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Podríamos calificar al arte como la inmanente maravilla de la expresión del ser humano. El arte y sus protagonistas responden irreverentemente ante la apatía, la monotonía y la frialdad de lo común. Redime al hombre, lo transforma y lo lleva a lo más profundo de su ser. Las líneas precedentes describen, simbólicamente, a Bárbaro Rivas. El singular petareño que ve la luz de la vida el 4 de diciembre de 1893, hijo de Prudencio García y Carmela Rivas, de quien obtendrá el apellido con el cual pasó a la inmortalidad.
Rivas no tuvo una educación formal, de hecho nunca fue a la escuela, nadie sintió preocupación por sus estudios. Pese a provenir de un núcleo familiar donde había elementos para un mediano desarrollo educativo este nunca llegó a materializarse. Su padre fue boticario y director de la Banda Municipal de Petare, lo cual permite imaginar que don Prudencio García, de haberlo deseado, hubiese podido dedicar algún esfuerzo para la instrucción de su retoño. Al preguntarnos sobre las causas de la negada educación del joven nos paseamos por muchas conjeturas: aspectos religiosos, formalismos típicos del contexto histórico e incluso la ausencia del lazo matrimonial entre don Prudencio y doña Carmela.
Pronto, el padre de Bárbaro contrae matrimonio con otra mujer y de aquella unión surgiría de forma inadvertida el espíritu religioso del joven, quien logró establecer una muy buena relación con Doña Daniela Suárez (esposa de don Prudencio): ella tenía decidido amor por las santas escrituras; para esta mujer la palabra de Dios era un legado que debía ser respetado y trasmitido a las nuevas generaciones. Es de esta manera como Bárbaro Rivas entra en contacto con el mensaje sagrado. Aquellos encuentros donde las líneas bíblicas eran protagonistas representarían para el futuro artista una de sus principales fuentes de inspiración.
Aunque el analfabetismo era común en el contexto donde se inscribe nuestro personaje, es importante señalar que semejante condición lo dejaba a merced de aquellos que requerían su mano de obra barata; al mismo tiempo, sin el más mínimo sentido del valor monetario muchos terminaron aprovechándose del incauto petareño. Esta fue la situación de Bárbaro Rivas, el niño que pronto pasó a la categoría de hombre trabajador sin pensar en las oportunidades que el destino guardaba para él.
Bárbaro Rivas estuvo siempre alejado de cualquier taller, técnica o concepción artística. De hecho, sus primeras incursiones laborales serán variadas y desconectadas del mundo pictórico. Se desempeñó inicialmente como banderero de ferrocarril, albañil, pintor de brocha gorda. No obstante, el empleo en el ferrocarril le permitió apreciar nuevos paisajes y sensaciones que más tarde plasmaría en sus cuadros.
Al analfabetismo y a la inestabilidad laboral se agregaría el alcoholismo. Rivas sucumbió a la bebida hasta el punto de sufrir fuertes y recurrentes depresiones. La primera de aquellas perturbaciones se registra en 1937, cuando ya pintaba uno que otro cuadro de pequeñas dimensiones. Se estima que aquella situación la disparó su despido como banderero en el ferrocarril. La pérdida de aquel trabajo lo arroja, entonces, a la dipsomanía.
Tras cierta recuperación, gracias a los cuidados de su hermana, pintaría La fábrica de chocolates (1937); seguidamente trabajaría en otros cuadros, pero ya sumido en las embriagantes veleidades del licor.
En 1949 se daría el encuentro más importante en la vida de Bárbaro Rivas, año cuando se inicia el reconocimiento del petareño. Un joven artista de nombre Francisco Da Antonio se percata del talento de aquel hombre. En medio de un encuentro en apariencia intrascendente, Da Antonio observaría una escena bíblica pintada en una bolsa de papel que portaba Rivas: el intrigante estilo pictórico, de colores brillantes, conectaría automáticamente al jovial Francisco con el carismático Bárbaro.
