Perspectivas

Buitres y zamuros

07/02/2020

Fotografía de Martin Eayrs | eltpics | Flickr

De niño estuve fascinado –e intimidado– por El libro de la selva de Disney. El maravilloso Baloo que hizo Tintán en nuestra lengua es inolvidable, una verdadera joya. Además tenía el disco en Long Play y podía buscar «lo más vital, no más» cuando quisiera. ¡Y pensar que en España la han vuelto a doblar y que Disney quiere actualizar el doblaje para Latinoamérica! Hay gente así.

Una de las partes inolvidables –tiene muchas– corresponde a un Mowgli triste que se ha apartado de Baloo y Bagheera al negarse a volver «a la aldea de los hombres». Mowgli conversa con cuatro buitres que en el maravilloso doblaje de los sesenta son un andaluz, un argentino, un mexicano y un cubano. El buitre andalú siempre dice: «¿Quévamo’acé?», a lo que el argentino replica: «¿Qué querés hacé?», en ciclo infinito. En muchas tardes ociosas e indecisas he recordado a esos buitres.

Para mí estos cuatro buitres hispánicos, junto a los temibles Shere Khan y Kaa, eran la imagen viva de la India. Entre los infinitos planes de lectura que me propuse desde que supe que vendría a vivir cerca del nacimiento del Ganges estaba The Jungle Book, de Kipling. En este país el pasado británico es siempre agridulce y Kipling no escapa de ello. Todos los indios a los que les he preguntado han leído El libro de la selva y lo recuerdan con cariño; también todos se mofan de la película de Disney. Kipling es un clásico, pero al mismo tiempo es una bandera del colonialismo. El escritor siempre vio a la India desde la perspectiva inglesa y nunca logró entender verdaderamente al país. Bueno, ¿quién puede? Quizás otro día cuente algo acerca de la compleja herencia de ese colonialismo.

Lo cierto es que no conseguí a mis cuatro buitres en el texto de Kipling. ¿Se los había inventado Disney? Pues sí. La idea original era que los Beatles hicieran las voces de ese cuarteto (y de allí la parodia de los cortes de pelo de todos, menos del andaluz). Pero se negaron. Aparentemente fue John Lennon quien vetó esta curiosa participación. Disney reconvirtió el número –que debía ser algo más cercano a la pieza «Twist & Shout»– en el cuarteto tipo barber shop que todos recordamos (aunque un vestigio de la idea original les dejó los cortes más bien rebeldes a las barberías de la época). Y pensar que un grupo venezolano de versiones de The Beatles se llamaba, justamente, «Los Buitres».

¿Los buitres son una inclusión forzada de Disney? No del todo. Los buitres son parte de la imagen tradicional de la India. En el ciclo infinito de la vida los buitres ocupan lugar fundamental. Hay nueve especies de buitres en la India, algunos de ellos (como el bengalí, el cabeza roja y el de los Himalaya) son legendarios y recurrentes en historias e imágenes del país.

Cuando llegué a Delhi me sorprendió no ver buitres ni siquiera en los vertederos o basurales. Sin duda había comida. ¿Dónde estaban?

En pico de zamuro

En la década de los noventa (siglo XX) más del 95 % de los buitres indios desaparecieron. La desaparición de estas aves resulta por supuesto una catástrofe ecológica, pero particularmente para este país. India tiene la mayor población de ganado del mundo con más de trescientos millones de cabezas. Más de cinco millones de vacas carecen de dueño y deambulan libremente por las ciudades. Aquí los cadáveres se consideran impuros. Sólo un descastado puede tocar el cuerpo de una res muerta.

