Entrevista

Armando Rojas Guardia habla sobre Ernesto Cardenal (fragmentos de una conversación en progreso)

27/03/2020

[En enero pasado surgió la idea de entablar algunas conversaciones con el poeta Armando Rojas Guardia. El interés de esos diálogos es escuchar al poeta en su dimensión de ensayista oral, si vale la expresión, fijar algunas de sus reflexiones sobre los temas que han marcado su vida y su obra. A continuación, un fragmento de esos encuentros en el que rememora sus vínculos con el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.]

Ernesto Cardenal retratado por Roman Bonnefoy

ARG: Empecé a acercarme a la obra de Ernesto Cardenal cuando tenía trece años. Mi papá lo había conocido en Managua cuando fue encargado de negocios por Venezuela en Nicaragua, a comienzos de los ‘50. De modo que yo viví dos años en Managua cuando era muy pequeño. En la biblioteca de mi padre había varios libros del poeta y había también varios ejemplares de una revista publicada en Centroamérica muy importante en los años ‘60: El corno emplumado. Allí había colaboraciones asiduas, constantes de Ernesto Cardenal. Yo leí todo ese material siendo muchachito. Lo que más me fascinaba en la personalidad de Cardenal era la confluencia de tres factores o elementos que tenían mucho que ver con mis propias preocupaciones existenciales: 1) la experiencia religiosa de naturaleza mística, 2) la preocupación estética, literaria y 3) la preocupación política, la vertiente social del cristianismo.

Cuando ya estaba más crecido, tendría unos diecisiete o dieciocho años, leí en la revista Papeles que dirigía Ludovico Silva, una publicación del Ateneo de Caracas, una carta de Ernesto escrita en Solentiname donde él describía la cotidianidad de los primeros miembros de la comunidad que fundó en ese sitio. Me di cuenta de que en esa comunidad Ernesto quería establecer una vida monástica, contemplativa, pero radicalmente inserta en el mundo contemporáneo. Por ejemplo, él decía en esa carta que la lectura ascética de los miembros de la comunidad no eran tratados espirituales clásicos. Eran, pongamos por caso, Dostoievski y Rabindranath Tagore. Eso era lo que significaba una vida monástica radicalmente contemporánea.

A mí en Cardenal me impresionaba siempre la manera peculiarísima que tenía de traducir el cristianismo a categorías y esquemas del mundo contemporáneo. Por ejemplo, ¿qué son sus salmos? Pues, la traducción del contenido de los salmos clásicos al mundo actual. Pero no solo en los salmos sino en ese librito maravilloso, Gethsemani Ky, escrito por él en los dos años de novicio en el monasterio trapense en Kentucky. Su maestro de novicio fue Thomas Merton. También en Gethsemani Ky está ese afán de traducir la experiencia contemplativa al lenguaje de la vida contemporánea. Hay allí unos versos donde describe el canto de los monjes en la hora canónica llamada maitines, que es una recitación de los salmos de los monjes católicos cada madrugada. En ese poema leemos: «Los monjes van cantando los salmos, / y son las vírgenes prudentes esperando al esposo en la noche de los Estados Unidos».

Oración por Marylin Monroe y otros poemas es un libro importantísimo: marca un hito en la historia de la literatura hispanoamericana. Cuando yo tenía veintiún años y era jesuita cayó en mis manos Vida en el amor, que es un libro –en prosa– de notas de Cardenal, apuntes que tomó estando en el monasterio de La Trapa como novicio. Son reflexiones ensayísticas. La prosa de este libro es delicadísima, exquisita.

