Memorabilia

Carta a una poetisa

18/12/2019

[Este examen sobre ciertas influencias foráneas en la literatura nacional mexicana, constituye uno de los trabajos de crítica literaria más enjundiosos del siglo XIX latinoamericano. Se publicó, por entregas, en El Domingo, semanario político y literario, México, 1872.]

Ignacio Manuel Altamirano

Ha tenido usted la bondad, amable señorita, de enviarme hace dos meses un tomo que contiene sus bellas poesías inéditas, y otro sus leyendas, diciéndome que deseaba conocer mi opinión antes de publicarlas.

Si no fuera por el respeto profundo que me inspiran la belleza y el talento, habría declinado desde luego el alto honor que usted se sirve de hacerme, porque no me creo digno de él, ni por mis conocimientos que son pequeñísimos, ni por mi carácter que no es a propósito para ejercer el difícil magisterio de la crítica.

Hace algunos meses que un íntimo amigo mío, que velaba su nombre bajo un seudónimo transparente para mí, en un artículo crítico que publicó en un periódico de esta ciudad, después de hacer de mí una mención demasiado favorable, apreció mis disposiciones para la crítica de una manera exacta, diciendo: que mi carácter fogoso e impresionable me impedía tener la imparcialidad y el ánimo sereno que tanto se necesitan para fallar con justicia en las obras de literatura.

Realmente así es; yo mismo lo he dicho en alguno de mis escritos literarios, y lo conozco cada vez más, a medida que me alejo de esa edad juvenil en que se juzga más bien con el corazón que con la cabeza.

Sin embargo, advierto que con el conocimiento de esta falta, propia de la juventud y de la inexperiencia, mi opinión se hace más cauta; y mi razón, ya menos dispuesta a sufrir las impresiones del momento o a adoptar sin discusión el dominio despótico de los afectos, va acostumbrándose a la reserva, antes de pronunciarse en cualquier sentido.

Quédame, con todo, un defecto gravísimo, y que no creo remediable con el transcurso del tiempo, y es el de mi plenitud natural por lo nulo de mi capacidad y por mi falta de instrucción, que el estudio constante es ineficaz para llenar, no contando con la base esencial de la inteligencia.

De manera que sólo con estas observaciones preliminares, ya demasiado largas, pero que creí necesario poner en conocimiento de usted, me atrevo a darle mi opinión humilde sobre sus interesantes trabajos, tranquilizándome la idea de que usted no ha de haber esperado de mí un fallo irrecusable y autorizado, sino simplemente una opinión que en su recto criterio tiene aún que comparar con otras muchas personas más competentes y a las cuales aconsejo a usted que dé preferencia.

I

Gratísima y por demás deliciosa es la impresión que deja en el ánimo la lectura de las poesías de usted. Un sentimiento puro y ardiente, robustez de inspiración, inefable ternura en las expresiones, profunda moralidad en los asuntos, gala en los cuadros descriptivos; he aquí las cualidades que sobresalen en las composiciones poéticas de usted.

La «Transfiguración», la «Jerusalén», el «Cruzado», las imitaciones de los poemas llamados ossiánicos, los apólogos en el estilo de Selgas, y lo que usted llama trovas, me han llamado la atención particularmente, porque en estas piezas se muestran en todo su vigor las latas cualidades poéticas de que está dotada; y si me es permitido manifestar un deseo, será el de que las publique usted en primer lugar, porque estoy seguro de que le darán una envidiable reputación en el mundo literario.

Con demasiado temor, y sólo después de darle a conocer la grata impresión que me han causado estas composiciones, me atrevo a sujetar al juicio de usted una observación sobre el asunto y forma de ellas, observación que si es aceptada, querría yo que sirviese solamente para el porvenir, y de ninguna manera para que ella sea causa de modificar o desfigurar las expresadas composiciones.

Mi observación es la siguiente: los asuntos religiosos están ya muy tratados en poesía, y en nuestro país con profusión, con exceso. De esto proviene que se note en las composiciones religiosas contemporáneas poca originalidad, lo cual resulta naturalmente del agotamiento; porque ¿no cree usted que el asunto religioso es susceptible también de agotarse?

Para cualquiera que no juzgue con la obstinación sistemática del fanático o con la fe enfermiza del devoto, sino con el criterio sereno del buen sentido, el asunto religioso es como cualquiera otro, y le sucede lo que a todos, esto es, que sólo puede ser rejuvenecido y abrillantado cuando lo ilumina la luz omnipotente del genio. Milton, creando su poema inmortal El paraíso perdido, Klopstock cantando la Mesíada, han dado nueva vida a la vieja leyenda oriental de la creación y de la caída del primer hombre, y a la poética historia de Jesús, origen del cristianismo; pero los autores de las pastorelas que se representan en nuestros teatros en los días de la Navidad; pero el autor del drama El redentor del mundo, que se puso en escena hace poco en nuestro gran Teatro Nacional, ¿estarán seguros de haberse colocado a la altura del gran poeta inglés y del gran poeta alemán? ¿No es cierto que aquellos malhadados dramaturgos han puesto más bien en ridículo y han arrastrado por el polvo de la vulgaridad y del desprecio tan elevados asuntos poéticos?

Y con el desaliento que necesariamente deben infundir en un espíritu ilustrado semejantes comparaciones, ¿quién es el que no teme aventurar su musa en un vuelo, que creyendo puede ser el encumbrado de un águila, resulte el rastrero de una golondrina?

El poeta que se atreve a tocar los asuntos religiosos debe entender que tiene que luchar, si es pagano, con Homero, con Hesíodo, con Píndaro, con Virgilio, con Ovidio, con todos los grandes poetas de la antigüedad que han pulsado sus liras inmortales en honor de los dioses; y si es cristiano, tiene que luchar con Moisés, con el viejo autor del Libro de Job, con el Salmista, con el poeta del Cantar de los cantares, con los profetas, y sobre todo con los Evangelistas.

¿No le parece a usted, señorita, que esa lucha es asaz peligrosa y terrible, y en ella un poeta mediano lleva noventa y nueve probabilidades de caer vencido y morder el polvo del ridículo?

Yo bien sé que aquí, y en España, y en Italia, y en Francia, y aun en los países del norte de Europa, numerosos poetas han osado afrontar esta lucha de titanes; pero lo que no me atrevería a asegurar es que hayan quedado airosos; y sin necesidad de análisis crítico, me bastaría, para dudarlo, el hecho de que el mejor de esos ensayos modernos no me impresiona bajo el punto de vista del sentimiento, bajo el punto de vista de la estética, como los eternos cantos griegos, como las admirables páginas de la Biblia, como la dulce y santa leyenda del Evangelio.

Y es: que en estos eternos modelos de poesía se respira la frescura de la sencillez poética, se escucha la armonía del canto antiguo, grave y solemne, se sorprende a la naturaleza en su adorable desnudez, y aun lo maravilloso adquiere a nuestros ojos la sublimidad del misterio; al contrario de lo maravilloso moderno, que sólo puede ocultar el arcano de la ciencia o la cómica falsedad del artificio.

