Perspectivas

Ativan y Crema Paraíso

31/08/2021

Foto cortesía de la autora

Ella es el amor de mi vida. Y el odio. Si no puedes leer más, no necesitas leer más. Esa es la historia. Major spoiler alert.

No se supone que hable de esto. Aunque me empeño. No se supone que escriba. ¿Para qué? ¿Por qué? No es necesario hurgar en historias que te definen. ¿O sí? Pero es que se asume que si algo impregna toda tu vida es obvio que son superfluas las exploraciones, los comentarios al margen, los análisis junguianos, la confesión. “Se supone”. En impersonal. Porque es tan personal, tan de siempre, que tengo que distanciarme a ratos para poder verlo, hablarlo.

Desde que recuerdo tengo la mirada puesta en ella. Como un satélite atrapado en un campo gravitacional. Y he huido tantas veces. Lejos. Lejísimo. Supongo que mi vocación de fuga empezó allí. Con ella. Porque sí, siempre me voy. Aunque no sé si me voy “hacia ella” o “lejos de ella”. O ambas cosas.

“Pórtese bien que esa señora está enferma”. ¿Cuántas veces he escuchado esto? Es un tatuaje en mi memoria: “Esa señora está enferma”. ¿Tienes idea de lo que eso detona en la mente de una niña de cuatro, cinco o seis años que ya sabe que algo anda mal, muy mal? Hay que ser invisible. Caminar de puntillas. Vigilar. Estar súper alerta. No sabes cuándo escapar y cuándo quedarte. Descubres que la mirada es la clave: la furia, el abismo, la locura se asoman allí en distintos matices de café.

Hay fotos de esa bestia en la mirada. Las conservo porque el tabú, el silencio forzoso, el estigma juegan a que nunca ocurrió. A que saco los hechos de contexto o de proporción. Pero ocurrió. Y puedes reescribir y reenfocar todo lo que quieras tus historias, tu línea de tiempo, tu percepción de las cosas pero los hechos están ahí. Incluso si ese silencio avasallante quiere borrarlos invalidando tu memoria y tus cicatrices.

Ativan, Largactil, Diazepam. Checked. Martillazos en los vidrios. Checked. Psiquiátrico de Los Chorros. Checked. Electroshock. Checked. Ausencia forzosa e inexplicada. Checked.

Y entonces no tienes a quién preguntarle: ¿qué va a pasar ahora? Entiendes que “esa señora está enferma” y ya. Pero eso no te libra de las preguntas: ¿qué tiene “esa señora”?, ¿dónde está “esa señora”?, ¿va a volver “esa señora”?, ¿qué va a ser de mí sin “esa señora”? Preguntas que no logras ni formular porque eres muy pequeño, pero que están allí en tu corazón.

Foto cortesía de la autora

La venganza

No sé qué me avergonzaba más: si el secreto de que mi mamá estaba “enferma”, el hecho de que mi papá estaba muerto o la verdad práctica y feroz de que no siempre tenía dinero para la merienda. Y, sin embargo, de una forma casi disociada era una niña feliz, alegre, con un universo de música y color en mi mente. Me dabas creyones de cera y allí me quedaba horas pintando tirada en el suelo.

No sé bien cuándo ocurrió pero un día empecé a dormir en el catre amarillo de la casa de mi tía Elena en la avenida Victoria. No sé cuánto tiempo pasó antes de irme a dormir, en el mismo catre, en la Quinta Banco Largo, en Santa Mónica, con mis tíos José Antonio y Gladys. Calculo que pasaron dos años y, finalmente, se apareció ella con un moreno calvo de apellido Vegas y me regalaron unos suecos rojos que no me quité en los siguientes tres años.

Yo era una suerte de niña portátil. Itinerante. Gitana. Aun después de los suecos y Vegas, cuando vivíamos en el edificio El Samán en Valle Abajo, nada era “normal”. Afuera era de mañana con sol brillante, cielo azul y nubes de algodón. Adentro era noche cerrada sin estrellas. Ativan. La cortina de tela plateada dejaba la habitación en una tiniebla que apenas permitía leer el periódico. Ella pasaba del titular al párrafo final y saltaba a otra noticia. A la tercera o cuarta ya dormía; en adelante, yo era libre de escaparme al parque con Carmencita, mi vecina y cómplice. Me esperaban el tobogán y el columpio en los que volaba hasta casi aterrizar sobre la autopista Valle-Coche. Era un escape peligroso y valiente. Tenía que regresar antes de que ella despertase, o de que mi hermano volviese y me delatase. Él también escapaba y necesitaba desviar la atención.