De tal forma, con el conocimiento que tenía de la obra de Cardenal empecé a soñar con conocerlo personalmente. Quería conversar con él de tú a tú. Cuando llegué a París, en el año ‘72, una de las primeras cosas que hice fue escribirle. Le pedí la dirección a un amigo nicaragüense, quien me dio unas señas tan imprecisas que pensé «mi carta no va a llegar nunca». La dirección solo era: «Ernesto Cardenal, Parroquia Nuestra Señora de Solentiname, Isla Mancarrón, Archipiélago de Solentiname, Nicaragua». Pasaron unos dos o tres meses. Yo estaba viviendo en Friburgo y una amiga colombiana, a cuya dirección en París escribía Ernesto, recibió la carta que el poeta envió en respuesta a la mía; esta amiga me la mandó a Friburgo. Es una breve misiva, pero muy elocuente. Me decía: «Amigo, me gusta mucho tu personalidad y la manera tan clara y sencilla que tienes de traslucir esa personalidad en tu carta. Yo lo que te recomiendo es que vengas cuando puedas. Al llegar a Managua, llama a mis padres (y me daba el teléfono). Ellos te indicarán la manera de venir a estas islas». Bueno, eso quedó allí. Pasó un tiempo. Regresé a Venezuela y en el año ‘73 decidí que ya era hora de ir a ver a Ernesto. Reuní el dinero para el pasaje. Hablé con familiares y amigos. Me fui a Managua.

Una de las primeras cosas que hice allá fue visitar a Pablo Antonio Cuadra, el gran poeta nicaragüense, primo de Cardenal. Pasé unas dos o tres horas hablando con él. Me indicó la manera de llegar hasta la isla Mancarrón: primero debía llegar a Granada, la ciudad a orillas del lago. Luego, tomar un ferri cuya travesía duraba ocho o nueve horas –toda la madrugada– hasta San Carlos, un pueblito al norte también a orillas del lago. Desde allí había que esperar el bote de la comunidad. Ese bote se llamaba San Juan de la Cruz.

Si uno llegaba el martes a San Carlos lo más probable era que se topara con Ernesto, porque él iba los martes a retirar su correspondencia. El lago de Nicaragua es enorme. Los españoles lo llamaban «la mar dulce». Es el único lugar de agua dulce en el mundo que tiene tiburones. Si uno se cae en el lago se arriesga a ser devorado.

Yo llegué un martes y a los pocos minutos de bajar del ferri, pisando las calles de San Carlos, me topé con la figura inconfundible de Ernesto: blue jeans, cotona blanca, boina negra, viejas botas hogareñas, pelo totalmente blanco como la barba, una mirada inolvidable por lo dulce. Le dije quién era y me invitó a desayunar en una especie de café o fuente de soda. Después nos montamos en el San Juan de la Cruz y, luego de un trayecto de tres cuartos de hora, llegamos a la isla Mancarrón donde estaba la comunidad. Eran tres casas: 1) la casa central, que tenía una especie de sala-comedor con la biblioteca enorme que Cardenal confeccionaba desde su juventud. Detrás de esa casa central estaba la cocina y el pequeño comedor de la comunidad. 2) Enseguida estaba la casita, el rancho donde dormían los miembros de la comunidad y Ernesto. 3) Finalmente, la casa de huéspedes donde me alojaron. Era una casa amplia de dos habitaciones. Esa casa de huéspedes daba al lago. La ventana se abría a una vista imponente de la inmensa masa de agua. Al fondo de esa vista aparecían dos volcanes: dos montañas azules en tierras costarricenses.

Llegué a media tarde. Conversé como una hora con Ernesto en la casa central hasta la hora de cenar. Luego venía la hora del quiete (es el nombre jesuita para el momento de descanso y reposo después de la comida, para compartir chistes, narraciones, historias; un rato para estar juntos). A las diez de la noche se apagaban las luces, pues era hora de dormir.

Al siguiente día comenzó mi horario habitual. Nos levantábamos a las 5:30 a.m. Meditábamos una hora. Después, lectura en voz alta –compartida– de los salmos, que terminaba en una lectura, también en voz alta, de algún libro escogido por Ernesto, y una discusión comunitaria sobre lo leído. Luego venía el desayuno. Seguidamente, cinco horas de trabajo manual en el taller de artesanía. Todos los miembros jóvenes de la comunidad (Laureano, Alejandro, Elvis y Ernesto mismo) eran artistas plásticos. Ernesto era un escultor importante. Solentiname no solo exportaba los cuadros y las esculturas hechas por el poeta y los miembros de la comunidad, sino muchos objetos artesanales fabricados en ese taller. Trabajaba esas cinco horas bajo la dirección de Óscar, quien era el director, el jefe del taller. Una muy buena persona, amigo de Ernesto, pero que no era miembro de la comunidad. Se trataba de pintar ceniceros, vasijas, collares. Objetos diversos. Toda la vida he sido lo que mi mamá llamaba un maneto, es decir, alguien muy torpe manualmente. Entonces tenía que obedecer matemáticamente las indicaciones de Óscar para no pifiar en mis labores artesanales.