Cuando los buitres comenzaron a desaparecer se pensó en un virus fulminante. Se hicieron incontables estudios y se propusieron cientos de hipótesis. No fue sino hasta 2003 que se dio con la más probable (¿o improbable?) causa: el diclofenac. Así es, ese antiinflamatorio que parece tan inofensivo mató a las enormes poblaciones de buitres indios. ¿Cómo? El boom económico de la India fue también el de las empresas farmacéuticas. Las medicinas ahora estaban al alcance de todos. La industria del ganado (de todo tipo de ganado) comenzó a utilizar antiinflamatorios de manera regular. Y cada cadáver con diclofenac en sangre ocasiona una falla renal irreversible en los buitres. Incluso cantidades muy pequeñas son mortales para estas aves. De las nueve especies de buitres que se hallan en India, solo dos son resistentes a los efectos negativos del diclofenac. Al momento en el que se descubrió está relación más del 98 % de las rapaces indias había desaparecido.

Se pusieron normas estrictas para el uso veterinario del diclofenac y nuevas restricciones para el uso humano. Quizás usen ahora otro antiinflamatorio del que aún no sabemos sus consecuencias. Los buitres se recuperan lentamente, pero en su larga ausencia se multiplicaron los milanos, las águilas y los perros. El aumento de los perros callejeros ha traído como consecuencia el repunte de enfermedades muy típicas de la India, como la sarna y la rabia.

Cuando llegué a Delhi me sorprendió ver gran cantidad de milanos negros (black kites) y águilas. Los vertederos de basura están poblados de estos pájaros que se han adaptado cada vez más a la carroña. Los milanos negros de las grandes ciudades son ahora casi exclusivamente carroñeros aunque no estén especializados para eso, como los buitres. Me sorprendió una imagen en un puente: una enorme bandada de palomas descansando muy cerca de estos halcones. Tienen tanta comida en los basureros que ya casi no cazan.

Así como el inesperado aumento en la población de perros callejeros y de enfermedades típicas que estos animales producen, se derivó otra consecuencia de la desaparición de los buitres aún más curiosa.

Parsis y el ciclo interrumpido

En el siglo VII varios pueblos árabes recién convertidos al islam invaden Persia. La religión persa era entonces el mazdeísmo o zoroastrismo, una de los cultos monoteístas más antiguos que parte de la adoración a Mitra (el sol), al igual que el origen del hinduismo. Un grupo grande de persas que huyen de la dominación árabe recalan en el puerto de Sanjan en Gujarat. El exceso de migrantes en un reino ya muy poblado no fue bien recibido. Cuando el rey Jadhav Rana recibe a la comitiva que pide asilo les ofrece un vaso se leche lleno hasta el borde. «Así estamos aquí en Gujarat, llenos», suponen que dijo el monarca los que cuentan esta trucada historia. Los sacerdotes persas pusieron azúcar en el vaso de leche y respondieron que ellos serían como el azúcar que no desborda el vaso sino que endulza la leche. El rey se conmueve y les otorga el asilo, pero con la condición de no hacer proselitismo y de no expandir su religión. El culto parsi, es decir persa, es privado. Nadie que no sea parsi puede asistir a sus ceremonias y ritos.

–¿Azúcar? ¿Había azúcar en el siglo VII?

–Bueno, así cuentan la historia –me dice mi amigo parsi–. La verdad no suena muy probable, quizás fue miel, pero esta no se disuelve tan bien…

Los dos reímos. ¿Quién sabe? Se supone que en la India hay azúcar granulada desde el siglo V, pero con estas cosas nunca es posible estar seguro del todo. Incluso si no fuese así no deja de ser una bonita historia. Los parsis hacen dulces de leche y azúcar que los identifican. Sienten que vinieron a contribuir con este complejo país.

Desde el siglo VII los parsis son una minoría afortunada. Tradicionalmente muy educados, tanto hombres como mujeres ocuparon puestos importantes en diferentes cortes indias. No importa si el poder era islámico, hindú o de alguna potencia extranjera, los parsis lograban siempre posiciones notables. Varias de las familias más adineradas de India –como la Tata, dueña de uno de los conglomerados industriales más grandes del mundo– son parsis. No faltará parsi que recuerde que Freddie Mercury (Farrokh Bulsara) era parsi o que Zubin Mehta, el director de música, es parte de esta curiosa minoría; sin mencionar su influyente presencia en la política y medios de comunicación.

