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MILÁN – El plan del presidente de EE. UU., Joe Biden, para poner fin a la pandemia de la COVID-19 y acelerar la recuperación económica es exhaustivo y está bien diseñado, con objetivos y prioridades claros. Pero ejecutarlo no será fácil, especialmente porque depende de la rápida implementación de la vacuna.
La pandemia causó daños con amplio alcance. En octubre, Lawrence H. Summers y David M. Cutler estimaron que el costo financiero acumulado (incluidas las pérdidas en términos de reducción del producto y de la salud) en Estados Unidos superan los 16 billones de dólares: aproximadamente el 90 % del PIB anual. En el caso de una familia de cuatro personas, la pérdida estimada —incluida la reducción del ingreso y el costo de una vida más corta y menos saludable— es de casi 200 000 dólares.
Pero esos costos no se distribuyen por igual; quienes se encuentran en el 50 % inferior de la distribución del ingreso y la riqueza fueron los que más sufrieron, lo que exacerba la ya elevada desigualdad económica.
Además, la pandemia implicó un gran impacto sobre la educación, especialmente para los más pequeños. Todavía no podemos saber cuáles serán las consecuencias a largo plazo de los cierres escolares y el aprendizaje remoto sobre el desarrollo cognitivo y social de los jóvenes, pero podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que cuanto más se prolonguen las interrupciones, más graves serán.
Afortunadamente, el plan de Biden lo tiene en cuenta y también considera que la única forma de lograr una recuperación económica plena (y que los estudiantes vuelvan a la escuela) es controlar la COVID-19… rápidamente.
Muchos de los sectores más vulnerables a la caída de la demanda durante la crisis de la COVID-19 —entre los que se cuentan los viajes y el turismo, la hotelería, las actividades deportivas, los museos y el entretenimiento en vivo— son intensivos en mano de obra. Mientras sigan en dificultades el empleo no se recuperará… y sus dificultades solo llegarán a su fin cuando se puedan desactivar en forma segura las medidas de salud pública.
La buena noticia es que, de acuerdo con la experiencia de las economías asiáticas que lograron contener al virus, una vez que la actividad económica puede reanudarse sin trabas, el rebote es fuerte. El plan de Biden también reconoce que para reforzar ese resultado son necesarios programas fiscales correctamente dirigidos, que limiten el daño adicional a las finanzas de los hogares y las empresas.
Si pensamos en la contención y eliminación de la COVID-19 como una inversión en recuperación económica, la tasa de retorno es enorme. El seguimiento de datos de alta frecuencia de la OCDE sugiere que en EE. UU. la recuperación se estancó en un nivel limitado cercano al 8-10 % del PIB, o 1,9 billones de dólares al año, pero la rápida implementación de la vacuna (dentro de los próximos 6 a 9) traería consigo beneficios de al menos 1 billón de dólares. En otras palabras, un programa de vacunación eficaz que cueste 500 000 millones de dólares al gobierno federal tendría una tasa anual de retorno del 100 % (sin considerar las vidas que salve y otros beneficios).
Y, no lo duden, la implementación a gran escala de la vacuna es la única forma en que EE. UU. puede albergar en forma creíble la esperanza de contener el brote de la COVID-19. Eso quedó claro durante el último año, cuando la gran mayoría de los países (con unas pocas excepciones en Asia) no lograron controlar al coronavirus por otros medios.
¿Funcionará el plan de vacunación de Biden? Aunque fue diseñado por expertos científicos, la implementación rápida de las vacunas implica desafíos gigantescos. Para superarlos, Biden tendrá que enfocar la pandemia de la COVID-19, en gran medida, como si fuera una guerra.
En tiempos de guerra, los líderes civiles fijan objetivos militares e identifican qué hace falta —en términos de materiales, producción manufacturera y logística— para alcanzarlos. Todos los recursos de la economía se redistribuyen en forma acorde, incluso si eso causa escasez y perturbaciones en los sectores afectados. Se implementa el racionamiento y los controles de precios garantizan que las restricciones a la oferta no impulsen la inflación.
En muchos aspectos, EE. UU. está en guerra contra la COVID-19. Pero los sistemas existentes para proveer lo necesario para triunfar —tanto públicos como privados— son débiles, están fragmentados y carecen, en particular, de coordinación. El gobierno de Biden heredó un desastre caótico, desorganizado y descentralizado. Para superar esos inconvenientes, se apoyará en el liderazgo federal expansivo y autoritario, respaldado con fondos públicos. Es un buen punto de partida, pero el resultado dependerá de la forma en que se ejerza ese liderazgo federal.
En primer lugar, Biden debe conseguir la ayuda de administradores con experiencia en operaciones, logística y provisión de servicios, que puedan trabajar con socios en el sector privado para crear los incentivos adecuados. No es el fuerte habitual del gobierno. Los militares, sin embargo, son expertos en estas cuestiones y hay que aprovechar su conocimiento.
Con la ayuda de esos expertos, el gobierno federal debe garantizar una provisión adecuada para cumplir las ambiciosas metas de vacunación. También puede tener que establecer nuevos canales de distribución para complementar los existentes.
Al mismo tiempo, el gobierno federal debe decidir cómo priorizar el acceso a la vacuna y garantizar que el sistema sea coherente en todos los niveles. De lo contrario, los estados, municipalidades y proveedores de atención sanitaria seguirán actuando independientemente, con consecuencias económica (y moralmente) perversas. Por ejemplo, las políticas contradictorias entre los distintos niveles de gobierno y otros participantes ya llevaron a que hubiera que tirar a la basura dosis sin usar, mientras otros sitios sufren dificultades para cubrir la demanda.
Además, los diferentes esquemas de priorización afectan la percepción de justicia de la gente y llevan a desordenados intentos por vacunarse antes. Ya se informó que el turismo de vacunas está en auge. Lo último que hace falta en un país profundamente dividido y desigual es que surjan mercados secundarios que permitan a la gente comprar un lugar al principio de la fila.
De hecho, el gobierno de Biden debiera garantizar que todas las dosis de la vacuna se entreguen sin costo alguno y su estrategia debe tener en cuenta el impacto que implica la ausencia de un seguro de salud universal, así como los requisitos de residencia local para que la gente pueda recibir la vacuna.
Finalmente, el gobierno debe garantizar que los sistemas de aplicación de la vacuna sean confiables, independientemente de la cantidad de usuarios que acudan masivamente a ellos. No podemos seguir repitiendo la experiencia de la primavera pasada, cuando muchos sistemas de desempleo estatales fueron incapaces de atender el repentino aumento de solicitudes.
Biden no creó estas crisis que enfrenta al inicio de su presidencia y ya prometió evitar muchos de los errores de su predecesor —comenzando con la aplicación del conocimiento científico al diseño de esta estrategia contra la pandemia y recuperando el papel central del gobierno federal—, pero ahora el gobierno debe implementar un programa de vacunación masiva, reclutando para ello el conocimiento adecuado sobre gestión y operaciones. Sin eso, hasta los planes más escrupulosos de Biden pueden fracasar.
Traducción al español por Ant-Translation
Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor emérito en la Universidad de Stanford e investigador superior en el Instituto Hoover.
Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org
Michael Spence
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