Afuera el mundo era el Colegio San Pedro, la calle El Convento, las residencias La Fe, El Llaeco –que estaba prohibido– y Santa Mónica –el puente, Crema Paraíso, la cancha de básquet– y Banco Largo, que conocería después. O antes. No logro precisarlo bien. Mi mundo era un cuadrante de Caracas que incluía Los Chaguaramos, Valle Abajo, la avenida María Teresa Toro en Las Acacias y Santa Mónica. Ese era mi universo, en el que el mayor peligro eran “los sádicos” y la mayor angustia era no tener respuestas, no poder hacer preguntas, sentirse vulnerable al punto de no poder respirar. Volverse tan invisible que ni siquiera necesites oxígeno ni ocupes lugar. Asma.

Esa criatura salvaje y extraña, esa “señora” lo ocupaba todo. Incluso cuando no estaba. Quizás más, entonces. Porque las preguntas y los silencios se hacían enormes. Y el cuchicheo y la hipervigilancia. Y la vergüenza y el asma.

En La Fe vivimos muchos años en diferentes épocas y diferentes apartamentos. Primero fue el A-34, justo arriba del A-24 donde vivían la abuela Canacha y el abuelo Coronado. Y, eventualmente, algunos de mis tíos. El A-24 era la Headquarter de la familia, un espacio pivotal en el que la abuela cosía y horneaba para el batallón de nietos que llenaba sus tardes. El A-34 es apenas un recuerdo borroso llamado Huesina, la Cocker Spaniel, y un conejito cuyo nombre se me escapa. Luego fue el C-2, en planta baja, el de la habitación enorme y multifuncional que dividimos con un gran escaparate y una mampara y así creamos el cuarto de ella. Aquí era Largactyl y Diazepam de 10 miligramos.

No sé qué pasó ni qué día era. Creo que aún tenía puesto el suéter azul del Colegio San Pedro. Algún altercado había sucedido en el C2 entre los adultos mientras yo trataba de seguir siendo niña. Ella tomó el martillo enfurecida y subió en el ascensor al piso 2. La seguí corriendo por las escaleras y me pegué a la pared. Gritaba. Nadie contestaba y su ira crecía, el animal furioso en la mirada oscura, negra. Comenzó a reventar los vidrios uno a uno. Nadie salió. Ni siquiera mi abuela. Bajó aún en modo tornado. Me escondí. Ser invisible. Mi mamá no me mima. Mi mamá era peligrosa. Lo comprendí a cabalidad ese día.

Aunque mi mamá sí me mimaba, pero no era confiable. Era, de hecho, peligrosamente impredecible. En aquellos tempranos setentas de Fórmula V, Dimensión Latina y Nicola Di Bari la prima cosa bella, el sol alrededor del cual aquella niña giraba, era una supernova enorme auto devorándose.

Foto cortesía de la autora

La fuga

La vida transcurría entre los cuatro puntos cardinales de la casa de la tía Elena en el San Juan, la casa de la abuela Canacha en La Fe, Banco Largo, casa de mi tía Gladys y mi tío José Antonio y Uria –la casa de la playa– donde confluía un ejército de primos, tíos y amigos en carnavales, Semana Santa y cualquier otro feriado.

Y aunque quizás tendría que arrancar por la omnipresente mirada azul de mi tía Elena –con su moñito canoso, sus zapatos tejidos y su cerveza con malta– tomándome de la mano para ir a la Iglesia de San Salvador a rezar el rosario o a la urbanización Alberto Ravell, en El Valle, a visitar un viejo apartamento dejado atrás, la verdad es que el recuerdo que resplandece en mi mente hoy es «el fin del mundo» y los ovnis.

