Retratos, hitos y bastidores

Caracas segregada: entre la Gran Venezuela y el Caracazo

30/07/2020

Autopista Francisco Fajardo, sector El Rosal, circa 1980 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

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Con silueta urbana erizada de antenas parabólicas y rascacielos, entre los que despuntaban desde los años setenta las torres de Parque Central –por entonces las más altas estructuras de concreto en Latinoamérica– la Caracas de la Gran Venezuela pudo mantener por algún tiempo la feble modernidad heredada del Nuevo Ideal de Pérez Jiménez. Desde el psicodélico pero sencillo Chacaíto, baluarte de la bohemia consumista de los sesenta, varios centros comerciales zonales y metropolitanos afianzaron entonces un culto nuevo rico, más saudita que cosmopolita, mientras fracturaban, irreversiblemente, la integración con lo público.

A lo largo del este “sifrino” y de los años disco, el Centro Plaza, el Centro Comercial El Marqués y Plaza Las Américas, entre otros, mantuvieron cierta integración con importantes avenidas caraqueñas, a pesar de los explayados estacionamientos que los asemejaban a los malls norteamericanos. Pero esa integración con la calle fue mermada por la vialidad expresa que blindó los diseños más brutalistas del Concresa y el Centro Ciudad Comercial Tamanaco (CCCT), el cual en sus comienzos ni siquiera contaba con acceso peatonal adecuado. Este terminó empero consagrado como templo faraónico del consumo y la diversión en la Caracas de discotecas que se deslizaba al Viernes Negro. Habiendo así llegado muy temprano a nuestra capital –mucho antes que a otras latinoamericanas– el fetichismo del centro comercial mayamero penetró también Maracaibo y otras ciudades venezolanas, adonde portó, como ha señalado Miguel Ángel Campos, el maleficio del progreso consumista que nos poseía.

Aparte del nuevo edificio del ateneo capitalino en 1981, seguido del Metro y del teatro Teresa Carreño –inaugurados estos últimos en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar– la Gran Caracas no conoció mayores inversiones públicas durante el resto de la década de 1980. Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central trocáronse de símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a mostrenco manifiesto de la desinversión urbana que siguiera al Viernes Negro. Fue un destino sufrido también por muchas de las avenidas y autopistas perezjimenistas desde la restauración democrática del 58, gracias en parte a gobiernos empeñados en desconocer la realidad de un país entre los más urbanizados y concentrados de América Latina.

Con todo y ello, creados por la “ilusión de armonía” social que hasta entonces envolvía al país todo, los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión entre consumismo y desarrollo –tan arraigada hasta hoy en la idiosincrasia venezolana–, sino también la apariencia de una inversión suficiente, mucha de la cual era de iniciativa privada, sin alcanzar a renovar la infraestructura pública para vivienda y servicios urbanos.

Vista del Centro Comercial Concresa desde el distribuidor Prados del Este, Autopista del Este, circa 1980 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

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Antes de la inauguración del Metro en ese señalado año 83, las autopistas y grandes avenidas, cruzadas con la zonificación comercial y residencial, estructuraban una segregación entre la Caracas burguesa y sifrina del este –para utilizar de nuevo el venezolanismo de marras– y la ciudad del oeste, más popular y obrera. Aunque más contrastante debido a la riqueza petrolera venezolana, era una variante de la ciudad dual o polarizada, observable asimismo en otros contextos latinoamericanos durante el desarrollismo industrial agotado en la década de 1970. Particularizando aún más el caso caraqueño con respecto a otras capitales de dual segregación socio-espacial, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río de Janeiro, por ejemplo, debido en ambos casos a restricciones topográficas. De manera que este y oeste caraqueños eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza se agotó con el Viernes Negro y las fracturas afloraron para profundizarse hacia finales de la década.

Con la notable excepción del Metro y de algunos espacios públicos renovados por aquel, Caracas era así, a fines de los ochenta, una metrópoli de contrastes socio-espaciales y modernidad obsolescente, mientras que otras capitales latinoamericanas se aprestaban a emprender obras urbanas llegadas con las reformas neoliberales. Se ufanaba sí, todavía, de sofisticados restaurantes y boutiques deparados por el oro negro desde décadas previas, combinados en su nocturnidad –cada vez más azarosa e insegura– con los bares y las discotecas encabezadas por la City Hall del CCCT. Prolongando los acordes y oropeles de la era disco, imitaban estas al Studio 54 de Nueva York, adonde ya había emigrado Carolina Herrera, por cierto, como otras figuras del jet set de la deslustrada Venezuela saudita. Pero las desvencijadas autopistas y distribuidores que otrora maravillaran a inmigrantes paletos –de la Francisco Fajardo y la Caracas-La Guaira a la Araña y el Ciempiés, pasando por el Pulpo– delataban no solo el subdesarrollo de Caracas, sino también el agotamiento del Estado rentista. Y si bien algunas ciudades venezolanas se beneficiarían de la descentralización administrativa a finales de la década, en la capital ésta sería minada por las revueltas populares y otros malestares gatillados por el Caracazo de 1989.

