acercarme a la puerta, que tendría que ponerme el atuendo de tocar el exterior, guantes, máscara, camiseta, zapatos, abrigo, no puedo tocar las paredes, ni el botón del ascensor. Renuncio a la idea de subir las escaleras, se sabe que en la planta de arriba todas las puertas pertenecen a personas que tosen.
Marco los dígitos del número de la policía en mi teléfono. No me lo llevo a la oreja completamente, lo sostengo apenas cuando pienso en que no lo he limpiado desde ayer con alcohol, como marcan las recomendaciones.
Abro la boca, me explico.
Son las seis y diecisiete. Escucho al fondo de la línea como se comunican por radio. Los gritos aumentan.
–Sí, para entrar tendrá que marcar usted el código 0000 en la reja, posteriormente el código 1111 en la puerta de vidrio, al llegar al ascensor un nuevo código será necesario, el A2222B, vaya al décimo piso, es la puerta K, saliendo a la derecha la puerta más a la derecha de entre las diez del pasillo.
Respiro, me digo que nuestro edificio no está preparado para que alguien venga a prestar ayuda con urgencia. Estamos encerrados y somos inaccesibles. A razón de todos los botones que tendrían que tocar, estoy segura de que ningún organismo pondría en peligro la vida de sus valerosos funcionarios para intervenir en algo que parece ser una simple disputa familiar.
Seis y veinte.
Me veo a mí misma, intentando esconderme del ruido, a sabiendas de que no puedo franquear el límite de mi puerta blindada.
Seis y veinticinco.
Me quedo rumiando en el pequeño muro al lado de mi puerta.
Seis y veintisiete.
Escucho cuatro golpes firmes. Llaman a la puerta. Diez minutos desde mi llamada. ¡Cuánta rapidez! Nuevamente, cuatro golpes, siento la vibración de la puerta en el techo que llega a mi puerta, a mi pequeño muro en el que intento mantenerme en pie.
De un lado de la puerta, pasos de al menos cuatro o cinco funcionarios, los escucho ir y venir, escucho sus radios.
Del otro lado de la puerta, un silencio infame se ha instalado. Nadie responde, nadie abre. Me concentro, escucho cómo deslizan un objeto pesado desde la puerta hacia el pequeño pasillo, sigo el paso de procesión que me marcan desde el techo, nos detenemos en el baño, abren la llave del grifo, el agua corre, la siento caer aquí mismo, en mis manos.
Son las seis y treinta y cinco, vuelvo a la puerta y ya no escucho a nadie fuera.
Menos de diez minutos y los funcionarios se han marchado.
Me acerco al sofá. Me sostengo difícilmente en pie.
A las seis y cuarenta, lo escucho a él, gritando una lengua que yo no comprendo, la escucho a ella respondiendo, y escucho a otros tantos. Los portazos vuelven a comenzar, esos que parecen insultos en una lengua que yo no comprendo recrudecen, la porcelana se quiebra, los gritos…
Son las seis y cuarenta y cinco.
Respiro sin hacer ruido, me quedo inmóvil, recorro con mis ojos el techo desde detrás de mi cabeza hasta llegar a la ventana. Me quedo quieta, a lo lejos el sol se levanta, pero la ciudad parece inerte, su silueta va desapareciendo poco a poco, al mismo tiempo en el que se cierran mis párpados cansados. Creo que hoy es lunes.
***
Kadish; por Fanny Díaz
Pronto vendrán a buscarme. Me he estado preparando semanas para este momento. Hace tanto que sueño con alejarme de mi casa por un rato, sentir el aire libre, estirarme hasta que el cuerpo se rebele. Quizás me lo permitan, solo por esta vez. Quizás me toque un agente compasivo. Quizás…
Ponerse la ropa de protección puede tomar horas cuando tienes que hacerlo solo, y al regreso hay que desinfectar cada pieza, bañarse, recordar dónde has tocado, reportarse. Salir de casa es una aventura que hace mucho ya casi nadie intenta. Solo los muchachos circulan sin miedo, dueños del mundo.
Cuentan que los más viejos y los enfermos de antes –“preexistentes”, los llaman– han muerto. Las ciudades están en manos de los más jóvenes, inmunes a la enfermedad, por ahora; sin futuro. La gente entre 30 y 45 es en su mayoría resistente al virus, aunque no inmune; es solo cosa de tiempo que los toque. Los demás hemos sobrevivido; los fuertes, en todo caso. El Estado nos ha protegido hasta ahora, pero ha llegado el momento de tomar decisiones. Los mayores de 50 hemos sido elegidos para probar la vacuna. Aquellos que no puedan crear anticuerpos morirán en el intento. Nos llaman “voluntarios”. Técnicamente lo somos, no tenía sentido negarnos. Apenas la liga antivacunas ha seguido luchando, no sé con qué esperanza.