Los parsis creen que tanto el fuego como la tierra son sagrados. El fuego es el elemento más puro y resulta una manifestación divina. En cambio, los cadáveres son extremadamente contaminantes. Por eso los parsis no entierran ni creman a sus muertos. La costumbre es dejarlos al aire libre para que las aves carroñeras y el sol se encarguen de la carne y dejen solo los huesos limpios que, en su momento, irán a dar al mar. Son «enterramientos» aéreos, por supuesto nada apropiados en aglomeraciones urbanas. Con el tiempo los parsis diseñaron edificios de cielo abierto conocidos como «Torres del silencio» –nada parecidas a las caraqueñas, advierto– en las que depositan a sus fallecidos: una superficie cóncava sin techo, no visible desde el exterior. Se trata de una especie de súper helipuerto para carroñeros. Allí, tanto el sol como los buitres se encargan de dejar poco de los cuerpos. Cuando hay buitres, claro.

La crisis de rapaces ha creado un severo problema a esta comunidad religiosa. Los cuerpos ofrecidos se pudren en las torres sin que los buitres acudan. Lo que debería ser un proceso rápido y que evite la contaminación por carne podrida se ha convertido en lo contrario: la materia que se deshace muy lentamente. En 2016 un sacerdote parsi, Homi Kotwal, dejó por escrito su deseo de ser enterrado, con lo cual se rompió una tradición de más de tres mil años. Para muchos, esto es una herejía. Los parsis pueden decidir ahora distintos entierros una vez que el sacerdote describiera el dokhmenishini (o entierro aéreo en las torres del silencio) como un «sistema fracasado». Se inventaron, incluso, una cremación solar y una especie de microondas que calcina los cuerpos sin contaminar el fuego sagrado. El 15 % de los parsis ha optado por la cremación, lo que significa abandonar uno de sus principales dogmas.

En los Himalaya los entierros a cielo abierto también son comunes. Las congregaciones budistas tibetanas rompen los huesos de los cuerpos para facilitarles la tarea a los buitres o grifones. Estos no han menguado de la misma manera que sus parientes del sur. En Mumbay (Bombay), Gujarat o Pune, donde hay comunidades Parsi destacables, casi no existen los buitres.

La crisis de estas aves carroñeras que, a su vez, produce la catástrofe de las torres del silencio es un reflejo de la terrible crisis que enfrentan los propios parsis. Todos con los que he conversado hablan de ellos mismos como una especie en extinción. Su comunidad sólo acepta como verdaderos parsis a hijos de padre y madre parsis. Mientras la población en la India crece sin límites, los parsis son la única comunidad que se reduce. Es el grupo humano que tiene una fertilidad negativa (0.8 por mujer) a pesar (o quizás por ello mismo) de su privilegiada posición. En un país con unos mil doscientos millones de personas los parsis no llegan a setenta mil. Desde los años cincuenta la población se ha reducido a la mitad. Resignados, se ven a sí mismos condenados a desaparecer. Para ellos el resto de las comunidades zoroástricas del mundo no son genuinas; así pues, en su afán de pureza se apagan.

Uno de los símbolos del zoroastrismo es el Faravahar. Su interpretación es secreta. ¿Es Ahura Mazda, el de los 101 nombres? ¿Es Zoroastro? En cualquier caso, un par de alas gigantes se ven desde su cintura. La figura ve hacia uno de los lados, el bien, y da la espalda a la otra ala, el mal, desde hace tres mil años. Ambos apéndices parecen darle ahora la espalda.

