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“Caza mayor” o la posibilidad de que sea el autor quien cambie a lo largo de la novela
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[El pasado lunes 10 de octubre se llevó a cabo la presentación del más reciente libro de Ben Amí Fihman. En Caza mayor (Madrid, Editorial Demipage, 2022) el escritor hace un ejercicio de autobiografía en el que su relación con Jorge Luis Borges, Emil Ciorán e Isaac Bashevis-Singer constituyen el argumento principal del texto. He aquí la intervención de uno de los presentadores.]
Dividiré mi participación en este encuentro así:
1. Cómo conocí a Fihman durante años sin llegar a conocerlo.
2. Las cosas que le debo a Fihman y por las cuales estoy acá, porque si uno no le debe algo a una persona, no se somete al estrés que significa hablar en público. Lo dejo para el final.
3. En tercer lugar, qué clase de libro es este.
4. En cuarto lugar, el problema de la primera pregunta en una entrevista.
5. En quinto lugar, una tesis: usted ve que, desde que existe la metempsicosis, o al menos desde que tenemos conciencia de que ella puede intervenir en nuestros asuntos, la invención es imposible.
*
Sobre el primer punto: lo conocí en Caracas y en Madrid pero es ahora cuando vengo a conocerlo realmente, no por su viva voz parlante, sino desde su viva voz callada, que es la voz de la escritura. Este libro no es un libro de Ben Fihman; Caza mayor es Ben Fihman, esencialmente. Pero debo al menos señalar un preámbulo de nuestro mutuo re-conocimiento: creo recordar el primer contacto a través de la Cofradía de Chaîne des Rôtisseurs durante un mediodía en el Hotel Tamanaco. Me parece que él era el auspiciador de aquella comilona a la que fui invitado porque, para la época, hacía una sección en El Diario de Caracas que se llamaba «La Gente», la cual se inventaron los argentinos a cargo, y allí, en un diario caraqueño de nacimiento y vocación, pues venía de perlas reseñar eventos de la ciudad que nunca duerme y que come divinamente porque tiene petrodólares para hacerlo.
Una época de oro, sin duda.
Luego fue que me lo nombraron, a Ben: cuando llegué una tarde a El Nacional para entrevistarme con Luis Alberto Crespo, quien me ofrecía colaborar con el suplemento Feriado, Crespo me habló de él, pues el hombre se disponía a colaborar con sus Cuadernos de la gula. Creo que me lo puso de ejemplo para justificarme que lo que me ofrecían de pago por cada artículo estaba muy bien, cuatrocientos treinta bolívares, ¡cien dólares! “A Fihman le estamos pagando eso”, dijo el poeta cuyo futuro sería el esplendor chavista.
Con eso me convenció: si a ese señor le pagan eso, voy en góndola.
*
Paso al punto tres y me pregunto retóricamente qué clase de libro es este. Creo que una novela trufada de semblanza de grupo, reportaje (o mejor dicho tres reportajes), bitácora de una crisis personal, crónica de varias amistades ‒sobre todo cubanos, venezolanos y franceses, en ese orden‒ más un gato; columna de chismes difuminados (mi predilecto es el de Rolando Peña con Sánchez Peláez y Jesse Fernández amancebado con la Tongolele en Acapulco) y un pequeño ensayo más o menos disimulado sobre el suicidio. Todo ese conglomerado, jalonado o pespunteado con tres entrevistas a tres personajes sagrados y consagrados.
Esos reportajes que menciono pueden leerse también como el backstage incorporado a la literatura, o making of de las tres entrevistas que contiene el libro. Claro: hoy en día una novela es cualquier cosa, siempre y cuando esa cosa esté bien escrita y refiera, abra o contenga un mundo. Caza mayor contiene un mundo, uno en donde el lector se acomoda a sus anchas aunque a veces provoque urticaria. Ese mundo bascula sobre la cartografía de tres ciudades:
Bogotá: lasciva, beata y feroz.
Nueva York, el punto más repugnante de la realidad, la capital excrementicia del porvenir.
París, ciudad superpoblada de personajes excéntricos.
Pero solo una de esas ciudades dará el tono que marca a la novela (Caracas aparece solo como trasfondo, la ciudad de la que salen los personajes, o entran, pero no se quedan como en sus anteriores El espejo siamés y Segunda mano). Creo que con Fihman todos los paralelos que puedan establecerse entre gula y placer en relación con la literatura y sus personajes son válidos. Pero más allá de eso hay tres claves, volviendo sobre las entrevistas que han sido revisitadas y recreadas sobre el chasis de una autobiografía a saltos o intervalos:
Experiencia.
Observación.
Imaginación.
No se le pide mucho a un novelista, ¿verdad? Lo demás es carpintería. Parece más o menos lo mismo que se le puede pedir a un periodista aunque se supone que no es bueno que un periodista se apoye en la imaginación. Pero sí, los periodistas deben rescatar la calle y no guiarse tanto por Google. En la calle encuentras la imaginación o te recuerda que la llevas dentro. Fue lo que hizo Ben durante años, estar en la calle de día y de noche.