Centro Comercial Ciudad Tamanaco (CCCT), circa 1976 | Tito Caula ©Archivo Fotografía Urbana

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Junto a los extraordinarios sucesos del Caracazo y los golpes fallidos de 1992, el deterioro, la violencia y la segregación en las ciudades venezolanas de marras eran parte de los hechos cotidianos que “tocan a la gente”, como dijo Janet Kelly a finales de la década de 1990. Ese “desorden en nuestros vecindarios”, para utilizar otra de expresión de la profesora del IESA, fue diario recordatorio de que ya no éramos el país rico, abriéndonos los ojos acaso con más fuerza que los trágicos eventos políticos y económicos, los cuales no habían despertado mudanzas en la autopercepción nacional.

Si bien muchas de las ciudades venezolanas se beneficiaron del proceso de descentralización iniciado en 1989, en la capital fue este socavado, como ya se dijo, por los diversos y sucesivos efectos de las revueltas populares de febrero del 89, los cuales agravaron debilidades del modelo de desarrollo metropolitano. Desde mediados del siglo XX, Caracas se expandió como metrópoli siguiendo una marcada segregación funcional y social en el espacio. En parte debido a la estructura basada en unidades vecinales adoptada en el Plano Regulador de 1951, la realidad de una metrópoli fragmentada, con profundas divisiones acentuadas por la abundante vialidad expresa, era evidente para comienzos de la década de 1980: entre el “oeste” pobre y el “este” rico, a lo largo del valle se yuxtaponían, por un lado, “urbanizaciones” de las clases medias y alta en las estrechas planicies y “colinas” o “lomas” adyacentes; y por otro, “barrios” de “ranchos” que habían proliferado en los “cerros” desde mediados del siglo XX, improvisados al comienzo por inmigrantes campesinos.

Como ya ha sido señalado, esa gran segregación socio-espacial entre el este y el oeste cambió en parte con la aparición del Metro de Caracas en 1983, cuando la capacidad de convocatoria de algunos espacios públicos y distritos fue ampliada, como en los casos de Sabana Grande, Bellas Artes y Catia. Sin embargo, la continua y matizada utilización de esos términos en el lenguaje, cargados de connotaciones sociales distintivas o estigmatizadoras, denotaban la realidad de una ciudad dual, como otras metrópolis latinoamericanas que habían agotado el ciclo desarrollista. Con todo y ello, urbanizaciones y barrios coexistían, repetimos, sin mayor conflicto hasta entonces, en la estructura urbana capitalina desde la Gran Venezuela e incluso después del Viernes Negro de febrero 18 de 1983.

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Esa dualidad aparentemente pacífica cambió tras el Caracazo, cuando buena parte de la población de esos “cerros” bajó a saquear la ciudad consolidada, estableciendo desde entonces una “gramática de guerra”, al decir de Pedro García Sánchez, en varios dominios de la nueva “urbanidad”. Reportero a la sazón en diarios capitalinos, José Roberto Duque registraría más tarde en Salsa y control (1996) algunos de esos saqueos, no exentos de temores, por parte de los habitantes de aquellos barrios, desde cuya perspectiva narra el cuentista:

“Por radio y televisión lo que transmiten es el mismo vaporón en todas las ciudades. Los muchachos aquí están hablando de lanzarse hacia el centro, aunque sea hacia las tiendas de ropa. Hemos visto subir a unos cuantos con neveras y televisores y aparatos raros sobre las espaldas, pero cómo hacer, cómo escapársele a ese pelotón allí enfrente en plena estación…”

Esas “turbas” invasivas en sectores de “gente bien” por aquellos días agitados de febrero rompieron el contrato social rousseauniano, representado políticamente en el pacto de Puntofijo; pero también instauraron, como hizo notar Susana Rotker en Ciudadanías del miedo (2000), las decenas de muertos en tanto cifras habituales a la dinámica semanal caraqueña, aunque fueran propias de una guerra civil.

