Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi en la “Coronación”, Teatro Teresa Carreño, Caracas, 2 de febrero de 1989 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana.
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A Aura Cecilia Rengifo Álvarez
“El Estado deberá despojarse del intervencionismo avasallante de Estado protector y munificente, que terminó siendo un Estado obstruccionista, un Estado benefactor y en muchas ocasiones una agencia de contratación complaciente y, por tanto, degradante”.
Carlos Andrés Pérez, discurso de toma de posesión, febrero 2, 1989
1. Beneficiado por las promesas incumplidas de las primeras administraciones del Pacto de Puntofijo, así como por la recuperación de Acción Democrática (AD), tras su escisión a mediados de los sesenta, Carlos Andrés Pérez (CAP) se impuso en las elecciones de diciembre de 1973. Con más de dos millones de votos, frente al millón y medio de su contrincante de Copei, Lorenzo Fernández, el triunfo del delfín de Rómulo Betancourt fue empero ensombrecido por el fantasma del bipartidismo, que alternaría a adecos blancos y copeyanos verdes en la así llamada “guanábana”, hasta finales de la década de 1980.
Mientras la estampa familiar y bonachona de Fernández devino algo “pureta” – para utilizar un venezolanismo de marras– vestía CAP –“el hombre que camina, va de frente y da la cara”– llamativos fluxes a cuadros, o chaquetas cortas en tonos claros. Muy como luce en esta instantánea conservada en el Archivo Fotografía Urbana, datada en 1973, en plena campaña electoral. Seguido por el tropel de partidarios, el brioso tranco de CAP sobre el charco callejero ilustra ese eslogan de caminante enérgico. Con este se buscaba aclarar y rejuvenecer a la vez el recuerdo oscuro que muchos conservaban del ministro de Relaciones Interiores durante la presidencia de don Rómulo, cuando hubo de sofocar asonadas subversivas y movimientos guerrilleros. Sin perdonar a Betancourt la exclusión de la izquierda del pacto suscrito en 1958, esos adversarios radicales no solo propalaron, durante la campaña, el historial represivo del otrora ministro, sino que también lo añejaron para vilipendiarlo en las décadas por venir.
2. Disponiendo de ingresos de más de 45 millardos de dólares, el primer gobierno de CAP (1974-79) se dio el lujo de crear el Fondo de Inversiones de Venezuela (FIV), destinado a administrar el excedente de renta producido por los altos precios del crudo desatados por la crisis de 1973. Tras instituir la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, dirigida a formar generaciones de profesionales venezolanos en prestigiosas universidades del exterior, fueron nacionalizados el hierro y el petróleo en enero de 1975 y 1976, respectivamente. Tal como recuerda Rafael Arráiz Lucca en Venezuela: de 1830 a nuestros días (2007), fueron hitos históricos de ese período de frenesí económico y social conocido como la “Gran Venezuela”, cuyo manifiesto prospectivo fuera el V Plan de la Nación, concebido desde Cordiplán por el ministro Gumersindo Rodríguez.
Pero no solo en la corrupción rampante, la Gran Venezuela de CAP tuvo su reverso siniestro en el país “saudita”, así llamado por su consumismo y despilfarro. Al mismo tiempo, se hipertrofiaba la administración central y descentralizada, consecuencia en parte del modelo desarrollista instaurado en Latinoamérica desde la posguerra. En La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez (2002), Andrés Stambouli refiere cifras alarmantes en tal sentido: si durante la primera década democrática se habían creado, aproximadamente, unas 90 fundaciones, compañías anónimas, asociaciones civiles –incluyendo aluminios Alcasa, Cementos Guayana y la línea aérea Viasa– en los setenta esa cifra pasó a 154 empresas estatales, 28 compañías de economía mixta y 30 institutos autónomos, incluyendo el FIV y Corpoindustria.
Con un presupuesto tan creciente como los trancos de CAP el caminante, la Gran Venezuela devino ese descomunal e ineficiente “Estado blando”, asociado por el economista sueco Gunnar Myrdal, en Economic Theory and Underdeveloped Areas (1957), con los desbalances del subdesarrollo y el creciente Tercer Mundo. Después de las nacionalizaciones del hierro y del petróleo, saludadas por Arturo Uslar Pietri como señeras oportunidades de enrumbarse hacia el progreso sostenido, la Gran Venezuela trocose, para el otrora ministro de Medina, en ese leviatán estatal advertido por Myrdal. Y en Fachas, fechas y fichas (1982), don Arturo señaló a la hipertrofia administrativa como una de las patologías de nuestro subdesarrollo: “Un adiposo Estado, sin esqueleto ni músculos, que crece como los protozoarios por adición y segmentación cubriendo un espacio inerte”, Uslar dixit.
