Fotografía de Cheo Carvajal
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Un encuentro el día del descubrimiento. O un descubrimiento el día del encuentro. O, mejor aún, un ejercicio de resistencia desde la mezcla.
4:00 pm / Plaza Bolívar de Baruta
Las nubes se juntan amenazantes sobre el pueblo. En la plaza un grupo de niños se prepara para emprender una caminata. En realidad dos, porque el grupo se bifurca para ir a un punto del barrio La Palomera. Uno sube por la escalera Saloom y atraviesa un par de tramos de la Acequia; el otro avanza en paralelo por la calle Páez. El grupo de las escaleras, ya bajo la llovizna, camina balanceando caderas con los brazos flotando en el aire. Van detrás de una bandera azul y una lámpara de querosene encendida que guían los desplazamientos y el vaivén corporal. Canturrean todo el trayecto, acompañados de la profunda sonoridad de los chimbangueles. Repiten una y otra vez: “Mírale el ojo a la mona / cómo le relampaguea / si no fuera por la mona / no hubiera mujeres feas”.
Por la Páez sube el otro grupo, sigue otra bandera azul ondulante y un santo negro cubierto por una túnica azul. Los niños realizan movimientos frenéticos: corren y brincan con los brazos en alto. Los acompaña una batería de gaita de tambora. Más que cantar, agitan: “¡Ajé, ajé, ajé, Benito, ajé!”. Los dos grupos van a encontrarse en un solar baldío detrás de la Casa de Todos en la intersección con la entrada Girardot del barrio La Palomera. Ya bajo la lluvia pertinaz, atraviesan una puerta. Dos semanas atrás allí lo que había era un muro con la huella de lo que fue una puerta. Adentro, finalmente, se juntan los chimbangueles y la gaita de tambora, una batalla en la que ninguno vence y más bien terminan mezclándose. Allí, entre el agua y la música, celebran niños y adultos la aventura de reabrir este espacio olvidado.
4:45 pm / Casa de Todos (planta baja)
Los músicos que se habían dividido en los dos trayectos ahora se juntan detrás de unos micrófonos instalados a un extremo del salón –único espacio cubierto de aquel solar– bajo el que se resguardan de la lluvia junto a vecinos y visitantes. En el espacio abierto se levantan columnas y entre ellas el entramado de cabillas para unas vigas que nunca se concretaron. Alrededor de estas hay un maizal y medio jardín con papiros. Allí, apenas una semana atrás, había un montón de escombros y un basural de años. Detrás del maizal hay tres espacios cubiertos que aparentan ser cuartos a medio construir, sin puertas ni ventanas a través de las que se pueden ver en dos de ellos las luces de unos proyectores. Muestran videos sobre La Palomera, sobre la necesidad de reconocimiento del barrio como ciudad, sobre la evidencia de políticas públicas diferenciadas, que remarcan la separación. Imágenes de planos catastrales que cambian de colores, se mueven, permitiendo un fondo sobre el que unos niños hacen sombras jugando a habitar el barrio de esta otra manera. Como recordando a urbanistas que a la mirada cenital, planimétrica, le falta vida.
5:40 pm / Casa de Todos (planta alta)
La lluvia finalmente amaina y la tapa del sancocho se levanta. Los niños corretean mientras la agrupación “La misma sangre”, de Fundación Bigott, desata ritmos híbridos que le meten calor al espacio. Allí están todos, señoras y señores, muchachas y muchachos, niñas y niños. De los rostros, al principio escépticos, emergen sonrisas. Los cuerpos, antes estáticos por los rincones, comienzan a buscar centro. La fiesta llama. El baile reúne. Unas bailarinas, vestidas de blanco, convocan leyendo fragmentos de un poema desde un boquete en la pared que comunica la planta alta de esa casa con ese extraño patio desde donde todos escuchan expectantes. Hablan de “Habitar la casa”, nos convidan a salir y subir un poco la pendiente de la calle y entrar por otra puerta que también estuvo tapiada. Hay una especie de jardín lunar, exótico, en aquella planta a cielo abierto. Allí danzan –se desplazan, se juntan, se tocan, se sostienen, se abrazan–, con boleros que apenas salen de un par de altavoces y se mezclan con otras músicas del vecindario. La gente se ubica como puede entre los rincones y presencia entre extrañado y extasiado este juego corporal.
6:30 pm / Planta baja (la fiesta, el juego)
La fiesta está encendida. A los tambores se les han sumado un trombón y una trompeta. Los músicos mezclan géneros. La gente baila gozosa. El hervido sale de la olla. La gente bebe cerveza, guarapita, bebidas espirituosas de nombres y colores que impresionan. El buen ánimo impera. Los niños se van abriendo paso, se mueven entre la gente, cosen el espacio con su cuerpo y su goce. Van sumando gente. Adentro, bajo techo, el baile. Afuera el cielo y unas nuevas proyecciones que se trepan a las paredes. En ellas se da testimonio del largo trayecto del proyecto Integración en proceso Caracas, liderado por Enlace Arquitectura en La Palomera. La música permite que los niños jueguen con su cuerpo alrededor de una concentración de papiros –unos que iban a ser arrasados, pero se convirtieron en jardín–. Se mueven lento, más lento, rápido, más rápido. Se apoderan del lugar sin excluir a nadie. Democratizan el espacio con su energía y sus risas. Afuera la calle está viva, un poco más que de costumbre. Una pausa musical permite dialogar, contemplar. Reconocernos.