«Angustia del Pueblo”. Av. Intercomunal del Valle, Caracas, 28 de febrero de 1989 | Tom Grillo ©Archivo Fotografía Urbana

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En términos comerciales, además de los saqueos, el Caracazo aceleró varios y distorsionados efectos en la estructura y dinámica de la ciudad, incluyendo la colonización de espacios públicos por parte de la buhonería y demás actividades informales; estas se apoderarían en años siguientes de las zonas renovadas por el Metro hacía menos de una década, de Catia a Sabana Grande. Si bien perdieron convocatoria centros comerciales locales de urbanizaciones deterioradas por las revueltas, como San Bernardino y La Florida, se acentuó, por contraposición, el valor del centro comercial metropolitano en tanto enclave de seguridad y exclusividad –además de modernidad– en la ciudad venezolana. Para finales de la década de 1990, la inauguración del CC Sambil –el de mayor área de construcción en Latinoamérica, con un prototipo repetido, incluso como parque temático– seguido de El Recreo y Tolón, confirmaba que la segregación comercial caraqueña absorbía funciones cumplidas, en otras capitales, por el espacio público.

En el dominio residencial, aun cuando en algunas zonas tradicionales de clase media como San Bernardino y Bello Campo se produjo desde comienzos de los noventa una relativa “homogeneización socio-espacial”, en la mayoría de las urbanizaciones del este burgués el Caracazo llevó a la “privatización de los cuerpos de seguridad”. Los tempranos efectos de estos en la estructura urbana fueron resumidos por María Pilar García-Guadilla pocos años después:

“La privatización o el cierre de las calles mediante vallas y vigilantes privados que impiden la entrada a todas aquellas personas que no se identifiquen apropiadamente ha reducido sustancialmente el espacio o ambiente urbano para el disfrute de los ciudadanos –lesionando un derecho constitucional–. Al reducirse la infraestructura local de vías alternas disponibles se ha incrementado la circulación y el tráfico en las vías principales; también se ha reducido el patrimonio ecológico y estético, es decir, la calidad de vida de los ciudadanos, por cuanto son las urbanizaciones mejor dotadas ambientalmente las que primero se privatizan”.

Si esa privatización de espacios y cuerpos de vigilancia era exclusiva, hasta la década de 1980, de urbanizaciones de las clases más pudientes como La Lagunita, en la siguiente esa “urbanidad privativa” –como llama García Sánchez a la utilización espacial generada por las gated communities en Caracas– se extendió por muchos otros sectores de clase media, propagado por la “semántica del miedo” y el “magma de la inseguridad”. Las “alcabalas residenciales urbanas” se erigieron como formas de “sociabilidad vigilante” en casi todas las urbanizaciones del sureste caraqueño: Terrazas del Club Hípico, El Peñón, La Trinidad, La Tahona, La Alameda, Santa Paula, Manzanares, Santa Rosa de Lima, Santa Fe, San Luis, Caurimare, Alto Prado, Prados del Este y Colinas de Los Ruices, entre otras. Una peculiaridad de estas encubiertas formas de “expoliación del dominio público” vino dada, en el contexto venezolano, al estar legitimadas por asociaciones de vecinos que lograron el reconocimiento y la institucionalización de tales prácticas por parte del gobierno municipal, al tiempo que implantaron la “valla”, la “alcabala” o la “caseta” de vigilancia en el modo de vida y en el paisaje urbano caraqueños.

Enraizada en valores familiares y clasistas, esa sociabilidad vigilante propagada tras el Caracazo reforzó el sentido comunitario, apoyado con frecuencia en la segregación favorecida también por administraciones políticas diversas y enfrentadas, resultantes de la reforma municipal desde finales de los ochenta. Y todo ello abonó desde entonces el terreno para una moral comunitaria privativa sobre la citadina, con consecuencias perniciosas en el dominio público.

Los contrastes de ese segregado mapa urbano fueron reforzados por la violencia y la criminalidad que infestaron la ciudad venezolana en general después del Caracazo, aunque estuvieran ya presentes en ciertos sectores desde décadas previas. Si bien no toda las formas de violencia eran delictivas y urbanas, los delitos tuvieron un incremento sustancial, atizado por un crecimiento “exponencial” de la criminalidad. Así por ejemplo, el número de homicidios aumentó más de 500 por ciento en la década de 1990. Muchos de estos tuvieron lugar en la vía pública y con armas de fuego, durante el fin de semana y en la primera parte de la noche, después de las 6 de la tarde. La vida pública y nocturna de la ciudad venezolana fueron las más diezmadas por esos azotes, tal como como padecimos desde entonces los habitantes de la “ciudad violenta”, como bautizara Silverio González Téllez al ciclo político y social que entonces se iniciara.


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