Terminada la jornada de cinco horas, almorzábamos. En Solentiname la comida era siempre la misma: frijoles, arroz, plátano, mantequilla, pan, agua; a veces pescado sacado del mismo lago, a veces una enorme ensalada que le habían enseñado a hacer a Ernesto en Nueva York rociada con muchísimo picante. Muy pocas veces comíamos carne. Después venían cuatro horas de trabajo intelectual. Por indicación de Ernesto me dediqué, en las tardes, a estudiar a fondo la poesía de Ezra Pound.

JL: ¿Por qué Pound?

Ernesto era un admirador acérrimo de la poesía de Pound y muy dogmático en sus gustos literarios. Llegó a decirme que el más grande poeta occidental, después de Dante, era Pound. Y que el orbe poético más importante de la modernidad era la poesía norteamericana. ¿Por qué? Porque para Ernesto la poesía de América del Norte era la única que explicitaba la temática histórica y cotidiana, es decir, solo los poetas norteamericanos –afirmaba– habían desarrollado el enfoque creador que permitía hablar estéticamente de la historia (la historia específica y concreta, padecida y gozada por los seres humanos, y la microhistoria existencial del hombre que es su vida cotidiana). Por eso Cardenal tradujo, junto con José Coronel Ultrecho, a muchos poetas de Estados Unidos. Tiene una antología, hecha con José, de poesía norteamericana.

Para Ernesto, Pound (sobre todo, en sus Cantos) había incorporado a la poesía elementos aparentemente no líricos ni poéticos, pero que desde entonces, gracias a él –a Pound–, tenían carta de ciudadanía en el universo lírico. Por ejemplo, fechas, discursos políticos, reportajes periodísticos, estadísticas, el precio de los productos en el mercado. Todo ese material heteróclito incorporado en su lírica.

Cardenal fundó (junto con José Coronel) una escuela poética en Nicaragua llamada «exteriorismo». El exteriorismo era un tipo de poesía concreta: de los hechos concretos y tangibles. El poeta no habla directamente de lo que siente, de lo que goza y padece, sino que lo hace a través de imágenes simbólicas extraídas de su entorno natural y social. Para Ernesto, esa era la poesía de los pueblos llamados primitivos. Era la poesía china, japonesa y buena parte de la poesía grecolatina. A su manera, había rasgos exterioristas para Ernesto en la poesía de Dante. Y el padre espiritual del exteriorismo era Ezra Pound.

Entonces yo me dediqué a estudiar, bajo la dirección de Ernesto, la poesía de Pound. Estudié sus procedimientos. Los Cantos de Pound están hechos a manera de collage. Son fragmentarios, son retazos: brochazos hilvanados con destreza estética. Muchos de esos retazos no son convencionalmente poéticos. Te pongo un simple ejemplo de lo que para Cardenal era la poesía. Él incluye en la antología de poetas norteamericanos el discurso de Vanzetti. Sacco y Vanzetti fueron dos anarquistas, acusados de terrorismo, ejecutados en la silla eléctrica a comienzos del siglo XX en Estados Unidos. El discurso de Vanzetti frente al tribunal que lo sentenció es considerado texto poético por Cardenal. Así, lo incluye en la antología de poetas norteamericanos.

Por otra parte, el libro El estrecho dudoso de Cardenal ¿qué es? Son textos extraídos de los cronistas de Indias, pero sometidos a una disciplina versificada, rítmica, que los convierte en poemas. Allí hay textos de Fernández de Oviedo, de Bartolomé de las Casas. Son textos en prosa que Ernesto transforma en poesía gracias al crisol verbal de un ritmo específico.