Zamuro cuidando carne

En el Ramayana uno de los principales textos épicos del hinduismo y de la cultura india aparecen dos buitres: Sampati y Jatayu. Ambos son hermanos, hijos de Aruna, quien lleva el carro de Surya, el sol. Así que estos animales que giran por los cielos están vinculados al sol, o al menos a su resplandor o estela. También son sobrinos de Garuda, el ave mítica que es el vehículo de Vishnu. Garuda tiene una presencia permanente en todo el sudeste asiático. Es el emblema de Indonesia (curiosamente la nación musulmana más grande del mundo), así como de Tailandia. Garuda es parte de las historias budistas y jainitas. Buena parte de los camiones indios tienen dibujado un Garuda en su parte trasera. Garuda es un kite, un milano, un halcón: de esos que se reproducen ante la ausencia de buitres y que cambian sus hábitos para adaptarse a los nuevos entornos urbanos.

Sampati, el buitre mitológico, es el hermano mayor que ve a su hermano aproximarse peligrosamente al sol (Surya). Antes de que su hermano pequeño se queme, Sampati lo protege con sus alas. Será Sampati el que pierda sus alas consumidas por los rayos solares y Jatayu, el joven, el que se convierta en el rey de los buitres. Obviamente, al escuchar esta historia resuena en nosotros la de Ícaro y Dédalo –en este caso hijo y padre–, en la que Dédalo no logra proteger a su imprudente hijo del poder del sol.

En el Ramayana, la esposa de Rama, Sita, ha sido secuestrada por Ravana, el rey de Lanka de diez cabezas. Ravana es un poderoso sabio (porque en la tradición india los sabios pueden ser poderosos) y ferviente seguidor de Shiva. Quiere vengarse de Lakshmana y de Rama, quienes le cortaron la nariz a su hermana cuando –enamorada– intentó matar a Sita (esposa no solo de Rama, como dije, sino cuñada de Lakshmana). Ojalá que TV Azteca o Televisa no descubran el Ramayana.

Ravana rapta a Sita luego de engañar a los hermanos. Cuando Ravana huye con Sita, Jatayu, el ya muy anciano rey de los buitres, lo ataca intentando impedir su huida. Tras un desconcierto inicial, Ravana se recompone y en el aire corta las dos alas de Jatayu que cae estruendosamente. Algunos pueblos indios se disputan aún hoy el lugar donde cayó este enorme buitre. Ravana huye y luego llegan Rama y Lakshmana para encontrar a Jatayu moribundo. Al rey de los buitres le alcanza el tiempo para contar el encuentro y demostrar su fidelidad a Rama (y a Vishnu, del que es encarnación), pero no para contar hacia dónde huye Ravana con Sita (que es encarnación de Lakshmi, claro).

Rama pide a todos buscar rastros o noticias de Sita y es así como un grupo que transita por una zona desértica, en donde pierde toda esperanza de cumplir su misión, es observado por Sampati, el sabio hermano mayor de Jatayu. Sampati –que no puede volar, luego de su incidente con los rayos del sol– ve al grupo como el esperado alimento y aguarda, impaciente. Entonces los escucha contarse entre ellos la muerte de su hermano Jatayu al servicio de Rama y Sita, de su valiente sacrificio —porque Jatayu sabía que no podría vencer a Ravana. Sampati, conmovido, en lugar de comer los cuerpos de los desesperanzados, les da información sobre Ravana y de como éste se ha llevado a Sita a la isla de Lanka, el centro de su reino. Las noticias llenan de vida a los emisarios de Vishnu y la empresa continúa.

La piedra del zamuro

Cuando era niño me acostaba en el patio a ver nubes. En esa Caracas no tenía que pasar mucho rato antes de que un zamuro (samuro, zopilote, gallinazo, aura o buitre americano) trazara, muy lejos, elegantes círculos que me distraían de las formas de las nubes. Hoy muchos ven a la invasora guacamaya como imagen de Caracas. Para mí es el zamuro. (En mi enorme lista de lecturas postergadas está Valle Zamuro, de Camilo Pino. El título me parece sencillamente maravilloso para referirse a mi Caracas.) Tan omnipresentes eran los zamuros que una de las sorpresas de mis viajes fue descubrir que hay cielos de ciudades que no tienen su elegante parsimonia carente de aleteo. También pensaba que nuestro zamuro era como todos los buitres. Aquí en la India aprendí que los buitres del nuevo y del viejo mundos no están emparentados. Que su parecido se debe a lo que los biólogos llaman evolución convergente. Así que el cóndor de Los Andes no tiene relación ni con los buitres de los Himalaya ni con el cuarteto coral de El libro de la selva. Ni tampoco Jatayu, el rey de los buitres del Ramayana, con el magnífico Rey Zamuro que aparece en varias historias infantiles.

