Conversación sobre lo inútil

Carmen Verde Arocha: “Seamos compasivos hasta el final de la tristeza”

Carmen Verde Arocha retratada por Manuel Reverón

04/07/2024

Carmen Verde Arocha (Caracas, 1967) es poeta, editora, profesora universitaria y directora de la Editorial Eclepsidra. Ha publicado los libros de poesía: Magdalena en Ginebra (1997), Cuira (1997-1998), Amentia (1999), Mieles (2003), Mieles. Poesía reunida (2005), En el jardín de Kori (2015), Canción gótica (2017), Magdalena en Ginebra, la concubina y otras voces de fuego (poesía reunida, 2022). Los ensayos: Empresas editoriales venezolanas, apogeo y ocaso (19581998). Notas de historia cultural (2024), Cómo editar y publicar un libro. El dilema del autor (2013); El quejido trágico en Herrera Luque (1992); y las entrevistas: Rafael Arráiz Lucca: de la vocación al compromiso. Diálogo con Carmen Verde Arocha (2019), Al tanto de sí mismo: conversaciones con Alfredo Chacón (en coautoría con Alejandro Sebastiani Verlezza, 2021). Su poesía ha sido estudiada e incluida en antologías y ensayos críticos y académicos.

¿Aún queda de pie alguna casa sagrada en las palabras?

Heidegger, en Carta sobre el humanismo, explicaba que «el lenguaje es la casa del ser». La poeta Elizabeth Schön, quien fuera entusiasta lectora del filósofo alemán, consideraba que «siendo la palabra el ente del lenguaje, también se podría decir, sin caer en contradicción, que la palabra es la casa del ser», así lo ha reflexionado en su lúcido ensayo La granja bella de la casa, al considerar que no hay fronteras entre la imagen y la palabra porque «la palabra rueda por el mundo convirtiéndose cada vez más en moneda de alcance indetenible». Una moneda que apenas logramos rozar si miramos en nuestro interior. ¿Aún queda de pie alguna casa sagrada en las palabras? Sí, aquella que somos capaces de esculpir con fuego, es decir, con nuestro corazón.

¿Cuándo un poema está dotado del relámpago curativo?

El relámpago es fuego. Y el fuego en su esencia purifica, es curativo, pues nos transforma y nos eleva, gracias a los favores del viento. Sin embargo, no hay que olvidar que hay un fuego que consume todo, aniquila y deja la ceniza. Algunos poemas son consumidos y se vuelven cenizas en el instante mismo en el que son escritos. Ah, pero la buena fortuna de los dioses o de Dios, a veces acompaña, y aquí pienso en Rilke, entonces el poema es una revelación, un relámpago, no sé si curativo, pero nos sacude la razón y ya eso es suficiente, diría Blake.

¿Qué nos dona la poesía en la era de la prisa, de la ansiedad y la incertidumbre?

En que hagamos lo que hagamos siempre vamos a morir, primera ley de vida. Así que no hay prisa. La poesía nunca tiene prisa. Es sabia. Siempre está allí en el mismo lugar, con los mismos gestos, en el asombro, en el instante único en que la palabra se nos revela, cosa que muy escasamente ocurre.

Vivimos en un tiempo sin duración. El poema es una maravillosa migaja de duración. Tu poesía honra esa certeza celestial. ¿De dónde te viene esa vigilia?

Esa vigilia me la dio Rilke, es algo que no sé explicar y menos transferirlo. La duración, en cambio, la recibí de una palabra, una sola palabra que me dijo el poeta Rafael Cadenas hace treinta años. En ese momento comprendí el porqué de leer a Rilke. Si te llega el mandato obedece, segunda ley de vida, algo de eso habló Jesús de Nazareth, en voz muy baja; también Kafka osó decirlo. No en todos los poemas que escribimos hay poesía, quizás hay cosas muy interesantes, hallazgos de lenguaje, imágenes increíbles, pero no poesía. La poesía, eso que tú llamas “maravillosa migaja”, nos toca poquísimas veces. Hay que orar mucho. Lo intenté hace tiempo en este poema: «Da vergüenza / dormir en oración / pero el sueño nos vence / aparece un lago por encima del cielo / A veces / no despertamos nunca / y quedamos atrapados desde siempre / en la misericordia de escribir».