7:00 pm / Planta baja (el manifiesto, la fiesta)
Tomamos el micrófono en medio de la fiesta. Mientras unos parlotean por los rincones otros escuchan atentos la lectura de este nuevo manifiesto:
“Una puerta que se abre al deseo colectivo”
Hoy, 12 de octubre de 2019, se abre una puerta que permite entrar a un espacio que permaneció invisible detrás de un muro durante muchísimos años. No se trata de un espacio cualquiera, sino de uno simbólico: el que debió ser ampliación de la “Casa de Todos” y hasta el día de hoy no ha logrado ser. En algún momento dejó de ser promesa y se convirtió en olvido. Se clausuró, sin rubor ni vergüenza, a pesar de la necesidad —cada día más urgente— de espacios comunes. Se convirtió en clara evidencia de nuestra dificultad para entendernos, para ponernos de acuerdo. Se llenó de basura, se convirtió en imposible.
Suele hacerse analogía al hablar de la ciudad como la “casa de todos”. Tanto se ha repetido que la imagen se ha vaciado de sentido. Se ha convertido en “lugar común” que no apela, paradójicamente, a esa idea de lo que de común —y de derecho— tiene para todos la ciudad. Por lo general la analogía se utiliza con el fin de provocar en las personas una reflexión moral sobre su mal comportamiento, su descuido ante ese espacio que nos alberga y aglutina, ese que ciertamente ha de ser responsabilidad de todos sin que a nadie le pertenezca, o nadie reclame para sí exclusividad. Para decirlo con mayor claridad: que pertenezca a todos, sin exclusiones.
Nada más antipedagógico, entonces, que mantener cerradas las puertas en tiempos en los que urge salir de los rincones para habitar todos la casa entera. Para exigir —y ser parte de— una ciudad completa.
Este octavo encuentro en La Palomera parece marcar el “cierre” de un ciclo, pero, en realidad, abre otro más amplio. Con esta acción de “nada fuera de lo común” convocamos a la comunidad y a la ciudad a este espacio en el que lo habitual debería ser su uso permanente. Un uso diverso —como diversos son los intereses de los ciudadanos— que permita encontrarnos y descubrir esa diversidad. Esa es la intención de reponer unas puertas que nunca debieron desaparecer, pero que, en algún triste momento, fueron condenadas. Aprender a habitar “la casa de todos” teniendo el arte como vínculo, como vehículo para el aprendizaje. Reconocer tradiciones e identidades, pero también reinventarlas de cara al futuro.
Esta fue una casa habitada que tuvo calor de hogar. Algunos vecinos dan constancia de haber estado y compartido en ella. Hoy apostamos a que las bisagras de estas puertas permitirán restaurar el flujo entre lo que en algún momento fue considerado ámbito íntimo, de afectos y pertenencias, y el ámbito de lo socialmente compartido. Por eso, para abrir lo cerrado, habilitar lo inhabilitado, el primer gesto ha sido recuperar esta conexión. Abrir esta hendija y permitirnos desear esta casa como espacio común, sintiéndonos, a la vez, envueltos en la calidez de lo que consideramos íntimo. Espacio deseado, ya no desde la apetencia individual, sino desde el fervor colectivo.
Esta “Casa de Todos” habrá de ser mucho más que un simple enunciado, mucho más que una promesa que nos hacen desde algún poder, institucional o fáctico. Habrá de ser espacio ciudadano, estratégico. Una forma de salir de la inercia, desde la resistencia y la creación colectiva. Desde la celebración de sabernos parte de un proceso de construcción de una ciudad que ha de reconocerse en su diversidad, pero señalando y enfrentando cualquier forma de exclusión, abierta o encubierta, que opere en ella. Un espacio que desborda los límites impuestos al barrio, retando a la ciudad, desde la hospitalidad, a ser parte de él.
Hoy, 12 de octubre de 2019, día importante en esta agitación de imaginarios que somos, se derrumba un muro y se abre una puerta real y simbólica. Nos toca producir colectivamente, desde el respeto y el entendimiento, nuevas demoliciones y nuevas construcciones. Aquí, en la Casa de Todos, en La Palomera, pero pensando siempre en la ciudad completa.
Termina la lectura y suenan de nuevo metales y tambores. La misma sangre fluye entre todos con la música. Las palabras se disipan en medio del baile.
7:45 pm / Planta baja (la gaita, fin de fiesta)
Ya casi es la hora de cierre. Un grupo de gaita de La Palomera entra en escena. Ellos han pedido participar. Entonan temas fundamentales. Brillan la charrasca y las voces de los gaiteros. La gente del barrio aúpa a sus músicos. Se supone que a las 8:00 termina todo, pero son las 8:20 y todos se preguntan ¿cómo decretar el fin de una fiesta cuando todos están disfrutando? Con sutileza se van desmontando y recogiendo los proyectores mientras los gaiteros tocan sus últimos temas. Se acaba la música. Los que no somos de La Palomera ni del pueblo de Baruta nos despedimos, como si estuviésemos saliendo de una fiesta familiar. Afuera la calle aún está encendida, seguirá de fiesta hasta la madrugada. La Casa de Todos parece haber quedado marcada por un nuevo comienzo.
Cheo Carvajal
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