El ministro dice que es nuestra responsabilidad con los que vendrán, con nuestros nietos. No tengo hijos, ni mucho menos nietos, pensé, pero el ministro conoce la respuesta. No es un asunto biológico; abuelo es un concepto.
Después de esto quedará un mundo de fuertes. Un mundo perfecto en el que Darwin y Malthus habrían dado cualquier cosa por vivir.
Un agente me acompañará a la sesión y luego me devolverá a casa. El muchacho que viene a buscarme, al que he llamado agente por pura costumbre, me aclara que ellos no son agentes sino acompañantes. Cada joven recibió un número de personas a las que custodiar. Les dieron cierta libertad para escoger. Cada acompañante deberá ser responsable de su grupo de voluntarios como lo sería de su familia. Todos somos familia, somos uno, dice el ministro.
La ciudad luce lúgubre. La luz me pega en los ojos y entiendo que mis sueños de estar afuera son inútiles. Solo se ven los grupos antivacunas. Las manifestaciones nunca han sido suspendidas. Somos un país democrático.
Uno podría creer que un mundo en el que los menores de 30 estén a cargo de todo sería un mundo feliz. La idea me hace recordar un episodio de Star Trek en el que el capitán Kirk llega a un planeta habitado por niños. Los adultos habían muerto a causa de un virus.
Mientras vamos hacia el laboratorio necesito hacer preguntas, despejar dudas. Después de todo, quizás esta sea la última vez que hable con un ser humano.
He escuchado de cadáveres dejados en la calle en países remotos. No en el nuestro, claro. Por alguna razón siempre parece que las cosas terribles suceden en otros lugares. Ese pensamiento reconforta.
Los voluntarios somos la última esperanza. Eso dicen las noticias. Eso dicen los muchachos. Por eso cada uno de ellos debe ser responsable. Abuelo es un concepto, dicen, una y otra vez. Morirán muchos, pero esta vez estamos preparados.
–¿Nos tirarán en fosas comunes? –pregunto.
–¿Qué clase de monstruos crees que somos? Todos recibirán una sepultura decente. En esta tierra hay espacio para todos. ¿Qué te da miedo? Quiero saberlo para hacer bien mi trabajo.
–Nunca nadie ha podido experimentar su propia muerte, leí por ahí. Una sola cosa me molesta de la muerte: que no haya nadie que diga kadish por mí. ¿Dirán kadish por nosotros?
–No entiendo, ¿qué importa si ya estuvieses muerta?
–Me preguntaste por un miedo y te respondo. No sé por qué, lo único que siempre me ha molestado de no haber tenido hijos es que no haya nadie que diga kadish por mí.
–Te escogí porque naciste el mismo día que mi madre. Estaba muy pequeño cuando murió, en un atentado terrorista. Nunca pude decir kadish por ella. Te prometo que lo diré por ti. Pero no te preocupes, sé que sobrevivirás. Quiero creer que ella hubiera sobrevivido.
–No me importa mucho la vida, a decir verdad. Siempre pensé que moriría joven. Por eso nunca quise tener hijos. Todos estos años han sido lo que podríamos llamar un bonus track.
Reímos con la imagen.
–¿Tienes hijos?
–No, no tengo. Mi novia y yo hemos planeado tener uno cuando todo esto pase.
–¿Pasará?
–Sí, claro… esto también pasará.
Entonces, efectivamente, todavía no sería abuela. La sensación de oportunidad me anima.
Al llegar al laboratorio todo está dispuesto para que cada voluntario vaya a su lugar lo más rápidamente posible y regrese a su casa sin tener contacto con nadie más, excepto con el acompañante. Todo es silencio. Todo está dicho. O casi todo.
Me pregunto en qué pensaría Sócrates momentos antes de tomar la cicuta, si pensó en algo. Siento las gotas correr por el cuerpo o lo imagino. Lo mismo da. No duele, claro. El Estado también se ha ocupado de eso. Creo que tengo que decir nuestra última oración para sentir que todavía soy yo. “No hay que rezar nada –dice la enfermera cuando me ve moviendo los labios–. Por lo menos no ahora. Sabremos el resultado en dos semanas”.
He escuchado que la muerte es rápida y casi indolora. Falta el aire y en pocas horas todo acaba. Muchos morirán, pero ahora no nos tomará desprevenidos, han dicho. El acompañante y un equipo vendrán a casa y nos llevarán al lugar dispuesto para ello. No hay nada que temer. Después de todo, ya estaremos muertos. ¿Qué más da? El Estado se ocupará de cada detalle.