3. Para comienzos de la década de 1980, ese modelo de Estado corporativo y rentista se había agotado en Venezuela, tal como ocurría en otros países latinoamericanos, enfrentados también a la crisis de la deuda externa. Además de la erosión política, económica y social, la democracia venezolana se había vaciado de reivindicaciones, reformas administrativas y contenidos programáticos, para subsistir, en buena medida, del clientelismo partidista. A pesar de la descomposición generalizada, los partidos tradicionales se opusieron por demasiado tiempo tanto a salidas neoliberales como a reformas administrativas en busca de mayor eficiencia, a formas más directas de participación política, así como también a la autonomía y el crecimiento de la sociedad civil.
La necesidad de superar esas y otras fallas fue vislumbrada con la creación en 1984 de la Comisión para la Reforma del Estado (Copre), una acertada iniciativa del gobierno de Jaime Lusinchi (1984-89), la cual puso en evidencia la obsolescencia de ese hipertrofiado Estado rentista, corporativo y centralizador. Si la centralización había sido requisito para la constitución de la Venezuela moderna desde la dictadura de Juan Vicente Gómez, con renovadas razones para la consolidación democrática después de 1958, también había anquilosado el desarrollo de estructuras regionales y locales disfrutadas ya por muchos países de América Latina, por no mencionar los de Europa occidental y Norteamérica. El costo político y el demorado cambio de la racionalidad centralista retardaron el proceso, sin embargo, obstaculizado por la maquinaria partidista de la mismísima administración Lusinchi.
Aunque heredado en mucho de su primera presidencia y del partido que él mismo lideraba, ese era el Estado anquilosado y clientelar que CAP buscaba revertir al vislumbrar su segundo mandato. Apoyándose en la “generación Ayacucho” de profesionales retornados al país tras estudiar en prestigiosas universidades extranjeras, Pérez había concebido un nuevo “programa de modernización” para Venezuela desde mediados de la década de 1980, tal como señalaran entrevistados a Mirta Rivero en La rebelión de los náufragos (2010). Pero esa visión programática y tecnocrática a ser plasmada por los así llamados “IESA boys” –jóvenes académicos del caraqueño Instituto de Estudios Superiores de Administración, por integrarse al gabinete de CAP– chocaría con las aspiraciones políticas y gubernamentales de la maquinaria partidista que se sentía relegada. También con las percepciones de una sociedad reacia a aceptar el fin de la Gran Venezuela y la era saudita, porque seguía percibiéndose como rica; con su penetración de estadounidense asimilada, así lo recordó más de una vez Janet Kelly, profesora del IESA, aunque no formara parte de los “muchachos” de CAP.
4. En consonancia con el liberalismo llegado a Latinoamérica al final de la década perdida de 1980, impulsado por la New Right de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, CAP proclamó la reducción del hipertrofiado sector público al inaugurar su segunda presidencia en febrero 2 de 1989. “El Estado deberá despojarse del intervencionismo avasallante de Estado protector y munificente, que terminó siendo un Estado obstruccionista, un Estado benefactor y en muchas ocasiones una agencia de contratación complaciente y, por tanto, degradante”, dijo Pérez en su discurso inaugural. Recién investido y con el tricolor terciado, saludando exultante y escoltado por el séquito civil y militar, el nuevo presidente protagoniza imágenes en el Teatro Teresa Carreño; este recinto fue escogido, en lugar del congreso, en vista del volumen de invitados nacionales e internacionales a la que, por sus aires apoteósicos, pronto pasó a ser conocida como la “coronación” de CAP.
A propósito de esa coronación y los eventos sociales que la antecedieran y siguieran, apuntó Teodoro Petkoff –en entrevista posterior con Rivero, no exenta de recriminación– a “aquella Venezuela faraónica” escenificada en la toma de posesión en el Teresa Carreño, donde se descorcharon 1.200 botellas de whisky… También a la celebración de una boda de una familia encumbrada, “que fue algo tan, tan obsceno”, recordó el entonces líder opositor de izquierda, advirtiendo el lujo asiático en “contraste tan marcado con las dificultades que vivía el país…”.
Ese contraste social, así como las referidas rémoras partidistas y clientelares, son claves para entender por qué el Gran Viraje impulsado por Pérez, que implicaba un cambio radical en el modelo de Estado corporativo de su primera presidencia, sería frustrado, desde finales de ese mismo mes de febrero del 89, por el Caracazo y otros eventos impredecibles. Pareciera que el CAP recién coronado olvidó que las reformas no podían ser instauradas dando los mismos trancos que cuando hacía campaña en el 73.
Arturo Almandoz Marte
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