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1. Fue poco después de su estreno en Caracas cuando vi por vez primera la cinta Coco avant Chanel (2009), dirigida por Anne Fontaine y protagonizada por Audrey Tautou. Quizás haya sido en el Centro Plaza, la última sala de cine donde, muy de vez en cuando, veía algún título que no llegaría pronto a casa, a través de la televisión satelital. Porque con esta satisfago desde hace mucho mis gustos cinéfilos, por contraste con las décadas en que frecuentaba la escena cultural caraqueña, tan venida a menos como el país.
No solo mi seducción por el personaje, sino también las actuaciones y la puesta en escena, sobre todo del vestuario, me abrieron el apetito, desde aquella primera vez, por un reencuentro televisivo que no ocurrió. Pero para mi sorpresa, Coco antes de Chanel estaba entre las películas ofrecidas por el así llamado sistema de entretenimiento de Avianca, en un cómodo vuelo entre São Paulo y Bogotá que me tocó hacer a mediados de 2014. A lo largo de las seis horas pude entonces detener y devolver la proyección a mi antojo, para fijar detalles de escenarios o parlamentos, disfrutando de nuevo la caracterización de Tautou, cuya estampa amuchachada se conjuga con su sereno encanto femenil. Pero sobre todo pude ahora recrear motivos de la Belle Époque a la que puso fin, en la moda, esa primera Chanel en quien el filme se centra, pero cuya revolución estética y cultural develó una modernidad más vasta y profunda, beneficiosa para las mujeres por el resto del siglo XX.
2. Desde su nacimiento en Saumur en 1883, la infancia de Gabrielle Bonheur Chasnel – como fue inscrita por error en el registro – corre en paralelo a la Bella Época. Los excesos formales de esta asoman en el hospicio adonde fue llevada a los doce años, tras la muerte por bronquitis de su madre lavandera. Antes de las damas emperifolladas que se cruzarían con la mademoiselle adulta, el rebuscado gusto finisecular asoma en los hábitos y tocados de las monjas del Sagrado Corazón, contrastantes con los sencillos camiseros de las huérfanas de Aubazine. En el diario trajinar de ambas castas uniformadas, bien captadas por escenas iniciales del filme, las labores de corte y costura con las que todas las internas debían familiarizarse, incluyendo el bordado y la plancha, permitieron a Gabrielle dominar los rudimentos del oficio.
Una comedia humana más representativa de la Belle Époque provinciana sería observada por la joven costurera en los cafés-concerts de Moulins. Aquí acude por las noches con veleidades de cantante, vestida ahora con encorsetados trajes de volantes, como extraídos de afiches de Toulouse-Lautrec. Interpretando tonadillas chillonas para oficiales de caballería y demás concurrentes de medio pelo, es allí donde se le acuña el apodo de Coco, resonante en las letras vodevilescas, cantadas con gracia pero sin talento. Entre quienes más las tararean, mientras reclaman a la cabaretera para su mesa, se cuenta Étienne Balsan – heredero textil interpretado por Benoît Poelvoorde – que aunque con prejuicios al comienzo, la haría su amante desde mediados del novecientos.
Con su sociedad de pequeños aristócratas ociosos y retozadores artistas de teatro, entre otros personajes de la bohemia suburbana, el castillo del barón de Balsan, cerca de Compiègne, devino el primer laboratorio social y estético de la arribista ocurrente y peculiar. Vistiendo prácticos atuendos à la garçonne que por momentos anticipan los de Charlot, Coco pronto aprende la elegancia de la equitación – ya por desaparecer como medio de locomoción, en el ocaso de la Belle Époque – mientras afina su sobriedad, por contraste con las damas engalanadas que se pavonean por los predios del castillo. Llevada por Étienne con disimulo a las carreras de caballos, en escenas reminiscentes del postimpresionismo de Degas o Seurat, esa Coco de cabello corto, vistiendo ya anticipos de sus trajes de dos piezas, mira de reojo los ampulosos sombreros y las aigrettes que ella tilda de “merengues en la cabeza”. Y no deja de burlarse de los abullonados trajes de cola con los que, según comenta a su condiscípula del hospicio, las asistentes “arrastrarán todo el barro a casa”.