Al leer tus poemas oímos oraciones, rezos, plegarias y comuniones. Sentimos el temblor de lo transitorio frente a algo que siempre ha sido permanente. Háblanos de la sintaxis religiosa de tu escritura.

“Sintaxis religiosa”, esto no es planificado. Cuando me siento no a escribir, sino a hacer un poema, me pongo temblorosa, siento que es una temeridad de mi parte. Entonces, hago una oración, medito, rezo (las oraciones que me sé). Puedo orar con un poema de Fernando Paz Castillo, de Santos López, de Adonis, de Enriqueta Arvelo Larriva, de Teresa de Ávila; de esos poetas que han logrado orar mientras escriben; también con los poemas de Czesław Miłosz y Hanni Ossott que nos han enseñado a rezar con el desamparo. No puedo olvidar con esta pregunta a Juan Liscano, toda su experiencia espiritual fue una lucha sin tregua con la razón, una batalla que libró en su pensamiento y su lenguaje; la huella de lo que digo está en estos poemarios: Los nuevos días (1971), Myẽsis (1982) y Resurgencias (1995). En algún momento pensé que eso de orar para escribir un poema era una tontería de mi parte, hasta que di con Stefan Zweig y su ensayo: El misterio de la creación artística. Y entendí que el camino espiritual, sea cual sea el que hemos elegido, tiene que ir de la mano de nuestra creación; en mi caso, de la poesía. Lo demás es transitorio, efímero, y lo peligroso de lo efímero es que termina borrándonos, nos vuelve inútiles, inservibles.

También el poema es una tinaja de conocimientos. ¿Cuándo beber de ella es un viaje a la sabiduría?

En un poema hay intuición y percepción, también sabiduría. El poeta Santos López nos habla de la vasija que es una tinaja grande. Allí está todo, quizás algo semejante al Aleph, de Borges. Hay que leer la poesía del poeta Santos López, toda su poesía se contiene en una gran tinaja llena de sabiduría.

¿Cuándo la poesía es silencio vivo contra la violencia?

La poesía siempre es silencio. Un silencio único, no el de la ausencia de voz, sino aquel que vive en lo más profundo de nuestra conciencia. Sumergirse en ese silencio es algo aterrador, es como sumergirse en la fosa del Pacífico sin preparación y sin oxígeno. La poesía se vivifica en el instante único de su aparición. Por lo tanto, ignora la violencia, la desarticula, la silencia y, de este modo, puede invocar la paz. Recomiendo releer el poema «Paz», de Wisława Szymborska.

Guaicoco es el lugar metafísico, ontológico, onírico y fundacional de toda tu poesía. Eres una poeta del instante profundo; alguien alerta contra la banalidad del despojo de la ilusión. ¿Cómo el paisaje de ese lugar dotó de inquietudes espirituales tu escritura?

Por un lado, llegué a Guaicoco cuando tenía no más de cuatro años, en los setenta. Era un pueblo que contaba apenas con seis familias: los Cabeza, los Rodríguez, los Camacaros, los Hernández, los González y los Arocha, porque allí ya vivía un tío materno. Sus calles eran de piedras y sus casas artesanales, muy bonitas. Se entiende que ese lugar tan solitario que nadie visitaba (solo había transporte hacia la periferia una vez al día) era suficiente para una niña de cuatro años que se entretenía jugando con las flores, los árboles, los conejos y la lluvia. Llovía mucho. Mis primeros cuentos no fueron leídos, sino orales: La Llorona o cuentos de aparecidos, de leones que buscan mujeres embarazadas, de búhos, del arcoíris que bebía agua en la quebrada… Muchos relatos. Recuerdo cómo en las noches mis hermanas y yo nos turnábamos para dormir, de manera que alguna de nosotras se quedara despierta para escuchar a La Llorona. Así transcurrió mi temprana infancia. Creo que de esta manera se instaló el asombro en mi vida, tratando siempre de ver lo que nadie ve, de oír lo que nadie oye; así fui desarrollando mi percepción. A medida que crecía buscaba, sin saberlo, despertar también mi intuición. Por supuesto, todo esto me ayudó mucho, pues al crecer me convertí en una mujer atenta, en vigilia siempre, alerta a escuchar y no perder de vista el asombro. Por otro lado, el Guaicoco de mi infancia ya no existe, el tiempo se ha encargado de desfigurarlo. Guaicoco, como muchos pueblos y urbanizaciones del país, ha sufrido la barbarie de la invasión, ha sido borrado. Me quedo con el Guaicoco que ha fundado mi poesía, con el imaginario que conservo de ese lugar. Guaicoco no solo está en Venezuela, sino en mi interior, y lo puedo ver y soñar ubicado en cualquier ciudad del mundo.