A los sesenta años de edad Rivas vuelve, en cierta medida, a nacer. Se trata de una nueva vida en la que sus sueños plasmados en pequeños cartones que usaba como lienzos se iluminarían de manera inusitada.
En 1954 se filtraban comentarios impropios en torno de la existencia de un nuevo artista. Algunos malintencionados aseguraban que la figura de Bárbaro Rivas era inexistente –un invento– y que las obras las realizaba el mismo Da Antonio. Ante esta situación, Francisco Da Antonio se vio obligado a resolver el asunto de modo que el 25 de abril de 1954 se publica un artículo que pone fin al misterio sobre el artista. La estocada que termina de exponer al hombre adusto y sencillo sería la pequeña exposición organizada por Da Antonio en un local petareño llamado Bar Sorpresa. Aquella muestra, denominada Siete pintores espontáneos y primitivos de Petare, fue el escenario propicio para dar a conocer a quien desde entonces sería una importante figura del mundo artístico venezolano.
Así llegamos a 1956, año significativo en la carrera de Bárbaro Rivas: recibe –por decisión unánime del jurado integrado, entre otros, por Manuel Cabré, Alfredo Boulton y Arturo Uslar Pietri– el Premio Arístides Rojas del XVII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano. Asimismo, expone cerca de cuarenta obras (realizadas entre 1926 y 1956) en el Museo de Bellas Artes de Caracas.
No obstante, uno de los momentos fulgurantes en la vida de Bárbaro Rivas lo constituye el reconocimiento de la IV Bienal de São Paulo de 1957: entre los artistas ingenuos que se dieron cita en aquel encuentro solo Rivas obtuvo mención honorífica. A los sesenta y cuatro años de edad recibió aquel galardón en tierras cariocas, un gesto de gran peso. Sin embargo, pronto el cansancio físico, sumado a otros avatares, golpearía al creador. En la sucesión de hechos desafortunados sobresale el incendio de su casa en Petare. Aquella no era solo una estructura física: ese lugar devorado por las llamas resultaba un espacio místico, digamos, muy especial para el artista; allí se sentía a gusto para dar rienda suelta a su creatividad. Por ello, pese a que de inmediato se le brindó otra vivienda, Rivas nunca estuvo cómodo en el nuevo sitio.
En 1960 recibirá una vez más el Premio Arístides Rojas por su magnífica pintura El ferrocarril de La Guaira (1959), obra que destaca entre las más importantes de su carrera.
Por aquellos años corrían rumores sobre la posible explotación que Rivas sufría por parte de algunos marchands. Esta situación parecía explicar el crecimiento de su producción artística. No obstante, estudiosos como Miguel von Dangel han señalado que realmente no hubo tal voracidad respecto de la comercialización de los trabajos de Bárbaro Rivas, sino que se trató más bien de una serie de confusiones y malos entendidos. Con todo, un artículo publicado en la revista Momento en marzo de 1967, justo después de la muerte del pintor, reportaba la ocurrencia de ciertas irregularidades acaecidas a Rivas, como el hecho de que habiéndosele adjudicado una pensión de trescientos bolívares recibía menos de la mitad de aquel estipendio.
En la última década de su vida Rivas presenta obras excepcionales como La palomera (1960), Crucifixión (1961), Lo que esperan (1962) y La huida a Egipto (1964). Este período se caracterizó por un mayor ímpetu hacia el tema religioso y los autorretratos sombríos llenos de un aparente dolor interno, señalados además por la relativa ausencia de color, en oposición a su característico estilo colorido.
En febrero de 1967 Bárbaro Rivas ingresa, en estado crítico, al Hospital Pérez de León debido a complicaciones reumáticas. Fallece el domingo 12 de marzo de aquel año. Su luz ingeniosa se disipó en la habitación de aquel centro médico ubicado en su entrañable Petare.
Luis Fernando Castillo Herrera
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