Querer un poeta religioso, que no se sienta con genio, tocar los grandiosos asuntos que han sido inmortalizados ya por los antiguos, es querer, como los maquinistas de teatro, remendar el trueno con una tambora, o el silbido del huracán con una cuerda de cáñamo.

Quizá por tal consideración, algunos poetas célebres se han abstenido cuidadosamente de ponerse en comparación con los poetas de la Biblia y con los autores del Evangelio. Racine se limitó a traducir algunos himnos de los Padres de la Iglesia, pero no tocó los poemas bíblicos; Lord Byron escribió sus bellísimas Melodías hebraicas; pero, como comprenderá quien las conozca, ellas no son una paráfrasis de ningún pasaje de la Biblia, sino pequeñas elegías hechas a propósito de un nombre, de un pensamiento o de un asunto del viejo libro sagrado. En nuestro tiempo, el ilustre poeta alemán Eduardo Baltzer ha publicado un pequeño volumen de poesías intitulado Sobre el Evangelio, del cual ha tenido la bondad de remitirme un ejemplar hace poco tiempo; pero leyéndolas me he convencido de que no son propiamente traducciones rimadas de las páginas evangélicas, sino cuadros diseñados especialmente para interpretar las doctrinas de Jesús en un cierto sentido filosófico, muy diverso del que les ha dado la Iglesia.

Pero en general, puede asegurarse que los más grandes poetas modernos han excusado con empeño comparar los acentos de su lira con el sonido majestuoso del arpa antigua, y eso no por un sentimiento de piedad o impiedad, sino por el temor justísimo de parecer pálidos y raquíticos en presencia de sus modelos. Sólo deben exceptuarse a los dos mencionados Milton y Klopstock; pero ¡qué excepciones!

Considerando esto, que es, me parece, muy razonable, ¿no le parece a usted, señorita, que debemos dejar la poesía religiosa resplandecer en la Biblia, sin pretender aumentar su brillo con nuestra pobre y mustia lamparilla de aceite? ¿No le parece a usted que los trenos de Jeremías parecen más imponentes en medio de la oscura nave de los templos, y aun en el silencio del campo, en su majestuoso ritmo antiguo, que en los endecasílabos aconsonantados con que han pretendido mejorarlos algunos modernos?

¿No es verdad que usted misma lee con más unción, encanto y ternura, un capítulo de Mateo, de Lucas o de Juan, que la traducción de él en redondillas o en romance octosílabo; y que se conmueve usted más con la triste sencillez del relato evangélico de la Pasión, que con esas fioriture rebuscadas con las cuales los poetas modernos han creído aumentar lo terrible del sangriento drama? En el Evangelio, hasta las repeticiones de estilo oriental son bellas; en las paráfrasis que conocemos, un ripio nos hace turbar con una sonrisa el religioso recogimiento de que deseamos estar poseídos, una cacofonía nos hace mover los hombros con desdén; una imagen mal escogida, una frase malsonante, nos distraen y nos hacen arrojar el libro.

Si usted queda convencida de lo arduo y difícil que es tocar con buen éxito los asuntos religiosos, me daré por feliz, y desde ahora me prometo ver aprovechadas las dotes de ardiente imaginación, de ternura y de facilidad para describir que usted posee, en asuntos en que tengan mejor aplicación. Así, no tendrá que ir a buscar en los viajeros de Tierra Santa, como Chateaubriand y Lamartine, la descripción de Jerusalén (que usted no conoce) para formar su cuadro, sino que le bastará asomarse a su ventana o recorrer los campos en derredor de esa linda población tropical en que afortunadamente reside, para darnos en sus composiciones bellísimos cuadros de la naturaleza americana, capaces por sí solos de encantar a los amantes de la verdadera poesía, que es la poesía nacional.

Acerca de la forma de las poesías religiosas, tendré todavía una observación que hacer a usted. Hay ciertas frases consagradas, ciertas imágenes conocidas, ciertos epítetos repetidos hasta la saciedad, cierto sentimentalismo afeminado y «empalagoso» que, francamente, se caen ya de vejez. Son unos adornos de telaraña.

Las «arpas de oro» de los ángeles, el «ardiente amor de los serafines», los «ojos azules de los querubines», orquesta fantasmagorías sacadas del Misal; los «pabellones de topacio», las «cortinas de fuego», el «polvo de oro», la «voz de trueno», la «sonrisa que produce el iris», el «trono refulgente», la «aureola refulgente», todas esas imágenes, bellas cuando las usaban con sobriedad los poetas griegos del paganismo, han entrado de tal modo en la pirotecnia mística, que han llegado a lastimar las pupilas y el sentido común. Y ¿qué me dice usted de todos los efectos que produce el divino amor? Unas veces «derrite», otras «endurece», ora «fortifica», ora «eleva», ora «abate», «humilla», «enaltece», «aflige» «afloja», «enferma», «cura», «hace llorar», «hace reír», «hace bailar», produce «deliquios» qué sé yo qué más.

Semejante jerigonza podrá ser comprendida por los beatos; pero la verdad es que no conmueve, no persuade, no da idea del verdadero culto a la Divinidad.

Estilo introducido por los contemplativos, que eran casi locos, y por los vapulantes, que eran casi libertinos, en el lenguaje poético del siglo XIX es no sólo un anacronismo, sino un absurdo que no tiene en su favor ni lo original ni lo maravilloso. Lo mismo digo del «Dios de los ejércitos», del «Dios vengador y terrible», introducido por los poetas bíblicos que, intérpretes del odio feroz de su pueblo miserable, pretendían aterrar a sus enemigos victoriosos con amenazas fantásticas de que éstos se burlaban, pasando a cuchillo a los inofensivos fanfarrones.

Ya basta de repeticiones fastidiosas y pueriles. Hoy debe cantarse a Dios admirando dignamente sus obras sublimes; y si se buscan imágenes bellas, deben pedirse a la ciencia y no a los retablos, ni a los coheteros, ni a los maquinistas de teatros. Admirar a Dios en la naturaleza, he aquí la misión del verdadero poeta religioso en nuestros días. Querer hablar de lo sobrenatural y desconocido es lanzarse a un laberinto de falsedades y de absurdos que deshonran la poesía y dan una idea triste del Ser Supremo. ¿Para qué es buscar las arpas de los ángeles, las cítaras de los serafines, los clarinetes de los profetas y toda esa «música celestial» que nadie ha oído, si el poeta religioso tiene a su alcance el rumor de las florestas, el rugido de los mares y de las cataratas, las armonías del espacio y, sobre todo, el acento del propio corazón, que se alza en un himno constante para cantar la «fuerza misteriosa» que anima el universo? Los fragmentos de himnos religiosos anteriores a Homero y que se atribuyen a Orfeo, tienen más verdad en su majestuosa sencillez que los himnos modernos plagados de errores y de pedantería; y es que en aquellos cantos primitivos se escuchaba la voz de la naturaleza y esto es más digno que improvisarle a Dios una «murga» destemplada que, cuando saliera mejor, saldría como la orquesta que tenemos hoy en la ópera.