3. Con el patrocinio del barón Balsan, Coco estableció en 1909 su primera sombrerería parisina en el bulevar Malesherbes. Allí vendió losclochés más compactos y menos recargados que confeccionabapara las amigas del barón, popularizados en 1912 por la actriz Gabrielle Dorziat en una obra teatral. Pero fue sobre todo Arthur “Boy” Capel, amigo también de Balsan, quien la entusiasmó a la empresa, tras observar el talento y la sensibilidad de aquella rara huésped del castillo, a quien inició en lecturas y músicas vanguardistas. Desde entonces su gran amor, Boy enseñó a la sombrerera a no avergonzarse de sus orígenes oscuros, porque estos realzarían a la postre su condición de self-made woman. Más que un presentimiento, era una lección que Capel quiso anticiparle, por ser también aristócrata, como Balsan, pero de temperamento menos ocioso y más emprendedor, como buen inglés.
Acompañada por Boy hizo Gabrielle el famoso viaje a Deauville, donde observó las vestimentas de pescadores que inspiraron sus cómodas blusas marineras y otras prendas con tejidos inusuales, como jersey y tricot, hasta entonces ocultos en la ropa interior masculina. Con fondos de Capel pudo Chanel abrir una boutique en 1913 en el balneario normando, dedicada a la indumentaria para el ocio y el deporte, según el estilo popularizado también por Jeanne Lanvin y Jean Patou. Fue seguida por otra tienda similar en Biarritz: su éxito fue tan rápido y notorio, que junto a los reportes aparecidos en Vogue y la prensa internacional, permitieron a la modista devolver el dinero a su amante inglés. No solo era para ella un paso decisivo en su independencia como empresaria, sino también un gesto que probaría si su amor superaba el común interés por los negocios. “El dinero solo representa para mí la libertad”, sentenciaría mademoiselle, décadas más tarde, con ecos acaso de aquel lance temprano.
Bien recreado en el filme de Fontaine por Alessandro Nivela, el apuesto capitán Capel es también el acompañante de Coco en el gran mundo parisién. Desde el Maxim’s hasta el Moulin Rouge, que seguiría frecuentando después con su amiga Colette, en los salones de la ville lumière destaca Coco por sus vestidos largos pero austeros, decantados ya por colores oscuros. Contrastan estos con los tonos pastel, frecuentes en los trajes primorosos diseñados por Jacques Doucet o Paul Poiret. Las damas que los lucen exhiben además “toda la platería que han sacado de sus casas”, según comenta Coco a Boy, en una escena de gala del filme, epítome del ocaso de la Bella Época. Entre aquellas mesdames emperifolladas, que parecen venir de escuchar operetas de Offenbach o Von Suppé, Chanel, recortada ya en negro y aderezada solo con perlas, luce vestida para la gramática armónica de Satie y Debussy.
4. No solo el culto de Chanel por el negro, sino también la expansión de su negocio,fueron sellados por la muerte de Arthur Capel en un accidente de tránsito en 1918. Conducía uno de esos aparatosos Rolls-Royce descapotables en los que seguía visitando la próspera boutique de rue Cambon, aunque ya estuviera casado Boy en Inglaterra con una aristócrata. Concebida inicialmente como gesto de luto, en 1926 fue presentada la petite robe noire que devino uniformechic en los années folles, a ambos lados del Atlántico. Era adornado a veces el vestido con una camelia blanca, tributo a la admiración de Coco por la novela de Dumas hijo, en cuya cortesana se vería acaso reflejada. Y como los crisantemos y otras flores surgidas del atelier parisino, era elaborada con georgette en vez de seda, porque aquella daba así más cuerpo a los pétalos.