Cierro los ojos. Ahora solo queda esperar. Que venga si quiere venir. Ya no importa nada. El hijo que nunca tuve dirá kadish por mí.
***
El llanto del pangolín; por Viviana Jiménez
Me he convertido en un animal domesticado. Un animal que mide su vida en soles y lunas que percibe desde la ventana o el tejado. Un animal que rumia sus recuerdos de día y sale de noche a explorar las formas nocturnas entre oscuros y estrechos muros. ¡Ah! La noche, ese espacio en donde todo pierde su nombre y solo es identificable por palpaciones. Ese espacio en donde las manos recobran el habla y tienen el derecho a otorgar la existencia a las cosas. Y de repente, por enésima vez anuncian por altavoz: ¡Cuidado!, está prohibido tocar.
No recuerdo cuándo fue domingo por última vez. Sé que los instrumentos de medida del tiempo comenzaron a perder valor hace algunos soles. Antes, los ojos observaban detenidamente los anuncios publicitarios, las piernas corrían hacia las tiendas y ponían sus manos sobre los prototipos tocados antes por cientos de manos cuando nuevos objetos de medida del tiempo salían a la venta. Los ricos fabricantes sonreían en las publicidades prometiendo objetos mejorados para olvidar o acelerar el paso del tiempo. Objetos con una mejor resolución o con más colores o con más parámetros modificables con comandos táctiles o vocales. Hoy, los cuerpos ya no pueden tocar los prototipos de exhibición y los fabricantes no pueden hacer que otros cuerpos fabriquen sus objetos. Medir el tiempo no es necesario. Tocar está prohibido.
No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué algo, algo que no estuviera dentro del perímetro permitido. Dentro del área autorizada. Dentro de la zona desinfectada. Todo cuerpo extranjero a mi área debe ser identificado y limpiado según el protocolo establecido y con las soluciones químicas recomendadas ricas en cloro y sodio. Todo cuerpo que salga de mi área debe informar la razón de su salida y su hora de vuelta al perímetro de seguridad. No sé por qué sigo soñando en las noches con que éramos cuerpos libres en el pasado. Libres de juntar sus pieles y caminar largas distancias expuestos al sol o a la lluvia. Libres de reír a carcajadas en presencia de otros cuerpos mientras nos embriagamos con bebidas alcoholizadas. Libres de bailar, de besar, de abrazar, de saludar. Libres de tocar. Esos sueños como vagos recuerdos de algo que realmente existió. Me despierto, me duele la cabeza, respiro mal, tengo fiebre.
Tengo vagos recuerdos de cómo comenzó todo esto. Sé que llegaron historias de lejanos países de oriente en donde las orgías y los besos estaban permitidos. Besos y amores entre las más extrañas criaturas. Sé que los encuentros prohibidos y fortuitos florecieron y dieron frutos invisibles que provocaban la locura en quienes los tocaban. Sé que muchos cuerpos tocaron esos frutos viajeros. Esos frutos que se dejaban llevar por las nubes y el viento y que decidían de vez en cuando vivir en los bolsillos y en los dedos de los cuerpos aventureros. Por eso está prohibido tocar. Sé que esos frutos tenían efectos nefastos en quienes habían visto ya muchas lunas sobre los templos y soles en los desiertos.
Sé que cuando esas historias llegaron a oídos occidentales inmediatamente la corporación al mando desplegó un plan de acción anti-frutal de confinamiento de los cuerpos y el cubrimiento de las bocas y las manos.
Los objetivos eran enunciados cada luna en la máquina del olvido del tiempo de la siguiente manera: Con este plan de acción se espera reducir equis por ciento el contacto interespecies y reducir los niveles de encuentros fortuitos entre animales extraños y conocidos a niveles de seguridad necesarios. Se espera también bajar los índices de locura en los amantes de la primavera. El objetivo final y principal es aumentar el sentimiento de seguridad en las zonas menos modestas de la población. “¡Es un plan infalible!”, decía abiertamente la corporación al mando. “Pero solo infalible para aquellos cuerpos que pueden pedir a domicilio manjares para alimentarse, pero no para aquellos que deben cocinarlos y venderlos”, se decía secretamente entre los integrantes de esa misma corporación. La verdad es que no anticiparon la llegada de una invasión frutal sobre la población corporal y estaban tan asustados como cualquier cuerpo confinado en la oscuridad, sin poder besar, ni tocar. De esta manera, frente a lo aleatorio de lo orgánico, cualquier plan daba igual, siempre y cuando el objetivo principal siguiera siendo el mismo: ignorar los verdaderos problemas.