Insistimos en Guaicoco, esa casa del diario anuncio del asombro de los pájaros, los árboles y diversos animales del monte, como el bebedero lingüístico, gramatical y de la chispa íntima. Nombra siete verbos, siete sustantivos, siete adjetivos venidos de allí y que animan tu cuerpo.

Verbos: culpar, bautizar, guardar, orar, bailar, llover, oír, quebrar.

Sustantivos: lluvia, quebrada, calles, infancia, iglesia, leones, cayenas.

Adjetivos: escondida, picoteada, larga, abultado, recortada, mutilada, amada.

Signos universos de tus libros: «miel», «agua», «fuego», «memoria», «perdón», «viaje», «intuición». ¿Cómo se comunican? ¿Admiten agujeros negros cognitivos o emocionales?

A estos signos universos que mencionas, yo agregaría: «río», «espejo», «canela». Se comunican a través del amor y de eros. El amor y eros aparecen de manera transversal en toda mi poesía; quien me ha leído ha sentido la danza de afrodita o de la Magdalena de Jesús. La indagación interior y el conocimiento que tengo de mí misma lo he logrado a través de la práctica espiritual, una experiencia completamente opuesta al análisis.

¿Las formas de tus poemas son la topografía de tu pensamiento?

Sí, o por lo menos es lo deseado. No me gusta dividirme o «falsificarme», tomando la acepción de Rafael Cadenas. Busco la unidad. La unidad es lo que se anhela, que el lugar sea ese donde uno se reúne con todas sus partes integradas, con sus límites, aunque dentro de él ocurran ventoleras, muertes, transformaciones y, por supuesto, emerja la luz. Esto es más complejo.

¿Cómo escribes un poema? ¿Algún ritual? ¿Cómo los limpias de ti?

El poema aparece en imágenes, como si se tratara de una pintura. Me emociona la claridad con la que regresan algunas experiencias que he vivido. Algo las hace nítidas. Entonces, sé que es el poema anunciándose. A veces quiero escribir y me da un sobresalto en el estómago. Puedo pasar meses o años anidando una emoción que me estremece. No es fácil parir un poema, en muy pocos momentos se deja ver. El presentimiento poético tarda. El único presentimiento que se anuncia acelerado es el amor. Para lo demás hay que esperar, y mucho. El único ritual que tengo para escribir es la oración. ¿Cómo convertir esa imagen que veo, que se anuncia, que no me deja dormir, en palabras? Hay que orar, y mucho, para encontrar la palabra exacta, la que se busca, que en este caso, no es limpiarlo de mí.

Dice Louise Glück que en la amorosa relación entre la poeta y el poema debe gobernar la distancia. ¿Subscribes esto? ¿Cómo logras dicha distancia?