Hay además, señorita, que esta poesía religiosa de que me estoy quejando, tiene por fondo un antropomorfismo grosero que no es conveniente a la Divinidad. Me dirá usted que de igual vicio adolece la poesía religiosa de los griegos que tanto admiro; pero yo contesto que el antropomorfismo griego era consecuencia necesaria del politeísmo pagano; y que, con todo, hay que examinar la intención altamente filosófica de los poetas antiguos y se conocerá que sus imágenes aparentes no son sino el revestimiento de los sistemas científicos entonces profesados por los sacerdotes, primeros guardianes de la indagación y de la ciencia. La mitología no era sino el manto sagrado con que se ocultaba la filosofía primitiva. Pero en nuestros tiempos de cristianismo y civilización el mito no tiene razón de ser, y el antropomorfismo es una inconsecuencia y una continuación de la idolatría, de esa «idolatría torpe e inmunda» que nuestros cristianos condenan y abominan como producto de Satanás.

Así es, señorita, que si los razonamientos precedentes convencen, es necesario dejar las «arpas de los ángeles» y los «tronos de diamante» y las «túnicas de fuego» a los vates encargados de hacer loas para el santo patrón de su pueblo, y «alabados» para las ferias de indígenas; y si se quiere cantar dignamente a la religión hay que variar de forma y que dejar olvidados en el rincón de las sacristías los viejos arreos con que se emperifollaba el himno religioso de nuestros abuelos.

II

Pasemos a otra cosa: el pequeño poema de usted «El cruzado», es bonito, pero me permitirá usted preguntarle, ¿por qué ha ido usted a buscar, como nuestro Fernando Calderón, el asunto de su leyenda en las crónicas de otros países? ¿Le agradan a usted esos asuntos caballerescos? Seguramente, y de eso tiene la culpa el enjambre de los imitadores de Zorrilla y de Arolas, que han dado a ese género una boga que por fortuna no dura hasta hoy en México, ni en ninguna parte.

Algunos novelistas y poetas europeos, particularmente de los que fundaron la escuela llamada romántica, dieron el primer ejemplo; y registrando archivos empolvados en las bibliotecas, o fingiendo que los registraban, y contemplando a la claridad de la luna las poéticas ruinas de los castillos feudales que les traían a la memoria las viejas historias de la edad media, se dedicaron a renovar las fábulas que había aniquilado el Quijote, aunque vistiéndolas con el ropaje de la fantasía moderna, para que no estuvieran expuestas a los sarcasmos de Sancho Panza.

Estos novelistas y poetas como Walter Scott, como Dumas (no quiero mentar al vizconde de Arlincourt), y como Chateaubriand y Víctor Hugo, tuvieron el mérito de popularizar así leyendas nacionales o al menos europeas, mérito que Zorrilla, a pesar de no ser más que imitador, tuvo también, lo mismo que el duque de Rivas y otros en España, y algunos poetas contemporáneos en Alemania. Pero en América, señorita, en México, en este país donde no hay más ruinas que las de los teocallis o las pirámides de los aztecas, o de los palacios de los toltecas, y donde no ha habido más cruzadas que contra los indios, ni más recuerdos caballerescos que la rapacidad de los antiguos encomenderos, cultivar este género de leyenda es tan singular como lo sería convertir el teponaxtli de los poetas del tiempo de Moctezuma en el laúd de los trovadores provenzales.

¿Qué viene a hacer a México la leyenda caballeresca de Europa? Cada país tiene su poesía especial, y esta poesía refleja el color local, el lenguaje, las costumbres que le son propios. ¿Cómo traer a México los castillos feudales que se elevan en las rocas y se pierden entre las nieblas; cómo evocar los recuerdos de hazañas que no se conocen, porque apenas se conoce su historia; cómo vestir a un «caporal» la armadura de acero bruñido, y dar a un indio vendedor de guajolotes el aspecto de un escudero?

Se me dirá: pero para eso sirve la imaginación que inventa, que adivina. Es cierto, replicaré; pero así salen las invenciones, las adivinaciones. Los caballeros hablan como payos, las damas como petimetras de aldea, los torneos son como «herraderos», y los trovadores cantan las canciones de Murguía. Al través del manto de alquiler del cruzado, se adivina el centurión de Viernes Santo, con sus cueros de chivo y manejando la lanza como garrocha. Los castillos son haciendas de pulque o ventas como en el Quijote, y la conquista del Santo Sepulcro es un pronunciamiento por «religión y fueros», cuyos héroes acaban en la cárcel o en los Arbolitos.

Esto no es decir que el poema de usted tenga estos defectos; al contrario, me complazco en reconocer que, por un privilegio del talento excepcional de usted, es una imitación feliz de algunas leyendas europeas, pero francamente, aun así no ha logrado usted dar color local a su composición, cuyo asunto coloca usted parte en Palestina y parte en Francia, países que no conocemos ni usted ni yo sino geográficamente, y por el relato de viajeros tal vez mentirosos, como la mayor parte de ellos.

Francamente, yo siento que malogre usted sus extraordinarias cualidades poéticas aplicándolas a un genio extraño a su carácter y exótico en la poesía americana, cuando podía aprovecharlas mejor buscando sus inspiraciones en el campo fecundísimo de nuestra historia nacional.

Porque ¿no le parece a usted que en nuestra historia hay bastantes asuntos para enriquecer con ellos la poesía heroica? Busque usted y encontrará desde el año 10 hasta el año 21, numerosos y variados tipos que reúnen al carácter caballeresco más elevado, la preciosa cualidad de ser mexicanos y padres de la patria.

No toquemos la grandiosa figura de Hidalgo, que por su elevación no se presta a la leyenda romanesca; pero ahí tiene usted al joven Allende, sublime hasta el martirio; ahí tiene usted al joven Abasolo, a quien el amor precisamente hizo débil. Después tiene usted a los Galcanas, pléyade hermosa de leones descendiendo de las montañas del sur para aterrar a la tiranía española; ahí tiene usted a Nicolás Bravo, joven también, hermoso y gallardo como un paladín antiguo y generoso. Ahí tiene usted a Victoria, héroe salvaje cuyo campo fue justamente el hermoso país de usted; ahí tiene usted a Matamoros, joven sacerdote, convertido en guerrero por el patriotismo, y que en San Agustín del Palmar se elevó hasta las sublimidades de la epopeya, destrozando a las legiones de Europa; ahí tiene usted a Guerrero, al grande Guerrero, héroe que nos envidian las antiguas naciones, y cuya grandeza de alma en las adversidades, así como su valor asombroso en las batallas, parecerán legendarios más tarde; ahí tiene usted por último a Juan del Carmen, a Montes de Oca, a Pedro Ascencio, a Encarnación Ortiz y a otros cien, que eclipsarán a los héroes ossiánicos y a los guerreros montaraces que figuran en los poemas de la antigua Germania.

No los encontrará usted cubiertos de hierro en el combate, ni vestidos de seda y de terciopelo en la ciudad; pero rudos como son, parecen más hermosos con su desnudez y su miseria santificadas por el patriotismo. Encontrará usted a la mayor parte de ellos bastante ennegrecidos por el sol, y no precisamente con la fisonomía de Adonis o de Reinaldo; pero yo supongo que el poeta ha de ser menos melindroso que Alamán, que se asustaba con la fealdad de Guerrero (porque ese historiador no quería a los hombres feos). Además, si nuestros héroes tenían el cutis curtido por la intemperie, en cambio no eran borrachos ni leprosos como los héroes de las Cruzadas. Por último, el objeto de sus sacrificios era más santo y más bello; porque lo es más, evidentemente, libertar a la patria del yugo extranjero, que correr por esos mundos en busca de un sepulcro fantástico, cuya posesión, dado caso de hallarse, de nada le hubiera servido a la humanidad.