En 1973 Caracas tenía la efervescencia de una ciudad con futuro. Yo no lo sabía entonces pero lo veía en la mirada de mis tíos que eran, en sí mismos, un universo: el tío Rafa, que registraba cada momento con su cámara fotográfica y su filmadora súper 8 (amante de la astronomía, la ópera y las fiestas de San Benito en Trujillo), tenía un Mercedes Benz azul en el que nos llevaba a Uria (mientras él pescaba con mamá en los pocitos, yo perseguía mínimos cangrejos). El tío Belisario, de ojos y sombrero enormes, usaba las uñas largas para tocar el arpa (sobre él pesaba la sombra del rumor: era mala conducta: decían que alguna vez se involucró en el robo de carros). El tío Luis Darío, de quien muchas veces solo alcanzaba a ver su cabeza sobresaliendo de la caja plateada del sauna, aparato que usaba con una inusual obsesión estética; solía traer, además, la Crónica roja y los cómics del Monje Loco y Capulina a casa de la abuela. Y las tías, por supuesto. De ellas hablaré luego.

En aquellos días ya me quedaba en Banco Largo, una pequeña Quinta de piso de terracota y paredes blancas en la que mi tío José Antonio era el Sol. Tenía una carcajada fácil y sonora; su voz profunda retumbaba; era generoso y cálido. En la sala de estar de la casa que daba a un patio interno estaba la televisión y la mecedora de la abuela Avelina, su madre. En la pantalla en blanco y negro América Alonso y Martín Lantigüa protagonizaban La loba, una novela de misterio que realmente daba miedo. A mi tío le encantaba mover la mecedora y luego llamarnos para que viéramos el fenómeno paranormal. Mis primas y yo huíamos despavoridas, gritando y riéndonos.

Foto cortesía de la autora

Si preguntas cuándo empezó a correr el rumor, no sabría decirte. Solo sé que entre las plataformas, los pantalones acampanados, los hippies y los Hare Krishna en la calle comenzó a comentarse que el «fin del mundo» sería el 29 de agosto de ese año. Que habría una invasión extraterrestre y todos moriríamos. O algo así. Yo lo imaginaba tan pavoroso como aquellas imágenes en el que los pájaros de la película de Alfred Hitchcock aterrizaban en la cabeza de la gente; o como La masa que devora –informe y viscosa– alguna ciudad norteamericana. Pero aun así tenía su lado dulce porque también se parecía a Perdidos en el espacio, al doctor Smith y a aquel viejo robot gritando “¡Peligro! ¡Peligro!”

Lo cierto es que el tío Rafa se compró un telescopio y unos atlas de constelaciones y el tío José Antonio se entusiasmó y empezamos a bajar con frecuencia a Uria para ver las lluvias de estrellas y, quién sabe, algún ovni. Pasamos muchísimas horas de observación en la azotea de la casa de la playa y nada. Una que otra estrella fugaz, y punto.

Yo no estaba muy al tanto de las fechas, pero el día D se acercaba aceleradamente y los comentarios en las fiestas familiares –entre whisky y cerveza– solían girar alrededor de esa idea: ovnis, aparecidos, fin del mundo y los problemas de adultos que los niños no estábamos autorizados a escuchar ni a entender.

Así llegó el 29 de agosto. Luego, el 30. Y seguíamos vivos. Todos se reían de lo pueril que había sido esa absurda preocupación. Pero una de aquellas tardes, después del día D, íbamos en el Maverick verde manzana del tío José Antonio. Veníamos de La Fe y nos dirigíamos a Crema Paraíso. Cruzábamos el puente hacia Santa Mónica cuando José Antonio ahogó una expresión de asombro y nos dijo que miráramos al cielo: allí estaba, flamante, el ovni que estábamos esperando. Cambiaba de rojo a verde y a azul. Parpadeó por unos segundos y luego ascendió en un movimiento rapidísimo para perderse entre las nubes. Estábamos alborotados, nerviosos, contentos. No se había acabado el mundo, pero sí habíamos tenido nuestra privada invasión extraterrestre. Un guiño desde las estrellas.

Mientras lamía delicadamente mi barquilla de mantecado con capa de chocolate pensé que quizás, solo quizás –y solo si era muy necesario– ese sería un buen plan de fuga.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo