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Si algo puede decirse con propiedad acerca del Acuerdo de Ginebra es que se trató de uno de los arreglos jurídicos más inteligentes que hayamos podido propiciar en el siglo XX, en consonancia con los derechos históricos que nos asisten en relación con el caso del Esequibo. Eso, en parte, es lo que procuraré explicar al referirme a los alcances de ese acuerdo suscrito en 1966.
No quisiera, empero, desaprovechar esta oportunidad para hacer una pertinente aclaratoria acerca de lo que comúnmente tiende a darse por bueno cuando se habla de que fue solo a partir de la divulgación del llamado «Memorando de Severo Mallet Prevost», en 1949, que Venezuela se mostró resuelta a reactivar su interés en torno al tema del Esequibo y, especialmente, a insistir con mayor fuerza en el carácter fraudulento que acusara el fallo arbitral de 1899.
Ciertamente, el memorando de Mallet Prevost, dada la calidad de su autor como testigo presencial, habría de convertirse en un documento de la mayor importancia al enjuiciar de manera pormenorizada la labor del Tribunal arbitral, haciendo revelaciones –hasta ese punto– muy significativas acerca del litigio.
Ahora bien, tal como lo advierte un autor tan avezado en la historia territorial de Venezuela como Manuel Donís Ríos, la revisión del Laudo había comenzado a exigirse durante la gestión de Isaías Medina Angarita para lo cual se propició incluso un debate parlamentario al respecto.
Pero aún más interesante resulta observar que ya durante la segunda mitad de la década de 1930, es decir, en plena presidencia de Eleazar López Contreras, Carlos Álamo Ybarra ofreció un discurso ante la Academia de Ciencias Políticas dedicado a explicar la falta de motivación que tuvo la sentencia de 1899, los excesos que acusó la actuación del Tribunal de París y la naturaleza del compromiso obtenido sobre la base de la extorsión, a partir de lo cual comenzó a suscitarse un creciente grado de interés en pro del empeño por insistir en la invalidez del Laudo.
De modo que sería más bien desde López y Medina, y no a partir de las revelaciones que ofreciera el memorando de Mallet Prevost, cuando en realidad comenzaron a percibirse síntomas de tal intención por parte de las autoridades venezolanas.
Tampoco puede pasarse por alto, dentro de este mismo encuadre histórico, el hecho de que en fecha bastante cercana a lo que sería la divulgación del memorando de Mallet Prevost Rómulo Betancourt tuviera algo que decir con respecto a este tema, como jefe de la delegación venezolana y expresidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, al celebrarse en Bogotá, en 1948, la IX Conferencia Interamericana. Al referirse al principio de la autodeterminación, tan en boga dentro del lenguaje adoptado al término de la Segunda Guerra Mundial, Betancourt insistiría en recalcar que tal principio no negaba al mismo tiempo –dicho por él mismo– «lo que los venezolanos (…) pudieran hacer valer en pro de sus aspiraciones territoriales sobre zonas hoy en tutelaje colonial y que, antes, estuvieron dentro de nuestro propio ámbito».
Pese al replanteamiento que de distintas formas tuvo la cuestión del Esequibo a partir de López, de Medina y hasta de un Betancourt que hablaba ya en su condición de expresidente en 1948, el interés de los venezolanos continuó viéndose mucho más centrado en los contenciosos pendientes con Colombia, algo que se hizo particularmente evidente durante el decenio militar de 1948 a 1958 y, de manera especial, durante el régimen unipersonal de Marcos Pérez Jiménez. Ello al margen de que Luis Emilio Gómez Ruiz, uno de los principales personeros diplomáticos de los militares en el poder, hablara en 1951 –y de nuevo en 1954– acerca de la necesidad de abogar a favor de una rectificación equitativa ante la injusticia cometida en 1899.
Sin embargo, la situación cambiaría de forma bastante significativa a partir de 1962; todo ello por razones que aún compiten entre sí a la hora de poder ofrecer una respuesta satisfactoria acerca de la motivación que finalmente tuvo Venezuela para actuar de una vez por todas en relación con el Esequibo, a partir de la presencia de Betancourt nuevamente al frente de la Presidencia de la República, esta vez de manera constitucional.
La razón más obvia y aparente de todas para que Marcos Falcón Briceño, en su condición de canciller, procediera en 1962 a denunciar ante las Naciones Unidas la necesidad de revisar el estado del contencioso venezolano era lo que podía implicar la prontísima independencia de la Guayana británica, proceso que la propia Venezuela alentaba como parte de su compromiso con la política de descolonización que venía registrándose con especial fuerza desde la década de los años cincuenta.
La segunda motivación era de carácter documental: los inicios de la década de 1960 coincidirían con que Venezuela dispusiera ya de una copiosa documentación resultado de lo que fuera el hecho de que, desde 1949, los archivos oficiales de Estados Unidos y Gran Bretaña, referidos en este caso al proceso judicial que tuvo lugar en París en 1899, fueran hechos públicos de acuerdo con la prescripción legal de 50 años, tiempo durante el cual se les mantuvo restringidos.
Estos papeles, como efectivamente fue el caso, llegarían a revelar que el Laudo se había visto afectado por otros defectos en consecuencia de lo cual podría haber causas adicionales de nulidad del proceso arbitral, tal como –al fin y al cabo– lo pusieron en evidencia las pesquisas practicadas por los expertos venezolanos Herman González Oropeza y Pablo Ojer en esos repositorios archivísticos de Washington y Londres.
Existe, no obstante, una tercera motivación que resulta en cambio infrecuentemente mencionada. El hecho tiene que ver con la dinámica de la Guerra Fría y, de manera particular, con lo que para Betancourt podía significar la independencia de Guyana tomando en cuenta las simpatías que los principales dirigentes del gobierno semi-autónomo que regía en Georgetown profesaban hacia el régimen de Fidel Castro. Betancourt temía, y con razón, que la Guyana emergente colocara firmemente de su lado al gobierno cubano ante la eventualidad de que se instrumentara de manera efectiva la reclamación territorial por parte de Venezuela.
De hecho así terminó ocurriendo aun cuando, como bien sabemos, Cheddi Jagan y Forbes Burnham hallaron defensores de mucho mayor valimiento que Fidel Castro, como lo serían las empresas concesionarias dedicadas a la explotación de enclaves mineros y madereros dentro de la zona en reclamación (como el caso de la Exxon Mobil y sus prospecciones petroleras en aguas controvertidas).
Betancourt tampoco se equivocaba al suponer que nuestras principales derrotas en este campo habrían de verse labradas desde La Habana. Bastaría mencionar, como solo ejemplo de ello, la actitud que exhibiera Guyana a partir de 1982 –con abierto respaldo de Cuba– a la hora de responder al vencimiento del protocolo del acuerdo de Ginebra, mejor conocido como «Protocolo de Puerto España», vetando el ingreso de Venezuela al Movimiento de Países no Alineados, aun cuando ese foro careciera ya de la rutilancia que llegara a ostentar en tiempos de Sukarno, Nehru o Nkrumah.
De un modo u otro la impronta de Cuba estuvo presente de manera permanente en lo que a este contencioso en torno al Esequibo se refiere; ello con el claro propósito de que Venezuela saliese lo más perjudicada posible de tal situación durante las décadas de 1960 y 1980.
Apuntaba al comienzo que la reactivación del asunto, y especialmente el Acuerdo de Ginebra como su más rotundo correlato, confirma que la diplomacia venezolana actuó con particular inteligencia y, además, con valentía. Después de todo, Venezuela se hallaba atrapada en medio de un terrible dilema que se contraía a lo siguiente: cómo aceptar un cambio de estatus en lo que al destino político de Guyana se refería sin antes garantizar que ello no afectase la reclamación venezolana. Dicho de otro modo: Venezuela no podía, bajo ningún concepto, dejar de respaldar abiertamente el proceso de descolonización de Guyana sin entrar en contradicción con lo que fuera una posición que formaba parte, entre otras demandas mínimas, de la política exterior consensuada a partir de 1959. Pero tampoco podía dejar de tener presente lo que pudiese implicar que Guyana cesara en su carácter de dependencia colonial sin antes insistir en la existencia de un contencioso territorial pendiente como producto de una usurpación cometida en el siglo XIX.
Ese dilema, y la forma en que quiso verse resuelto ante la opinión pública venezolana, ocuparía buena parte de los esfuerzos emprendidos durante el resto de la gestión de Betancourt e inicios de la administración de Raúl Leoni a través de declaraciones y gestiones oficiales ante foros internacionales. De hecho, la forma tan persistente como Venezuela reiteró su posición condujo no solo a demorar la independencia de Guyana por dos años –hasta 1966– sino que logró condicionar tal independencia al estado en que se hallaba la reclamación venezolana con respecto al caso del Esequibo.
Pero también hubo mucho de persistencia y coraje en la forma como finalmente logró adoptarse la metodología bilateral que habría de verse expresada en el Acuerdo de Ginebra, es decir, a partir del modo tan decidido con que Leoni resolvió entrar al fondo de la reclamación. Eso que he querido llamar una expresión de coraje, en vísperas de Ginebra, se expresó de dos formas. En primer lugar, y como habrá de verse de seguidas, a la hora de intentar vencer cualquier atisbo de resistencia por parte de Gran Bretaña que pudiese obstaculizar un entendimiento en torno a esta cuestión. En tal sentido, dentro del tortuoso proceso que fue preciso recorrer para torcerle la muñeca a los negociadores británicos resulta de sobra conocido, por ejemplo, lo primero que Gran Bretaña intentó aconsejarle a Venezuela si era que, en realidad, nuestro país pretendía actuar a tono con los nuevos tiempos de la posguerra mundial: que renunciase totalmente a la reclamación empleando para ello el ejemplo inglés, es decir, recalcando ante Venezuela que nada resultaba más sensato que ceñirse a las pautas descritas por la actuación británica dentro de esa órbita. Después de todo –según insistirían en apuntarlo los funcionarios del Foreign Office– nada les costaba a los venezolanos ver que la propia Gran Bretaña se hallaba desprendiéndose rápidamente de territorios en proceso de descolonización, sentando así un ejemplo de conducta ante el mundo y las Naciones Unidas.
A cargo de refutar tamaño sofisma estuvo el canciller Ignacio Iribarren Borges, señalando que la invitación bien habría podido ser acogida si antes Gran Bretaña se hubiese mostrado dispuesta a desprenderse de alguno de sus territorios metropolitanos como, por caso, del condado de Exeter en Inglaterra. Era una forma de recordarles a los astutos interlocutores que la Guayana Esequiba formaba parte integral del territorio venezolano, tanto como podía serlo Exeter para Inglaterra.
Sin darse por vencida ante esta hábil respuesta venezolana, Gran Bretaña propuso entonces la congelación del reclamo durante un período de treinta años, tal como venía siendo el caso de la Antártida por un período de cincuenta, pretendiendo los ingleses ceñirse así a otro ejemplo acorde con los tiempos que corrían. Leoni e Iribarren se opusieron a esta oferta proponiendo, en cambio, una administración conjunta de la Guayana Esequiba siempre y cuando la soberanía de Venezuela fuese reconocida de antemano. La idea fue negada por Gran Bretaña pero, con mucha más fuerza aún, por la representación guyanesa que formaba parte de estas conversaciones bilaterales.
Hasta este punto no había manera de progresar sin tener en cuenta lo que Londres pensara pero, paradójicamente, tampoco parecía probable hacerlo a partir de lo que pensara. Vale acotar, por cierto, que buena parte de estas laberínticas discusiones se desarrollaron en Londres en el marco de la llamada «Primera Conferencia Ministerial», en 1965, antes de que sus integrantes se trasladaran a Ginebra para darle curso a una segunda conferencia dentro de un clima más propicio a las negociaciones, como podía garantizarlo la proverbial neutralidad que distinguía a la ciudad helvética.
Allí en Ginebra, y luego de varias rondas de negociaciones, emergieron las tres etapas que conformarían la hoja de ruta que podía ser susceptible de recorrerse a partir de ese punto: la creación de una comisión mixta para el arreglo práctico de la controversia, la convocatoria a mediación y, como recurso remoto (el menos deseable para Venezuela), un nuevo arbitraje internacional.
A fin de cuentas, y pese al empecinamiento de la posición británica de continuar considerando al Laudo de 1899 como cosa juzgada, Venezuela logró que la “solución práctica” pasase a convertirse a partir de entonces en la primera y principal alternativa. En febrero de 1966 Gran Bretaña mostraría su acuerdo en tal sentido al avenirse a la creación de una comisión mixta a fin de que el problema fuese discutido de manera bilateral, incluyendo, claro está, a los representantes de la emergente Guyana, quienes con su presencia y firma refrendarían lo acordado.
Vale la pena preguntarse: ¿qué fue lo que al fin y al cabo llevó a que Gran Bretaña cejase en su inflexible posición inicial? Ello pudo deberse en parte a las activas diligencias emprendidas por la diplomacia venezolana en procura de gestionar apoyos y presionar a los británicos a favor de que se alcanzase una solución práctica y mutuamente satisfactoria del asunto; pero en parte pudo deberse también a las presiones que, ante el propio gobierno en Londres, ejercieran las compañías inglesas de petróleo que operaban en Venezuela por temor a que la posición refractaria exhibida hasta ese punto por Gran Bretaña condujese a que el gobierno presidido por Leoni impusiera retaliaciones o medidas extraordinarias de distinto tipo.
Fuera lo que fuese, y como igualmente quise adelantarlo, hubo mucho de valentía en otro sentido por parte de Venezuela más allá de lograr vencer la inicial terquedad británica. La hubo también a la hora de evitar que Gran Bretaña intentara, de un modo u otro, librarse o desentenderse totalmente del asunto.
La posibilidad de que ello ocurriera era más que evidente mientras se estaba en el proceso de concederle la independencia a un país que no solo gravaba el ya deficitario presupuesto británico, sino que tampoco le aportaba nada a la Corona que no fuesen pérdidas anuales. Venezuela se aseguró, pues, de comprometer a Gran Bretaña como parte actuante dentro del capítulo de Ginebra como principal causante de una situación que venía afectando a los venezolanos desde hacía más de un siglo y que podía afectar por igual a sus otrora connacionales guyaneses en el futuro.
Al mismo tiempo, Venezuela tenía de su parte el siguiente argumento: por un lado, se buscaba involucrar a Gran Bretaña por tratarse de una controversia provocada por sus acciones colonialistas; por la otra, y esta vez ante Guyana como heredera jurisdiccional del problema, se insistía en que fue Venezuela la que sufrió el despojo de una quinta parte de su territorio pero que, al mismo tiempo, fue ella la primera interesada en sacar adelante ese proceso y buscarle una solución práctica al asunto para beneficio también de la emergente república vecina.
Desde que fuera adoptado, el Acuerdo de Ginebra jamás pretendió excusar sus imperfecciones; de hecho, al instrumentarse su ratificación fue acogido y, en otros casos, muy criticado. De esto último tenemos como evidencia las obras de René De Sola titulada Valuación actualizada del Acuerdo de Ginebra y de Efraín Schacht Aristeguieta Nuestra Guayana Esequiba, respectivamente. Ello demuestra, pese a que De Sola y Schacht Aristeguieta a la larga matizaran sus opiniones, que ningún instrumento jurídico es perfecto, ni tan siquiera el inteligente Acuerdo de Ginebra.
¿Ha servido de algo el Acuerdo de Ginebra a partir de entonces? Bien podría haber quien dijese que ni sirvió mientras se verificaron las dieciséis reuniones celebradas por la llamada “Comisión Mixta” hasta la firma del Protocolo de Puerto España en 1970 ni, mucho menos, ha servido de nada lo actuado desde que, tras la reactivación del asunto, se instrumentara la dinámica de la mediación a través de la figura de los distintos buenos oficiantes y de la actuación de los respectivos facilitadores que han concurrido de lado y lado a partir de 1989.
Esto es bastante falso o cuando menos discutible sobre la base, al menos, de dos razones. En primer lugar porque al presionar a Gran Bretaña para que reconociese tal situación Venezuela logró que se rompiese la intangibilidad de la sentencia arbitral de 1899, ocasionando que el Reino Unido aceptase «de iure» la reclamación venezolana. En otras palabras, Gran Bretaña consintió en que efectivamente existían irregularidades en el fallo de 1899 puesto que fue ello lo que, a fin de cuentas, condujo a pactar una nueva negociación dando lugar así al acuerdo de Ginebra.