Dejemos, pues, a la Europa sus caballerías de la edad media, que no comprendemos bastante, y busquemos en el tesoro de los recuerdos nacionales las riquezas que nos darán fama.

Por otra parte, reflexiónelo usted bien: todos los poetas del mundo, cualquiera que sea el carácter de sus héroes, los cantan de preferencia a los héroes extranjeros. Nada les importa la desnudez, la rudeza y la figura. Los héroes de Homero no son currutacos de Sybaris ni sátrapas de Asiria, sino guerreros medio desnudos que mataban en persona sus reses y asaban su carne a las puertas de sus tiendas. El perfumado Paris no figura en la Ilíada sino como un cobarde afeminado. Los héroes indios del Ramayana son como los de Homero; los héroes de los Eddas son bárbaros vestidos de pieles; los héroes que Macpherson fue a desenterrar en las montañas de Escocia, son salvajes como nuestros comanches y apaches; los héroes de Ercilla son indios de Arauco y españoles de la peor clase, de modo que los hermosos caballeros del Tasso y del Ariosto no son ni pueden ser modelos eternos en la poesía heroica. Bellísimos parecen en la Jerusalén y en el Orlando; pero es porque son copias de la realidad, porque allí están en su lugar, porque personifican una época con sus costumbres, sus trajes, sus hábitos y sus aspiraciones.

Pero sería una insensatez creer que, fuera de los tipos de estos dos últimos poemas, no hay tipo poético posible. Sobre este particular debemos atenernos a las reglas de excelente crítica y de admirable buen sentido que asienta Voltaire en su Ensayo sobre la poesía épica, cuyo estudio recomiendo a usted empeñosamente.

En la América del Sur y aun en la del Norte, los poetas han tenido la feliz idea de crear una poesía nacional; y en sus poemas, y en sus leyendas, y hasta en sus elegías, han adoptado un estilo peculiar, imágenes propias, han tomado sus asuntos de los anales patrios.

Puede usted, si lo tiene a la mano, examinar a Bryant, uno de los más notables poetas de los Estados Unidos del Norte; y en cuanto a los del sur, tengo el gusto de remitir a usted una colección de composiciones de los principales, y en ellas podrá usted ver que no han retrocedido ante el color de Bolívar para declararlo un dios en sus cantos; que los Carreras, aunque vestidos con las pieles y el poncho de los gauchos de las pampas, son sus Tancredos y su Roldanes; y que van a sacar a los protagonistas de sus leyendas entre los valientes adalides de Ayacucho, de Maipo y de Junín.

Ahora, si de leyendas no heroicas se trata, suplico a usted que se fije en las dos de Esteban Echeverría, intituladas La cautiva y La guitarra, y en ellas verá cuadros de la vida americana de una belleza admirable, porque el poeta se ha inspirado en la realidad y no en las invenciones de otros; suplico a usted se fije también en todos los pequeños poemas de Abigaíl Lozano, de Arboleda y de otros que es inútil enumerar aquí; y comprenderá usted por qué la poesía nacional es la más bella.

Sólo en México se han visto con desdén nuestros recuerdos patrióticos; y si exceptúa usted a Moreno (poeta de Puebla), a Lejarza (poeta de Michoacán), a nuestro Rodríguez Galván, al general Díaz (padre de Díaz Covarrubias), veracruzano, y a José María Roa Bárcena, veracruzano también, todos los demás han preferido pedir a la historia extranjera sus héroes, imitando o traduciendo a los poetas de otro país.

Siento ver a usted en el número de estos desdeñosos, y deseo que con el brillante ejemplo de los poetas sudamericanos, se anime usted a buscar en nuestros recuerdos gloriosos el asunto de sus composiciones futuras. El numen de usted contemplará nuevos horizontes, y la Patria, para quien no ha tenido la lira de usted, ingrata, ni un himno, ni un recuerdo siquiera, la recompensará ampliamente.

¡Ossián!, ¡la poesía ossiánica!, ¡Fingal, Oscar, Malvina, Swaran! ¡Comala! He aquí nombres e ideas que aún nos conmueven porque surgen en primer término al evocar el cortejo melancólico de nuestros recuerdos juveniles. ¿Qué joven aficionado a la poesía, al oír hablar a los literatos del sentimentalismo poético de Ossián, de la generosidad de los héroes de Morven, etc., etc., no ha sentido el irresistible deseo de conocer los afamados poemas del supuesto Homero caledonio y no los ha devorado con avidez y deleite?

Si alguna poesía es agradable a la juventud meditabunda y ardiente, es ésta; porque deja en el ánimo una impresión de dulce tristeza, y en los sentidos algo como el perfume acre y fresco de las montañas, como el blando murmullo de los lagos, como el reflejo sombrío del océano al oscurecer la tarde. Tan cierto es que los jóvenes de carácter melancólico gustan de nutrir su espíritu con esta poesía; Goethe hace leer a Werther los poemas de Ossián, antes de cometer su suicidio.

En esas horas tempranas de la vida, si por acaso sueña uno con el heroísmo o con el amor, por si acaso ha recibido uno de la naturaleza el don fatal de un triste sentimentalismo, y el don más fatal todavía de un carácter poético, hay un placer extraordinario en imitar la poesía osiánica: y por fuerza se enriquece la cartera de veinte años con uno o dos poemitas en que figuran héroes enamorados, valientes y generosos, vírgenes pálidas, ardientes y sencillas, de manos blancas, de ojos azules y de cabellos de oro; poemitas, en fin, en que hierven los epítetos pomposos en cada verso, en que hablan las pasiones un lenguaje enfático, muy diverso del natural, y en que la monotonía brilla como si fuera una cualidad indispensable.

Esto que sucede a los jóvenes de que hablo, ha pasado a usted también, amable poetisa. Dotada de un carácter sentimental y pensativo; enamorada de Ossián, porque muy probablemente ha aprendido usted a admirarlo en Blair, que veía con infantil candor en aquel supuesto bardo a un nuevo Homero, no ha necesitado usted más; y sin permitirle su extremada juventud, o la falta de datos o de experiencia, distinguir entre lo original y lo imitado, se ha puesto usted con la mejor buena fe del mundo a remedar el llamado estilo ossiánico.

No se mortifique usted por eso. Poetas más expertos y de gran nombradía han obedecido a esa propensión, y caído en ese error involuntario; aunque es verdad que todos tenían la disculpa de la juventud, como usted. Por lo pronto recuerdo a Lord Byron, que en su primera colección de poesías que intituló Horas de ocio (Hours of idleness), tan censuradas por los escoceses, insertó un pequeño poema, «La muerte de Calmar y de Orla», que es una imitación servil de Ossián, como él mismo lo dice, declarando que aunque ya se trataba en su tiempo de descubrir la impostura de Macpherson, la lectura de la obra de éste le era agradable.