Hoy, en la máquina de olvido del tiempo, recordaron otra vez que está prohibido tocar, dijeron que pondrían un altavoz en cada esquina para recordarlo y que la población corporal pagaría, y luego celebraron con frases de cajón la grandeza política del infalible plan anti-frutal. Ayer fue un día caluroso y muchos cuerpos no pudieron impedirse salir a tocar. Salir a tocar el aire con la punta de sus narices para llenar sus pulmones, salir a tocar el viento cálido y los rayos del sol con su piel, salir a tocar con sus ojos los colores de todo lo que vive fuera del perímetro de confinamiento. Fuera del perímetro los colores y sabores son intensos. Dentro del perímetro perfectamente angular todo es blanco y huele a hipoclorito de sodio. ¡Ah!, salir, esa libertad de ser testigo de todos los amores primaverales de lo orgánico. Los altavoces repitieron tantas veces la consigna: ¡Cuidado!, está prohibido tocar, hasta que los rayos del sol los fundió y cayeron al suelo. Salir, fuera del perímetro de seguridad, de la zona desinfectada, del área autorizada. Permiso para salir, no autorizado. Permiso para salir tomado por la fuerza.
Creo que al día de hoy he contado más de 30 soles y aquellos que vieron muchas lunas sobre los templos y muchos soles en el desierto siguen muriendo de locura y se cuentan por miles. A veces tocan los frutos sin darse cuenta y su organismo se vuelve loco, como si escucharan un llanto agudo de un pangolín que se enrolla en sí mismo y libera sus escamas como agujas dentro de sus cuerpos. Es un llanto tan hermoso y fino que solo los oídos experimentados pueden escucharlo y terminan perdiéndose en él.
Dicen que el llanto era algo así como escuchar una de las más bellas composiciones del mundo, como el ruido del goteo de una estalactita en las fosas de las Marianas, como el canto de un ave extinguida hace trescientos años en el monte Fuji, como el graznido de un oso polar en la última banquisa, como el silbido del viento furioso en el bosque australiano en llamas, como el aleteo de una tortuga dentro de una bolsa plástica en las islas Galápagos, como el sonido de una ballena encallando en una playa en el Pacífico, como el ruido del correr de una gacela en las llanuras africanas para evitar ser cazada por algún turista occidental con poca autoestima y en búsqueda de exotismo, como la lluvia en los páramos bañando los frailejones sedientos. Dicen que ese llanto solo podía ser mortal para los ancianos porque solo ellos lograban entender el ritmo de la melodía que era como una lluvia de agujas en su corazón. Porque solo ellos habían visto muchas lunas sobre los templos, muchos soles sobre el desierto. Solo ellos habían escuchado muchas palabras vacías, habían sido testigos de muchas promesas incumplidas y muchos cambios catastróficos. Los ancianos cuentan que antes los llantos no eran tan fuertes ni agudos y que, aunque algunos morían de ello, el llanto era controlado rápida y silenciosamente. Hoy las máquinas de olvido del tiempo muestran demasiado, se han convertido en instrumentos de tortura y pánico, en instrumentos generadores de climas de ansiedad y miedo. Minuto a minuto las cifras de los muertos de locura frutal y llanto de pangolín agudo llegan de un punto del hemisferio planetario al otro en tan solo unos minutos y al alcance de su mano. “¡La cobertura es total!”, se felicitan sonriendo los productores de las cadenas de transmisión informacional por ondas, mientras que recuerdan las consignas del plan anti-frutal sobre qué hacer en caso de sufrir de locura frutal y de escuchar el llanto del pangolín.
En el plan anti-frutal se precisa que, en caso de sufrir de locura frutal, la persona debe entrar en un perímetro de seguridad, una zona desinfectada, un área autorizada. Y en caso de muerte por locura frutal y llanto de pangolín agudo, el cuerpo debe ser quemado por muchos soles sin que nadie pueda verlo por última vez. Ese procedimiento tiene como objetivo reducir el riesgo de transmisión de locura y difusión del llanto a gran escala. Y sobre todo el riesgo de comprensión de la melodía en el llanto, lo que haría llover miles de agujas en los corazones de la población corporal.
Aquellos que pierden a sus allegados por locura frutal, pierden el sueño por no poder hacer el duelo, por no poder decir adiós frente a frente y aceptar su desaparición. La vida se les va entre alegorías contra la corporación y sus pobres medidas y la petrificación. Ellos se quedan viviendo en un momento fijo del tiempo, como las gárgolas petrificadas de Notre Dame, como la armada de terracota del primer emperador chino, como tantas fotos tomadas con sus ancianos moribundos, ellos quisieran vivir en una de esas fotos. Se quedan como buscando algo que ha desaparecido y que es esencial para que la vida siga su curso. Cuentan que siguen buscando ese algo, mientras se convierten en animales domesticados.
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Toma de medidas; por José Luis Palacios
Al sacarlas de sus bolsas plásticas, las batas tienen el tacto áspero y el olor a desinfectante propios de los objetos desechables de cualquier hospital. Deben meterse con la abertura hacia atrás, como nos lo repiten las asistentes, para después amarrarse en la espalda con dos pares de tiritas blancas, uno a nivel del cuello y otro en la cintura. A medida que nos vamos encontrando en la sala de espera, después de cambiarnos, comparamos las habilidades variables de la gente para llevar el atuendo con algún atisbo de dignidad: algunos se rinden ante la imposibilidad de hacer nudos en la espalda y se conforman con caminar con una mano atrás, crispada sobre las esquinas huidizas de la tela, hasta que alguna asistente se apiada y lleva a cabo velozmente la tarea de atar con propiedad los cabos sueltos. Los más hábiles del grupo exhiben sendos lazos, bien apretados, que casi impiden ver resquicios de piel usualmente tapada por la ropa interior. Con todo, abundan las visiones fugaces de piernas y nalgas excesivamente gruesas, flebíticas, con deformidades como las de ciertos tubérculos tropicales que únicamente pueden medrar bajo tierra, lejos de la radiación solar. Algunos pechos y algunas barrigas marcan su opulencia contra el basto tejido del mínimo atuendo, pero en general la amplitud de la talla única hace desaparecer las formas humanas excepto por las cabezas, por lo regular bien peinadas y maquilladas. Los muchachos chiquitos son los que salen peor parados, arrastran tras de sí buena parte de sus batas y se tropiezan cada pocos pasos. Las cholas azules con el logotipo de la compañía, también talla única, no ayudan mucho en el desplazamiento de los pies más diminutos, y poco hacen para aliviar en las plantas de los demás el frío de los pisos de granito. Una vez congregados en la sala de espera, nos formamos en una sola fila para dirigirnos ordenadamente a la sala de escaneo. Los más veteranos tratamos de enfrentar la situación con calma y resignación, como si fuera otra rutina más de la vida moderna, no muy distinta a la de una campaña global de inoculación contra algún virus zoonótico, o a la obtención de un pasaporte. Se barrunta, sin embargo, el nerviosismo de los novicios y los más jóvenes. Las asistentes se manejan con profesionalismo y nos guían en todos los pasos del proceso. Uno a uno pasamos al interior del pequeño cilindro de acero y plexiglás para ser traspasados por haces de microondas. Debemos permanecer inmóviles, en posición vertical y con las manos arriba, como si nos estuvieran atracando. Algunos del grupo son llevados aparte para indagaciones ulteriores, producto posiblemente de alguna imagen difusa en los monitores o de alguna sombra sospechosa. Según vamos saliendo de la zona de escaneo, nos amarran unas pulseras plásticas irrompibles impresas con un código de barra y algunos caracteres alfanuméricos. El verdadero diezmo del grupo se da con la inspección de nariz, garganta y oídos. Los llantos infantiles dominan la escena, contrapunteados con los sollozos de frustración de algunas madres al enterarse de un diagnóstico sorpresivo, algún microorganismo inoportuno multiplicándose en las mucosas indefensas y enrojecidas. Los más afortunados pasamos el examen sin contratiempos y con orgullo presentamos nuestras muñecas bajo una lectora óptica que emite el glorioso pitido final del proceso de admisión. Atrás dejamos un rastro de depresores linguales y cubiertas cónicas de otoscopios.