En segundo lugar, y metidos como nos vemos en contra de nuestra voluntad y consentimiento dentro de una nueva fase arbitral, existe forma de demostrar, documentalmente hablando, que Venezuela jamás se apartó de la intención de alcanzar una solución “práctica” pese al históricamente reiterado obstruccionismo guyanés, capaz de haber hecho fracasar inclusive la actuación de la Comisión Mixta mientras esta se mantuvo en vigor hasta 1970.
Está lo suficientemente demostrado que los títulos históricos obran de nuestra parte; ese, a fin de cuentas, no es el problema. Hoy el problema es otro: ya se dejó atrás el compromiso bilateralmente pautado para adentrarnos dentro del pedregoso terreno de una solución judicial. Ello ha sido así desde que el pasado mes de diciembre la Corte Internacional de Justicia se declaró competente para revisar el caso a partir de la solicitud unilateral interpuesta por Guyana en 2018.
Cabe ver que en la actualidad intentamos aferrarnos al Acuerdo de Ginebra como quien se niega a verse despojado de una preciosa herencia. Además, resulta amargo y hasta irónico que un gobierno que le decretara abiertamente la guerra a la memoria de Raúl Leoni, calificándolo como una de sus principales némesis, recurra a reivindicar de manera tan celosa y desesperada el Acuerdo de Ginebra excusándose, desde luego, de nombrar al propio Leoni como uno de los principales artífices de ese instrumento que le permitió a Venezuela actuar de manera coherente mientras nuestras coordenadas respecto al tema, desde que fueran impulsadas por el propio Leoni y algunos de sus predecesores, se distinguieran por su coherencia.
En realidad fue solo tras las decisiones adoptadas por el régimen chavista, concretamente desde 2004 cuando menos, que Venezuela resolvió distanciarse de tales coordenadas históricas y sostener que lo actuado a partir de 1962 solo había sido obra de quienes se habían negado a la independencia y al bienestar de Guyana tanto por la desconfianza que les suscitara su modelo de socialismo cooperativo como por sus abiertas simpatías hacia la Revolución cubana.
Todo lo cual resulta, como se ha visto hasta este punto, falso y más si acudimos a lo que el propio Rómulo Betancourt quiso enfatizar al decir que una cosa era la independencia de Guyana y otra muy distinta el dejar de resolver algo que, por derecho, nos correspondía. Por eso dijo con suficiente claridad: «Esta reclamación no entorpece las aspiraciones del pueblo de la Guayana británica a su independencia, la cual tiene la simpatía de la nación venezolana, cuya posición anticolonial data de los días en que ella misma insurgió como nación soberana, sacudiéndose de tutelas foráneas».
En cualquier caso, todo cuanto podamos decir resulta de sobra conocido como por ejemplo que Guyana ha actuado con mal espíritu negociador o que, desde el gobierno de David Granger hasta el que actualmente preside Mohamed Irfaan Ali, Guyana ha sabido aprovecharse de la conflictividad interna venezolana al punto de haber recurrido, entre gallos y medianoche, ante la Corte de La Haya.
También puede que sea de sobra conocido pero no perjudica observar la inversión de roles que hemos venido experimentando y acerca de lo cual Carlos Romero llamara recientemente la atención: ahora es Guyana la que se ha convertido en país petrolero, proyectando bienestar económico, renunciando a su vocación tercermundista y priorizando sus relaciones hemisféricas y occidentales [https://nuso.org/articulo/venezuela-guayana-razones-de-un-conflicto/]. A esto podría agregarse lo que señalara una nota publicada por BBC News en mayo de 2019, a cargo de su corresponsal Simon Maybin, en la cual se insiste que la actividad petrolera podría catapultar a Guyana a un auge económico sin precedentes si los recursos fósiles continuasen siendo de tal importancia como lo han sido hasta ahora. Ello se sustenta en lo que la Exxon, como principal operadora petrolera de Guyana, ha estimado en términos de una reserva equivalente a más de 5.500 millones de barriles en aguas que el país considera totalmente suyas en detrimento de los derechos que Venezuela detenta en relación con sus espacios atlánticos.