Uno de los poemas más brillantes de Ernesto es «Coplas a la muerte de Merton». Lo escribió inmediatamente después de la muerte de su maestro, confidente y amigo, Thomas Merton. Es uno de los más poundianos textos de Cardenal. Le pregunté, casi inmediatamente después de conocerlo, «Ernesto, ¿cuánto tiempo te llevó escribir coplas a la muerte de Merton?» Respondió: «Seis meses. Seis meses no solo escribiendo el poema sino estudiando sobre la muerte»; porque es un poema sobre la muerte, sobre el hecho de morir. Y es, poundianamente, un collage.

Después de esas cuatro horas de trabajo intelectual llegaba la hora de la cena. Y luego el rato de quiete. Elvis, uno de los miembros de la comunidad, tocaba muy bien la guitarra. Cantábamos. Ernesto no participaba porque se imponía a sí mismo, durante la cotidianidad, un talante monástico; es decir, optaba por hacer silencio durante la mayor parte del día. Mientras nosotros estábamos reunidos en el rato de reposo nocturno él se sentaba aparte con un libro en las manos y un lápiz para subrayar partes de lo leído.

Los domingos en Solentiname, a las diez de la mañana, eran las misas parroquiales porque Cardenal no era solo guía de la comunidad, sino también párroco. El obispo lo había nombrado párroco de un curato que albergaba todas las islas del archipiélago de Solentiname, o buena parte de ellas. Esa misa la presidía Ernesto. La homilía era una suerte de diálogo: todos los miembros de la feligresía podían participar libremente con sus comentarios. De hecho, Ernesto grababa esa homilía comunitaria y ese fue el origen (esas grabaciones) de un libro publicado en dos tomos llamado El evangelio de Solentiname. Todos los que hablábamos en esa misa estamos grabados en ese libro.

A veces, había fiesta comunitaria y parroquial. Se mataba el chancho, como dicen en Nicaragua. Se hacía cochino asado y todo el mundo comía y bebía. El licor que se tomaba en Solentiname contenía 95 grados de alcohol. Una bebida hecha allí mismo, en los alambiques de las islas. Tomar ese aguardiente era tomar fuego: químicamente puro.

En ocasiones teníamos misa restringida los miembros de la comunidad. Yo asistí en unas tres oportunidades a esa misa estrictamente comunitaria. En estos casos, hacíamos la ceremonia en el comedor de la casa central. Era una misa muy bella porque Ernesto partía pan hecho allí en Solentiname. Nunca se me olvidará la manera en que él terminaba esa misa. Su última frase como sacerdote, como celebrante del rito, era: «Vamos a hacer esta misa», como invitándonos a que, en la vida diaria, hiciéramos lo que simbólicamente habíamos hecho durante la eucaristía.

*

Cuando llegué a Solentiname ya la comunidad no tenía nada de contemplativo ni monástico. Es comprensible porque Ernesto tiene una frase paradigmática: «para enseñar catecismo a los niños tenemos que lograr primero que no se nos mueran los niños»; es decir, la dramática situación de Nicaragua bajo la dictadura de Somoza impedía realizar una comunidad monástica y contemplativa. Había que optar por la lucha política contra la tiranía. Entonces, poco a poco, la comunidad se fue transformando en una célula política y social.

Cuando llegué a Solentiname ya la comunidad era una célula política y al poco tiempo de mi regreso a Venezuela todos los miembros pasaron a la lucha armada. Alejandro, Elvis y Laureano se convirtieron en soldados sandinistas, y Ernesto se convirtió en el vocero principal del sandinismo a nivel internacional. De modo que todos se convirtieron en militantes. Cardenal publicó sus memorias en tres tomos: el primero se llama Vida perdida, el segundo –citando a San Juan de la Cruz–, Las ínsulas extrañas, y el tercer tomo, La revolución traicionada. En el segundo habla de Solentiname; allí me dedica tres párrafos.