El ingreso a la cabina mejora el humor de los presentes. A todos nos reconfortan el olor a café y las conversaciones desenfadadas entre los tripulantes y los oficiales de vigilancia. El aire acondicionado escasamente se siente, posiblemente regulado a unos veintitrés o veinticuatro grados Celsius, lo cual es una bendición a la luz de nuestra escasa indumentaria. Así también se ahorra combustible. En la puerta nos reparten cobijas y almohadas, todas con el conocido logotipo color celeste. Los asientos son fáciles de seleccionar, al coincidir sus ubicaciones con las inscripciones que llevamos en las batas, impresas sobre la pechera en caracteres negros de unas tres pulgadas de altura. Al lado de ellos se pueden sentir en altorrelieve los puntitos característicos del alfabeto Braille, con la misma información detallada para facilitar la ubicación de los invidentes. Sin equipajes que llevar a bordo, la compañía ha optado por eliminar los compartimentos encima de las cabezas. Se agradece el espacio extra, sobre todo para los más altos. A los pocos minutos ya todos estamos sentados y amarrados, muchos con los ojos cerrados, tratando de conciliar el sueño o agarrotados por pánicos indefinidos. Otros, sobre todo los menores, juegan con las mesitas plegables y tratan inútilmente de arrancarse las pulseras que, como es bien conocido, solo pueden cortarse al término del viaje. La mayoría de nosotros nos entretenemos leyendo el material impreso ubicado en los asientos frente a los nuestros: folletos explicativos de la aeronave y sus posibles emergencias, revistas más o menos añejas con múltiples ofertas de perfumes y licores, artículos de gastronomías exóticas y sudokus a medio rellenar con tachaduras y cifras anónimas. Miramos con fascinación a las aeromozas, ataviadas de punta en blanco, y envidiamos sus buenas formas, embutidas en toda la corsetería imaginable y en los elegantes trajes suministrados por la compañía. Sin duda, mientras nos dan la reglamentaria demostración con salvavidas y máscaras de oxígeno, ya todos estamos pensando en la larga ordalía al llegar a nuestro destino, en un terminal laberíntico lleno de escaleras mecánicas, oficiales de inmigración, carruseles y cubículos, donde podremos conseguir nuestras maletas, concienzudamente olisqueadas por la unidad canina, y nos devolverán las prendas de las que nos despojamos a la salida: zapatos, correas, ropa interior, pantalones, faldas, camisas, vestidos, cachuchas y chaquetas, ahora como sus dueños, todas rigurosamente certificadas cien por ciento libres de amenazas biológicas, drogas y detonantes.
Los que sabemos de estas cosas nos reímos para nuestros adentros de todos los operativos y todas las precauciones. Nada más falso que esa sensación de seguridad alimentada por los exámenes, los perros, nuestra desnudez y la caterva de asistentes y vigilantes uniformados con chapas relucientes y cartucheras abultadas. Una vez que en la patria grande nos quedamos sin posibilidades de desarrollar nuestra embrionaria agencia de energía nuclear, comenzamos a trabajar con otras armas más sutiles. Neurotoxinas de naturaleza inorgánica, explosivos organometálicos de composición molecular invisible a los detectores, y sobre todo, una colección de arbovirus, norovirus y coronavirus de estructuras estables. Es fácil ser portador asintomático de estos virus y no ser detectado por las pruebas tradicionales de los aeropuertos, soy un buen ejemplo de ello. Aquí estoy, impoluto y certificado, con una cápsula de gelatina repleta de agentes infecciosos que se disuelve poco a poco en mi intestino. En el futuro quizás hablarán de mí como el paciente cero y con el favor de Dios sobreviviré la enfermedad. Mi sistema inmune está reforzado después de haber sido sometido a una cornucopia de asaltos virales, no soy un buen huésped, más bien un raro fenómeno de selección natural, un valor atípico de la curva. Soy también la vanguardia, el globo de ensayo, la cabeza de playa de los ataques por venir. Allá en nuestros laboratorios tenemos almacenadas masas críticas de patógenos suficientes como para desatar epidemias de fiebres hemorrágicas y neumonías devastadoras en las mayores concentraciones urbanas de las repúblicas y reinos paganos. El éxito de nuestras invasiones estará garantizado por las altas tasas de contagio, a través de saliva, sudoración, semen o secreciones vaginales. Todo lo que necesitaremos será una mínima legión conformada por jóvenes virtuosos de ambos sexos, de miradas inocentes y cuerpos inconspicuos, con pieles lozanas, sin erupciones ni marcas sospechosas y, sobre todo, con la convicción irreversible de ir gustosamente al martirio. Pequeños pelotones de tres a cinco legionarios, como yo, albergarán en sus sistemas digestivos las cápsulas indetectables que los mantendrán asintomáticos las primeras horas, o quizás días, durante los abordajes, los registros y las inspecciones. Pasarán todos los escrutinios con tranquilidad, envueltos en sus baticas azules y sus cholas desinfectadas. Los períodos de incubación, en promedio, serán extremadamente cortos. Al llegar a sus destinos comenzarán a propagar los virus y contagiarán a agentes de inmigración, taxistas, empleados de los hoteles, mesoneros, cajeras de automercados, parejas de encuentros casuales, mendigos, y a todos aquellos que se les acerquen. La epidemia crecerá como un árbol con ramificaciones ilimitadas. De ojos, narices, orejas, bocas y entrepiernas manarán sangramientos indetenibles, mientras que de las pieles mortecinas brotarán pústulas nunca antes vistas. Los enfermos morirán en los pasillos de los hospitales, en medio de delirios febriles, ahogados en un mar rojo y espumoso de sus propias secreciones, a la espera de un ventilador que nunca llegará a tiempo. Médicos y familiares intercambiarán miradas estupefactas, abrumados por los sufrimientos agónicos de los enfermos que harán ver como compasivos nuestros métodos explosivos y brutales de tiempos pasados.