De modo que una buena novela te impone un mundo.
Aunque esta novela se posa en tres ciudades, el mundo que te queda tras leerla se parece a Nueva York en una noche en la que recién ha llovido y ahora titilan las luces a lo lejos, el aire todavía húmedo provoca ese fenómeno sobre Manhattan desde el punto de observación del lector, que es la terraza del piso 45 de un rascacielos. En ese mundo las cosas funcionan de una manera determinada, como todo mundo que sea coherente consigo mismo en la literatura y en el cine: obedece sus leyes y esas leyes no se saltan. Por ejemplo, en Caza mayor no hay suicidios, son cosa del pasado. En este mundo estás protegido, el apartamento tiene unos vidrios gruesos que te aíslan del ruido industrial de Nueva York, además allá abajo está el guachimán o portero que al menos te avisa de que viene subiendo una visita indeseable.
Sin embargo, hay algo que no funciona en este recinto protector y mullido: la decoradora no terminó de hacer su trabajo. Caramba, falta algo: un cuadro o una estantería o una telefonera, o es que el habitante solitario echa en falta aquello que no puede definir con palabras, la esfera acaso que contiene todas las cosas. El mundo de Caza mayor es trashumante, variopinto, te trae de la mano tres personajes gigantescos y te los acerca para que roces su esplendor íntimo. Hay una limusina que espera por ti en este mundo —Nueva York. ¡Ah, pero puede quebrarse en cualquier momento! A fin de cuentas es un piso 45, ¿no? ¿Te imaginas eso en una madrugada de desespero, sabiendo el pasado que tienes, sabiendo lo que ahora te espera en la clínica?
*
En todo caso, el piso o apartamento tiene su compensación: la terraza y su vista sobre Manhattan y, en Manhattan, la librería donde nos espera, una vez más esta noche, Borges bajando unas escaleras. Borges y Fihman inmediatamente detrás tal vez ya con una dolencia en una pierna. Teme trastabillar y caer sobre el escritor escaleras abajo y terminar por aplastarlo. Pero, ¿no les ha ocurrido a ustedes alguna vez? ¿No les ha ocurrido estar leyendo y que una imagen o una frase te distraiga de tal manera que pierdes el hilo y te quedas ensimismado en tus propios derroteros? Lo confesará más tarde ante sus amigos el fotógrafo Fernández, el librero Arcocha (el de la foto de portada, a la izquierda de Borges) y el poeta Sánchez Peláez. Están revisando la grabación de la entrevista. Sí, temía tropezar y arrastrarlo. Llevarse por delante al inmortal, el Aleph Borges.
Lo imaginé nervioso ante la extraordinaria ocasión, dubitativo por culpa de la pregunta inicial, mirando el cuello de aquella efigie inerme que baja al sótano donde podrán conversar en paz, Ben ahora pelando el escalón, abalanzándose sobre Borges y aplastándolo. Imaginé, acto seguido, a Ben hincándole los dientes en el pescuezo o en los hombros tras desgarrarle el sobretodo, aprovechándose de la situación para devorar un buen trozo de su carne al estilo Hannibal Lecter.
Bien, podrían establecerse paralelos con algún mito o con la literatura fantástica pero yo solo imaginé a Fihman inmortalizando su experiencia en exclusiva para Los cuadernos de la gula, bajo el título “La noche en que al fin cené con Georgie”. Tuve que volver atrás en la lectura para retomar el hilo.
*
Luego está el problema de la primera pregunta. Creo que es muy importante para que el entrevistado se abra y confíe. La primera pregunta es fundamental para el éxito de una entrevista. Otra cosa es que después traicionemos al entrevistado, como dice la periodista de origen checo Janet Malcolm, por aquello de la vanidad explotada y todo eso. La primera pregunta de Ben para Borges fue la siguiente (tomando en consideración que, en una entrevista, todo aquello que comente el entrevistador para acicatear una respuesta del entrevistado, aun cuando no lleve signos de interrogación, es una pregunta):
BAF: «Como Carlos Argentino Daneri, tuvimos que descender al sótano».
JLB: «Es cierto».
Si no se había ganado a Borges hasta ese momento, seguro que ahí sí lo hizo. Se refiere a la narración breve «El Aleph». Es una clave en ese cuento, el sótano. Puede que a Ben se le haya ocurrido esa salida bajando o una vez llegados propiamente al sótano (no lo especifica), puede que la haya fraguado minutos antes, al ponerse de acuerdo con la mujer de Borges. En todo caso, Ben fue astuto y esto no es otra cosa sino el simple ejercicio de todo periodista: atar un par de cabos sueltos y establecer conexiones. Enchufar ideas sueltas. Eso hacen los buenos periodistas. En una de mis clases a un curso en la Universidad Católica llevé The Paris Review para echarle un vistazo, en especial por el trabajo que le hacen a Borges en 1966. Yo daba precisamente la asignatura “Entrevista periodística”. Pregunté a los alumnos sobre lo que ellos, a su vez, hubiesen preguntado de primero a Borges de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Un par de muchachos ensayaron cosas del tipo enjundioso-metafísico (al menos yo las llamo así), tratando de cruzar un personaje de un cuento con otro personaje de otro cuento. Se sorprendieron bastante cuando les dije que Ronald Christ había comenzado preguntándole a la efigie si no le molestaba que encendiese el grabador. Borges le contesta cualquier cosa, amable, entregado, dócil.