Nunca me planteo estas preguntas para escribir un poema. He leído esas reflexiones de Glück, así como su acercamiento a la verdad y a la honestidad. En mi caso nunca sé que tanto de mí va a revelar el poema, hasta que no lo veo arrojado en el papel o en la pantalla. Me ha pasado que, al terminar de escribirlo, inmediatamente lo leo, y es como si me estuviera mirando al espejo. Me asusto. Lo guardo. A los meses lo busco y lo releo de nuevo; ya no hay tanta emoción, ha pasado el enamoramiento, entonces aparecen las imágenes, los cambios, la limpieza del texto. En una ocasión escribí un poema a mi tío Enrique y sentía que le faltaba algo, un comienzo, y lo hallé el día menos esperado. Iba caminando por una calle, muy cerca de donde vivo, era algo así como la una de la tarde, hora de almuerzo. De pronto, pasé al frente de una carpintería y estaba un carpintero afuera, sentado comiéndose una mandarina. Empezó a llover muy fuerte y lloré, pero no sabía porqué. Pensé en mi poema inacabado. Llegué a casa y escribí el inicio del poema: «Un carpintero come mandarinas; le preguntaré a él / por mis muertos». Más adelante, seguí: «El carpintero recoge la lluvia, / le saltan las manos, / el anillo, / y su rodilla prometida al fuego». Mi tío Enrique fue carpintero, lo había olvidado y ese carpintero en la calle comiendo mandarina me lo recordó.

María Zambrano, J. E. Cirlot, Carl Gustav Jung y René Guénon coinciden en que sin memoria simbólica no es posible ni el arte ni la religatio. También, en que no todo recuerdo es memoria; menos, símbolo. ¿Cómo viaja esto de tu mano al lenguaje que escarba para que sucedan breves asombros, poemas, migajas celestiales?

Estos autores que nombras, María Zambrano, J. E. Cirlot, Carl Gustav Jung y René Guénon son parte de mis lecturas cotidianas. Y parte de esta respuesta ya la he venido dando a lo largo de las otras preguntas que me has hecho. En todo caso, siempre dejo que el espíritu opere, entonces suceden cosas…

Nos mandaron honrar a nuestro padre y a nuestra madre. ¿Cómo es esa honra en tu asombro?

Es una honra total. Lo hago a través del llanto y la risa. Si uno llora al nacer, al salir del vientre de nuestra madre, que es el primer asombro, deberíamos entonces reír al morir. Llevo años aprendiendo a reír. En el corazón del asombro está la poesía. No hay duda, tercera ley de vida. A la cabeza de todo lo que hagamos están nuestros padres, no hay manera de que sea diferente. Esto también es un misterio de la poesía.

Con una línea honremos, respectivamente, las obras de Eugenio Montejo, Ana Enriqueta Terán, Ramón Palomares, Vicente Gerbasi, Fernando Paz Castillo, Santos López y Yolanda Pantin.

Eugenio Montejo: Los gallos cantan en la ciudad y también lejos del mundo. Eso es maravilloso.

Ana Enriqueta Terán: El rigor y la certeza del nombre. ¿Cómo nombrarse a sí misma sin que el ego estorbe en la hechura del poema?

Ramón Palomares: El erotismo también puede ser en blanco y negro hasta desaparecerlo por completo. Su poema «Entre el río» me acompañó durante un buen tiempo.

Vicente Gerbasi: Los espacios cálidos, Diamantes fúnebres y En un día muy distante, hechos de versos sencillos, pequeños vitrales, llenos de fe cristiana.

Fernando Paz Castillo: Después de casi treinta y cinco años aún no me recupero de la impresión que me causó leer su poema «El muro».

Santos López: Ha quitado el velo a la superstición. Ha creado una poesía espiritual que se alimenta del misterio, de la fuente y del carácter sagrado de la palabra. Ha renovado nuestra poesía.

Yolanda Pantin: La templanza predomina en sus poemas. Una poesía que ha construido su casa, con parientes, memorias con oscuridad y luz, infancia, jardines, huesos, pequeños retratos. Es belleza y es verdad.

¿Algún instrumento musical de presencia permanente en tu poesía?

Los violines. Hay que templar las cuerdas como se tiempla el carácter: «Los violines con sus melodías / que se cruzan unas a otras / soslayan la tristeza».

«Sebastián Bach templaba el sufrimiento».

¿Sin atención serena es posible una de las lumbres de lo verdadero, el poema?

Es imposible.