En Francia ha habido también muchos imitadores, entre los que sólo mencionaré a Belmontet, joven que logró con acierto adaptar a su lengua los giros, las imágenes y la rebuscada rudeza del original. Entre sus imitaciones figura un pequeñísimo poema, con el título de Edgardo y Vaïna, que recuerdo haber traducido en verso cuando era yo muchacho, así como recuerdo también haber quemado mi traducción, con lo cual no perdió nada la literatura. Es de advertir que Belmontet, al contrario de Byron que escribió su imitación en prosa según el estilo del original, escribió sus poemas en verso. También usted ha escrito sus imitaciones en verso, lo que las hace menos serviles, porque siquiera tienen la novedad de la medida y de la rima.

Pero volvamos al asunto principal. Decía yo que Ossián es un modelo buscado y querido para la juventud inexperta y melancólica. Piérdese entonces el más bello tiempo en la dura y difícil tarea de imitar el estilo; si no ha tenido uno la discreción de publicar sus poemas (lo cual causa pena después), los guarda al menos en su papelera con cariñoso cuidado. En semejante situación estudia uno los poetas clásicos de Grecia y de Roma, lee buenas obras de crítica literaria; devora con especialidad todos los estudios hechos sobre el llamado Ossián, tanto más cuanto que recuerda uno que guarda tesoros de imitación en su cartera; y cuando perfectamente impuesto del largo proceso literario formado en Escocia, en Inglaterra y en Francia sobre la autenticidad de lo que ha estado creyendo poemas antiguos como la Ilíada, se desengaña de que no son más que las obras de una hábil impostura moderna, y ve uno aparecer, no al viejo Ossián tocando el arpa de los antiguos bardos caledonios en la cumbre de las montañas, sino al oscuro maestro de escuela Macpherson en el silencio de su gabinete, copiando y desfigurando pasajes de Homero y de la Biblia para engañar al mundo. La impresión no deja de ser ingrata.

Entonces, pasa uno de la admiración y del amor al extremo contrario; corre uno a su mesa, coge los manuscritos amados que contienen las imitaciones, y hace con ellos una hoguera.

¡Adiós Ossián!… ¡No hay Ossián!… ¡Ossián era una mentira! ¡No hay tal originalidad, no hay tal igualdad con Homero! Se engañaban Goethe, La Harpe, Sinclair, Cesaroti, Blair, se engañaba toda Europa cuando en la segunda mitad del siglo pasado se extasiaba leyendo el libro de Macpherson e imitando a porfía su estilo; se engañaba Napoleón I, que llevaba siempre consigo los poemas de Ossián, como Alejandro el grande llevaba los poemas de Homero; se engañaba todo el mundo, la superchería fue tan afortunada como eso.

Sí, querida amiga, se engañó todo el mundo, menos Voltaire que, como siempre, había tenido el valor de interrumpir el universal concierto que producía la fascinación, con su palabra burlona; menos el doctor Johnson, que fue el primero en denunciar indignado la impostura del atrevido Macpherson; y menos Malcolm Laing, que completó la revelación de Johnson, haciendo notar los robos que el autor moderno escocés había cometido en los campos de la antigua poesía griega y hebrea, al formar su falsa epopeya antigua.

Verdad es que la Highland Society de Escocia, en su trabajo concienzudo sobre la autenticidad de estos poemas, no los ha condenado en su totalidad, habiendo verificado la originalidad de algunos fragmentos; verdad es que Walter Scott en su novela El anticuario, y en otras partes, no se atreve a negar enteramente la existencia de algunas baladas gaélicas que sirvieron a Macpherson y permanece indeciso sobre la cuestión principal; pero lo que no admite ya duda es que el conjunto de las epopeyas llamadas ossiánicas es obra del que siendo autor e inventor, no quiso llamarse más que traductor, por su interés particular.

De esta manera, la admiración por los poemas se disminuye, los personajes heroicos bajan de estatura, y la ilusión desaparece.

Todavía más: si se replica que no por ser moderno el poema es menos bello y el genio menos grande, Voltaire (en su Diccionario filosófico, artículo «Antiguos y modernos») nos contesta con la improvisación burlesca pero exacta del florentino, a quien hace aparecer en disputa con un escocés, candoroso creyente de Ossián, en el gabinete de Lord Chesterfield. En esta improvisación demuestra que en media hora un moderno, un poco instruido, puede imitar el estilo enfático y afectado de Macpherson sin mucho esfuerzo.

Por último, el mismo Lord Byron, aun concediendo como concede, en una nota puesta a su poema «La muerte de Calmar y Orla» en la última edición corregida por él de sus Horas de ocio, que aunque la impostura de Macpherson se descubriese, su mérito sería indisputable («but while the imposture is discovered, the merit of the work remains indisputed»), acusa el estilo del autor escocés de «hinchado y bombástico» («turgid and bombastic diction»). Y los críticos, apreciable poetisa, particularmente los modernos, están conformes en censurar a Macpherson este gran defecto poético; aunque por otra parte le concedan muy bellas cualidades, que bellas debían ser para haber llamado la atención del mundo europeo, para haber influido poderosamente en la literatura de esa época, y para haber procurado a su disfrazado autor un renombre glorioso.

Puede usted, si gusta, entretenerse con esta curiosa cuestión literaria que no hago más que extractar, leyendo , ya que no pueda usted conseguir las obras de Johnson, y los Ossián de Blair, Sinclair, de Mac Gregor y Malcolm Laing, así como el largo informe de la Sociedad Escocesa redactado por Mackenzie (esta última obligó a Byron a poner su nota citada), al menos el repetido artículo de Voltaire, la Lección 31 del Curso de literatura de Villemain (tomo 5, edición de 1858), la Noticia sobre la autenticidad de los poemas de Ossián por Lacaussade que va al frente de su traducción de Ossián, y que casi es una copia de la lección de Villemain; la de Christian que acompaña también su traducción de los mismos poemas, y la magnífica Historia de la literatura inglesa por Taine. En estas obras que yo conozco y de las que extracto la historia del proceso relativo a la originalidad de la obra de Macpherson, tendrá usted noticias detalladas.

Para concluir, traduciré, porque me parecen interesantes para usted los párrafos con que concluye M. Villemain su citada lección.

De manera –dice– que yo no veo en Ossián, sino un esfuerzo de rejuvenecimiento literario por medio de la imitación de las formas antiguas, uno de los primeros ensayos de ese pastiche del pensamiento y del estilo común a las literaturas envejecidas; y ¡cosa notable! en los sentimientos que conmovían en el siglo XVIII, en esa melancolía meditabunda, en esa religiosidad vaga, en esa tristeza sustituida al culto, es donde el poeta, donde Macpherson-Ossián ha sido original, singular, atrevido; el hombre del siglo XVIII es el original e interesante, bajo la máscara, bajo el manto del bardo ciego. Su Oscar, su Malvina, su Fingal, todos esos personajes que ha corregido, embellecido, puesto en movimiento en su poema, tienen un reflejo del espíritu sentimental del siglo XVIII. La pretendida sencillez de Macpherson no existe sino en un punto, en la monotonía. Es natural, en efecto, que en la imitación de una vida ruda, inculta, que no está animada sino por los accidentes de la guerra, del combate, haya poca variedad. Es natural también, que en una sociedad semejante, el cielo, el sol, la luna, las estrellas, las montañas, los bosques, el ruido confuso del mar, las algas arrojadas sobre la ribera, se presenten sin cesar al pincel del poeta. Tal es también, en gran parte, el colorido de la poesía osiánica. Y bien: cuando este colorido fue importado a la Francia elegante, filosófica, razonadora, era una gran novedad, era una muestra de la naturaleza que se presentaba a gentes que no la miraban desde hacía largo tiempo.