Yo escribí en aquellas tardes de lectura y de estudio unos dieciocho poemas. Pero no incluí ninguno en mis libros porque: 1) son poemas demasiado influidos por la poesía de Cardenal, eran como imitaciones libres de la poesía de Ernesto; y 2) eran poemas muy supeditados a la visión política del momento.

En el ’69, en Cuba, Ernesto quedó deslumbrado por la revolución y se adhirió al marxismo. Como era muy dogmático en sus preferencias, a mí siempre me despertó reserva esa adhesión incondicional. Una personalidad tan rica y compleja como la de Ernesto no puede ser reducida esquemáticamente a un solo aspecto y a una sola dimensión. Lo menos perdurable de su personalidad es esa adhesión fanática al marxismo, a la revolución cubana y, en su momento, a la revolución bolivariana. Aunque parece que ya al final de su vida se había vuelto muy crítico de Chávez y del chavismo. Él vino varias veces a Venezuela invitado al festival de poesía; tiene una foto con Chávez. En esa fotografía Chávez le pasa el brazo por los hombros. La parte menos importante de su personalidad es, justamente, esa: su opción marxista. ¿Qué motivó esa opción? El hambre y la sed de justicia. La opción por los pobres, las víctimas y los excluidos. Pero era una opción cristiana muy mal entendida y muy mal implementada.

Con Ernesto pasa lo mismo que ocurre con Cintio Vitier, el gran poeta cubano: esa opción cristiana mal entendida e implementada los llevó a mistificar lo injustificable. Lo más importante y trascendente de Ernesto es: 1) su vocación religiosa de naturaleza radicalmente mística: él será recordado como el más importante místico cristiano de América Latina en toda su historia. 2) Su obra literaria. La parte más sustantiva de su obra, la mayor parte de sus poemarios son hitos emblemáticos en la historia literaria de Hispanoamérica.

Cardenal era devoto lector de revistas y libros de divulgación científica. Hallaba en las especulaciones físicas de la modernidad algo del misterioso trazo de Dios.

Las huellas de Dios.

La inquietud cosmológica de Ernesto viene de muy atrás. Siendo estudiante de teología en La Ceja leía a Teilhard de Chardin. De modo que el escenario cósmico está en su poesía desde los años ‘50. Luego fue ahondando en esa corriente mientras estudiaba libros de divulgación científica.

*

Ernesto tuvo el gesto exquisito de guardar los dieciocho poemas que escribí en Solentiname. Los publicó en 2000 en un libro titulado Aquellos años de Solentiname, que es una recopilación de textos escritos por visitantes, y me dio la sorpresa de mandarme el volumen con una carta muy bella donde dice: «Te podrás dar cuenta de tu participación en este libro. ¡Muy bella participación!». Mi participación son esos dieciocho poemas.

¿Entonces sí fueron publicados?

Pero me avergüenzan porque: 1) son una copia desafortunada de la poesía de Ernesto y 2) hay un izquierdismo muy infantil en esos poemas; por ejemplo, hay un elogio al Che Guevara que me avergüenza profundamente; el Che Guevara para mí ahora es un asesino. Pero para Ernesto, el Che era Cristo revivido. Entonces, esos dieciocho poemas Ernesto los guardó durante treinta años y los publicó.

*

Hay un poema mío, publicado en Del mismo amor ardiendo que se llama «Casi salmo». El procedimiento que utilicé para escribir ese texto es muy poundiano, o sea, es un collage. Son fragmentos hilvanados de varias referencias cultas. Por ejemplo: Baudelaire, Rimbaud, el fragmento de una carta de Van Gogh, unos versículos del libro de Jeremías, unos versos de un poema de unos indios centroamericanos. Todos esos fragmentos están hilvanados, muy poundianamente, en forma de collage. A mi amigo Hugo Achugar –un crítico y poeta uruguayo que vivió muchos años en Venezuela, vinculado al grupo Tráfico y profesor de Alberto Márquez y de Rafael Castillo Zapata– le gustaba mucho ese poema.

¿A ti qué te parece?

A mí me gusta mucho.