Claro que Ben se ha leído todo lo que ha encontrado a su paso de Borges. Pero más importante que eso o del alarde que de ello pudiera haber hecho, es buscar y establecer una cercanía. Ganárselo. A Ciorán no le hacía falta ganárselo, gozar de su confianza: habían establecido una relación desde hacía tiempo. Casi que confraternizaban. Para mí, la parte de Ciorán es la mejor de Caza mayor. En estos casos, cuando ya existe terreno abonado, te puedes dar el lujo de ser un poco torpe al comienzo:
Ben: «Podemos empezar por… hablar un poco sobre usted y…».
Emil: «¿Para quién es esto?».
Ben no estaba nada seguro de qué destino tendría la entrevista, y eso se le chisporrotea, y el interlocutor, claro, no puede decirse que no captara las cosas al vuelo.
El comienzo de la entrevista con Bashevis-Singer es más convencional.
Ben: «Como le dije, soy venezolano. Sé que usted estuvo en Venezuela hace pocos años y quisiera saber qué recuerdos le dejó».
Isaac: «Todo lo que puedo decir es que es un país muy agradable, un bello país (…).»
Después la cosa se pone más interesante, porque si una entrevista comienza un poco defectuosamente no quiere decir que en el camino las cosas no puedan arreglarse. En todo caso, lo ha admitido el propio Ben, esta es la menos lograda de las entrevistas.
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Por último, ese asunto: usted ve que, desde que existe la metempsicosis, o al menos desde que tenemos conciencia de que ella puede intervenir en nuestros asuntos, la invención es imposible.
Caza mayor me ha hecho pensar en las capacidades que se nos van adormilando por culpa del móvil y de la tableta. Las del recuento, las de la memoria sentimental. La que sabe relacionar… La que no podemos hallar en internet. En eso y en la posibilidad de detenernos en la gente valiosa que hemos conocido y tratado, en las esquinas y barras de las ciudades que nos han marcado. Lo que quiero decir es que el autor sabe ralentizarse y detenerse para volver a observar detalles, recovecos, gabanes o bufandas que caen así o asao a la luz de un anuncio fluorescente en una calle de Nueva York. Usted ve que la invención es imposible: todo está inventado, incluso los personajes. Lo que podemos hacer con ellos es acompañarlos a que deambulen entre un libro y otro, o entre una entrevista y otra, que conversen entre sí e intercambien experiencias. Con esto debe estar muy de acuerdo, dondequiera se encuentre, Ricardo Piglia. Yo quiero formar parte del club Piglia, ya he subrayado algunas frases de Caza mayor que intertextualizaré (vaya porquería de neologismo) próximamente.
Una última cosa: cierta vez Salvador Garmendia le dijo algo a Fihman. Le dijo sí, me gustó ese libro de Carlos Noguera. El único problema es que los personajes no cambian de principio a fin. Eso le dijo Salvador a Ben.
En este caso, creo que el personaje que cambia a lo largo de las páginas, influenciado por la gente que le rodea (no necesariamente por haber estado largamente con ellos; puede que el intercambio haya sido apenas un rato, el que dura una entrevista) es precisamente el autor. Es quien se transforma, agrega valor a la novela con su transformación. Y con él, la percepción que uno como lector ha tenido hasta ahora sobre Ben, sobre su trayectoria o las cosas que le han impactado. Así que, a fin cuentas, es el lector el personaje que cambia principalmente. Yo lector, sin ir más lejos, ahora sé que es más romántico que hedonista, más zalamero que petulante, más vulnerable que autosuficiente, incluso más cariñoso que mordaz.
He dicho “cariñoso” y es probable ahora que él responda con algún sarcasmo o incluso con alguna pequeña invectiva llena de ácido, para guarecerse, de la verdad que asoma en su libro, fuera del libro. Un tipo cariñoso, Ben. Si no, no sería posible lo que dice sobre el cubano José Antonio Arcocha o su descripción de los últimos días y el funeral del poeta Sánchez Peláez.
Fihman, un tipo cariñoso. Ven ustedes las vueltas que da la vida.
En cuanto al punto 2, que quedó pendiente, bueno, es largo y solo pongo un fragmento: a Ben le debo un pianista. A veces un amigo demuestra que es tu amigo simplemente proponiéndote: “Oye, ¿por qué no vas y buscas a este tipo y lo entrevistas?”.
Sebastián de la Nuez
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