Sin embargo, ha sido necesaria alguna cosa más, creada por el artificio del redactor moderno: era ese sentimiento triste y severo; era esa contemplación melancólica de la vida, esa emoción vaga reemplazando a un culto positivo, que convenía maravillosamente al fin del siglo XVIII y a los tiempos desastrosos que siguieron a los días de dolor y de destierro. Esta poesía de Ossián es como un canto monótono, a propósito para arrullar almas fatigadas por la reflexión y la tristeza.

¿Qué lección de gusto resulta de este examen? La necesidad de que la literatura en todas tentativas sea nacional y contemporánea. Aun cuando para engañar el gusto de los contemporáneos la imaginación busque una ficción lejana, aun cuando se transforme, se disfrace y se oculte bajo un nombre falso, agrada y es poderosa por accidentes actuales. Huid, pues, de la imitación, huid de la literatura falsa y artificial, sed de vuestro tiempo por la vida y por las emociones, y mereceréis serlo por vuestro talento. Sed hombre antes de ser escritor.

Después de estas juiciosas palabras del eminente maestro, ¿qué puedo decir a usted de nuevo?

Usted ha imitado a Ossián, creyendo tal vez que imitaba a un modelo de pureza antigua. Ya ve usted que no es así. Pero aun suponiendo que de todos modos se haya enamorado del estilo sentimental y melancólico de Macpherson, que como se ve tiene también su mérito, los últimos consejos de Villemain habrán convencido a usted de que es preciso, antes que todo, ser «nacional»; y que si el autor escocés, después de haberse descubierto su impostura, le quedó un renombre envidiable, no fue sino por el color local que supo dar a sus poemas, y el sabor de «nacionalismo» que se percibe en todos ellos.

Esto quiere decir que aunque las composiciones de usted tengan mérito, lo tendrían mayor si lejos de imitar al fingido Ossián, y de trasladar los cuadros de los pequeños poemas de usted a país extranjero, hubiese cantado a los Fingal y a los Swaran de México, descrito nuestros paisajes y creado un estilo eminentemente nacional.

¡Siempre la poesía nacional! Si yo insisto en hablar a usted de ella tantas veces, es porque también veo que la desdeña usted siempre, y que empequeñece sus obras y amengua su inspiración prefiriendo con predilección injusta el imitar modelos extranjeros, a copiar la naturaleza que se ostenta pomposa en derredor de usted brindándole tesoros no conocidos todavía.

III

En cuanto a las imitaciones que ha escrito usted de los apólogos de Selgas, no me detendré mucho en hablarle de ellos, porque el buen sentido de usted les hará la debida justicia, supliendo con la reflexión lo que yo omito, por no hacer tan voluminosa esta carta.

¡Ah! no es usted, inocente joven, la única apasionada del estilo de Selgas; puede asegurarse que todos los poetillas barbilampiños, cuya gloria futura esconden todavía las modestas sombras del colegio o las humedades de los «cajones de ropa», hacen retozar su musa infantil entre los jardincitos parlantes que para gloria de la poesía ha sembrado en sus páginas el ingenioso poeta español, a quien sacó a luz el conde de San Luis.

Yo no podré averiguar cuál es el atractivo verdadero que esa juventud «florista y herborizadora» encontrará en los tales apólogos; eso usted podrá saberlo mejor; pero me consta que los muchachitos, en vez de ir a comprar a la Librería Madrileña, por ejemplo, las poesías de fray Luis de León, o de los Argensolas, o de Quintana, prefieren sacrificar los doce reales que han arrancado a la munificencia paterna en la compra del pequeño tomo que contiene los entretenidos coloquios de las flores del famoso Selgas.

Yo me explico a veces esta predilección por la timidez, natural compañera de la infancia, que impide al niño que comienza a enamorarse de sus primitas que todavía usan vestido alto, darles cuenta descaradamente de los alarmantes sentimientos que han comenzado a agitar su corazoncito.

Esta conducta quizás les traería una zurra, o por lo menos un extrañamiento de papá y de mamá. Pero Selgas los ha venido a sacar de apuros, y en efecto: lo que el mancebito no podría decir en su propio nombre a Chonita, a Pepita, a Guadalupita, o a Rosita, se lo espeta con la mayor audacia del mundo, cubriéndose con la delgada película de un floripondio, o con la roja caperuza de un clavelito, o metiéndose en el amarillo costal de un mastuerzo. Y en cuanto a ella, la transforma en rosa de Bengala o en madreselva, o en albahaca. Pocas veces el niño tiene la abnegación de volverse perejil o culantro, y de convertir a su amada en lechuga, o col, o en cebolla; la poesía de Selgas no desciende hasta la hortaliza, ni se satura, como la comida, en aromas culinarios; eso sería democratizar el apólogo, y por eso se queda siempre en las aristocráticas regiones de la jardinería, pero siguiendo el filosófico sistema de Esopo, padre del apólogo, esto habría sido lo natural.

Pero no: todos los dramas, todas las pasiones, todas las locuras que pueden agitar a la triste humanidad y dar con ella al traste, se colocan en el inocente espíritu de las rosas, los jazmines y las violetas; y de este modo, una violeta tan pronto es una modesta virgen cariñosa y fiel, como una coquetuela de tres al cuarto, como una viuda alegre y casquivana, o como una bribona digna de ir a las Arrecogidas; y el «clavelito» lo mismo desempeña el dulce papel de calavera en embrión, como el de un futuro Werther, o como el de un Lovelace de dieciséis años.

Los apólogos de Selgas han producido en la juventud de España y en la de México una impresión muy fácil de explicar por la novelería. Las chusmas de imitadores, incapaces por su propia virtud de hacer nada nuevo, ni de distinguir lo bueno de lo malo, sólo esperan que el primer audaz atraviese un Rubicón cualquiera para lanzarse en su seguimiento, orgullosos siempre de su misión escuderil.

Así, al aparecer aquellos singulares coloquios entre flores, que parecían traducir, aunque con trabajoso disfraz y con rebuscada semejanza, los sentimientos del alma juvenil, los adolescentes, que siempre tienen algo de afeminado, se sorprendieron agradablemente. El género no era nuevo, en verdad: nihil sub sole novum, y en el viejo árbol de la literatura española, que parece haber perdido su savia, los nuevos ramos no pueden ya florecer, ni siquiera durar. Los árabes habían cultivado este género de poesía emblemática desde los tiempos más remotos, al grado de que ha llegado a ser famoso en el mundo el apólogo oriental; y nótese bien que en estos poetas la imagen se presenta sin esfuerzo, la filosofía rivaliza con la sencillez, y la gracia de la forma hace indeleble la lección. Se inspiraban en la naturaleza, y la naturaleza les hablaba en su lenguaje siempre elocuente y grandioso, que ellos no hacían más que traducir en lengua vulgar.