De los buitres del viejo mundo es proverbial su lado materno. La diosa madre Nekhbet del antiguo egipto tenía cabeza (o corona) de buitre. Estas aves tardan mucho en crecer y se mantienen en el nido más allá de los tres meses. Sus madres los acompañan incluso en la vida adulta. Los buitres del viejo mundo no suelen estar solos.

Quizás la característica que más distinga a los buitres del nuevo mundo sea que tienen un desarrollado sentido del olfato, algo muy raro en las aves. Los zamuros pueden detectar escapes de gas desde gran altura, los cuales toman por materia en descomposición. Son famosos, además, por esa curiosa costumbre de evacuar sobre sus patas, tanto para regular el calor como para desinfectar sus extremidades con la orina. Sí, no huele muy bien el zamuro.

Mi suegra liberó unas jardineras del piso superior de su casa para descubrir que una zamura había anidado allí.

–¡Qué lindos los pollitos! –nos dijo conmovida.

Muchas personas le advirtieron del problema de tenerlos tan cerca. Los blancos polluelos fueron creciendo rápidamente y con ellos el aroma atómico del nido. La casa apestaba. Mi suegra esperaba que los zamuritos («los manganzones», los llamaba) se decidieran salir del nido. Nada. Pasaron meses. Los zamuros podían volar, pero se resistían. Sólo el uso de fuertes desinfectantes e insecticidas cerca de la jardinera de su morada de lujo los animó a buscar otro lugar.

En una publicación en redes sociales el ex gobernador del estado Amazonas, Liborio Guarulla, comparaba al gobierno con los zamuros:

Los abuelos de la comunidad solían repetir en sus historias que hubo un tiempo en que las gentes eran animales, pero también hay animales que parecen gente, como los zamuros: de ellos nadie vive, salvo los de su especie; nacen blancos y se vuelven negros, solitarios y hediondos; ni siquiera los gusanos se los comen: comen de todos, ¡pero nadie come de ellos! Además, comen bailando sobre los cadáveres. Solo guardan respeto por el Rey Zamuro, que tiene el privilegio de ser el primero en comer la carroña.

No hay duda de que los zamuros invadieron Venezuela (…) Para poder sentirse a gusto en su hábitat tuvieron que convertir un millón de kilómetros cuadrados en un basurero, esparcir cadáveres y multiplicar cementerios. Es un mundo anormal, nauseabundo; pero para los zamuros está bien. El cambio ocurrió ante nuestros ojos.

No hay quien defienda a los pobres zamuros del símil de Guarulla.

Ese zamuro que describe el político coincide con la parte más despreciativa de nuestra visión de estas aves. Por otra parte, su lado misterioso, su conexión con la muerte, su aparente invulnerabilidad lo hacen un animal muy especial. Entre los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo de Rafael Rivero Oramas destaca «La piedra del zamuro». Cuando fui profesor de la Universidad Central de Venezuela algunos estudiantes me decían que su primer contacto placentero con la lectura fue a través de ese librito editado por Ekaré y el Banco del Libro. Esa historia es como los doce trabajos de Hércules (en este caso cuatro), pero de Tío Conejo. Es una fábula sobre la confianza en sí mismo y –cómo no– del enorme poder de la astucia. En esa historia el morrocoy, siempre anciano y siempre sabio, le dice al agotado Tío Conejo que la piedra del Rey Zamuro es la solución a todos los males. En casi todos los países latinoamericanos existen creencias acerca del poder de los zopilotes, gallinazos o zamuros. La famosa piedra es utilizada en distintos rituales de brujería. A veces se refiere a la piedra con la que afilan picos y garras en el nido (como en el cuento de Rivero Oramas). A veces, a un supuesto guijarro que tienen en el estómago estas rapaces y con la que digieren los huesos de los animales. La conocida «pepa e’ zamuro» es una semilla que defiende de todo mal y que no tiene relación con el pájaro. Quizás sea en analogía con la mítica piedra. Decían que Luis Herrera Campíns llevaba siempre una en el bolsillo.