Casi salmo

De la casta de escribas, heme aquí,
mago, monje laico,
heme aquí
combinando los fantasmas
de las frases, preparando el hachís
de las sílabas oscuras:
puedes verme
en esta misión donde me quedo
hasta derramar la última letra.

Heme aquí,
mis ojos se acostumbran:
una mezquita donde había una fábrica,
un grupo de tamborileros formado por ángeles,
calesas por los caminos del cielo,
un salón en el fondo de un lago,
monstruos, misterios
(él andaba en Londres o en Bruselas
ahíto de revólveres y vértigos).

A la mitad del camino,
heme aquí
alimentado
por estas noches blancas del poema,
lunas ebrias y amarillas,
cultivando verrugas misteriosas
de las que sale un hombre
sin abrazos,
pieno di sonno a quel punto

Pero Tú,

tú,
di una sola, la única Palabra,
tú que estás detrás de este alfabeto
esmerilado,
di esa Palabra
capaz de engendrar y de engendrarme,
desde tu lado dime

(y mi alma quedará sana)

echado en su cuarto, en las tinieblas,
invisible para los demás, podía contemplar
a toda la familia
                          en torno a la mesa iluminada
Yo, Gregorio Samsa, certifico
que de veras
es poco más la muerte

Por eso a veces odio
a esta sucia pintura
De pronto no basta,
es amarga la belleza,
hay cuervos
en los campos de trigo de Auver-sur-Oise,
primer eslabón de lo terrible.
Cruzado
por todos los metales del sol crudo
en un autorretrato
(¡di tú esa palabra, Théo!).

Ven en mi auxilio,
date prisa en socorrerme
el albatros está ciego en el océano,
en la sonora enorme sed
que no puede contener este cántaro
de frases,
me has agarrado, me has podido,
Tú me sedujiste,
Otro total,
Vacío de mí,
el-que-está-enfrente reclamándome,
lector: ¡mi hermano!

En la víspera,
derriba al poderoso,
vacía al rico
(haz estallar mis cercas, línea a línea),
tú, Humanidad escogida, pobre esclava
(Todos, vengan todos, suban todos, entren todos
siéntense todos:
éramos pobres, pobres, pobres, pobres, pobres),
Stella matutina,
entraremos en las espléndidas ciudades,
juntos,
Iauna coelli
          e quindi uscimmo a riveder le stelle.

Como ves, es hecho con una técnica poundiana. Ese procedimiento lo aprendí en Solentiname estudiando por las tardes.

¿Es el mismo procedimiento de The Waste Land?

De hecho, La tierra baldía era un libro mucho más largo que Eliot dio a consideración de Pound y Pound suprimió, con un crayón, buena parte de los poemas y dejó los que conocemos hoy. Yo he visto, porque me lo mostró quien era el compañero de Gabriela Kizer –Santiago–, un álbum con una fotografía del facsímil de La tierra baldía; y hay otra foto donde está el crayón de Pound tachando páginas y fragmentos. De modo que Pound mutiló el texto original de Eliot de manera violenta, y Eliot aceptó esos cambios.

*

Leí una semblanza en Facebook de Sergio Ramírez, el gran escritor nicaragüense, sobre Ernesto. Muy bella. Eran vecinos. Vivían a una cuadra de distancia en Managua, y eran grandes amigos.

También leí la reseña que hace Gioconda Belli, gran amiga de Ernesto y una de las grandes escritoras e intelectuales nicaragüenses. En esa reseña describe cómo fue la misa de cuerpo presente en la catedral de Managua, saboteada y profanada por los sandinistas. Entre abucheos y gritos, tuvieron que sacar el féretro por la puerta lateral. Parece que Ortega mandó autobuses a recoger gente de los barrios para que fueran a sabotear la ceremonia.

Eso es tan parecido…

(Ambos): A lo que sucede en Venezuela.

Entristece cómo el sandinismo terminó volcándose contra sí mismo.

Así es. Se desnaturalizó y se traicionó a sí mismo.

Bueno, Juancito, dejémoslo hoy hasta aquí.


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