¿Podrá decirse esto mismo del imitador español moderno? Dudo que se atreva alguien a responder afirmativamente, si reflexiona antes con madurez, y sobre todo si establece una comparación imparcial y razonada entre esos cuentecillos de salón y los apólogos antiguos.

Los moros trajeron a España, con sus ciencias y sus artes, su genio poético, y por eso el apólogo volvió a florecer en las obras de los poetas moros españoles, y aun ha dejado alguna huella notable en la poesía española y cristiana anterior al siglo XV, aunque no sea precisamente en la forma oriental.

Pero considerándolo bien, esta clase de apólogos no es adecuada a nuestra civilización, ni mucho menos a la civilización y al carácter poético del siglo XIX. Hija del antiguo Oriente, en que el simbolismo era la cubierta necesaria de toda idea filosófica o religiosa, es inútil en Europa y en América, donde el pensamiento desdeña la forma y busca la razón a plena luz.

Hasta el apólogo esópico sería hoy un anacronismo, con todo y que él, buscando en los instintos de las bestias una semejanza de las pasiones humanas perceptible a primera vista, se encargó de dar lecciones de eterna verdad, que difundían, bajo una forma agradable, entre las turbas, los preceptos de la filosofía moral.

Si en nuestros tiempos hemos visto aparecer fabulistas a la manera de Esopo, como M. Viennet en Francia, como García Goyena en América, lejos de acusar en sus fábulas la ingeniosa timidez con que el esclavo griego disfrazaba sus sátiras inmortales, podremos descubrir en ellas una audacia imponente, que no por buscar en el apólogo un atractivo popular, cede en fuerza y en valentía al artículo de periódico, al folleto político o a la sátira descarada.

Así es que las fábulas políticas de Viennet, como las canciones de Béranger, han servido de catapultas en Francia para atacar los vicios; y las de García Goyena en los países latinoamericanos, han ayudado a sacudir las viejas preocupaciones coloniales.

De esta manera vive y puede vivir el apólogo. Pero el de Selgas no tiene tales condiciones. Sin la sencillez y belleza orientales, no contiene más que una aglomeración complicada de imágenes inverosímiles, de las que apenas se exprime una dosis homeopática de moral y no siempre de la buena. Además, carece de una cualidad que hace encantadores, al par que útiles, los apólogos, y es la concisión. La concisión, al mismo tiempo que sorprende agradablemente el espíritu, permite que se grabe en la memoria la lección con la imagen.

En este punto, Víctor Hugo ha sido más feliz en la imitación de la poesía del Oriente, y numerosos apólogos suyos han tenido la dichosa suerte de hacerse populares en el mundo entero, ya en su original francés, ya traducidos a la mayor parte de los idiomas cultos. Los poetas alemanes también han imitado ese género de poesía; y aunque muy poco, lo han hecho con su maestría acostumbrada. No haré mención, por lo pronto, sino de dos o tres apólogos de Henri Heine, que encierran profundos pensamientos.

Las demás creaciones de la poesía alemana pudieran tener alguna semejanza con el apólogo oriental; no son, si se estudian, sino las producciones de una escuela enteramente oriental y esencialmente germánica. Lo mismo puede decirse de algunas creaciones de la musa italiana, como las del Petrarca, por ejemplo, que si adoptó algunas veces la forma, no hizo lo mismo con el pensamiento, que era enteramente suyo.

En la América del Sur, Selgas no ha corrido la misma suerte que en México. Esa juventud de las repúblicas latinoamericanas es demasiado independiente, altiva e ilustrada, para seguir a ciegas, como a un buen modelo, al primer extravagante que llega de la antigua metrópoli.

La escuela poética de aquellas regiones sigue desde hace tiempo un camino nuevo, y en su empeño de crear una poesía nacional, empeño que ya ha visto realizado, no hace más que examinar las producciones del genio extranjero, admirar lo bueno que hay en ellas, y encontrar allí el estímulo necesario para superarlo. ¡Oh!, ¡qué bien hace aquella familia literaria!

Aquí en México, señorita, todavía no nos hemos atrevido todos a dar el grito de Dolores en todas las materias. Todavía recibimos de la ex metrópoli preceptos comerciales, industriales, agrícolas y literarios, con el mismo «temor y reverencia» con que recibían nuestros abuelos las antiguas reales cédulas en que los déspotas nombraban virreyes, prescribían fiestas, o daban la noticia interesante del embarazo de la reina.

Así es, que basta a nuestra juventud que hayan llegado a nuestras librerías las obras de un don Fulano de Tal cualquiera, impresas en Madrid y recomendadas por un aviso de periódico, para que las consideremos desde luego como cosa sobrenatural y digna de leerse y de imitarse.

–¡Mire usted que este libro vino de España!– dice el primer «pelucón» a quien usted pregunta en la calle, y que se da toda la importancia de un don Timoteo, de un literatazo del tiempo de Bustamante y de Alamán. Y como los muchachos, particularmente los meticulosos, suelen tener a esos vestiglos por oráculos infalibles, he aquí cómo una recomendación tan poco fundada pone en boga sandeces que no valen un ardite.

Si hay un joven por ahí que, considerando que ha nacido para pensar con su cabeza, protesta contra la autoridad del magister y encuentra el libro mediano, se expone al anatema del «pelucón», y de todos los «pelucones» que se ponen furiosos cuando se les desobedece o se les obliga a abdicar su apolillada soberanía.

¡Ah, cuántos trabajos cuesta aquí, señorita, usar libremente del sagrado derecho de discurrir! Como usted sabe, han sido necesarias revoluciones largas y sangrientas para sancionar esta garantía, así como otras igualmente preciosas. Pero si en el mundo político ya están conquistadas y aseguradas, todavía en el mundo literario se las disputan a uno con encarnizamiento los profetas, los doctores de la ley, los escribas, los fariseos y toda esa turba de antiguallas que salen de la tumba haciendo gran ruido con sus huesos, como los muertos de la balada de Goethe, para amenazar a uno y llenarle de terror.

Sin embargo, ya la generación de ahora va siendo menos asustadiza, ya va comprendiendo lo que significa la independencia de México y aceptando sus trascendencias, ya se atreve a examinar lo que llega de España, y así como aplaude y admira lo bueno de allá, censura lo malo y lo desdeña. He ahí el principio de una generación saludable y sensata.

Así, ¿quién, que no sea un bárbaro, dejará de recomendar a la juventud como modelos, en la España moderna, las odas de Quintana, los artículos inmortales de Larra, las comedias de Bretón y los discursos de Castelar? Pero no sería discreto hacer lo mismo con otras obras que no vienen a ser más que los retoños enfermizos de ese árbol grandioso y respetable de la literatura española, de que hablamos antes, cuya gallardía fue la admiración de los siglos pasados, y cuyas flores esparcieron su aroma en el mundo entero.