El zamuro, sin duda, es poderoso: en su sistema digestivo conviven bacterias y toxinas mortales –como el ántrax y el bótox– en raro equilibrio. La fauna digestiva de los buitres, en un entorno mucho más ácido, es distinta a la de los otros animales. Pocos carroñeros pueden soportar tanto como estas aves del nuevo y el viejo mundos.

Los wayuu hacen un bonito baile que imita a los zamuros en su vuelo concéntrico en busca de comida. Es una danza peculiar y hermosa, muy distinta a la que alude Guarulla. El Rey Zamuro, grande, engreído y colorido, baila frente a los cadáveres antes de comer. Y sí, los extraños pasos de estas aves en tierra –no sólo de los reyes zamuros sino de todos los buitres– parecen una danza macabra y cínica.

El condor pasa y pesa (y el zamuro queda)

Me decía un amigo que la canción que se reproduce más en el mundo no es «Every Breath you Take», de The Police, sino el infaltable «El cóndor pasa», que seguramente en el mismo momento en el que lees esto –ah, híper desocupado lector– suena en algún sitio del mundo. También decía este amigo que la verdadera multinacional eran esos grupos peruanos y bolivianos que en una especie de franquicia han colonizado las plazas y subterráneos del orbe. Cuando oigo «El cóndor pasa» (esa presencia colosal) pienso, curiosamente, en Simon and Garfunkel. Wikipedia informa que hay más de trescientas letras para esa melodía que suena en la flauta de pan, zampoña o siku. La de Paul Simon es tan sólo una más.

Lo verdaderamente curioso es que esa melodía, que se ha convertido en el «segundo himno del Perú», proviene de una zarzuela. (Igual origen tiene nuestra «Alma llanera», que también es del año 1913). Esta música inmortal –para despecho de algunos– fue compuesta por Daniel Alomía Robles. La letra o libreto de la zarzuela no tuvo el mismo éxito. Trata de unos pobres mineros explotados por patronos de origen anglosajón a la manera de la novela Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza. Si Huasipungo tiene méritos obvios, El cóndor pasa (la zarzuela) no los muestra tan claramente. El protagonista mata al par de insolentes explotadores: el inefable Mr. Cup y el no menos repelente pastor Mc King; cuando la violencia justiciera ha cesado, un cóndor sobrevuela la escena calmadamente.

FÉLIX: ¡El cóndor!
FRANK: ¡Amparémonos bajo sus alas; él también se ve libre de los indios rubios y quiere reinar en nuestro cielo…
HIGINIO: ¡Bendito sea!… ¡Ha vuelto!… ¡Las cumbres le envían para protegernos!
FÉLIX: Sí, él es potente y trágico y nos vengará.
MARÍA: ¡Qué hermoso es! ¡Ya no siento miedo!
FRANK: ¡Sintámonos cóndores, seamos como él en la inmensidad de la tierra!
HIGINIO: ¡Sí, todos somos cóndores! ¡Todos somos cóndores!

(TELÓN)

El cóndor ondea orgulloso en la bandera de Ecuador y es parte de los escudos de Bolivia, Colombia, Chile y también en el de nuestro estado Mérida. En A complete guide to Heraldry (1909) su autor dice que los buitres no se usan mucho en la heráldica «from its repulsive appearance in nature and its equally repulsive habits».