La falta de respuesta de los gobiernos y la ineficacia de los sistemas de salud sembrarán el terror en las poblaciones, que se moverán erráticamente sin liderazgo. Se interrumpirán los suministros energéticos y, sin ellos, escasearán los alimentos y el agua. Unos se recluirán en sus hogares, otros se sublevarán y se enfrentarán a las fuerzas de seguridad en los inevitables saqueos motivados por el hambre y la falta de medicinas. Doblegaremos así la supuesta superioridad y la determinación de los infieles, sus esquemas comerciales y sus rutinas diarias. Las instituciones colapsarán. Doctores, enfermeros, bomberos, policías, miembros de las fuerzas armadas, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, todos se contagiarán. Los sistemas defensivos quedarán sin soldados que los atiendan. Los organismos de inteligencia sin espías. Nuestros ejércitos, centurias de guerreros protegidos con equipos invulnerables a los virus exterminadores, ocuparán los territorios enemigos sin gran oposición, y solamente harán uso de armamento convencional en casos aislados y extremos para no envenenar el ambiente. Tal como aprendimos de niños, de sus templos no quedará piedra sobre piedra. En los valles de las tinieblas aniquilaremos culturas y costumbres, industrias y universidades, y procrearemos con las escasas mujeres sobrevivientes, para fortalecer nuestra raza y criar nuevas generaciones de creyentes. Solo adoraremos al Señor nuestro Dios, alabado sea su nombre, y aborreceremos a los becerros de oro y a todos aquellos que quemen incienso frente a falsos ídolos. Porque uno solo es el Padre, misericordioso y lleno de bondad, a cuya voluntad nos sometemos. Y todos juntos compartiremos su vida sin principio ni fin y cantaremos sus alabanzas. Y en medio de la paz y de infinitas bendiciones se establecerá el reino de nuestro Señor en la tierra, para llenarla de su poder y su gloria, tal como fue anunciado por los profetas y recogido por los escribas, hasta el final de los tiempos, por los siglos de los siglos, por toda la eternidad.
***
Manuel, no salgas de casa; por Yaina Melissa Rodríguez
Otra vez esa frase en tu cabeza, Manuel, no salgas de casa. Vuelve de cuando en cuando a tu mente como una canción irritante. Ya te comprometiste con Tony y no puedes quedarle mal. No podrías, es el único que te ha ofrecido algo en esta cuarentena. Los demás solo te ignoran, solo pasan cargando sus bolsas del supermercado con disimulo, solo te dicen Manuel, no salgas de casa.
Manuel, que cada día hay más muertos. Que es una pandemia que cobra más vidas con cada minuto. Que los que se mueren de eso los tiran en fosas comunes y no dejan que nadie los vele. Se mueren solos como perros. Pero es que si no te mata el virus te mata el hambre. Ya empeñaste casi todos los electrodomésticos. Hasta el televisor de 40 pulgadas que te dolió casi tanto como si lo hubieses pagado tú.
Ya te comprometiste con Tony a hacer ese trabajo, que en honor a la verdad, no es lo que se llame un trabajo honrado pero de algo hay que vivir. Que la cosa está muy mala. Que no hay empleo en ninguna parte. Que nadie te acepta y todas las demás cosas que te dices para poderte seguir mirando al espejo. Es así desde que tienes uso de razón. Le buscabas defectos a tus compañeritos de escuela para justificar que le robaras los juguetes. Te decías que las señoras del barrio eran tacañas para hurtarles el dinero de los monederos. Justificar tus robos te hacía sentir mejor. Te sentías como un Robin Hood moderno que robabas para tu pobre favorito, que eras tú.
Luego, cuando comenzaste atracar pensabas “qué hacía ella en ese callejón oscuro” o “quién lo manda a andar con el celular en la mano” o “por descuidados es que les pasa”. Con los años se te fue haciendo tan cotidiano que ya no necesitabas auto redimirte. Simplemente no pensabas en eso. Te quitabas la capucha y dejabas en ella la culpa.
Pero estos días contigo mismo no han sido fáciles. Has tenido que vender el Xbox y empeñar el televisor. Y esa voz en tu cabeza que no se calla. Que te recuerda cosas que es mejor mantenerlas en el cajón del olvido, que te repite hasta el cansancio Manuel, no salgas de casa.