Retoño enfermizo me permito yo reputar el apólogo de Selgas, cuando no sea una parásita perjudicial a la poesía española; y por eso aconsejaría a usted que no le concediera tan fácilmente, como lo ha hecho, el honor de aspirar su perfume. Las imitaciones que ha hecho usted de tal género, pudieron ser creaciones originales si no hubiera tenido el librillo español delante, y si no lo hubiera saboreado con una avidez insana.

IV

Trovas denomina usted sus poesías amorosas, y sobre el nombre, nada tengo que decirle. Los nombres convencionales que ninguna relación tienen con las formas clásicas o con los asuntos a que han puesto títulos los antiguos, pueden darse caprichosamente a los versos, como se dan a los hijos, a los perros y a los barcos.

Pero sobre el fondo mismo de las poesías de usted, le diré dos palabras, solamente dos, pues que si fuera a disertar sobre la poesía erótica en general, tendría que escribir un volumen y que recopilar cuanto se ha dicho sobre ella, que es mucho.

Estas dos palabras son las siguientes: inspírese usted en el amor, porque el amor será siempre el numen querido de la juventud; el amor, don eterno de la naturaleza, y condición indispensable de vida para todo lo que existe, es también una fuente eterna de poesía. Pero el amor, siempre nuevo en el corazón humano, debe también inspirar al poeta algo nuevo. Mire usted que los cantos de amor eran ya antiguos en la tradición oral, cuando aún no se inventaba ni el jeroglífico ni el alfabeto. En la poesía de todos los pueblos, el primer himno es para los dioses, el segundo para los héroes, el tercero, para el amor. El sentimiento amoroso hace agitar las cuerdas de la lira antigua y le arranca acentos inmortales, acentos que llegan hasta nosotros y que nos conmueven todavía.

En la edad media, mientras que la poesía épica se negaba a inmortalizar las hazañas de los bárbaros de Europa, y apenas concedía la voz del desierto para enaltecer la grandeza del Islam, o el feroz heroísmo de los tártaros, y se contentaba con legar al Tasso el recuerdo de las Cruzadas; la poesía amorosa florecía derramando aromas virginales bajo la tienda del patriarca, donde hacía las delicias de la juventud en los acentos de la guzla de la ardiente esclava oriental; o al pie de los castillos donde abría sus pétalos como una flor de la noche, ante los rayos apacibles de la luna, al preludiar el laúd de los trovadores; y aun entre las sombras sagradas del monasterio, donde el joven anacoreta o la llorosa virgen enclaustrada endulzaban con los salmos de los primeros amores una vida de tristeza y de languidez.

En la Edad Moderna, no hay pueblo culto que no puede presentar un centenar de poetas eróticos, desde el helénico y el italiano, en donde la poesía amorosa ha vegetado siempre aun sobre las ruinas, hasta los pueblos americanos, donde ella se muestra ahora con todas las galas de una riqueza tropical.

Figúrese usted si no será difícil decir algo nuevo, después de este himno eterno que la humanidad ha levantado todos los días al Amor, como al sol del mundo moral.

¿Quiere usted cantar como mujer? Es preciso poseer el ardiente corazón de Safo, o la imaginación exaltada de Santa Teresa. ¿Quiere usted cantar como hombre? Pues entonces deje usted el guirigay de los galanes palabreros, y adoptando el acento apasionado de Tibulo o de Propercio hable usted el lenguaje del dolor o el de los deseos, pero sin llevar por guía más que a la naturaleza. El poeta debe ser el intérprete y el guardián de la naturaleza, dice Schiller, cuyo Ensayo sobre la poesía sentimental recomiendo a usted.

La castidad virginal convierte al poeta erótico y derrama en el estilo algo como un blando y dulce perfume de azahares; pero el estilo sensual no está excluido de la poesía y vierte en ella su denso y embriagante aroma de rosas.

Juan Segundo y Parny, poetas paganos por la forma, Gessner imitador de Teócrito, éste y todos los poetas bucólicos antiguos, no son irreprensibles bajo el punto de vista de la castidad; pero admirables por la forma y por la naturalidad de la expresión, siempre serán excelentes modelos.

¿Quiere usted hacer disertaciones apasionadas sobre tal o cual sentimiento que tenga por origen el amor? Inspírese usted en las Heroidas de Ovidio, y allí encontrará, aunque envueltos en largos y a veces cansados discursos, arranques de pasión sorprendentes por su naturalidad. Si no conoce usted el latín, le recomendaré la traducción que hizo de estas Heroideas «Un mexicano», en buen romance endecasílabo, que se publicó en México en 1828, y que no ha sido apreciada como lo merecía.

Por último, ¿quiere usted filosofar? Entonces deje usted a las mujeres, y lea en el libro del mundo. No han hecho otra cosa las admirables poetisas de la América del Sur, la Marín de Solar, la Orrego, la Mujía; no ha hecho otra cosa Luisa Pérez de Zambrana, la poetisa de Cuba, cuya Vuelta al bosque no sabré encarecer a usted lo bastante.

Pero antes que todo, hay que dejar el discreteo y la palabrería inútil. Por eso no seré yo quien recomiende a usted a nuestra Sor Juana Inés de la Cruz, nuestra décima musa, a quien es necesario dejar quietecita en el fondo de su sepulcro y entre el pergamino de sus libros, sin estudiarla más que para admirar de paso la rareza de sus talentos y para lamentar que hubiera nacido en los tiempos del culteranismo, y de la Inquisición y de la teología escolástica. Los retruécanos, el alambicamiento, los juguetes pueriles de un ingenio monástico y las ideas falsas sobre todo, hasta las necesidades físicas, pudieron hacer del estilo de Sor Juana el fruto doloroso de un gran talento mártir, pero no alcanzaron a hacer de él un modelo.

De todos los peligros que ella y otras han corrido, puede usted librarse con sólo buscar la inspiración en la naturaleza. No hay arte poética igual a la que ella nos ofrece con su elocuente verdad. Estudiándola, comprenderá usted que aunque en la poesía erótica es muy difícil ser original, al menos puede salirse del sendero trillado, presentando en cada composición, cualquiera que sea su origen, o una imagen, o un sentimiento, o una idea. Sin una de estas tres cosas se corre el riesgo de no decir más que vulgaridades rimadas, y en el tiempo que alcanzamos la exigencia literaria es mayor, porque el sentimiento estético lleva siempre por compañero el examen.

Voy a concluir. He dado a usted estos consejos, hijos si no de un espíritu ilustrado, sí de un sincero deseo de serle útil. Acéptelos o no, yo me considero desde que he leído las obras de usted su admirador entusiasta, y tanto, que me atrevo a concluir mi carta larguísima dirigiendo a usted las mismas palabras que el escritor alemán Daumer dirigió a la hermosa y triste poetisa Amara George (Matilde Binder, autora de las Flores de la noche, Blütem der nacht):

Tranquilízate: todo lo que es noble, todo lo que es grande, debe seguir un sendero áspero y sombrío hasta que llegue por fin al punto luminoso.

Tranquilízate: yo soy para ti un profeta, un vidente, yo entreveo ya sobre tu cabeza la irradiación de las más bellas coronas.


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