Ni en la más febril o calenturienta imaginación de los artífices del Acuerdo de Ginebra habría cabido suponer semejante porvenir, como tampoco que la controversia dejase, por lejos, de ser un asunto principalmente de tierra firme para convertirse en un rompecabezas dominado ahora por todo cuanto se refiere al mar territorial, a la zona económica exclusiva, a las áreas marinas y submarinas, a lo concerniente a la “proyección atlántica” y hasta por algo tan sensible pero que, para el común de los venezolanos suena un tanto críptico, como el llamado Azimut 070.
Sabemos, pues, que Guyana hizo lo que hizo al acudir ante la Corte Internacional de Justicia porque desde 2014 y 2015 vio el espejismo del petróleo en esas aguas profundas que tocan nuestra fachada atlántica. Actualmente están corriendo los tiempos procesales y, lo peor, es que los venezolanos sabemos que nuestra salida al océano atlántico podría verse comprometida. Me refiero a las graves consecuencias que ello pudiese acarrear para nuestro control estratégico sobre el terminal marítimo del delta del Orinoco, así como para el ejercicio efectivo sobre espacios que se proyectan hacia las principales rutas navales del Atlántico, si antes no alcanzamos a ver una solución que nos sea favorable en relación con la delimitación terrestre.
Como sabemos, sin la delimitación previa de límites terrestres no existe delimitación posible del espacio acuático. Hablamos en particular de lo que esa densificación significa ante la complejidad de lo que está en juego en relación con las condiciones geomórficas de los fondos marinos de esa zona y lo que ello implica para la proyección de la plataforma continental de Venezuela.
Ignoro, a estas alturas, hasta dónde podamos hacer que Guyana se acoja de nuevo al procedimiento adoptado desde la década de 1960 y regrese a la mesa bilateral. No sé tan siquiera si existen mecanismos de presión que lo hagan posible o al menos propicio. Lo único favorable –y quizá con algo de inteligencia podamos convertirlo en algo mucho más favorable aún– es que entre las consideraciones expresadas por la propia Corte Internacional de Justicia dentro de la fase preliminar de méritos figura el hecho de que el Acuerdo de Ginebra se mantenga como una vía vigente para el arreglo de la controversia. No es muy generosa la forma en que esto corre expresado en el documento que fuera publicado en La Haya en diciembre del año pasado, pero los redactores del fallo, al fin y al cabo, así lo expresan.
De lo que sí estoy seguro es de que nada auspicioso pinta que no solo tengamos en nuestra contra las ilusiones petroleras de Guyana sino que también tengamos en contra, y mucho más desde que el asunto quedara en manos de la drástica instancia de La Haya, a una empresa como la Exxon Mobil la cual, según entiendo, dispone de un fondo especial nada desdeñable para financiar lo atinente a este juicio ante la Corte. Hablamos de la misma Exxon Mobil con la cual rompimos todo trato haciendo alarde de jacatonería ciprianocastrista solo para conseguir a cambio que esa empresa se aprestara a reiniciar sus acuerdos con Guyana.
Pero no solo los apetitos exploratorios de la Exxon obran en contra nuestra; también lo hacen los de otras compañías multinacionales –no solo estadounidenses sino canadienses e, inclusive, chinas– que han mostrado un indisimulado interés por áreas adyacentes a la zona en litigio. Por si fuera poco hasta el ex presidente de Estados Unidos Donald Trump, según lo reseña Carlos Romero, ha mostrado total apoyo a la decisión que tomara Guyana de acudir a la Corte de La Haya. Para colmo, el gobierno revolucionario ni tan siquiera ha podido contar con la ya consolidada amistad que mantiene con Cuba, la cual, haciendo gala de su brutal pragmatismo, ha cuidado de mantenerse neutral en medio de este asunto.
Mientras tanto podemos seguir acogiéndonos al Acuerdo de Ginebra y al procedimiento establecido en el marco del mismo. En otras palabras: podemos continuar propalándole nuestra irreductible fidelidad a ese acuerdo de 1966. Pero no sé si en el fondo, y ante la gravedad de lo que nos aguarda, esto solo equivalga a lo que significan las jaculatorias para sosiego de los difuntos.
Edgardo Mondolfi Gudat
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