Tu poesía mira a los ojos al trauma. Lo miras con piedad. Lo nombras con el tono del amor y la gracia. No lo confrontas, no le reclamas nada, no lo juzgas ni condenas. No fabricas falsos asombros con el dolor. ¿Cómo se educa y aprende la ternura del poema?

De lo que se trata es de tener compasión con una misma y de eso se alimenta mi poesía. Quizás estos fragmentos de un poema que escribí respondan tu pregunta: «A qué edad la vida se vuelve tan dolorosa». Más adelante, en el mismo poema: «La compasión con su traje de corbata y pantalón / lleva puesta unas botas». / «No te agotes / Si esta tierra está llena de uvas y pisadas / Seamos compasivos hasta el final de la tristeza».

En todos tus libros ora, reza, ruega, vigila, sueña, intuye, siente, desea y agradece una mujer. Es la grandeza de lo femenino la cosmovisión aquí presente. Es la voz de una mujer sin prisiones mentales y emocionales gracias a la voluntad de nombrarlas, de ver sus sombras y oscuridades y de abrir las ventanas para que cierta luz confirme y se confirme. ¿Cómo se llega a asomar en la escritura el breve susurro que propicia la vida tan presente en tus libros?

Has dado con una de las tantas claves de mi poesía. Por lo tanto, esta pregunta solo te la puedo responder con algunos versos de esos libros: «Las mujeres se reúnen, / son un punto amargo en cada ropa que se lava» // «De eso se trata de ser lavanderas y madres / al mismo tiempo» (Mieles, 2003). «Llegan los fantasmas / a bailar con las niñas. ¿Quién se casa?». // «Ella era una mujer con un pañuelo en la cabeza. / Tenía trece años cuando decidió tomar albahaca». / «Al momento del parto la mujer pierde / su sombra y los anhelos» (Amentia, 1997). «Dejamos caer la madrugada / Nace una anciana de cabellos blancos / Todos salen a la calle a celebrar» /… «Las mujeres vuelan apilonadas / desde Japón Uganda México Ecuador Nigeria / quieren amamantar a la anciana» / … «¿De qué manera duele el vientre de una mujer / que no ha parido» (En el jardín de Kori, 2015). «Hace siglos llegaron las mujeres al Castillo / ¿cómo devolverlas a la tierra?» // «La concubina vive cerca del monasterio» // «Las muchachas en edad de casamiento / protegen sus cabezas de los relámpagos» (Canción gótica, 2018).

La Tierra es un enorme útero que simboliza el vientre de una mujer. La contracción de lo femenino sostiene la vida en el mundo, la amamanta, así como la expansión masculina aviva el fuego y nos transforma y cuida del peligro o aviva la guerra. Esto es un tema muy extenso, da para un libro. He ido escribiendo algunas cosas sobre este tema de las mujeres.

¿Es el poema, queramos o no, una conversación con nuestro prójimo?

En un poema la conversación es abierta, no termina nunca. Conversamos con nuestros ancestros, con nosotros mismos, con el otro, con los que vendrán, con los que nos escuchan, con los que nos leen, con los que nos leen en voz alta, con las referencias que hay en el propio poema. También conversamos con el doble que somos en el cielo y con el vacío, por supuesto.

¿Cuándo y cómo llegas a los títulos de tus libros?

Escribo libros de poesía, nunca poemas sueltos para agruparlos después. Casi siempre me llega una emoción, un recuerdo en forma de imagen, como si se tratara de una pintura. A veces es la imagen de un recuerdo doloroso. Paso mucho tiempo pensando y sintiendo, hasta que todo dentro de mí se calma. De pronto, el día menos esperado, me vienen las imágenes en versos. Es una alegría porque, seguido de esa emoción, aparece el título del libro.

¿Por qué el poema no admite el grito ni el odio?

Admite el grito sanador, pero no el odio. El odio seca. El grito, por más desgarrador que sea, te alivia, te libera; siempre y cuando tengas con qué llenar el vacío que va detrás del grito. El vacío es hondura, grieta que deja el grito: ese Deep solo se llena con amor, con el más poderoso y duradero, el amor hacia nosotros mismos. Y se llega a ese amor a través de la compasión, no hay duda de eso.


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