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Caminando ando

Fotografía de Loic Venance para AFP

28/02/2018

Me encantaría recordar la sensación que sentí en la infancia cuando di mis primeros pasos, cuando descubrí que ir de un lugar a otro empezaba a depender de mí mismo. Como de esa experiencia no quedó ningún rastro en mi memoria, a veces la imagino.

Entonces veo a mi madre en la sala y me veo a mí mismo en el otro extremo. Ella me muestra un juguete como señuelo, yo permanezco aferrado al sofá; ella me hace un mimo zalamero, yo sonrío. De pronto empiezo a caminar en la punta de los pies y con las manos en alto. Un paso, dos pasos, tres pasos. Trastrabillo, mantengo el equilibrio. Dos pasos más tarde alcanzo el cielo, cuando me acurruco, por fin, entre los brazos de mi madre. La recompensa por mi arrojo es un beso que todavía me sacude.

Mis primeros pasos debieron de estar impulsados por una búsqueda edípica. Solo una motivación tan poderosa como la recuperación del regazo materno puede hacernos superar el miedo en un momento en que el piso es todavía una cuerda floja. Acaso desde entonces tengo la corazonada de que al caminar voy al reencuentro con algo que no quiero perder.

Pienso en esto mientras atravieso un bosquecillo oloroso a pasto recién podado. Llevo más de una hora vagando sin rumbo fijo. No camino por prescripción médica, ni porque pretenda tonificarme a través del ejercicio físico, sino porque me gusta. No espero nada distinto al mero goce.

Me gusta lo que se siente: estoy vivo, soy libre, disfruto los pequeños placeres. Me gusta, además, jugar a que soy la cámara de Spike Lee, y en un largo travelling voy descubriendo el paisaje urbano con todas sus miserias y todos sus primores: el perro rengo, el tarro que flota en un charco, la casa de los jardines colgantes, los dos viejitos tomados de la mano, el parque donde se besan los novios, el tenderete de la ancianita desvalida.

Aspiro el aroma de los jazmines, arranco una flor. Si algo no me toca el corazón mientras camino, no me lo va a tocar de ninguna otra manera. Si algo no me impulsa a caminar, no me interesa. La mujer más importante de mi vida –la madre de mis hijos– vivía en un pueblo diferente al mío. Para visitarla cada noche debía caminar dos kilómetros.

Mientras camino, encuentro en mi memoria algunos fragmentos del pasado que se me habían extraviado. Por ejemplo, la sonrisa de una bebita que solo tenía dos dientes: me la regaló dentro de un autobús asfixiante, en un viaje de 1988. Cuando camino vagabundeo por las ciudades y también dentro de mí mismo.

Hemingway declaró una vez: “Mi psicoanalista es mi máquina de escribir”. Me gusta parodiarlo para decir que mi psicoanalista son mis propios pies. Muchas de las revelaciones más importantes que he obtenido sobre mí mismo a través de los años, han sucedido mientras camino.

Yo camino para saber quién soy.

Al caminar contemplo, recuerdo, aprendo. Por algo los griegos honraban el ‘peripatos’ (paseo) que le dio origen a una de sus escuelas filosóficas. Caminamos para ayudarnos a pensar, para saber qué sabemos. Las ideas que nos resultan esquivas cuando intentamos atraparlas con el cerebro, se dejan alcanzar cuando las perseguimos con pies diligentes.

Seguiré caminando hasta cuando me sea posible. Desconozco lo que me espera, pero no me lo quiero perder.


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