El trabajo es sencillo. Mendoza sale todos los días a las 3:45 del negocio. Como los bancos a esa hora ya están cerrados por la cuarentena, lleva el dinero consigo. Se sube en su yipeta y conduce las tres cuadras que lo distancian de su casa. La vuelta es agarrarlo en el parqueo antes de que se suba al vehículo y quitarle todo el dinero. Es un trabajo simple, tanto que ya lo han atracado dos veces. Ya te dijo Tony que es un señor mayor y para que le respeten la vida entrega rápido y sin complicaciones. Y como nota personal te dices que es un usurero, que se está haciendo rico vendiéndole caro a los pobres, que se está aprovechando de la pandemia para subir los precios de los productos, que se merece lo que le va a pasar.
Manuel, no salgas de casa, te recalca la conciencia al cerrar la puerta tras de ti. Te subes en la moto y te dices en voz baja que todo estará bien. Tienes tu mascarilla y guantes. El cuchillo lo tiene Tony, tú tienes una 45 mm sin balas que sirve para engañar. Tienes la experiencia de años que te indica que la vuelta será fácil. Que todo saldrá bien.
Manuel, no debiste salir de casa, te recrimina la conciencia en el hospital. El sonido intermitente de la máquina a la que estás conectado no te deja dormir. Tampoco te gusta la forma como te miran aquí. Las enfermeras te tratan con pena, como si te quedara poco tiempo. El doctor disimula menos. Te dice las cosas francamente. Tal vez no tiene ninguna consideración porque sabe a lo que te dedicas. Pero no eres tan malo, Manuel, te dices, porque cuando el viejo Mendoza se puso a toser trataste de ayudarlo, y te impresionó la rapidez con que sacó ese revolver de la nada. Sentiste el golpe frío de la bala en el pecho y pudiste ver a Tony encender el motor e irse. No debiste salir de casa, Manuel. Otra vez truena tu conciencia. Pero la parte buena, si es que la hay, es que a ti no te matará el virus.
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Los autores
Oleñka Carrasco (1980) es una escritora, fotógrafa y artista nacida en Venezuela que vive y trabaja en París. Es la autora de La latitud de los pasos (Madrid, Ediciones Casiopea, 2018) y junto a la poeta Julieta Valero de La nostalgia es una revuelta (Madrid, Ediciones Tigres de Papel, 2017). Sus trabajos fotográficos y artísticos: La ristra de nombres, El cementerio de los vivos, Cartas de París y La multiplicidad de la autofragmentación se han expuesto en España, Francia e Italia. Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela, Máster Europeo en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, realiza estudios de fotografía artística y bellas artes en París.
Fanny Díaz (Valle Guanape, Venezuela) es egresada de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. En 1998 crea la webzine literaria fannydades.com, que más tarde se transforma en un blog personal, y en 2010 crea viejacasanueva.net para compartir su experiencia de vivir en Israel. Fue columnista de la revista Sambil de Caracas. Realizó estudios de ediciones en Holanda y ha trabajado en importantes instituciones venezolanas como coordinadora editorial. Desde 2010 vive en Israel.
Viviana Jiménez. Colombo-francesa. Nació en 1989 en Bogotá. Creció dentro de una burbuja bogotana en medio de un país convulsionado por la violencia. Creció, asimismo, viendo a su abuela escribir novelas sobre coroneles y sus esposas, y a su abuelo leyendo el periódico. A los diecinueve años emprende viaje a Francia y comienza a estudiar Filosofía en la Sorbona. Luego de descubrir la sociología y la ética decide ser filósofa de terreno, y trabaja en desarrollo sostenible. Escribe como terapia catártica.
José Luis Palacios. Caraqueño (1954). Licenciado (USB, 1976) y Doctor (UC Berkeley, 1982) en Matemáticas. Fue Vicerrector Académico de la USB (2001-2005). Desde 1988 sus relatos han aparecido en algunos libros y antologías (La vasta brevedad, Alfaguara, 2010). Uno de ellos, «Invertebrados», ganó el concurso del diario El Nacional (1995). Desde 2013 se mudó a Albuquerque, New Mexico, y trabaja en el departamento de Ingeniería Eléctrica y de Computación de UNM haciendo lo mismo de siempre: cuentas y, a veces, cuentos.
Yaina Melissa Rodríguez. Nació en San Cristóbal, República Dominicana. Ha realizado estudios de publicidad y marketing. Es autora del libro de cuentos Insomnio (Editora Nacional, 2012). Ha sido galardonada en más de catorce certámenes literarios que incluyen cinco primeros lugares, en concursos como Premio de Cuento Casa de Teatro, Concurso de Cuentos El Sur visita el Sur, Concurso de Cuentos Camino Real, entre otros.
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