Recuerdo una comida en la que unos amigos de la familia se pusieron románticos y ampulosos destacando la superioridad de América frente a la vieja Europa. En la sentida elegía recordaron la majestuosidad del cóndor. Les comenté que me parecía raro que nos identificáramos con un pájaro carroñero, preguntándoles qué dice –según ellos– ese animal totémico de nosotros. No sabían que los cóndores eran exclusivamente carroñeros, que eran unos «zamuros con esteroides», como diría mi hija. Parece que el sentimental libro escolar de donde recogieron su majestuosidad no mencionaba ese detalle tan importante.

Claro que el cóndor es majestuoso. Verlo volar y seguir su enorme sombra proyectada resulta impresionante. Muchos pueblos han supuesto al cóndor inmortal: dicen que cuando está viejo o pierde a su pareja (los cóndores son monógamos) vuelan muy alto para dejarse caer –cuentan los mapuches– estruendosamente en las rocas. Pero no muere, sino que renace en un nido.

En Venezuela el cóndor se extinguió en 1965. Se han hecho varios esfuerzos de reintroducción que no han sido exitosos. En 1998 visité el observatorio astronómico de Llano del Hato (Mérida) en búsqueda de entrevistas para la revista de ciencia Reto. Allí vi un solitario cóndor y su sombra. Me contaron que sus otros cinco compañeros reintroducidos murieron o habían sido envenenados o cazados por los agricultores de la zona.

En los mitos de nuestros Andes el cóndor no es un ave benigna. Lo acusan de robar terneros, lechones e incluso niños. El cóndor solitario era una doble sombra. No se despeñó contra las rocas luego de la muerte de su compañera, sino que sobrevolaba las pequeñas fincas para hacer más evidente nuestra profunda idiotez. Hubiera querido acompañarlo con una flauta de pan, pero seguramente el íngrimo rapaz también detestaba «El cóndor pasa».

Estela

Con más de 4500 años la estela de los buitres es un testimonio terrible del desatino humano. Conmemora la victoria en una batalla de la antigua Mesopotamia. En una parte de la estela se ve a los buitres esperar por un banquete gigantesco. En otra, los cuerpos de soldados de amontonan por millares y los buitres vuelan golosos con cráneos en sus picos. La estela es hermosa y, por supuesto, terrible. ¿Cuántas guerras habrán presenciado los buitres? ¿Cuántas hambrunas disparatadas, cuántas masacres despiadadas?

Los buitres, con su danza torpe y macabra, parecen más lúcidos. Originalmente quise escribir sobre la evolución convergente y aplicarla también a nuestros mitos. Pero mejor ver a los buitres de uno y otro mundo tan similares y rodeados de historias parecidas en lugares remotos. O de las cadenas de errores con consecuencias impredecibles. O de nuestra tontería inagotable. El buitre, cercano a la muerte –quizás inmortal– seguro la conoce de sobra. O de la imagen maniquea, casi a la manera zoroástrica, del buitre en todas partes. A veces poderoso y mágico, como Jatayu; a veces inmundo, ruin y bajo, como si bailara salsa en una falsa cabina de radio.

Este recuento de círculos aéreos que no llevan a ninguna parte me hizo recordar las tardes de ver zamuros en Caracas desde estas montañas en los Himalaya. A su vez esto me trajo el recuerdo del gran Montejo. (Los errores tienen consecuencias impredecibles, en este caso maravillosas):

Debo estar lejos
Porque no oigo los pájaros.
Me ha extraviado la tarde en su vacío,
he recorrido esta ciudad
de voces extranjeras
solo para advertir cuánto dependo
de sus cantos,
y cómo sus silbos gota a gota
se mezclan con mi sangre.
Debo estar lejos
o los pájaros habrán enmudecido
tal vez adrede,
para que su silencio me regrese
y mis pasos remonten las piedras
en esta larga calle,
hasta que vuelva a oírlos en el viento
y el migratorio corazón se me adormezca
debajo de sus alas. («Debo estar lejos», en Terredad, 1978

Por cierto, los cóndores son mudos.


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