El emporio CC tramontó el vestuario con el lanzamiento del Chanel No. 5, al abrir la segunda década del siglo XX, comercializado por Galeries Lafayette y otras tiendas por departamentos. Fue concebido por el nariz Ernest Beaux, perfumista de los zares, mediante una combinación que superaba las fragancias mono-florales prevalecientes hasta entonces. Coco se reservó el diseño del frasco y de la tapa, con referencias que conjugaban, entre otros, los accesorios llevados por Boy en su neceser, junto al octógono de la place Vendôme, contemplado a diario por mademoiselle desde su suite del hotel Ritz, donde se instalara en 1921.
Aunque el filme no se detiene en ello, fueron también esos locos años veinte los de la incorporación de Chanel a la intelectualidad de la Ciudad Luz. Desde su colaboración artística con obras de Jean Cocteau y los ballets rusos de Sergei Diáguilev, hasta su mecenazgo anónimo de ilustres amantes pasajeros. Entre estos se contaron el poeta Paul Reverdy y el recién inmigrado Igor Stranvinski, menesteroso todavía tras el fracaso inicial de Le sacré du printemps. Mientras continuaban los amoríos de Coco con aristócratas británicos y rusos que añadían glamour a su nombre, la internacionalización de la marca fue puesta a prueba en la década siguiente con fallidas incursiones en Hollywood; la vulgaridad de este terminó siendo aborrecida por la diseñadora, a pesar de que contó a Marlene Dietrich y Greta Garbo entre sus clientas privadas. No obstante ese desencanto con los estudios californianos, así como la legendaria rivalidad con los diseños surrealistas de Elsa Schiaparelli, para finales de los años treinta Chanel había reinventado a París como meca de la moda después de la Bella Época.
5. El filme cierra con un desfile en la ya legendaria boutique de rue Cambon, adonde regresaría Chanel al promediar la década de 1950, cuando muchos pensaban que era una marca sepultada por la Segunda Guerra Mundial. A esa sentencia habían contribuido las colaboraciones de laagente secretacon el régimen de Vichy, incluyendo su liaison con el oficial Hans Gunther Von Dincklage, huéspedes ambos del Ritz durante la ocupación alemana. De sus contactos con la oficialidad nazi y sus manifestaciones antisemitas – no obstante tener a los Rotschild entre sus mejores clientes – se valió Chanel para recuperar los derechos comerciales sobre su perfume, en detrimento del contrato firmado en 1924 con los Wertheimer. Tras la guerra se exilió en Lausana durante una década, enriquecida por las regalías de 25 millones de dólares anuales, obtenidas por el nuevo acuerdo comercial con los mismos socios judíos.
Mientras tanto, Marcel Rochas y Nina Ricci, Christian Dior y Pierre Balmain trataban de reconquistar el mercado de la moda con ajustados corpiños palabra de honor y románticas faldas acampanadas, cuyo lenguaje ampuloso hacía olvidar las privaciones de la posguerra. Entonces, como para impedir desandar el camino por ella allanado, reapareció Chanel con sus trajes sastre en tweed, de faldas rectas hasta la rodilla (porque mademoiselle detestaba mostrarlas, como harían las venideras minifaldas). Los tailleurs eran acompañados con carteras acolchadas de matessalé, cinturones de cadena – reminiscentes de los llevados por las monjas de Aubazine – y las sempiternas perlas como accesorios preferidos.
Las estilizadas modelos que desfilan esos talleres y cardiganes por la pasarela al final de la película, mientras mademoiselle las contempla desde la escalera donde da los últimos toques, ilustran escenas que se han tornado históricas. Ellas lucen la alta costura adoptada por estrellas de cine como Liz Taylor y Romy Schneider. O primeras damas como Jacqueline Kennedy, quien inmortalizó el taller rosado que vestía en el magnicidio de Dalas. También portan esas maniquíes los códigos del prêt-à-porter que renovaría las vitrinas de grandes almacenes norteamericanos, los primeros en olvidar el controversial prontuario nazi de Chanel. Mientras Tautou rememora su pasado provinciano y cabaretero, proyectado en flashback, uno como espectador entiende que estos modelos cómodos y desenfadados, no obstante haberse vuelto habituales, representaron conquistas seculares sobre los corsés y polisones, las aigrettes y pamelas, los bullones y tachones de la Belle Époque en la que creció Gabrielle.
Arturo Almandoz Marte
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